Cita a ciegas con una Reina

De como supe de una Reina y tuvimos una cita a ciegas, y acabé por convertirme en su caballero andante.

Cita a ciegas con una Reina.

Supe de ella en una de esas páginas amateur donde hombres y mujeres muestran sus carnes con más o menos pudor, elegancia u obscenidad. Suelo visitar una en concreto, pues soy un poco voyeur, está bien, lo reconozco, muy voyeur, muy curioso, como cualquier escritor que se precie, ya sea aficionado o profesional.

En ese escaparate encontré una galería con sus fotos y quedé fascinado por la madurita, como ella se denominó. Admiré y guardé cada una de las fotos que colgó: en unas aparece tendida, lánguida, cubierta en parte por una sábana, dejándose ver su monte de Venus, de oscura frondosidad, sus pechos henchidos y culminados por pezones gruesos resaltados por una aureola marrón.

En otras posa de pie, vestida con un salto de cama transparente que resalta sus atributos femeninos y esa barriguita, redondita que tanto me excita en las mujeres, y que a pesar del tiempo vivido esta cuidada, firme, tersa. En otras imágenes, cubierta con la fina y transparente prenda, aparece de espaldas, un poco ladeada para que uno de sus pechos se muestre firme, al tiempo que su culo, hermoso, apetitoso, resalte con sus nalgas blancas, mantenidas fuera del alcance de los rayos del Sol, guardadas solo para los ojos de sus amantes. Hay fotos de ella sentada, con las piernas cruzadas, donde enseña sus mamas y vulva; así como primeros planos de sus tetas y axilas con los brazos en alto.

Que quieren que les diga que ya no sepan ustedes: pues que la deseé nada más ver sus fotos, que se encendió en mi la necesidad de yacer con ella, de insertarme en ella, de reposar mi cabeza entre sus pechos tras un envite sexual, de probar la ambrosia que mana de su cueva, de perforar su pozo negro hasta sacar el oro blanco, de catar cada uno de los poros de su piel, de poder morir tranquilo tras hacerle el amor, de acompañarla en múltiples orgasmos, y quedar vacío, infértil por unos días.

No tarde en escribirle un e-mail contándole lo que ya saben ustedes, cual era mi nombre, mi edad y la Región donde resido. En su repuesta, si bien no eludía el encuentro, me dijo que vivíamos a miles de kilómetros el uno del otro. Le contesté raudo diciéndole que yo podría viajar a su País y narrándole que le haría de estar frente a frente, primero vestidos y luego desnudos.

Mi relato le gusto, le puso cachonda me dijo; me puso al tanto de que vivía en pareja bajo una filosofía liberal en sus relaciones sexuales y que rondaba los cincuenta, conclusión: me sacaba 20 años. Nos estuvimos escribiendo durante unos meses, mi cabeza no dejaba de imaginar fantasías sexuales con ella, las cuales escribía y no tardaba en mandárselas para deleite suyo. Mantuvimos correspondencia durante unos meses, hasta que en uno de mis mensajes le dije que ya no podía seguir viviendo sin poseerla, sin conocerla, que mi deseo era ya tal que debíamos buscar la forma de tener nuestro encuentro. Estaba de acuerdo conmigo, ella también quería conocerme, yacer conmigo, mantener ese espectacular envite sexual que le describía en cada una de mis cartas.

Y quedamos un día de luna llena, en Brigadoon, en una habitación de hotel con vistas a un lago, desde donde se veía el reflejo lunar sobre el océano, centelleante entre las olas, y que velaría nuestros cuerpos desnudos, lánguidos, sudorosos y extenuados tras la batalla.

Pero el encuentro tenía una condición, no podríamos ver nuestros cuerpos hasta haber tenido un orgasmo conjunto. Nuestro primer encuentro debía ser a ciegas, como había sido nuestra relación hasta el momento, pues si bien yo había visto fotos suyas, su cara me era desconocida, y yo no le mande ninguna mía. La propuesta fue mía y ella accedió. Como su avión llegaba unas horas antes que el mío, decidimos que ella me esperara en la habitación reservada.

Mi avión tomo tierra a la hora prevista, dentro de mi cabeza resonaba con fuerza: ella no estará, todo esto es una locura, por que una mujer iba a viajar al encuentro de alguien que nunca ha visto. Todos estos temores se disiparon cuando el recepcionista del hotel me dijo que ella me esperaba en la habitación.

Subí lo más aprisa que pude, no sin decir en Recepción de que la avisarán de mi llegada. Encontré la puerta entreabierta, el cartel de no molestar en el pomo exterior de la puerta. Del bolsillo de mi chaqueta extraje el antifaz de dormir con el que debía cubrir mis ojos antes de entrar en la alcoba. Cegué mis ojos con la prenda, abrí la puerta y atravesé el umbral. No se oía nada salvo el quejido de las olitas del lago al besar sus orillas. Cerré la puerta. Olía muy bien, a perfume de mujer, el olor se hacía más intenso, hasta que una mano me dio en la cara. Perdona, cariño; fueron las primeras palabras que escuche de ella. Su voz dulce aumento la erección que sufría desde la entrada al hotel. Mientras su mano palpaba, acariciaba mi rostro, comprobaba que tenía mis ojos cubiertos, me hablaba con voz dulce: Ya no valen artificios, ha llegado la hora de la verdad, ábreme las puertas del cielo, mátame de placer, fóllame u olvídate de mi para siempre.

Sus manos expertas me desnudaron, mientras palpaban mi cuerpo, lo reconocían. Intente tocarla, acercarme a la fuente de la que emanaba tan embriagador perfume, pero tanto con sus palabras, como con sus brazos, me obligo a estarme quieto, firme para ella. Me desnudo completamente, y entonces cogió mis manos y las llevo hasta su cara para que percibieran el pañuelo que ocultaba sus ojos. Quise palparla más, pero me detuvo con sus palabras: Quédate quieto, cariño, no hagas nada hasta que te lo diga.

Obedecí. Sus manos recorrían mi cuerpo, sentía el ir y venir de sus uñas sobre mi piel; una mano aferró mi palo, la otra se posó en mis testículos y entonces sentí su boca engullendo mi virilidad. Su lengua rodeó mi glande una y otra vez, sus labios se acercaban y se alejaban de mi pubis. A medida que la mamada se desarrollaba el placer recorría con más intensidad por todo mi cuerpo, las piernas me flaqueaban, tuve que apoyar mis manos en sus hombros. Estaban desnudos, y pensaba si lo estaba todo su cuerpo.

Su cabeza iba y venia, como la mano que agarraba mi polla; la otra mano acariciaba mi cuerpo en un ir venir de mis testículos a mi esfínter. Que me corro, que me corro, empecé a decir, al tiempo que ella aceleraba las idas y venidas. Mi eyaculación fue feroz, pero ella no cejo de mamármela, le oía como se tragaba cada una de las consecutivas erupciones que sufrí, me estaba exprimiendo tal como me dijo en uno de sus mensajes.

¡Dios que placer! ya no podía más, y haciendo uso de mi fuerza levanté, mis dedos buscaron sus labios, estaban mojados de mi leche caliente; y usando mis manos como guías conseguí juntar sus labios con los míos, que abiertos dejaban el camino libre a mi lengua, que no tardo en encontrarse con la suya, en entrelazarse.

La mezcla de mi leche y nuestras salivas cruzaban de una a otra boca, como las lenguas. Bajé mis manos, sin dejar nuestro beso profundo, por su cuerpo desnudo, tal como lo había imaginado. Sus pechos eran cantaros tersos, su piel suave, su pubis frondosa, su concha húmeda necesitaba de un trato especial por mi parte. Mientras la besaba mi palma cubría y frotaba sus labios mayores, el dedo gordo localizó su clítoris y lo deje allá excitándolo, introduje otros dos por entre sus labios vaginales y le resto los perdí por su esfínter.

Mientras la besaba y masturbaba, me agarró por la cintura y me guió a oscuras por la habitación. No tardamos en llegar hasta la cama.

Tumbados deje de besarle los labios, para besarle la barbilla, bajar por su cuello lamiéndole el cuello, describir con mi lengua sus tetas, localizar sus pezones y succionarlos con glotonería, pellizcarlos con mis dientes, y darles golpecitos consecutivos con la lengua. De sus pechos, mi boca busco sus axilas, caté su sabor salado, y continué mi viaje por su cuerpo. Llegué hasta el obligo, donde pase un rato lamiendo, y continué hacia abajo hasta besar su concha, y lengüetear sobre su botón.

Sus piernas se separaron para dejarme maniobrar sobre su coño, mis manos abrieron los labios para que mi lengua recorriera toda la vulva, y mi boca bebiera el néctar que rezumaba. Estuve chupando, besando, lamiendo, mordiendo, hundiendo mi nariz, hasta que las convulsiones de mi Dama fueron acompañadas por gemidos de placer.

Volví a subir mi lengua por su cuerpo, hasta su rostro, su mejilla, su oreja; y al tiempo que su oreja era invadida por la punta de mi lengua, envaine mi espada hasta la cruz, de un golpe de cadera, y comencé mil y una acometidas, cada vez más rápidas. Sus piernas entrecruzadas rodeaban mi espalda, y sus manos se aferraban con las uñas a mi espalda, a mis nalgas, a mi espalda, y cada vez más fuerte a medida que nos acercábamos al clímax.

Ante sus gritos de placer y su afirmación de que se estaba corriendo, me deje llevar, aumenté aún más el ritmo y disparé una andanada que lleno su vientre. Sus piernas se separaron y cayeron pesadas sobre la cama. Exhausto posé, sin irme de ella, mi cuerpo sobre el suyo. Nos besamos en la boca, mientras nuestros sudores y fluidos se mezclaban. Y le dije: No crees, Reina mía, que ya es hora de vernos la cara.

-Claro que si, mi campeón, mi Caballero andante.

Ella me quito el antifaz, y yo desate el pañuelo de seda que le cubría sus ojos, y así, mirándonos a los ojos volvimos a besarnos agradecidos por el placer que el otro nos había proporcionado.

-Te gusta mi olor- me preguntó.

-Si, mi Dama, me encanta- y mientras me escuchaba tomo el pañuelo y se lo restregó por su almeja húmeda.

-El pañuelo es para ti, para que me recuerdes, y lo lleves haciéndome honor en tus próximas lides, Mi Señor.

Lo tomé entre mis manos y olí su celo, su sexo, y le juré que siempre lo llevaría en mis encuentros, y que haría honor al mismo no dejando insatisfecha a mujer alguna. Entonces lo agarró, se sentó sobre la cama y busco mi pene, que erecto y palpitante la esperaba; ató el pañuelo a la base, pasó su pierna sobre las mías, se sentó sobre mi introduciéndose la canícula; y cabalgó en pos de otro orgasmo.

El Caballero Andante