Citius, altius, fortius
No es lo mismo correr que correrse...
Mi marido corre maratones populares. Yo no, pero lo acompaño en unas escapadas que, si bien no me atrevería a calificar de románticas, al menos me sirven para conocer distintos lugares de la geografía nacional. Así ocurrió aquel fin de semana que ahora os cuento, cuando nos desplazamos a una ciudad costera, él para intentar mejorar sus marcas aprovechando las facilidades del recorrido y yo para cambiar de aires durante un par de días. El sábado lo pasamos juntos, alternando algún paseo por la localidad con las tareas previas a cualquier carrera: verificar la inscripción, recogida de dorsal, visita a los stands de los patrocinadores del evento... No es que me apasione, pero bueno, es lo que toca. Además sé que el domingo, mientras él corre, yo tendré algo más de tres horas para estar a mi aire.
El domingo todo comenzó como cualquiera de las otras veces. Dejamos el hotel temprano, sobre las ocho y media, pues la salida de la carrera estaba prevista para las nueve de la mañana. Siendo generosa diré que el día era otoñal, aunque podría haber dicho que el cielo amenazaba constantemente con dejar escapar la lluvia y el frescor matutino se aliaba con la humedad del lugar para calarme hasta los huesos. Me despedí de mi marido con un beso deseándole que todo fuera bien y busqué un hueco entre la gente, casi todos acompañantes como yo, que se agolpaba en los primeros hectómetros del recorrido atentos al paso de sus familiares o amigos. Cuando se dio la salida pronto llegaron a mi altura los primeros atletas profesionales que tomaban parte en la carrera, y acto seguido comenzó a pasar una masa, todavía compacta, de corredores en la que, si no hubiéramos tenido nuestros códigos de colocación o de vestimenta, me hubiera sido imposible identificar a mi marido. Pero lo vi, grité su nombre, le animé, seguí su carrera hasta que se me perdió en la marabunta; haría lo mismo tres o cuatro veces más en distintos puntos del trazado, los que me pillaran a mano durante mi paseo por la ciudad, antes de esperarlo en meta. El paso constante de corredores por delante de tus ojos puede llegar a ser mareante si pretendes seguirlos a todos, así que, en una técnica aprendida con la experiencia, fijé mi mirada en un punto fijo. Y así fue como lo vi.
No muy alto, en torno al metro ochenta, hombros fuertes, unos brazos que aparentaban ser igualmente recios y un físico que, bajo la cazadora que vestía, se diría más bien corpulento. No era especialmente guapo, y sin embargo me gustó en cuanto reparé en él. Aguardaba; no esperaba el paso de nadie en concreto, ni tampoco diría que estuviese viendo la carrera como simple aficionado, no. Esperaba que terminaran de pasar los atletas o que el volumen de tráfico fuera menor para poder cruzar al otro lado. Y mientras él miraba buscando el final de la larga procesión, yo le miraba a él. Desde la otra acera y a unos quince o veinte metros de distancia era imposible que se fijara en mí, que viera mis ojos fijos en su rostro entre el gentío que comenzaba a disgregarse.
No sé porqué, pero cuando él cruzó y se internó por una calle cualquiera, yo le seguí. Caminaba rápido y yo iba cargada con mi bolso, la mochila de Xavi, mi marido, el paraguas... Me costaba seguir su paso. Cuando observé que se detenía junto a un portal y metía la mano en el bolsillo de la cazadora para sacar lo que supuse eran las llaves, aceleré el caminar.
Perdona, perdona- le interpelé cuando comenzaba a abrir la puerta- ¿sabrías decirme dónde me podría tomar un café?-. Como frase para intentar ligar me parecía patética, pero... ¿acaso yo estaba tratando de ligar? No sabría decirlo, simplemente había sentido la necesidad de alcanzarlo y hablarle.
Sí, acabas de pasar por delante de una panadería - cafetería- dijo educada, pero secamente. Yo me moría de vergüenza, pero en verdad que no había reparado en la cafetería, claro que sólo tenía ojos para él. - Me ha parecido que estaba cerrada- inventé como excusa.
¿Sí?, no creo, siempre está abierta a estas horas- respondió, y añadió las palabras que yo estaba deseando escuchar: no te preocupes, te acompaño.
Él sacó las llaves de la cerradura, yo me coloqué mejor el bolso y la mochila de mi marido, y caminando a su par retrocedimos unos treinta metros hasta donde, efectivamente, una luz iluminando la nublada mañana y la mezcla inconfundible de olor a café y pan recién hechos, me delataban.
Qué tonta, no la había visto- dije fingiendo sentirme avergonzada.
No pasa nada, es normal cuando vienes de fuera y no conoces la ciudad-. Con las manos guardadas en los bolsillos de su cazadora y con un gesto del mentón señaló la mochila colgada de mi hombro -¿Por la carrera, no?-.
Sí- respondí tímidamente. Siguieron unos segundos en los que, como en los kilómetros finales de unas maratón, sólo avanza el tiempo. -¿Te puedo invitar a un café...? por la molestia- propuse.
Me observaba y sabía perfectamente qué estaba pensando; me estaba valorando, incluso más, juzgando. Mi actitud, mi cuerpo, todo. Yo aguardaba, con la mirada de no haber roto ningún plato, pero ser capaz de hacer añicos vajillas enteras. Después de pasarme la mano y recolocarme el pelo liso por detrás de la oreja, por fin rompió su silencio: tú no quieres tomarte un café, ¿verdad?-. Chico listo.
Su mano diestra levanta mi muslo y sus dedos se introducen por el bajo de la braguita clavándose en mi piel. Su casa estaba cerca, irrechazablemente cerca y mi pantalón tirado por el suelo es testigo de las prisas que teníamos. Trato de llevar mis dedos a mi entrepierna, de frotar mi sexo para que alcance, a velocidad de sprint, una humedad acorde al calentón que siento, pero su cuerpo se me viene encima aplastándome contra la pared en la que apoyo la espalda. Nos besamos con furia, mis manos se abrazan a su espalda reduciendo al mínimo el hueco que nos separa; no sé porqué lo hago, pero no quiero que pare.
Cuando se separa de mí, en mis sensaciones, sus gestos adquieren dos velocidades: tira levemente de mi cuerpo, separa mi trasero de la pared, se agacha y decididamente y con ambas manos saca la braguita. Quizás por verlo arrodillado y entre mis piernas imagino ya juegos de su lengua en mis labios, su saliva en mi sexo y temblores de piernas, pero no. Rápidamente me gira, eleva mis brazos contra la pared y ayudándose de las manos saca mi grupa para dejarme lista para recibirlo. Y ahí es cuando la acción se me vuelve lenta; son unos pocos segundos pero se me hacen eternos los que él tarda en bajarse pantalón y slip. Siento en esa habitación el frío ambiental contrastando con el calor que me quema por dentro, vuelvo la cabeza para observar los gestos de su mano tratando de dar mayor consistencia a un pene no muy largo pero algo grueso para lo que estoy acostumbrada.
Compruebo que es así cuando intenta entrar en mí. Tiene que rectificar el gesto, colocar en mejor postura mi cuerpo. Siento tres de sus dedos pasando por mi sexo, lubricándolo al momento. Después escucho un salivazo; cuando vuelve a internarse en mí, siento mayor humedad también en su glande y mi coño lo agradece. Se agarra a mis caderas mientras poco a poco va ganando velocidad. Cuando la inercia lo lleva a entrar una y otra vez en mí, sus manos se vuelven torpes, dubitativas; de pronto trepan por mis brazos hasta enredarse con las mías, como vuelven a mi cintura, agarran, me ciñen, suben bajo el jersey por la espalda, ganan la parte delantera del torso y buscan anclarse a mis pechos.
Sus gestos sólo consiguen que se me dé la vuelta el sujetador aplastándome la teta derecha, pero no me quejo de la incomodidad. Sé que tiene que ser así, rápido, furtivo, apenas desnuda de cintura para abajo y la parte superior moviéndose al compás de sus manos. Trato únicamente de concentrarme en la acción de su sexo en el mío. Tras un comienzo demasiado brioso ha tenido que bajar el ritmo; sin embargo no deja de ser efectivo. Flexiono la espalda, me doblo un poco más obligándolo a retroceder. Escucho el tintineo del botón de su pantalón recogido en los tobillos golpeando el suelo un par de veces, luego son sus manos agarrándose a mis caderas las que me alertan del comienzo de una nueva serie de empujones.
Me colma, me sacia. Mi vagina ya se ha adaptado al grosor de su polla y no deja de lubricar. Cuando bajo la mano para estimular aún más el coño busco un orgasmo rápido, que aleje de mi cabeza cualquier otro pensamiento que no esté allí, en aquella habitación revuelta, más allá de nuestros cuerpos agitados. Separo sus dedos que, siguiendo los míos, habían venido a ocuparse con poca delicadeza de mi clítoris y comienzo a frotarme. Conozco mi cuerpo:
- No pares, no pares. Sigue fuerte un minuto, que me corro- le pido a mi inesperado amante. Él obedece. Sus manos se agarran de nuevo a la cresta de mis caderas y tras un segundo para recomponer su postura, inicia a cumplir lo pedido.
Es brusco, quizás hasta demasiado, pero efectivo. No sabría si pedirle más tranquilidad o, por el contrario, instarle a no detenerse, a darme más y más, pero en cualquier caso de mi boca sólo consiguen escapar gemidos intercalados con onomatopeyas sin sentido. Me corro, no se lo anuncio a gritos pero mi coño habla por mí. Siento la descarga de flujos inundando mi sexo en el momento en el que él retira su polla. Con la vista nublada por el orgasmo es una agradable sorpresa sentir su boca en mi vulva. Lame, succiona, sacude la cara pegada a mi piel. Me bebe y la acción de su boca provoca que el clímax se me prolongue durante decenas de segundos más.
Cuando noto que su cabeza desaparece de mi entrepierna, mi cuerpo es todavía un temblor de hombros a pies. Parece que únicamente mi cabeza y mi sexo sepan qué está ocurriendo realmente. Apenas me da tiempo de sentir una corriente de aire frío secando de golpe la humedad que desciende por la cara interna de mis muslos cuando ya está de nuevo en mi coño.
Joder- murmullo sin saber muy bien qué quiero decir.
Te gusta, ¿eh?-. Él se lo dice todo, incluso creo escuchar por ahí un "zorra" al que prefiero no hacer mucho caso y dejar que el instinto hable por mí.
Sus embestidas vuelven a ser decididas, me tengo que apoyar en la pared casi con la misma firmeza que él se sujeta a mi cintura. El reciente orgasmo hace que sienta, quizás hasta mejor, cada una de sus idas y venidas; noto mi carne abrirse, los labios adaptándose, abrazando su tronco, sintiendo cómo, en cada uno de sus viajes, la fricción hace aumentar irremediablemente la temperatura. Tardo poco en licuarme de nuevo, esta vez sin tantas estridencias y sin su boca en mi sexo. A cambio, tras unos segundos de pausa para no verse arrastrado por las contracciones de mi vagina, su martilleo se torna constante, repetitivo, más que eficaz.
Siempre de pie, cuando me gira he perdido la cuenta de las descargas que ha experimentado mi coño y hasta la noción del tiempo. Tras agradecerle el enésimo orgasmo con un beso que tenía más de mordisco que otra cosa, miro mi reloj.
- ¿Qué hora es?- debo preguntarle, incapaz de comprender la sencillez de mi reloj digital. Él hace una breve pausa para, mirando el suyo, confirmar mi primera impresión. - Es tardísimo- me digo. Él aprovecha mi relajación para levantarme en aupas. Soy consciente, sé calcular el tiempo y comprender que me he perdido la carrera de mi esposo. Además todavía debo llegar a meta y recibirlo, pero, como si mis piernas tuvieran voluntad propia, deciden enroscarse en la cintura de aquel hombre. - Me tengo que ir- digo como excusa mientras, como un animal que trepara por un tronco, me aferro a sus hombros con los brazos y a su cintura con los pies.
Aunque me agarro con firmeza, sus brazos fuertes me mueven a su antojo. Me rodean, me elevan, me hacen botar incansablemente sobre su polla, clavándomela hasta el fondo una y otra vez. Totalmente entregada, soy incapaz de resistirme a las sensaciones que vuelven a nacer en mi vientre. En cada uno de los vuelos, cada vez que él me eleva y me deja caer en seco contra su verga, voy acercándome más y más al éxtasis. Cuando busca un asiento en el respaldo de un sofá, sus brazos me sueltan en el aire un instante para verme de nuevo rodeada por los hombros. En sus dientes apretados se refleja la fuerza con la que me empuja hacia abajo, contra los empellones secos de su rabo barrenándome. Me corro. Mis dientes rasgando su boca se lo anuncian. Se incorpora de nuevo, yo sigo botando sobre su polla, no sé si por el impulso incansable de sus brazos o como un simple acto reflejo. Cuando decide que ya está bien de torturarme y me deja en el suelo, como si al retirar su polla retirase un tapón que ciega una fuga de agua, un chorro inaudito escapa de mi sexo. Lo miro a él, y a continuación, incrédula, miro ese charco que acabo de dejar sobre el parqué.
- ¿Qué me haces, cabrón, que no dejo de correrme?- digo mientras él sonríe con orgullo.
He insistido en venir sola, pero no me ha hecho caso. Con su ayuda encuentro más rápido el recorrido de la maratón, pero me siento extraña, como si lo que acababa de suceder en su apartamento no debiera salir de esas cuatro paredes. Sin embargo cuando me da la mano para cruzar a la carrera dos carriles de una carretera entre los coches que van en una dirección y los atletas que van, disgregados en minúsculos grupos, en la otra, siento algo parecido a cuando eran sus brazos los que sujetaban mi cuerpo semidesnudo y ardiente.
Me asegura que estoy en tiempo, que no me he perdido el final -podríamos haber seguido follando es su frase exacta-, pero yo no estoy todavía convencida. Miro al fondo intentando vislumbrar a mi marido entre los corredores que aparecen a lo lejos. Aquel chico se ha colocado a mi espalda, rodeando con sus recias manos mi cintura. Me siento culpable, creo que cualquiera que pase sería capaz de identificar al instante en mi rostro la infidelidad, y sin embargo cuando sus manos comienzan a balancear mi cuerpo suavemente, adelante y atrás, adelante y atrás, río como una niña mecida en un columpio. Y sin embargo el juego todavía no había hecho sino comenzar. En uno de los ligeros movimientos de retroceso, mi cuerpo topa con el suyo. Giro el cuello y elevo la vista; quiero fulminarlo con la mirada pero él permanece ajeno, con la vista perdida en el infinito y sigue dando a sus brazos ese impulso que mantiene el vaivén. No me atrevo a reprocharle nada, el repetitivo choque de mi trasero contra su paquete es demasiado excitante como para negarlo. Siento en cada roce cómo su polla se va endureciendo, cómo la humedad afluye de nuevo a mi coño hasta dejar mis bragas chorreantes como cualquiera de esas esponjas tiradas por los atletas en los márgenes de la calzada.
Púdicamente y sobre las ropas, pero me folla. Las distancias se han acortado tanto que siento perfectamente entre mis nalgas el tacto, duro como una piedra, que el juego ha dado a su cipote. Diría que, en algún momento, hasta fui yo la que lo reté restregando el culo contra su entrepierna. Aprovechando que éramos una isla de público en una zona sin casi tránsito, nos entregamos a ese choque suave pero constante que dejaba en nuestros rostros una sonrisa tan diferente de las muecas cansadas que arrastraban los corredores que pasaban frente a nosotros.
No sé cómo lo hizo pero pareció adivinar el momento en el que mi esposo apareció al fondo del curvón que conducía hasta nuestra posición. Él se apartó un par de metros, pero saberlo detrás de mí, a apenas dos pasos, viniendo de donde veníamos y con la polla en el estado en el que estaba, me creó un súbito desorden. Animé a mi marido, ya casi estaba llegando a la meta, me miró, le chillé cuando me sobrepasó, y cuando estuve segura de que ya no voltearía la cara para mirarme, busqué de inmediato a aquel hombre que, tres horas antes, había captado mi atención casi en el mismo lugar.
Tiene la prudencia de no darme la mano pero camina a mi par cuando echo a andar en dirección a la llegada de la carrera. Desde el lugar en el que vi pasar a mi esposo quedaban algo más de cuatro kilómetros para meta. Calculo el tiempo, será el que tenga antes de separarme definitivamente de mi amante ocasional. Sin que se dé cuenta lo miro por el rabillo del ojo. Con la misma amabilidad que tuvo cuando lo paré por la calle con aquella torpe excusa del café, cuelga de su hombro la mochila de mi marido. Me gusta la imagen pero no tanto como para plantearme cosas. Él, por contra, parece haber olvidado nuestros juegos de apenas minutos atrás, y a medida que nos acercamos a zonas con más gente, se muestra hasta frío. Lo veo coger una botellita de agua de las que disponen en distintas zonas del recorrido para la hidratación de los corredores. Lo observo distante y eso sólo sirve para que las conexiones entre mi coño y el cerebro se cortocircuiten aún más.
Por aquí- me dice cogiéndome decidido del brazo. De pronto me veo subiendo unas pocas escaleras al paso decidido que me marca. Se escucha la megafonía de meta, no estoy lejos, pero no sé identificar el lugar. De pronto observo los wc portátiles que se instalan en citas multitudinarias como ésta y veo sus intenciones.
Hijo de puta- acierto a decir cuando abre la puerta de uno y entramos dentro. Me sienta en la taza y de inmediato baja la cremallera de su pantalón. Cuando sus dedos sacan el pene todavía está algo crecido e hinchado. Levanto la vista y lo miro cuando dice algo así como que hay que terminar lo que se empieza. Aparta el pelo de mi cara, lo recoge en una especie de coleta que mantiene erguida con su mano y veo ahí la señal para comenzar a chupar. Es grueso pero me entra sin problemas en la boca. Siento el regusto que mis flujos le han dado previamente perdiéndose por mi garganta, desapareciendo ante el nuevo baño de saliva. Mi nariz topa con su vientre algo abultado antes de que su rabo me provoque una arcada. Sujetando mi pelo maneja la cabeza; él decide cuando trago, cuando respiro, cuando me la deja a media distancia y con torpes golpes de cadera me folla la boca. Cabeceo lento, a mi manera, y ahora es él quien tiene prisas. Quiere gozarme hasta el último segundo. Aparto ligeramente la cara cuando comienza a masturbarse y en el primer gesto su mano golpea mi mandíbula. Lo miro, veo tensarse los tendones de su cuello, su rostro crisparse a medida que se incrementa la velocidad de sus gestos. Su polla resplandece, la observo en primerísimo plano, soy capaz de distinguir los abultamientos de las distintas venas; es una visión sumamente excitante. Lo reto sacando la lengua, la dispongo como una bayeta dispuesta a recogerle.
Cesa la paja. Golpea un par de veces sobre mi lengua antes de empujar de nuevo su polla hasta casi la garganta. Vuelve a adueñarse de mi nuca, empuja mi cara contra su vientre. Se me va a correr dentro, lo intuyo apenas unos segundos antes de que su rabo explote llenando mi paladar con un semen que parece ahogarme. Quiero escupir pero todavía su polla ocupa mi boca. Cuando sale de mí, lo que no me he visto obligada a tragar es una mezcla pastosa que se me pega al interior de la boca. Mientras se guarda la polla con una mano, con el índice de la otra recoge los restos de su corrida que se me escapan por la comisura de los labios y me los quiere introducir de nuevo en la boca. Deseo insultarlo, pero no puedo negar que llevo toda la mañana excitada ante su masculinidad tan particular.
- Toma, aclárate la boca antes de besar a tu campeón- dice sacándose del bolsillo la botellita de agua que había cogido minutos atrás. A continuación abre la puerta del aseo portátil y me deja ahí, con la boca llena de su semen, una botella de agua para lavarme y la mochila de mi marido a mis pies.