Clara
Ella me regaló aquella tarde de verano.
Mi tío tenía una casa a la orilla del mar. Cada verano pasaba quince días allí. Cuando era niño eran días largos y pesados. Me pasaba el tiempo deambulando entre personas adultas, jugando con el perro en el jardín o haciendo castillos de arena al borde del mar. Eran días aburridos, no había más niños, pero, mirándolo en la distancia con mucha nostalgia, tampoco estaba tan mal.
Cuando cumplí 17 años se me hizo más difícil tener que acompañar a mis padres en verano. Tuve que dejar a mis amigos del instituto, las chicas que intentaban ligarme y las primeras borracheras para hacer el puto viaje de cada año a la casita de la playa. Allí no conocía a nadie, todo estaba muy lejos de todo y sólo quedaba esperar a que la condena pasara lo más rápido posible. Pero ese verano de 1993 aún lo tengo fresco en la memoria.
Recuerdo que llegamos a media tarde a casa de mi tío. El coche de mi padre se detuvo delante de la cancela negra e hizo sonar el claxon. Mi tía salió a abrirnos saludando con la mano, sonriendo. El perro daba los mismos saltos de siempre y movía la cola, cada año con menos energía. Y yo, sentado en el asiento de atrás, sin quitar la música de mis auriculares, pensaba en que ya, con 17 años, ni siquiera podría hacer castillos en la arena.
Los primeros días de aquellas vacaciones los viví como el más puro infierno. Un infierno de humedad pegajosa, de aburrimiento absoluto y de horas interminables en aquella casa de la playa. Mi madre estaba hasta las narices de mí. Hijo, que rarito eres- me decía cada vez que me veía dando vuelta por la casa sin nada que hacer.
Una noche, cuando estaba tumbado en la cama, escuché a mi tío decir que al día siguiente vendría un matrimonio amigo a pasar unos días. Perfecto, pensé, otra pareja de carcas. Me dormí maldiciendo mi suerte y pidiendo al cielo que aquella pareja viniera con un hijo de mi edad, o aún mejor, una hija.
Llegó la mañana, y cuando aún estaba tendido en la cama intentando tirar de mi cuerpo, oí como el claxon de un coche que se paraba frente a la casa. Mis tíos y mis padres salieron a recibir a la nueva pareja dando gritos de alegría como si en vez de un matrimonio normal fueran algo fuera de lo común. En ese momento salí de mi cuarto, me aseé rápido y cruce la casa hacia el jardín para saludar a los nuevos inquilinos. Estaba cabreado, pero era muy educado.
Me fui acercando y entonces comprendí los gritos de mis padres y mis tíos. La mujer era una diosa madura de unos 45 años. Morena de pelo liso, piel morena y brillante por el verano, un cuerpo macizo y rotundo de grandes tetas que se marcaban bajo una blusa larga blanca. Estaba buenísima y a mis 17 años aquella mujer era un regalo para masturbarse.
De repente, la humedad pegajosa se convirtió en brisa marina, el infierno de arena dio paso a un paraíso donde todo era perfecto. Me pasaba el día buscando con la mirada a Clara, que era como se llamaba aquella mujer que me estaba trastornando la adolescencia. Cada vez que la veía en bikini dirigiéndose a la playa era el resorte para que yo fuera al baño a masturbarme pensando en que la penetraba una y otra vez desde atrás.
Aunque ya no estaba enfadado con el mundo, lo disimulaba para que mi madre no me diera la lata intentando averiguar porque era feliz de nuevo. Además eso era la excusa perfecta para desaparecer y encerrarme en mi habitación, tumbarme desnudo en la cama y pajearme despacio, recreándome en Clara.
Una tarde, después de comer, mi madre y mi tía se marcharon a la playa. Mi padre y mi tío charlaban animádamente en la mesa bajo la higuera mientras bebían coñac. Clara dijo que estaba cansada y que se iba a dormir una pequeña siesta antes de ir a la playa. Sentado en una piedra del jardín, la vi marcharse a su habitación y desee con toda mi alma compartir aquella siesta con ella, frotar nuestros cuerpos, sudar juntos en las sábanas blancas y apretar su tersa carne de mujer de escultura.
Con todo ese sexo en mi cabeza decidí que lo mejor era hacer lo que hacía todas las tardes: masturbarme pensando en Clara. Al pasar por su habitación, con la puerta entreabierta, la vi tumbada con una pierna por encima de las sábanas. Su muslo y casi la mitad de su culo quedaban expuestos para mí. Su camisón rosa se había subido hasta la cintura dejándome ver un pequeño trozo de ese cuerpo que me volvía loco. Podía ver sus bragas de encaje negras, mi polla se empalmó al instante y creo que estuve a punto de correrme sin tocarme.
Ella no se movía, parecía dormida. Apoyado en el marco de la puerta introduje mi mano en mi bañador y me acaricié mi dura verga mientras no dejaba de mirar a Clara. A los pocos segundos de estar allí, me asusté, dudé si correrme allí mismo mientras la observaba pero, al final, decidí que lo mejor era acostarme en mi cama y acabar allí con la paja.
Me desnudé por completo y, con las piernas muy abiertas, me tumbé en la cama. Con mi mano derecha recorría mi polla despacio intentando recordar cada centímetro de la piel desnuda de Clara. Mi mano izquierda apretaba mis duras pelotas, llenas de semen que peleaba por salir disparado. Los ojos cerrados, la polla muy dura, el recuerdo de la imagen vista excitando mi mente, todo muy despacio para saborear el momento.
Cuando me quise dar cuenta, la puerta de mi habitación se estaba abriendo y de un salto intentaba taparme con la fina sábana. Estaba de piedra viendo entrar a Clara con su camisón rosa y sus dedos sobre sus labios indicándome que guardara silencio. Me quedé sentado en la cama, con la sábana hecha una bola sobre mi polla, que había perdido su erección por el susto.
Te he pillado mientras me mirabas, así que creo que lo justo es que yo también te vea a ti- me dijo Clara mientras se arrodillaba en el suelo delante de mí. No contesté nada, fue ella la que retiró la sábana de mi entrepierna y dejó libre mi verga. En ese momento volví a tener la mayor erección de mi vida. Estaba acojonado aunque la sonrisa de zorrita en la cara de Clara me tranquilizó.
Ella, suavemente, tomó mi polla en sus manos y empezó una lenta paja. Con una mano se bajó el camisón y dejó al aire sus tetas. Pasó mi húmeda polla por sus duros pezones mientras me miraba a los ojos. Su paja cada vez era más rápida, sus dedos arañaban mis huevos, yo notaba mi leche subiendo caliente. No pude más, aguanté los gemidos y solté todo lo que llevaba dentro. El semen brotó a chorros y cayó sobre sus manos y su pecho.
Antes de que yo pudiera incorporarme, Clara estaba ya de nuevo en la puerta, con el camisón bien puesto y con cara de ángel. Si te vuelvo a ver espiándome, se lo contaré a tu padre- , fue lo que me dijo antes de salir de mi habitación.
El resto de los días que compartí vacaciones con Clara no volví a espiarla en la siesta. Si seguí mirándola secretamente cada vez que podía y también seguí masturbándome pensando en ella y en la magnífica paja que me regaló aquella tarde de verano.