Citroën Sexo GTI

Relato basado en la leyenda de la chica de la curva, pero no es lo que parece.

Se acerca el segundo aniversario y, en conmemoración, creo que es un momento ideal para contaros lo que pasó.

Era el verano de 1.997 y acababan de operar a mi madre de los ovarios. Mientras durase su convalecencia, para no estorbar por casa y para que mi padre se pudiera ocupar únicamente de ella, ya que su jefe le había dado permiso los días que necesitase, decidieron que mi hermana se iría a pasar las vacaciones a casa de mi tía, para que pudiera jugar con mis primas, y yo me iría a casa de los abuelos, en un municipio a media hora del nuestro.

La verdad es que no me hacía ninguna gracia pasar todo el mes de julio allí. No tenía amigos y no conocía a nadie. Mis coleguillas de toda la vida, estaban en mi pueblo y, aunque solo eran 20 kilómetros, eran demasiados y no podía estar yendo y viniendo todos los días, por lo que apenas les iba a poder ver y yo me iba a aburrir estando más solo que una ostra. Cuando eres un adolescente, los amigos son lo más importante porque crees que ellos son los únicos que te comprenden.

Los tres primeros días los pasé viendo la tele en el jardín, dándome pomada para las picaduras de los mosquitos y dando vueltas con la bici por todo el pequeño pueblo, que terminé aprendiéndomelo de memoria. Sin embargo, el cuarto día, a eso de las 18:26 o las 19:00, pasé por un parque lleno de árboles y flores y vi un grupito de chavales jugando al fútbol. Dejé la bicicleta en el suelo y me senté en un bordillo a verles jugar. En seguida, uno de ellos reparó en mí.

– ¿Quieres jugar? –me invitó.

– Bueno.

– Vale, ya podemos hacer dos equipos. ¿Cómo te llamas?

– Jos –respondí.

– Yo soy Juan, y estos son Toño, Guille, Tino y Eugenio –mientas los señalaba con un dedo–. Vas conmigo y con Guille. Una portería va desde ese árbol al banco, y, la otra, desde ese arbusto al otro arbusto. Primero me quedo yo de portero, luego Guille y luego tú, ¿vale?

Cuando cayó la tarde, terminamos el partido, el que perdimos 28 a 19, y antes de irnos a cenar, me contaron que, después, a eso de las 22:00, se reunirían ahí mismo con las chicas y esperaban verme allí. Volví a casa contentísimo; ya había hecho amigos y, además, iba a conocer pibas.

Yo era el más pequeño, los demás tenían uno o dos años más que yo. Durante gran parte de la noche, no pararon de hacerme preguntas; estuvimos jugando a las cartas sentados en corro en el suelo y también hablaron bastante sobre una tal Rocío, que no había podido salir aquella noche porque estaba castigada. Cuando a la mañana siguiente subí al parque y la vi sentada en un columpio, me quedé deslumbrado: era la chica más bonita que había visto en mi corta vida.

Llevaba el pelo corto, moreno, peinado como un chico con la raya en el medio, tenía unos ojos preciosos, enormes y vivarachos, de un azul profundo, una nariz y una boca pequeñitas y era jovial, traviesa y muy espabilada. No le tengo mucho apego a esa primera imagen suya sentada en el neumático del columpio con unos pantaloncitos cortos y una camiseta de tirantes finos, pero lo cierto es que, aquel día, sentí el primer flechazo de mi existencia. Esas primeras emociones, nunca se olvidan, pueden ser las más bonitas... pueden.

Era amable y solícito con ella, me desvivía por ayudarla en lo que fuese y por conseguirle lo que necesitase, ya fuera una simple piedra o un pedazo del sol, y la acompañaba todas las noches a su casa. Era la única manera que conocía de ligármela, haciéndole la pelota para ser el que más le agradase. Cada roce con su piel era electrizante y cada mirada suya, intimidatoria. Me rendía a la oscuridad del sueño pensando en ella y ella era lo primero en que pensaba cuando despertaba, deseando desayunar rápido para ir corriendo al parque y volver a verla.

El mes pasó como un soplo de viento y se terminó más deprisa de lo que hubiese deseado, pero no me importó tanto. Sabía que, a partir de entonces, cuando fuera todos los domingos con mis padres a visitar a mis abuelos, podría juntarme con ellos para seguir viendo a Rocío y dedicarle mis babas más ardientes.

Por desgracia, todo se truncó un día. Cometí el error de contarles a mis supuestos amigos que estaba loco por ella; también a Toño, que nunca me miró con buenos ojos y creo que siempre vio en mí un rival, un invasor de su círculo de amistades.

Terminaba de tomarme la taza de leche que estaba desayunando cuando llamaron al timbre. Pocos segundos después, mi abuela entraba en la cocina y me decía que una chica muy guapa estaba en la puerta del jardín preguntando por mí. Salí y vi que era ella.

– Hola, Roci. Iba a subir ahora al parque.

– Yo ahora no puedo ir, pero quería decirte una cosa –me quedé callado a la espera de que me dijese eso que parecía ser tan importante–. ¿Quieres salir conmigo? –me soltó de sopetón.

Me quedé mudo y pasmado por la sorpresa. No estaba seguro de lo que acababa de oír, pero ella me repitió la proposición: "¿Quieres salir conmigo, Jos?"

Cuando estás en la pubertad, o acabas de salir de ella, como era mi caso, es fácil para los sueños burlar la inocencia de la juventud, continuamente expuesta a la credulidad y a la indefensión, y la esperanza les da un refugio del que salen por la noche, cuando te acuestas, a vagar por tu pensamiento hasta que te quedas dormido. A esa edad, aún crees que se pueden hacer realidad por arte de magia, porque eres un buen chaval y es lo que te mereces. Encima, yo era un chico muy idealista y soñador, y creí que, por fin, Rocío me estaba recompensando por todos los favores que la había hecho y por haber estado siempre pendiente de que estuviese bien. Incluso una noche le regalé una pulsera de plástico que me encontré.

– ¿Qué me dices? –me preguntó ella impaciente, quizás tan nerviosa como me puse yo.

– Sí, sí, claro que sí –reaccioné al final, quedándome embelesado, seguramente con cara de tontorrón, deseando guardar en una cajita la sonrosada sonrisa con la que expresó su alegría.

– Mis padres no van a estar en mi casa esta tarde, ¿te apetece venir un rato? –afirmé con la cabeza, al ser incapaz de articular palabra–. A las seis de la tarde, ¿vale?

– Va... le.

Todavía tardé un momento en reponerme, en pellizcarme la mejilla para cerciorarme de que era verdad lo que acababa de pasar y corroborar que no era un espejismo. Rocío se alejaba calle abajo y yo contemplaba su cuerpecito, en el que las caderas ya se notaban en un pantalón vaquero recortado por donde unos hilos sueltos bailaban al ritmo de su andar.

Me apresuré a subir al parque a darles la buena nueva a los demás, que ya estarían allí. Toño reprimió una carcajada con un ronquido, que intuí como una forma de burlarse de mí más ofensiva que una palabra mal dicha, pero la verdad es que no parecieron darle mucha importancia al asunto, ni alegrarse demasiado por mí. Es más, tuve la sensación de que ya se lo esperaban, aunque no era extraño porque supuse que ella le habría comentado a alguien su decisión y, lo mismo, ya lo sabían todos. Los que sí que iban a flipar cuando se lo contase serían mis amigos, los que había dejado en mi barrio.

Estuve el resto del día muriéndome de nerviosismo, flotando en una nube azul e hice pis unas treinta veces. No era capaz de centrar la atención en algo durante más de dos segundos seguidos, sin saber lo que me decían mis abuelos, que me veían ausente, como en otro mundo. Perdí todo el interés por las teleseries de la programación de sobremesa de verano e intenté echarme una siesta para que las 18:00 llegasen antes, pero me era imposible pegar ojo por la emoción y no hacía más que imaginarme situaciones y escenas románticas con ella y espectaculares declaraciones de amor con gente aplaudiendo y todo.

Desesperado por la espera y la paciencia consumida, me presenté en su casa diez minutos antes de la hora acordada. Iba perfumado, bien peinado y bien vestido, preparado para saltar a la palestra, con un sudor frío y temblándome hasta las pestañas. Quise dejar en casa las gafas, porque usaba unas de montura metálica que odiaba, pero mi abuela no me lo permitió cuando me vio salir sin ellas. Pensaba que, si íbamos a estar solos, seguramente fuera para hacer algo más que charlar, es decir, darnos besos, que es lo máximo a lo que aspiras a esa edad.

En el movimiento más lento que hubiese realizado jamás, llamé al timbre y tuve que esperar una eternidad de medio minuto, más o menos, hasta que abrió la puerta vestida con el mismo atuendo que por la mañana. Tras cruzar el zaguán, entramos en un salón, en cuyo centro había un sofá tapizado en un suave amarillo pastel, donde me pidió que me sentase y, a continuación, me ofreció un bote de Coca Cola, que inmediatamente acepté porque tenía la garganta seca, aunque cafeína no era lo que más me convenía para tranquilizarme un poco.

Inspeccioné con un vistazo lo que me rodeaba. Detrás del sofá estaba la puerta de la cocina, y, delante, una mesita con tres vasijas idénticas, pero de distinto tamaño, un cenicero de cristal y un par de revistas. Enfrente se encontraba el mueble donde estaban la televisión y el vídeo, con tres cajones debajo, y, a ambos lados de este, dos grandes muebles con libros, figuritas de adorno y vitrinas con cristalería. A la izquierda, había otro sofá como en el que me encontraba yo y detrás un ventanal que suministraba luz natural a todo el espacio y desde el que se veía su calle. A la derecha, había una mesa maciza con seis sillas y la escalera que conducía al piso de arriba, de cuyos pies, salía un pasillo que llevaría a otras estancias de la casa: un cuarto de baño, un dormitorio, una despensa... no sé.

Durante un rato, estuve tenso y muy cortado, supongo que igual que ella, ya que permanecíamos en un incomodo silencio mirando hacia abajo. N o dejaba de pensar mil maneras de romper el hielo, qué podía hacer o decir. Ella abrió las piernas hasta que nuestras rodillas desnudas se tocaron y un escalofrío me subió por la columna.

– ¿Qué has hecho hoy? –me pregunta.

– Después de comer he visto un poco la tele –respondo aunque fuera mentira, pero era lo más corto de pronunciar, pues algo más largo hubiese sido para mí un trabalenguas–. ¿Y tú?

– Yo también he visto un poco la tele.

Establecemos otra vez el incómodo silencio y, al cabo de un minuto insufrible, se junta a mí. Noto su mirada, pero no me atrevo a levantar la cara y, de repente, me sorprende dándome un beso en el morro. Ahora sí la miro, perplejo y sin pestañear, directamente a sus pupilas y a sus cristalinos, de un azul tan fresco como lo están sus labios, que no tardan en unirse con fuerza a los míos otra vez. Es un beso más duradero y sin lengua por medio, solo restregando los labios. Me hubiera quedado toda la vida sintiendo su suavidad y aspirando el perfume de su aliento, pero es ella quien se separa.

– ¿Me enseñas la cola? –me suelta a bocajarro.

– ¿Qué? –estoy anonadado.

– Si tú me enseñas la cola, yo te enseño las tetas.

Puede que fuera lo más excitante que me podía pasar en mucho tiempo, porque, para un chaval poco desvergonzado, eso es muy fuerte, pero pensaba que, si había empezado a jugar así de fuerte con mi recién estrenada novia, pronto dejaría de ser lo más excitante para pasar a mayores glorias. Ese podía ser un momento decisivo y crucial entre la continuidad de nuestra relación y el "mejor dejémoslo, fue un error", por lo que no podía defraudarla.

Puse la mente en blanco y decidí no pensar en nada. "Venga, sácatela", me azuzó ella. Me desabroché el botón y corrí la cremallera de la bragueta, levanté un poco el culo y, junto con mis calzoncillos blancos de toda la vida, esos que tenían una abertura para sacar la chorra; bajármelos hasta medio muslo.

– Hala, se te ha empinado –dijo impresionada, y por mi rostro debió pasar toda una gama de colores, empezando por el rojo más intenso.

Se puso de pie delante mía y me pidió que me quitara ambas prendas del todo para poder abrir bien las piernas. Lo hice, ella tomó mi pantalón corto y mi calzoncillo y los lanzó lejos, cerca de la escalera, a lo que no di ninguna importancia. Se inclinó hacia delante cuando abrí los muslos del todo para escudriñar minuciosamente mi aparato sin tocarlo. Entonces, fue cuando se puso recta de nuevo y, sin más preámbulo y un desparpajo anormal en una chica de esa edad, que suelen ser más pudorosas, deshacerse de su camiseta rosa. Traía un sujetador infantil de ositos y de copas pequeñas, pues sus senos eran todavía del tamaño de dos limoncitos.

– Quítate tú también la camiseta –me mandó ella, y yo, rendido a sus pies, se la di, la tiró al lado de mis pantalones y se llevó las manos a la espalda para desabrocharse el suje–. ¿Preparado? –asentí deseoso–. ¿De verdad? Entonces... ¡Ya!

Oigo un griterío alborotado y veo a los demás del grupo bajando por la escalera escandalosamente y haciéndose con mi ropa. Confuso y desorientado, tapándome el pene, que se arrugó y encogió de vergüenza, contemplé cómo todos se reían y se burlaban de mí, mientras Rocío, con tranquilidad y una sonrisa maléfica en su boca, se ponía su camiseta. Pasó de ser un sueño a ser una pesadilla.

Alguien le sugirió que trajera una cámara de fotos y me apresuré a que me devolvieran mi ropa, pero no iban a privarse de divertirse a mi costa, por lo que se pusieron a pasarse, por una parte, la camiseta; y, por la otra, los pantalones con el calzoncillo arrebujado dentro, mientras yo iba de un lado a otro, cubriéndome los genitales con una mano, intentado recuperarlo todo. Me dieron dos o tres patadas por detrás, que dejarían constancia durante unos días en forma de moretones.

– Joder, Toño, para ya de darle patadas –le recriminó Juan, creyéndole mi defensor, pero me di cuenta de que no era así cuando volvió Rocío con otra genial idea, que él celebró como cualquier otro.

– No encuentro la cámara, no sé dónde la guarda mi padre –anunció, pero, aunque al principio sentí alivio, se me cortó la respiración cuando vi con lo que venía en las manos–, pero he traído estas cuerdas.

Eran como las que tenía mi abuela en el jardín para tender la ropa: blancas, rígidas y de plástico. La vergüenza dejó pasó al miedo, porque temí que quizás aquello iba más allá de una estúpida broma.

Como si fueran una jauría hambrienta, todos se echaron sobre mí para inmovilizarme. Luché con todas mis fuerzas revolviéndome y pataleando, y, en una de estas, las gafas cayeron al suelo y fueron pisoteadas, a pesar de que Rocío tuviera el detalle de recogerlas, aunque fuese tarde. Me era imposible zafarme de tantas manos sujetándome y reteniéndome; nada pude hacer y terminé en el suelo, atado de pies y manos y en posición fetal para intentar esconder mis partes pudendas.

– Soltadme, gilipollas. ¡Dejadme en paz, cabrones!

– No, no, no –se acuclilló Roció delante de mí–, deja de insultarnos o te echaremos a la calle desnudo.

– Vale, vale –dije amedrantado para no cabrearles y que no cumplieran la amenaza.

– Eso, eso, vamos a sacarle –propuso Toño con regocijo, que me sostuvo por los pies y, no sé quién más, por las axilas.

– ¡No, no, por favor!¡Dejadme, dejadme en paz!¡No me saquéis, por favor...! ¡Por favor os lo pido! –les supliqué misericordiosamente, pero no obtuve su indulto.

Me balancearon en la entrada y, a la de tres, me soltaron. Caí fuera de la estrecha acera y el golpe de mi pelvis contra el suelo fue brutal, aunque, aparte de la herida, no fue grave, según demostraron las radiografías que me hicieran a posteriori, y que a los pocos días me recuperara de la cojera.

Me levanté y, en un intento desesperado de entrar, me tropecé con las cuerdas y caí de bruces, pero el problema no fue que, por tener las manos amarradas a la espalda, no pudiera parar la caída poniéndolas en el suelo, sino que, al cerrar la puerta, me sacudieron con ella y me partí dos dientes y el labio.

Sangrando atemorizado, avergonzado y cabiendo la posibilidad de que pasase gente y me convirtieran en el blanco de más mofas y burlas, me acurruqué en el vano de entrada a la vivienda, mientras oía al otro lado el jolgorio y las risotadas de todos. Abatido y humillado por completo, no pude reprimir el llanto y empecé a llorar.

– Shhh, callaos un momento. Callaos, hostia –escuché decir a Juan, que, seguramente, oiría mis sollozos.

– Está llorando, ¿no? –Coral, una de las chias, me hizo saber que sí me oían.

– ¿Está llorando? No jodas –y Toño prorrumpió en carcajadas.

– Cállate, joder –le increpó Rocío sin hacerle cerrar la boca–. Nos hemos pasado un poco. Dejadle entrar.

Entré con una mirada que dejaba en mantillas al desprecio. El silencio estaba presente y nadie levantaba la vista del suelo para mirarme a la cara. Ahora, los avergonzados por lo que me habían hecho, eran ellos. Toño era el único que mostraba una burlona sonrisa de triunfo, que, por cobardía, no se la borré de una hostia, pero ganas no me faltaron. Nueve contra uno, así yo también me siento victorioso ante alguien indefenso.

Me entregaron la ropa y Rocío me trajo las gafas sin cristales y con la montura aplastada y retorcida por cien sitios. Me vestí y me fui. Ese día, les juré odio eterno.

– Vete a llorar con tu mamá, nenaza –me despidió Toño, recibiendo una torta en el brazo, a modo de amonestación, de una de las chicas–. Adiós, maricona.

Esto adelantó mi vuelta a casa y me acarreó secuelas que tuvieron que ser tratadas por psicólogos. Para un chaval de 14, 15, 16 años... es horrible no poder ir a la piscina con tus amigos porque no puedes quitarte la camiseta, ya que te da pavor que la gente pueda ver tu torso. No consentía desvestirme ni delante de mi madre, y una sencilla visita al médico, me tenía todo el día en tensión rogándole a una fuerza divina o al ángel de la guarda, que no me hiciese quitarme la ropa. Estuve así hasta los 18 o 19 años, que fue cuando empecé a aceptar mi cuerpo, y era un físico bastante atractivo para el sexo opuesto, ya que era alto, muy moreno, tanto de piel como de pelo, estaba fibrado y me quitaron las gafas. Por todo ello y por el miedo a hablar con una chica que no fuese de mi propia familia, algo que también me costó superar, no perdí la virginidad hasta pasados los 20, porque, lo que más me dolió, fue que Rocío hubiese colaborado en humillarme de aquella manera violando mis sentimientos por ella y abusando de ellos. Mi primer amor... mi primera decepción.

Las pocas veces que he vuelto a ver a aquel grupo de amigos, ha sido de pasada años más tarde con una indiferencia recíproca, pero aquel suplicio, la peor experiencia de mi vida, la he llevado clavada para siempre.

Todo esto sucedió en Monquera del Río. ¿Os suena de algo?¿Y si os digo que es aquí donde se aparecía la chica de la curva?

A diez kilómetros de esta pequeña población, hay una curva muy cerrada en la que más de un conductor ha estado a punto de piñarse. El 26 de junio de 1.969, una joven vecina del municipio, llamada Mª Teresa Romerón, una noche sufrió un accidente cuando su coche, por exceso de velocidad según los informes periciales, se salió de dicha curva y dio varias vueltas de campana, lo que ocasionó la muerte inmediata de la muchacha.

Según contaba la leyenda, la chica se aparecía cerca de la curva, vestida con un camisón blanco, haciendo autostop. Cuando un conductor paraba y la recogía, antes de llegar al punto donde ella perdió la vida, decía la siguiente frase: "Ten cuidado en esa curva, allí yo me maté". Entonces, se volatilizaba, desaparecía, y que tú te estrellases o no por el susto, ya dependía de tu destreza al volante.

En Monquera todo el mundo se sabía la leyenda, pero no todos la creían. El rumor empezó a extenderse basándose en la misma historia de siempre, porque este mito es conocido por todas partes, solo cambia el lugar. Es más, está comprobado que las primeras "chicas de la curva" aparecieron en el siglo XIX, parando carruajes en vez de automóviles, como ahora.

Sin embargo, en Monquera pasaba algo que no pasaba en ningún otro sitio: aquí sí se aparecía de verdad. A finales de los 80 o principios de los 90, cada 26 de junio, a partir de la medianoche, una chica morena de pelo largo, estatura media y complexión delgada, es decir, coincidente con la descripción de Mª Teresa Romerón, comenzó a verse metros antes de llegar a la famosa curva, en dirección al pueblo. Hay muchos testimonios, muchos vecinos que juran haberla visto, y, para mí, la prueba irrefutable de que el fantasma de la piba se manifestaba de esta forma para alertar a los conductores del posible peligro, es que mi padre, un hombre muy serio que nunca bromearía con algo semejante, también afirmaba haberla visto. A pesar de todas estas anécdotas, nadie ha parado nunca, ya que, en cuanto la ven, pisan el acelerador a fondo y se largan del lugar aterrorizados cagando leches.

A mediados de los 90, una pareja tuvo la ocasión y el tiempo de sacar una cámara de fotos y captar una instantánea. La noticia salió en los medios y la fotografía fue cuestionada y estudiada y, si bien se demostró que no había manipulación, tampoco se podía ratificar que lo que se veía fuese, realmente, un espíritu y no una chica cualquiera posando aposta para hacer la foto.

También, años más tarde, se emitió un reportaje de investigación en que se recopilaban datos de los diferentes lugares donde se contaba la misma leyenda, finalizando con el caso de Monquera. Para ello, una reportera y un cámara fueron a un encuentro con el fantasma en un turismo equipado con dos microcámaras colocadas en diferentes ángulos del habitáculo. Ante el estupor y el canguelo de la periodista y su compañero, la chica montó en el coche y, tras decir su frase, empezó a difuminarse hasta desvanecerse del todo, dejando a los responsables del reportaje completamente alucinados. Esto le dio notoriedad al pequeño municipio de Monquera del Río, que, gracias a la chica de la curva, se hizo famoso en todo el territorio nacional, y más allá ahora, en la era internet.

Aun así, siempre ha habido escépticos que no se creen nada. Sin embargo, yo no era de esos, yo sí creía que hubiera otros mundos, otros mundos dentro del nuestro que perteneciesen a otros planos de existencia. Cuando era pequeño, le pedí a mi padre en varias ocasiones que me llevara un día a ver a la chica de la curva, pero siempre se negaba en redondo, y es que, desde siempre, me habían fascinado los temas sobre la parapsicología y lo abstracto, las películas y los relatos de terror, y más si estaban basados en hechos reales. Los domingos, nunca me perdía el programa de televisión "Cuarto milenio", ni los jueves, el de radio "Nostromus Radio", espacios dedicados a los fenómenos paranormales y sin explicación lógica.

Siempre he querido vivir una experiencia fantástica, presenciar una manifestación de ultratumba, algo fuera del razonamiento humano, lo que me ha llevado a ser partícipe de varias prácticas espiritistas, pero, por desgracia, con resultados bastante insulsos, si es que se pueden denominar "resultados". Los pocos contactos que conseguíamos establecer, ya fuera con entes descarnados o, incluso, seres extraterrestres, no sabemos a ciencia cierta si realmente eran contactos o la gracieta de algún practicante moviendo el vaso bocabajo o la moneda voluntariamente cuando utilizábamos la ouija. Ya sabéis que la moneda o el vaso que se utilice de guía, se va desplazando por el alfabeto del tablero hasta formar una frase, que se supone es la respuesta de aquello con lo que nos estemos comunicando.

Yo era una persona de salir todos los viernes, sábados y festivos de copas con los amigos, y, si se tercia algún jueves, pues también. Yo ya era una persona sociable, más extrovertida de lo que cabría esperar, aprendí a relacionarme tanto con chicos como con chicas y hasta era bastante hábil para ligar con zorrillas y zorrones. Así nos remontamos a un viernes de hace, exactamente, dos años.

El día anterior fue uno de esos jueves que se terció, así que el viernes, cansado por haber ido a currar con solo tres horas dormidas, preferí quedarme en casa y recuperar fuerzas para el resto del fin de semana. Me conecté al Messenger para charlar un rato con alguien, pero, claro, pronto me quedé solo porque, al igual que yo hacía normalmente, la gente salía de marcha.

Con el plan inicial desmantelado, me encuentro navegando por internet sin rumbo fijo, con las velas plegadas porque no tengo ni una ráfaga de viento. Sin disimular el hastío, miré el reloj de pulsera y, sobre los dígitos 23:44, otros más pequeños indicaban "FR 6-29". En ese mismo momento, me di cuenta de que faltaba solo un cuarto de hora para ser 26 de junio.

Hacía poco más de seis meses, me había sacado el carnet de conducir y mi padre me convenció de comprarme un Citroën Saxo de segunda mano, prometiéndome la mitad del precio, en vez de uno nuevo de primeras, para practicar la conducción, mejorar y, en definitiva, destrozar el coche durante el primer año. Ahora tenía total independencia y nada mejor que hacer que ir al encuentro de la chica de la curva, cuya leyenda seguía vigente y recordada. Fue una de las primeras cosas que me juré hacer cuando tuviese el permiso de conducir y casi se me olvida.

Habíamos entrado en el verano unos días atrás, todavía no hacía el insufrible calor de estas tierras, pero una brisa templada invitaba a una noche de desvelo y vagabundeo hasta indecentes horas. Dejé correr el tiempo, todo lo que la ansiedad me permitió una vez pasada la medianoche, hasta que esta me venció y me hizo salir y montar en mi Saxo, para bajarme otra vez y volver a casa un momento, puesto que, cuando me pongo nervioso, me entran ganas de mear.

La carretera de Monquera discurre por un paraje yermo e inhóspito, flanqueada, a un lado y al otro, por cerro y monte. A pocos kilómetros, hay una casona, tétrica a la oscuridad que trae el anochecer, cuya finca había sido albergue de caballos antiguamente. En la actualidad, parece ser que no hay actividad alguna y está deshabitada, pero, por las noches, las ventanas están iluminadas, supongo que por algún sistema automático para evitar allanamientos o como referencia en mitad del camino, o por espíritus, pero le da un aspecto de casa embrujada y convierte en fúnebre el trayecto nocturno.

Más adelante, el asfalto divide una pequeña alameda, o quizás los álamos fueron plantados en las cunetas a modo de bulevar; y tras la curva a la derecha donde los árboles terminan, comienza una larga recta, en cuyo final está la famosa curva cerrada, y, a unos metros antes de la misma, el punto predilecto del fantasma de Mª Teresa Romerón. Encima, aquella precisa noche, la fantasmagórica luz de la luna desvelaba el encantamiento del paisaje, favoreciendo una ambientación propicia para la leyenda de la chica de la curva.

Aceleré al pasar por delante de la vieja caballeriza, que me daba mal rollo, con el pie izquierdo taconeando en el piso del coche y soltando adrenalina hasta por las orejas. Mientras circulaba entre los álamos, con una sensación constrictora en la boca del estómago, cambié de parecer y pensé que ya no era tan buena idea lo de la experiencia paranormal. Había hecho espiritismo numerosas veces, con métodos seguros y acompañado de amigos, pero esto era distinto: estaba solo y me dirigía a lo desconocido. Quizás, en el fondo, anidaba la esperanza de la remota posibilidad de que todo fuera un cuento chino. Entonces, venía a mi mente el relato de mi padre de cuando él la vio y se me helaba la sangre, lo que explicaba que tuviera congelados los pies.

Estaba con estas elucubraciones cuando salí de la alameda y enfilé la recta. Gracias a la luna, pronto vi a lo lejos algo blanco. Di las luces largas para asegurarme de qué era aquello y, ante mí, se formó una figura: la chica de la curva, con un brazo estirado y el pulgar levantado. Me dio un vuelco el corazón y empezó a insuflar sangre a mis venas a toda máquina, el aire de mis pulmones cogió la ruta por mi boca, secándola, y mis manos se crisparon al volante.

La gente que transita esa carretera un 26 de junio como aquel ¿tendría las mismas reacciones de ansiedad o miedo que yo? Normalmente, todo el mundo cogía la nueva carretera, que la verdad es que tan nueva no era; se construyó hacía unos 15 años, pero se quedó con el nombre de "la nueva carretera". Tenía cuatro carriles y era una vía más rápida, por lo que la gente la tomaba para ir a otros municipios sin tener que pasar por Monquera del Río, con lo que la carretera por la que yo circulaba, solo la utilizaban los que iban, exclusivamente, a Monquera.

Pero mis reacciones no estaban causadas por encontrarme con el espíritu de la chica de la curva, porque, si en el último momento me arrepentía y me rajaba, que ya estaba empezando a suceder, siempre podía pisar a fondo y pasar de largo, ignorarla como hacían todos los conductores que se la cruzaban, aunque no tuvieran ni pajolera idea de la leyenda. ¿Quién cojones va a recoger a una chica con una pinta extraña que vete tú a saber qué coño hace en la carretera, en mitad de la nada, a esas horas de la madrugada? Lo mío era por el único hecho de parar y que ella montara en el coche. La leyenda cuenta que el fantasma, una vez te ha avisado del peligro que entraña la curva, se esfuma, pero ¿qué pasa si la recogía y no era así? Si nadie ha parado nunca, ¿quién sabe si no te hace algo o si no te distrae para que te metas tú también la hostia? Eso o algo peor, porque yo me aproximaba, inexorablemente, a lo desconocido, a lo oculto, a aquello que escapa a la razón y a la lógica.

Sin embargo, cuando estaba a punto de abortar la operación, mi carácter aventurero y mi innata curiosidad por lo sobrenatural, se envalentonaron porque me di cuenta de que, lo que estaba sintiendo, era el motivo por el que estaba allí, y, algunas veces, para vivir, hay que arriesgarse. Los demás conductores no podían sentir lo mismo porque tenían claro que no iban a parar, pero yo sí iba a hacerlo. La posibilidad y la ilusión de conocer el otro lado, otro mundo, ganó la partida al miedo y a la duda, y, dispuesto a asumir hasta la última consecuencia, con un pisotón al freno, me detuve a tres metros de ella... o ello.

Era morena y con el pelo largo y ondulado cayéndole por la cara dejando entrever una mirada oscura. El andrajoso y raído camisón, de un rosa pálido, tenía finos tirantes, un escote recto con el pecho en punto de nido de abeja, una caída por debajo de la rodilla y no había nada más, y cuando digo que no había nada más, es que su cuerpo terminaba ahí. No tenía unas piernas que la sujetasen, sencillamente estaba estática, levitando.

La observé atento mientras la esperaba, conteniendo la respiración y con todos los músculos tensos. De repente, hizo algo inusual: miró hacia atrás. Uno espera que un fantasma, que es un ente invulnerable, que no padece las debilidades de los vivos, sea impasible y flemático, y, si carece de piernas, se desplace flotando, naturalmente. Por eso me extrañó, que, cuando se acercaba a mí, su cuerpo oscilase, se meciese como si, en realidad, estuviera caminando; y, es más, de forma vacilante, como si fuese descalza y su andar se dificultara por la gravilla de la calzada, pues, antes de llegar a la localidad, hay una gravera y esa carretera es paso obligado de camiones. Una cosa que nunca se ha de olvidar: para caminar, hay que tener piernas.

Dubitativa, abrió la puerta del coche y, cuando entró, miré sus pantorrillas, porque, efectivamente, tenía piernas, y estaban pintadas de negro, para que se fundieran con la negrura de la noche e hiciese el efecto fantasmal. Esa chica no era un espíritu, era de carne y hueso y estaba tan viva como yo. Otra cosa en la que me fijé, fue que tenía el cabello mojado.

Me puse otra vez en marcha, en absoluto silencio, con ella cabizbaja sentada a mí diestra, hasta que que su voz sonó: "Ten... ten cuidado en esa curva, a... allí yo me maté", dijo timorata mirando al piso. La tomé aminorando la velocidad, con prudencia; no porque me lo dijera ella, sino porque, como ya he dicho, entrañaba cierta peligrosidad. Más adelante, paré en el arcén, encendí la luz del interior y la miré.

– ¿Se te ha olvidado desaparecer o es que el asiento de mi coche es muy cómodo? –ella ni se inmutó–. No me digas que todo es un montaje, una vil mentira.

– No sabes nad... Eres tú –nos quedamos los dos estupefactos por quien, cada uno de nosotros, teníamos delante; ella a mí y yo a Rocío, mi primer amor... mi primera decepción.

– ¿No tenías nada mejor para hacer hoy que dar un susto de muerte a los que pasen por aquí? –le increpé cuando me recuperé del impacto que me causó tenerla delante de mí.

– Hoy es 26 de junio, por si no lo sabes, y la chica de la curva se tiene que aparecer.

– Claro, la chica de la curva, no tú.

– ¡Yo soy la chica de la curva!

– Oh, en ese caso, lo siento mucho. Mañana iré a ponerte unas flores en tu tumba –me burlé.

– ¿De verdad crees que el espíritu de una chica muerta se va a aparecer en una carretera perdida autocompadeciéndose de su desgracia? Soy yo la que se pone aquí todos los años haciendo autostop, con Toño, Juan y los demás –me aclaró con soberbia.

– Sí, claro, y en el 90, tu mamá te acompañaba de la mano para que no te perdieras con... ¿8 años? Creía que eras un año mayor que yo. Tienes 28... ¿o 40? –dije con sarcasmo, recreándome en su cara de enfado, intentando ser lo más sangrante posible y, puede que también, negándome a que la chica de la curva fuera simplemente una leyenda más– ¿Tú mamá también te traía la merienda?

– Tú no sabes nada... –repitió con desdén, y supuse que, sembrando en mí el misterio, haciéndome creer que había un noble motivo para su numerito, justificaba sus acciones, que no eran otras que las de divertirse, pues hace años me di cuenta de que gastando bromas, la niña se lo pasaba de puta madre.

– Otra vez con que yo no sé nada –dije de modo cansino–... Sé lo suficiente para desenmascararos, para difundir y dar a conocer al mundo que, todo el asunto de la chica de la curva, no es más que una sucia patraña.

– ¡Pero no puedes hacer eso!

– ¿Que no? Mañana lo verás –le dije con chulería y una sonrisa de medio lado–. Tú me jodiste la vida y yo te voy a joder la leyenda –y la dejé callada, interrogante.

– ¿De qué me estás hablando, chaval?

– Te estoy hablando de una bromita que me gastasteis tú y tus amiguitos aprovechándoos de que estaba colgado por ti. Traicionasteis mi confianza, me engañasteis con vuestra falsa amistad y me humillasteis cruelmente dejándome en la calle en pelota picada.

– Pero... pero eso fue hace trece años –dijo sin dar crédito a que se lo reprochase, porque, sin duda, era algo que ella había olvidado mucho tiempo atrás–. Eras el más pequeño, eras como una mascota, nos divertíamos contigo. No fue para tanto.

– ¿Que no fue para tanto? –noté como me ardía la cara de mala hostia–. Vosotros os lo pasasteis de puta madre, pero yo me traumaticé, vosotros me traumatizasteis con vuestra jodida ocurrencia. Estuve yendo a psicólogos y a médicos especializados en estos casos porque no consentía que nadie, ni siquiera mi madre, me viera sin camiseta o sin pantalones, y, desnudo del todo, no digamos. Prefería morirme antes de que alguien pudiera ver mi repulsivo y escuálido cuerpo –narraba y narraba, escupiendo las palabras y sacando a la superficie todo el dolor que habitaba entre las cicatrices de mi corazón–. Tenía dificultades para relacionarme con gente de mi edad y era incapaz de cruzar dos palabras con una chica, es que se me plantaba una delante y se me revolvían las tripas. Lo pasé francamente mal en ese tiempo, vosotros sois los responsables de los peores años de mi vida –conseguí tranquilizarme–. Para ti han pasado trece años, pero para mí no, porque mi infierno se acabó cuando cumplí los 20. Eres incapaz de imaginar el daño que me hicisteis, y revelar vuestro estúpido secreto, es mucho menos de lo que os merecéis. ¿A quién coño le importa la chica de la curva? –concluí refiriéndome a que a mí, después de pasar por todo aquello, me tenía sin cuidado que los vecinos de Monquera se quedasen sin su leyenda; pero, por otro lado, yo también me sentí un poco defraudado, pues se me acababa de venir abajo un mito en el que había creído toda mi vida.

– Uff...no sé... no sé qué decir –me pareció notar pesar o arrepentimiento en su voz, pero Rocío pecaba de cinismo–. Bueno... entiende que éramos unos críos, no sabíamos que iba a tener consecuencias tan graves.

– Mira, no intentes justificarlo, porque sería defender lo indefendible –dije en un tono, no amistoso, sino, más exacto, cívico, podríamos decir.

– Vale, muy bien –se cabreó–, así que es una cuestión de venganza, ¿no? –dijo revolviéndose en el asiento y subiendo un pie, sentándose encima del mismo, lo que no me moló un cacho aunque estuviera descalza.

– Pues... sí.

– Eres un rencoroso, un rencoroso vengativo.

– No es rencor, es más bien... oportunismo. Si hubiera querido vengarme, lo hubiera hecho hace tiempo, pero nunca he tenido deseos de hacerlo. La venganza no conduce a nada, nunca deshará el agravio cometido, pero es que ahora me estás poniendo en bandeja... ¿Qué haces? –dicho esto, sin haber terminado lo que estaba diciendo, se sacó por la cabeza el camisón, despojándose de él.

Se sacudió la melena y se la echó a la espalda para dejar a mi vista, sin ningún obstáculo, sus pechos. Eran más grandes que hacía trece años, obviamente, de un tamaño mediano, y esa vez sí que pude conocer sus pezones. Eran de un color oscuro, de un marrón heredado del resto de su bronceada piel, exultantes y altivos, quizás endurecidos porque la fresca brisa que entraba por la ventanilla, se volvía más fría al contacto con su cabeza, todavía mojada, y, desde esta, el frío se extendería por el resto de su cuerpo. Dejando sus redondas areolas, bajé a su estómago, achatado por la postura, lo que hacía que su ombligo se contrajese y se hundiese un poco. Mas abajo aún, unos bordes gualdos, determinaban la tela del tanga, de franjas horizontales verdes, azules, rojas y amarillas, que protegía su sexo.

– Solucionado –y se quedó tan ancha.

– ¿Cómo que solucionado? –pregunté manifestando mi inconformidad–. No has solucionado nada, te has despelotado.

– Pero eso es lo que querías, ¿no? –dijo Rocío con inseguridad– . Yo hice que te desnudaras, ahora me he desnudado yo y ya estamos en paz. Así te he pagado la putada que te hice.

– ¿Tú de qué guindo te has caído? Mira, niña, que no te enteras –su expresión denotaba completa incomprensión–. ¿Crees que verte desnuda remendará la herida? ¿Crees que tu desnudez me va a afectar de alguna manera? ¡Pues no!, tu cuerpo me la trae al pairo –mentí, porque, seamos sinceros, se me puso como una piedra–, y no me impresionas, porque el tuyo no es el primer par de tetas que veo. Ayer mismo, en ese asiento de atrás, no solo vi uno, también lo besé y lo lamí, y, por cierto, era más bonito que el tuyo –volví a mentir, porque, como con vosotros puedo ser sincero, entre las de una y las de otra, no había comparación. En cuanto la chica del día anterior se quitó el sujetador, sus tetas hicieron puenting, y el problema es que no volvieron a subir, se quedaron ahí–. Tú te cargaste mi adolescencia y yo me voy a cargar tu leyenda. La función se acabó, cielo. Además, no estás desnuda, llevas un tanga, aunque no importa, me encanta, es monísimo –pronuncié la última palabra poniendo una cómica voz de gay, sin ánimo de ofender a nadie–. ¿Qué tal me quedará a mí? ¿Dejas que me lo pruebe?

– !Deja de decir bobadas¡ Esto es serio –me dijo pareciendo preocupada.

– ¿Serio? Jajaja. ¿Serio dices? Jajaja. Tú no tienes ni puta idea de lo que es la seriedad –me volvía a exasperar, la jodida muchacha–. ¿Te parece serio este jueguecito? Porque estáis jugando con el sentimiento colectivo de toda una población, lo estáis pisoteando y triturándolo. A mí me trae sin cuidado, pero nunca estaré tan deshumanizado. Para Monquera, la chica de la curva es un símbolo, una seña de identidad, es como la catedral de Justo para Mejorada del Campo, como la Sagrada Familia para Barcelona, como la Torre Eiffel para París. Gracias a la chica de la curva, Monquera sale en el mapa, es por la chica de la curva que Monquera se conoce en toda España, ¡y tú deberías saberlo!

– ¡Precisamente por eso! –gritó con rabia, y, después de respirar hondo varias veces para calmarse, empezó un relato, sin atisbo de orgullo ni prepotencia, con serenidad–. Allá por 1.989 o 1.990, mi hermana mayor, que ahora tiene 39 años; empezó con sus amigos a disfrazarse de la chica descarnada, y, sí, al principio era por diversión, por hacer algo. El 26 de junio siempre cae en vacaciones de verano y no es que en Monquera haya muchas alternativas de ocio –sus ojos azules, ahora parecían el remanso de un lago en el que uno pudiera nadar.

Por aquel entonces, la gente empezó a irse del pueblo, el número de habitantes mermaba cada año. Aquí no hay industria, el municipio está rodeado de tierras de labranza, los pocos comercios que hay, aquí no progresan, y todo el mudo quiere prosperidad, quiere emprender proyectos que en Monquera no van a tener oportunidad. Sabes que, desde que murieron tus abuelos, todavía no habéis podido vender su casa.

Pero algo más estaba sucediendo: la gente empezó a hablar de las primeras apariciones de la chica de la curva y la leyenda se convirtió en realidad. Entonces, mi hermana se dio cuenta de que seguir haciendo que el espíritu se manisfestase, despertaba la atención de los curiosos, y la foto que tomó alguien, no hizo más que impulsar la campaña de publicidad y propaganda que habían iniciado. Se habló de Monquera en cadenas de televisión, en radios y en muchos otros medios de comunicación.

– Espera un momento –la interrumpí, despegando la vista de su morena voluptuosidad, la que no había dejado de observar detalladamente durante su narración–. Hace unos años echaron un reportaje en que salía la chica de la curva, y era real. Se vio como desparecía, yo lo vi.

– Sí, Rosario Ojea trabajaba para Antena 3... y era mi prima –me dejó perplejo–. Había un programa de actualidad que se llamaba... Bueno, ahora no me acuerdo de cómo se llamaba, pero mi prima hacía distintos reportajes. Mi hermana se puso de acuerdo con ella y ella se lo comentó al director del programa para realizar un trabajo sobre la leyenda. Le pidió la colaboración a un técnico audiovisual que era un compañero suyo de confianza, para que nunca se supiera que iba a ser un montaje, y, después de grabarlo todo, el técnico editó el vídeo y lo montó para tener una prueba de que era verdad y hacer que la leyenda creciera. La que sale, es mi hermana, y, con un poco de suerte, hasta ahora todo ha ido bien.

Conoció a un chico de Orense, se casó y se fue a vivir allí, así que yo tomé el relevo. Ella me dio el camisón, me explicó lo de pintarme los pies y lo de mojarme el cabello, para que este pese más y se mueva lo menos posible de mi cara, porque no puedo arriesgarme a que el aire me aparte el pelo y alguien del pueblo que pase me reconozca.

La verdad es que a veces pienso que no sirve de nada. Coral se marchó, Guille también, Tino está en Bruselas... Los demás, los que hemos decidido quedarnos, tenemos casi treinta años y somos los más jóvenes del pueblo, hace tres décadas que aquí no nace un niño. Monquera se está muriendo, pero no queremos que acabe siendo un pueblo fantasma, vacío. En Monquera están nuestras raíces, aquí nos hemos criado, aquí hemos crecido y aquí queremos morir, por eso es importante que la gente siga creyendo. El éxodo es imparable, pero hay que seguir llamando la atención, y la única manera de hacerlo es alimentando la leyenda, manteniendo viva a la chica de la curva.

Todo el mundo cree en la existencia de un fantasma que se aparece en esta carretera, excepto los que fueron amigos de mi hermana, nosotros, mi prima, su compañero y, ahora, tú. Sin embargo, tú estás dispuesto a acabar con nuestra resistencia. ¿Monquera no significa nada para ti? Este es el pueblo de tu madre, tus abuelos han vivido aquí desde siempre. No puedes contar que la chica de la curva es un fenómeno que está preparado, nadie debe saber que es una farsa –su soberbia y sus aires de tía sobrada se habían debilitado y ahora me estaba rogando–. Por favor, Jos, no puedes contarlo. Pídeme algo, lo que quieras, pero no lo hagas, por favor.

– La verdad es que... Bueno, no tenía ni idea. Visto así, desde tu perspectiva, la cosa cambia –su gesto se alegró–. Supongo que será muy importante para ti, ¿no? Pues ¿sabes lo que te digo? ¡Que tu pueblo me importa una mierda! –su reacción contra este batacazo fue un chillido de rabia.

– ¡Eres un cabrón, hijo de puta! Pero ¿cómo se puede ser tan vengativo, por dios? –gritaba furiosa, con un maremoto en sus ojos– ¡No tienes corazón, crápula!¡Eres un cerdo rastrero! ¿Qué tengo que hacer para redimirme? ¿eh? Dime, ¿qué hostias quieres que haga ya? ¿Quieres también el tanga? ¿eh? ¿Es eso lo quieres, pervertido asqueroso? ¡Pues toma el tanga de los cojones! –se lo quitó y me lo tiró a la cara– Es mi coño lo que querías, ¿no? ¡Pues aquí lo tienes, míralo! –decía dándose varios golpecitos con la palma de la mano en su entrepierna y yo alucinaba como si fuera hasta las cejas de ácidos por su violenta respuesta– ¡Miralo, salido de mierda, míralo! –completamente desquiciada, fuera de sí, la tenía a mi lado, reclinada en su puerta, con las piernas abiertas, enseñándome un conejo con un poquito de vello naciente, de no haberse pasado la cuchilla en un par de días probablemente, y un triángulo inverso más notorio en su pubis señalando hacia abajo, hacia una rajita cerrada que hacía de línea divisoria de los dos carnosos y abultados labios mayores de ese chocho de aspecto virginal– ¿Te gusta, cerdo asqueroso? –sus insultos empezaron a ser respaldados por golpes que yo intentaba amortiguar con mis brazos, hasta que logré domarla sujetando sus muñecas.

– Si te tranquilizas, te suelto –le propuse rebajando sucesivamente la fuerza con que la aprehendía, hasta que las liberé y las puso sobre sus piernas, ahora cerradas, que no impedían, sin embargo, que pudiera observar, furtivamente, los primeros pelos que formaban la forma geométrica que decoraba su pubis.

– ¿No es suficiente? –reprimía su rabia conteniéndola en las palabras y me miraba bufando con los ojos entrecerrados, destilando odio a través de ellos– ¿Qué más quieres?¿Que te la chupe, cabrón? –preguntó retóricamente con ironía implícita.

– No deberías hablar tanto, estúpida, porque me das ideas.

– ¿Qué estás diciendo? –me preguntó apretando todavía los dientes en un intento de aplacar la leche agria y el monumental cabreo que escurrían por las comisuras de sus labios.

– Que he recapacitado y he decidido que nadie se va a enterar de que la chica de la curva no es una pantomima desesperada... pero solo si me la comes.

– ¿Qué? –su torbellino quedó convertido en brisa por la incredulidad que transformó, radicalmente, su rostro endemoniado.

– Si me haces una mamada, hasta que eyacule, yo jamás hablaré de lo que aquí ocurre realmente. Es la 1:58. Si a las 2:00 en punto no has decidido nada, me marcho y aquí te quedas compuesta y sin leyenda. Tienes dos minutos para pensártelo, tic tac, tic tac... –sin apartar la vista de mi reloj, ciento veinte segundos se deslizaron lentos y pesados hasta las 2:00–. ¡Tiempo! Ohhhhh –fingí pena–. Lárgate de mi coche.

– Un momento, espera. Vamos a negociar –dijo Rocío en un vano intento de evitar que usara la boca, aunque solo para que dejara de hablar.

– No hay nada que negociar. ¡Largo!

– Está bien, tú ganas. Terminemos con esto cuanto antes –cedió finalmente a regañadientes y se echó la melena hacia atrás–. Bájate la bragueta –por fin había conseguido lo que había ido a buscar cuando me citó en su casa. Sí, vale, tardé trece años en conseguirlo, pero lo conseguí, que es lo importante–. Venga, sácatela –hizo que me riera–. ¿De qué te ríes?

– Hace trece años, me dijiste esas mismas palabras: "Venga, sácatela". Y si te quedaste asombrada porque la tuviera burra, ahora, que está más crecidita y te tengo aquí con ese modelito tan sensual –ironicé con su desnudez–... lo vas a flipar –no la miré directamente, pero por el rabillo del ojo me pareció percibir que, la forma en que lo dije, le hizo bosquejar una leve sonrisa, lo que no sabéis cuanto me agradó, y, así, sin decir más, arranqué el coche, di la vuelta en mitad de la calzada, y comencé a conducir en sentido contrario al que había venido, alejándome, a cada revolución del motor, más y más de Monquera.

– ¿Qué haces? ¿Dónde vas? –me preguntó Rocío extrañada, pero no le respondí– ¡Que adónde me llevas!

Volví a hacerle caso omiso. La respuesta era a un camino terroso, pasada la casa embrujada, en la dirección en la que íbamos, que se perdía por el monte haciendo sendero hasta algún lugar que desconozco, pero su entrada estaba amparada por varias peñas y elevaciones del terreno y era el sitio ideal para resguardarnos, porque la mamada, iba a ser solo el principio del baile. Como le había contado a ella, nunca tuve deseos de venganza, creo que es uno de los sentimientos más inútiles del ser humano, pero me convenía que ella creyera que era eso lo que me movía, ya que me otorgaba la excusa perfecta para tirármela, y ¿a quien no le hubiera apetecido follar? Pese a todo, Rocío estaba muy buena y era un oportunidad para nada desdeñable de disfrutar de un rato agradable entre sus muslos, y lo pensaba hacer fuera del coche, que en el asiento trasero el espacio es bastante reducido, porque mi Saxo es de tres puertas.

– Por lo menos, ¿me dejas tu teléfono? –me lo saqué del bolsillo del holgado pantalón verde oliva que llevaba y se lo presté, para que ella realizase una mama... perdón, llamada (es la emoción, je)–. ¿Toño? Soy yo, Rocío... Sí, sí, sí, estoy bien, tranquilo, estoy bien... Sí... Sí, sí, no te preocupes, de verdad, estoy bien. Iros a casa y mañana os lo cuento... No tardaré mucho, pero no me esperes... Un beso, te quie... –separó el móvil de su oreja y se lo quedó mirando unos instantes.

– ¿"Te quie"? ¿Ibas a decir "te quiero"? –pregunté sardónico.

– Llevamos más de un año viviendo juntos en la casa amarilla que está en frente de la iglesia, aunque nosotros la pintamos de blanco. Siempre ha estado por mí e intuyó que a ti también te gustaba, por eso tú le caías mal y nunca te trató bien.

– Tampoco podemos decir que los demás fuerais muy amables conmigo.

Pasamos por la alameda, por la casa embrujada y llegamos al camino. Tras pasar por un badén de varios metros en el ramal de la vereda, detuve el coche, paré el motor, apagué los faros y volví a encender la luz del habitáculo. Eché mi asiento hacía atrás para hacer más sitio y ella, sin que yo mencionase nada, abrió su puerta cuando vio que no se podía poner de rodillas en el sillón con ella cerrada. Vaya, parecía predispuesta."Manos a la obra" dije mientras me desataba el cordón del pantalón y me lo bajaba junto con el bóxer hasta las rodillas, indicándole a Rocío que había llegado el momento de pasar a la acción para salvar su pueblo o lo que quiera que fuese lo que quisiera hacer; a mí, con que me la chupara, las razones me daban igual.

Cogió con delicadeza mi polla erecta y la separó de mi abdomen, comenzando a masturbarme con tranquilidad, observándola concentrada, cubriendo totalmente con la mano mi glande descapullado en la subida, roce que, por la sequedad, me incomodaba. Preferí no decir nada para no perturbarla y siguiese a lo suyo, y continué prestando atención a sus gestos, por si vislumbraba algo de hostilidad, porque esa tregua que me había concedido me olía un poco raro, porque no opuso mucha resistencia, que digamos, a no ser que hubiera encontrado algo gratificante en ello.

Se tomaba su tiempo. Parecía estar estudiando la consistencia de mi jabalina y de la rigidez de la que era presa, acelerando y desacelerando el sube y baja, como si nunca hubiera tenido un pene en la mano en toda su vida, pero su pasividad me confundía. Si tan desagradable le resultaba hacer lo que estaba haciendo, ¿por qué esa demora? ¿Por qué no acabar cuanto antes? ¿Era una manera de castigarme? O, por el contrario, ¿estaría disfrutando? ¿Realmente había encontrado una compensación? ¿El motivo de su aparente renuencia era por no querer terminar pronto y rápido? Demasiadas cábalas. Si era lo último, no tenía de qué preocuparse, porque no iba a ser pronto. Decidí dejar a un lado filosofías y preguntas innecesarias en esos momentos. Lo cierto es que, en cuestión de minutos, el carácter de Rocío parecía haberse moderado, así que me dispuse a disfrutar según se fueran dando los hechos.

No obstante, me era difícil porque el roce de su mano empezaba a irritarme la cabeza de la polla, por lo que intervine interpretando mi papel de cabrón rencoroso: "No tengo toda la noche, guapa, así que más vale que te apliques y finjas empeño" y acompañé mis palabras poniendo una mano en su nuca y atrayéndola a mí, haciendo que se reclinara y acercase su aliento a mi rabioso miembro de venas saturadas.

Lo tenía claro y no se lo pensó. Empezó incordiando al frenillo con la punta de su lengua, por la que sacaba a pasear mi capullo hinchado. Cuando sus labios acomodaron el glande entre ellos, sus exiguas y melindrosas atenciones se volvieron a centrar en el frenillo. Solo eran leves caricias, livianas y hasta beatas. Me exasperaba, me exasperaba tanta apatía y tanto desinterés. No es que esa húmeda caricia no fuera placentera, de hecho, me encantaba, pero cuando te comes una hamburguesa, también te comes las patatas, ¿no? Pues se iba a hartar de hortaliza.

Empujé su cabeza forzándola a tragarse mi polla en su totalidad, hasta la base. Sus protestas quedaban reducidas a indescifrables sonidos guturales y comenzó a darme manotazos en el pecho para que la soltase porque la asfixiaba. No me gusta usar la violencia, no creo que sea un camino, menos con una chica, y menos aún con aquella chica en concreto, pero era parte de la función hasta que consiguiera que entrase en el juego y se esmerase. No bastaba con su docilidad, porque si pensaba que así me iba a venir, lo llevaba crudo. Quería hacerle creer que iba en serio y que su secreto estaba en peligro, aunque me había olvidado del asunto de la leyenda, de esa manera ya me estaba cobrando con holgura y me daba igual callarlo o contarlo, pero esperaba que ella lo tomase como una advertencia por su falta de iniciativa.

Creí que la había cagado cuando se incorporó tosiendo y me apuñaló con su fría mirada, en la que solo vi desprecio. En el último rato, me había dado la impresión de que se resignaba a aceptar la situación, pero quizás había tensado demasiado la cuerda para que se convenciese de que estaba obligada a ceder a mi capricho sexual, y había terminado por romperla. Me había quedado esa noche sin follar, pero cuando iba a decirle que se vistiese para llevarla a su casa y que no se preocupase porque su secreto seguiría siendo un secreto, reanudó inesperadamente la paja que me estaba haciendo con vigor y más pujanza. No tardó en inclinarse de nuevo sobre mi entrepierna y, esta vez por voluntad propia, comenzó a engullir toda mi virilidad, sintiendo la resbaladiza superficie de su lengua en cada centímetro que ingresaba en su húmeda y tibia cavidad bucal. Ahora sí que le puso ganas. Puede que nunca hubiera tenido una polla en la mano, pero, mamar, no era la primera vez que mamaba. Si es así como ella se sublevaba, ¡venga la revolución!

Subía y bajaba la cabeza con energía recorriendo mi falo, desde la punta hasta casi el pubis, hasta el que llegaban gruesas gotas de la abundante saliva que segregaba en su trayectoria por todo mi tronco, siguiendo sus violentos enviones con mi mano en su nuca. Sus labios se cerraban en torno a mi verga, apretándola que era una delicia, en un trabajo oral que, aun atragantándose algunas veces, era digno de delirios y poemas, mientras su lengua cooperaba ávida y activa, cumpliendo con la labor de remojar mi potente erección y pasando, ahora no solo por el frenillo, lo que, sea dicho de paso, contribuía al placer, sino también por el resto de mi verga.

Se detenía para coger aire durante unos segundos, en los que no abandonaba para nada mi bellota, y reanudaba la dedicada felación, chupándomela con vehemencia y voracidad, produciendo un ruido característico de chapoteo; con el riesgo de llevarme al orgasmo antes de lo deseado. Ante esto, mi respiración pronto empezó a incluir audibles suspiros, pero lo que más me llamó la atención, fue que la suya también. Mi vista corrió por su brazo derecho, y, mientras su mano izquierda la tenía apoyada en mi abdomen, la diestra se perdía por detrás de su culo y su muñeca oscilaba.

Sus vertebras me indicaban el camino a seguir para llegar a su regata. Acaricié su ano, rodeado de pelitos, e hice un poco de presión hasta que la punta de mi indice entró, pero mi objetivo estaba más allá. Cuando hice acto de presencia en las proximidades del perineo, el agujero que yo quería asaltar, ya estaba ocupado por un par de dedos suyos. Yo diría que ahora sí que estaba disfrutando. Eso no impidió que yo tomase parte del botín e intenté hacerme un hueco. Al ver que dos dedos más, los míos, se sumaban a los de ella, se quedó inmóvil con mi miembro en su boca, como cuando paró para tomar oxígeno, y, al mismo tiempo que me adentraba en sus profundidades, estirando y dilatando los labios menores y la entrada a su interior, un gruñido ronco hizo eco en su garganta.

Los cuatro dedos se encontraban aprisionados, atorando su ardiente y viscosa vagina, pero todavía se podían mover. Procuré hacerlo con cuidado, exprimiendo su flujo, pero me envalentoné cuando pareció ser que eso no era suficiente y sus dedos aunaron sus fuerzas con los míos en una perfecta compenetración: cuando los míos salían, impregnados de su miel, los suyos entraban y viceversa. Tanta actividad en su conejo, la hizo suspender la mamada y enterrar su cabeza entre mis piernas, donde anidaron sus gemidos cuando empezaron a ser desaforados berridos. Quizás le doliese, no lo sé, pero parecía empeñada en dejar su coño como un bebedero de patos con la agresividad que adquirían sus fricciones.

Poniendo a prueba su resistencia, ahondaba en su grieta metiendo hasta los nudillos, sin que sus quejidos cesasen de resonar dentro del Saxo. Buscando su caprichoso orgasmo, llevó la mano que tenía inactiva sobre mi tripa, por debajo de su torso, y la empleó en un masaje en el clítoris que la elevó a lo más alto. Gritó y alzó la cabeza con los ojos cerrados y un salivoso hilo colgando de su sexy labio inferior mientras se revolvía, retorcía su torso y las contracciones de su sexo oprimían mis dedos hasta que volvió a esconder su rostro en mi regazo. Hubiera continuado picoteando su coño, pero ella misma retiró mi mano de ahí.

Esperé a que recuperase el alma y luego le pedí que saliese del coche. Cuando se incorporó quedando de rodillas en el asiento, no entendí a qué venía otra vez su cara de odio; pactamos que me la chupara hasta que me viniera yo, no ella, la lista, por lo que no había cumplido. Vi que se disponía a vestirse, mascando algo entre dientes, pero, rápidamente el arrebaté el camisón y el tanga, echándolos al asiento de atrás. Se quedó mirándome, y, cuando hizo amago de cogerlos, le puse un brazo delante para impedírselo.

– Lo siento, los trapitos se quedan aquí.

– Eres un miserable. Ahora que ya has conseguido que te la coma, como no puedes contar lo del fantasma, me quieres joder más, no solo dejándome tirada en mitad de ningún sitio, sino haciendo que vaya a mi casa desnuda. ¿Cómo me puedes hacer esto? Eres un hijo de... –quedó desconcertada cuando me reí al entender porque me miraba así–. Te hace gracia, ¿verdad?

– Se cree el ladrón que todos son de su condición. No soy tan cabrón como tú.

Quité las llaves del contacto y salí del coche con las mismas en la mano y los pantalones por los tobillos, y, delante de ella, las agité en el aire y las lancé hacia atrás, para que estuviera segura de que no pretendía huir dejándola ahí. Su mueca de mala hostia desapareció.

La invité a salir conmigo, la noche era cálida y teníamos público en el cielo. Cuando lo hizo, encuerada como iba, contemplé las exquisiteces de su anatomía, comenzando por su esbeltez y su voluptuosidad, ambas resaltadas por la luz de la luna, sumándole sensualidad a su figura. Os aseguro que mucha gente pararía a la chica de la curva si supiesen lo que tiene debajo del camisón, porque eso sí que eran curvas y no donde se mató la desdichada joven. Piel morena, pechos no demasiado grandes embellecidos por dos descollantes pezones castaños, caderas redondas y anchas para contrastar con su cintura y, bajo su vientre plano, un triangulito de pelo que señalaba al sur. Ese era el inventario.

Se hacía daño al andar descalza, así que quité las alfombrillas del coche y las puse en el suelo delante del vehículo. Luego, la cogí en brazos y la llevé hasta ellas, dejándola sentada en el capó. "Vaya, qué caballero" dijo condescendiente.

– Quedamos en hasta que me corriera –le refresqué la memoria situándome delante de ella para que procediera.

Se echó hacia delante asiendo mi polla desinflada, pero no tardó en renacer con el bálsamo de su saliva dentro de su boca. Comenzó un movimiento rítmico con la cabeza de atrás hacia adelante, un vaivén pausado en el que todo yo gozaba a través de mi rabo, y Rocío se recreaba dándole a su tarea un cariz más personal, más cooperativo, concienciada de darme placer.

Mi miembro salía parcialmente entre sus labios, relucía y brillaba en la escasa iluminación, que le daba un aspecto más íntimo a ese lugar apartado. Su boca actuaba a dúo con su mano, la cual bajaba retrayendo el pellejo del prepucio para desnudar el glande y que entrara en contacto directo con el calor de su paladar, en el que percutía con suaves golpecitos. Con prudencia y sobriedad, engullía mi verga hasta el fondo, donde sentía en el glande la dulce presión de las contracciones de su garganta al intentar tragar, y, luego, despacio iba retirándose al tiempo que succionaba extrayéndome líquido preseminal.

Tampoco se olvidaba de mis testículos y, después de realizar la operación que os acabo de contar, algunas veces bajaba hasta ellos, me hacía cosquillas con la lengua y volvía a subir, siguiendo la uretra, hasta el glande, para abrir de nuevo la boca y dar cobijo a la palpitante erección, cuya derrota, poco a poco, estaba llegando a su fin.

Sabía que Rocío tenía madera de secretaria, quiero decir de amante; sabía que no era la primera vez que bebía de una polla, y me lo estaba confirmando con la que quizás fuese la mejor felación que me habían hecho, y no han sido pocas las mujeres que han actuado de sacaleches para mí. Empezaba a plantearme si olvidarme de tirármela y dejarlo todo ahí, en cuanto me corriese, porque su arte y las sensaciones que este me proporcionaba, difícilmente lo puedo expresar, aunque no encontraba ningún punto de apoyo para cuando me llegase el orgasmo. Me iban a fallar las piernas y me iba a meter una hostia contra el suelo que me iba a cagar, pero bueno, que me quiten lo baila'o.

Sin embargo, su trasero se deslizó al borde del capó y después su espalda por el radiador del coche hasta quedar acuclillada y con las piernas abiertas. Mientras me la seguía comiendo, se llevó una mano al coño y empezó a frotarse el clítoris trazando círculos con el dedo corazón.

Viendo que ella también buscada más placer, le arranqué el pene de sus fauces y, cogiéndola en volandas, la tumbé encima del coche y lleve sus piernas sobre mis hombros. Restregué mi cara por el triángulo recortado de su pubis, aspirando el acre olor de los flujos que anegaban su almeja. Me preparé para absorberlos y, entonces, delante de aquel chocho mojado, que mostraba sin pudor un clítoris congestionado, me arrepentí de lo que estaba a punto de hacer. Rocío era una persona, una mujer de la cabeza a los pies y, como tal, no era solo una vagina donde meterla, también era un buen par de tetas como las dos esferas que, en aquella postura, materializaban su perfecta redondez natural, que podía contemplar desde mi posición más allá de su llano vientre, y, entre ellas, el resplandor de su sudor.

Me quité la camiseta, que ella utilizó a modo de almohada, y, aferrando mis manos a sus tetas, fui directo a su boca, tras dudarlo un poco, y la besé. No sé por qué. Podría excusarme diciendo que fueron sus carnosos y acuosos labios los que me atrajeron. Seguí besando y lamiendo su cara, su barbilla y su cuello hasta que, así, llegué a las aureolas pardas de sus pezones, que ya estaban enhiestos entre mis dedos.

Una de mis manos sobaba el pecho que le correspondía, mientras la otra llevaba el suyo a mi hambrienta boca para besarlo, succionarlo, mordisquearlo y ensalivarlo, notando la forma y la textura de esas puntas que sobresalían, incluyendo el disco que las rodeaban, de las masas firmes y suaves, en las que mis dedos se hundían.

Mi lengua, descendiendo en planeo zigzagueante por su tripa y su vientre, llegué a su monte de Venus tras arañarse con el vello que adornaba su pubis. Su potorro me esperaba impaciente, chorreando en plena efervescencia. Volví a inhalar su característico olor penetrante. Fue ella misma, todavía con sus piernas a los dos lados de mi cuello, quien se abrió los labios mayores, dejándome ver los menores, invitándome a una cata del flujo que se condensaba entre sus pliegues carmesí en la avenida principal de su sexualidad.

Primero recogí una gotita que iba en dirección al ano, la paladeé y subí lentamente desde el periné a la poza caliente que era su sexo. A base de lengüetazos y sorbos, fui achicando los líquidos que impregnaban su agrio sabor en mi lengua. Los oía hervir con el fervor de la excitación, era como un charco de lluvia cítrica que alteraba mi sentido del gusto.

A ciegas, rastreé toda su vulva y los contornos de esta buscando su clítoris henchido, hidratando cualquier parte que no hubiera sido regada por su flujo, y, cuando lo encontré, lo abracé con los labios y lo zarandeé con mi músculo húmedo, provocando los primeros gemidos de Rocío. Empezaron a ser más continuos e intensos cuando me aventuré con la intrusión de dos dedos y, posteriormente, de tres, que, ahora entraban sin ninguna dificultad y se deslizaban por sus paredes membranosas suficientemente engrasadas con sus humectaciones. Hacía especial hincapié en la fricción de la parte superior de su caliente y viscoso pasadizo, pues por ahí debía andar el punto G. No me di descanso masturbándola aceleradamente y lamiendo y aspirando su clítoris hasta que arqueó su espalda, levantó el trasero y, convulsa, atrapó mi cabeza entre sus muslos aullando a la luna su orgasmo. Los gritos que lanzó libremente al aire, se perdieron por el monte.

Finalmente, quedó tumbada de lado, como en la posición lateral de seguridad, ronroneando satisfecha. Me tomé un respiro sentado sobre mis talones en las alfombrillas que había extendido ante el Saxo. En el cajón del salpicadero, siempre llevo preservativos desde que tuviera coche y lo convirtiera en mi picadero. Así pues, con el tolete enfundado en una goma y el escroto acorazado, la atraje hacia mí, tirando de sus caderas, hasta que puso los pies en el suelo, dejándola doblada por la cintura, boca abajo y el culo bien alzado con su ano arrugadito mirando con recelo al mundo, por lo que le obsequié con algunos conciliadores arrumacos linguales antes de proseguir.

– Quedamos en hasta que me corriera –recité mientras maniobraba con ella y preparaba la penetración.

– Mañana voy a tener que ponerme una bolsa de agua en el chocho.

Restregué el glande varias veces por el surco que dejaban sus congestionados labios menores mientras oía algunos suspiros e, impaciente, intentaba empinar más aún su trasero. Finalmente, la sujeté bien por la cintura y empujé, envainando mi polla despacio en su coño enfebrecido y encharcado, al tiempo que ella contenía el aire. Cuando empecé a bombear, a la vez que yo aumentaba la velocidad de mis golpes de cadera, ella aumentaba la de su respiración y sus gemidos, haciendo alarde de ellos. Magreaba y estrujaba sus nalgas macizas y sólidas dispuestas a mi merced, con dos encantadores hoyuelos en sus lumbares. De vez en cuando, dos de mis dedos partían desde el llamado hueso dulce, en el caso de Rocío con mucha razón, es decir, el cóccix, saltando de vértebra en vértebra, pasando por el cuello para volver a sentir la suavidad de su lengua.

Más tarde, puse las manos en sus hombros para embestirla con más fuerza, redoblando sus gemidos y profundizando en su interior gelatinoso, que encajaba con tesón cada zambullida de mi falo en sus aguas cálidas. Yo seguía amasando su culo y le daba algún que otro azote para no dejar descansar un solo momento a su líbido ni a los lascivos gorgoritos que brotaban de su garganta. Era tanto el placer que me embargaba, que todos los impulsos eléctricos que enviaban la información a mi cerebro, se centraron en mi rabo gozoso, y mis neuronas, borrachas de placer, se montaron una orgía de órdago.

En un momento dado, subió una rodilla al capó del coche y la postura le permitió enderezar el tronco y apoyar su nuca en uno de mis hombros. Cambié las formas de su trasero y sus caderas, por las redondeces de sus pechos esponjosos sin poderme negar, lo que tampoco pude hacer cuando, girando el cuello, me ofreció sus labios y le metí la lengua hasta el gaznate preso de la excitación. Clavando los dedos en la flacidez de sus tetas, empecé a tejer el orgasmo. Poseído por el frenesí, mis envites se volvieron más violentos y potentes hasta que noté como me deshacía dentro de su vientre a varios grados por encima de la ebullición.

Rocío reposó de nuevo su cuerpo curvilíneo sobre el coche y yo me acomodé a su lado observando las estrellas brillar con más luminosidad haciendo más visible el sudor de nuestra piel. Mientras la agitación nos abandonaba, me asusté cuando ella cogió mi mano.

Una vez repuestos, anudé el condón y lo tiré para ayudar en la contaminación del planeta, puse en su sitio las alfombrillas, la cogí en brazos para montarla al coche y, con los faros encendidos, busqué las llaves, que habían caído a unos metros. Me senté en mi asiento y cerré los ojos en completa relajación.

– ¿Tienes tabaco?

– No fumo, pero creo que un colega mío se dejó ayer un paquete en el asiento de atrás –le contesté pulsando el encendedor del coche para que se calentara.

Estuvimos un rato aislados el uno del otro. Ella fumaba y yo disfrutaba de la flojera escuchando las miles de charlas de los grillos, que era lo único que rasgaba el silencio.

– No lo llevamos bien. Digo Toño y yo –comentó de pronto–. Llevaba colgado por mí desde la pubertad y a los 20 años, por fin, consiguió enamorarme y comenzamos a salir. Sin embargo, desde que decidimos compartir un espacio mutuo, o sea, vivir juntos, su carácter se ensombreció. Dejó de ser tan detallista, tan atento como era, delicado, romántico... Yo le quiero muchísimo, pero necesito algo más. Más contacto físico, más pasión, alguien que esté más pendiente de mi bienestar.

– ¿Qué haces? –pregunté cuando vi que manipulaba mi móvil.

– Te estoy apuntando mi número de teléfono en la agenda por si te apetece repetir más veces algún día.

Pasaba de sus historias, no tenía ganas ni de hablar con ella, por eso no abrí la boca. Para mí solo era otro polvo que recordar, pero para ella significaba algo más y quería que yo supliera las carencias de su novio. En un principio rechacé la idea, solo se cruzaron nuestros caminos para volver a separarse, deseándolo para siempre, pero se me ocurrió aprovechar su ofrecimiento y disfrutar hasta que me cansara de ella, sin compromisos ni obligaciones a posteriori. Luego, enviarle a Toño algunas fotos tomadas con discreción o algún tanga de su novia y poderle decir en una nota: "Toño, jódete". Comprendí que la venganza podría no servir para nada, pero te hacía sentir triunfador.

Tras otro rato de calma, puse en marcha el coche para llevarla a su casa.

– ¿Has follado alguna vez en un coche en marcha? –me preguntó Rocío con un tono que revelaba lo que su irresponsable y maquinadora cabecita tramaba.

– No, porque es una estupidez –contesté tajantemente– .Y ni se te ocurra intentarlo.

– Yo tampoco –dijo, y, como debió entender mi respuesta al revés, quizás creyó que estaba dando mi aprobación a semejante acto suicida, y comenzó a trastear con sus manos dentro de mi pantalón, después de sortear el cordón que lo amarraba a mi cintura.

– Rocío, estate quieta, joder, que es muy peligroso –pero ella, cachonda perdida, no hizo caso de mi negativa y, dado que yo no colaboraba para que mi miembro asomase lo justo para volver a disfrutarlo entre sus piernas, pensó que me convencería sentándose a horcajadas en mi regazo y privándome de visibilidad–. Rocío, me cago en la hostia, que no veo nada –decía yo intentando encontrar un hueco por donde ver la línea discontinua de la carretera entre sus besos y sus achuchones–. Rocío, la curva, joder. ¡Rocío, la curva! –grité y no oí nada más, ni siquiera el impacto.

Se hizo la oscuridad.

Una película de tu vida no pasa ante ti ni hay palomitas de maíz. Todo es confuso y nunca llegas a comprender totalmente que te has matado, si es que yo me he matado. Solo estamos Rocío y yo, y no sé si se puede decir que estamos. Si es aquí, no sé dónde; si es ahora, no sé cuándo. Solo sé que, al disiparse la niebla, aclarar los sentidos y recobrar la consciencia de lo que hay a mi alrededor, me encuentro encima, detrás, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras Rocío, practicando todas las posturas sexuales posibles y terroríficamente imposibles, en las que en todas y cada una, mi pene va y viene recalando en su sexo.

Según cuenta la leyenda, cada 26 de junio, una pareja trágicamente fallecida en un accidente de tráfico, se aparece en la curva haciendo el amor. Si este 26 de junio vas a pasar por ahí, ten cuidado: estamos deseando hacer un trío.

Toño, jódete.

Le dedico este relato al desaparecido autor Madrid1977. Desde aquí, quiero expresar mi aflicción: se ha casado.