Circulo vicioso

Cuando se ve venir una situación ya pasada.

Círculo vicioso

1 – Huída y encuentro

Fui a la casa de Antonio. Se acercaba diciembre y me pareció que debería hablar con los padres. Iba bastante alterado porque no sabía qué iba a encontrarme allí, pero pensaba que, al menos, tenía la obligación de presentar mis condolencias a aquella familia. Llamé al timbre y abrió su madre casi al instante. Al verme me miró con odio pero no dijo nada.

  • Señora – le dije -, creo que es mi deber transmitir a la familia mi pesar por todo lo ocurrido.

No pude decir más nada; el padre apareció tras la esquina del salón, me vio y desapareció, pero la madre comenzó a gritar:

  • ¡Hijo de puta! ¿No te da vergüenza de venir como si no hubiera pasado nada? ¡Tú, tú tienes la culpa de que yo haya perdido a mi hijo! ¡Cabrón!

Me di la vuelta inmediatamente y bajé las siete plantas por las escaleras mientras la seguía oyendo proferir insultos. No sabía cómo salir de allí. El botón que abría el portal de la calle lo habían cambiado de sitio. Me puse a buscar como un loco, pero oí que alguien entraba. Era un matrimonio joven con dos niños y disimulé como pude mi estado de nervios, pero al salir a la calle, no pude hacer otra cosa que echarme a llorar junto al portal.

Hacía mucho frío y temblaba de los pies a la cabeza. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero alguien puso su mano en mis hombros.

  • ¿Armando? – oí - ¿Eres Armando?

No pude hablar. Volví despacio mi cara hasta ver a César, el hermano mayor de Antonio.

  • Ven – me dijo cogiéndome por la cintura -, vamos a ese bar pequeño que es muy acogedor y no está muy lleno.

Entramos allí y nos sentamos en una mesa. Como yo no hablaba, pidió dos cafés para entrar en calor.

  • ¡Venga, tío! –me dijo -, cuéntame qué pasa.

  • Yo no quería nada más que darle el pésame a tus padres – sollocé -. Tal vez he venido mal y tarde.

  • ¿Qué dices? – se extrañó - ¿Pero tú no sabes que mis padres no pueden verte? Ellos siguen emperrados en que tú pervertiste a mi hermano. Yo recuerdo demasiado bien la noche que nos conocimos. Casi te pervierto yo a ti si no se mete él por medio.

Me puse a recordar:

  • ¡Sí! – le dije -, no me lo tomes a mal. A mí me gustabas tú, pero tu hermano se me acercó antes, me cogió por la cintura y me besó. Fue más rápido que tú.

  • En realidad – contestó -, yo soy más lento para todo. Para eso también.

  • Casi no nos vemos desde hace tiempo – le miré a los ojos -; tu propio hermano se encargó de separarnos.

  • Así es – se llevó la mano a la cabeza -, era demasiado egoísta. Todo lo quería para él. Lo mejor. Debió darse cuenta de que yo le estorbaba y me quitó del mapa.

  • La culpa fue también mía – reconocí -, una cosa es que él quisiera ser mi pareja y otra que me separase de todos mis amigos. No sólo perdí tu amistad, sino la de otros. Se empeñó en que alquilase un pisito para los dos como si siempre fuésemos a estar juntos, pero no quería que entrase nadie allí… bueno, casi nadie – sonreí un poco -, una noche buscándolo me volví a casa desesperado y estaba en la cama con Paquito, al que llamaban «el zanahoria».

  • No sé cómo le permitías esas cosas – dijo despectivamente -, yo lo hubiera echado de mi casa.

  • Yo no – mi respuesta fue tajante -; lo quería como a nadie. El primer año alquilé un pequeño apartamento en la playa para los dos y, sin embargo, seguía intentando ligarse a cualquier chico que pasara y estuviese bueno. Se lo aguanté. En el invierno empezó a dejar de ir a casa algunas noches ¿Crees que no sabía que yo me daba cuenta de lo que estaba pasando? La cosa se estaba enfriando por su parte, pero no por la mía. Yo podría haber hecho lo mismo que él, no me faltaron oportunidades, pero lo quería demasiado.

  • Perdona que te dé mi opinión – dijo -, así, sin anestesia ni nada, estuvo aprovechándose de ti como se aprovechaba de los otros y como acabó aprovechándose de Manuel.

  • Lo de Manuel es una historia que no tengo muy clara – encendí un cigarro -; Lo conoció en la playa el segundo año. Comenzó a dejar de venir al apartamento. Sólo aparecía cuando le interesaba y llevaba a su amigo. Se duchaban, tomaban algo… Era Manuel. Estaba en el camping y Antonio se fue con él allí, pero iban los dos al apartamento siempre que les hacía falta.

  • Es que eras tonto – me dijo -, espero que todo esto te haya servido un poco para, por lo menos, pararle los pies a alguien que te está haciendo daño y se está aprovechando en tus narices de tus sentimientos.

  • Volvíamos una noche de la playa – le narré -, esto tú no lo sabes, salimos del apartamento y tomamos el coche. Me hizo parar delante de un portal y, con la luz que entraba por una ventana del fondo, pude verles en la oscuridad de la escalera besarse y abrazarse como si fuera la primera vez. Luego, me bajé para meter el macuto de Manuel atrás y se sentaron los dos como en un taxi. Mientras yo conducía delante, ellos charlaban y todo lo demás detrás.

  • Aguantaste demasiado, Armando – agachó la vista -, yo en ese mismo instante hubiera arrancado y los hubiera dejado tirados allí, de noche y sin tienda en el camping.

  • Eso hubiese sido cortar

  • ¡Es que es lo que tenías que haber hecho mucho tiempo antes! – me interrumpió - ¡Cortar! Me estás diciendo que sabías que te la estaba dando en los morros con ese hijo de puta ¿Es que no sabes que ese tío fue el que lo llevó a donde está ahora?

Cuando vi que César casi se echaba a llorar, no supe qué hacer ni qué decir. Manolo convenció a Antonio para irse a vivir a otra ciudad y comenzar una vida nueva y separada de nosotros. Cuando lo perdí de vista, dejé el apartamento que tenía; me traía demasiados recuerdos. No estaba dispuesto a volver otra vez con mis padres, así que pasé un par de meses en casa de unos amigos que me trataron muy bien hasta que pude alquilar otro apartamento cercano. En dos años casi nunca más supe de Antonio.

2 – El período oscuro

Me pidió permiso César para subir a casa de sus padres, pues él ya tampoco vivía allí con ellos, sino que venía a visitarlos. Le rogué que no mencionase nada de mi visita ni de Antonio y me aseguró con una frase corta que eso no iba a ocurrir: «Yo no soy como mi hermano».

No tuve que esperar en el bar mucho tiempo. Pronto, apareció por allí aunque no muy sonriente.

  • ¿Qué ha pasado? – le pregunté -.

  • Lo de siempre – me dijo enfadado - ¿Es que no pueden asumir que las cosas pasan porque tienen que pasar? Tu visita ha vuelto a mi madre del revés y he tenido que tragarme unos cuantos insultos por no mandarla a la mierda por los siglos de los siglos. Me parece injusto que te culpe a ti de algo que hizo Manuel y, mucho menos, de haberlo pervertido. No creas que no me han faltado ganas de decirle que yo soy como su hermano «un maricón asqueroso» por culpa de las malas amistades. No puedo decir otra cosa, perdóname, pero empiezo a odiar a mis padres. Te juro que acabo de salir por esa puerta y no volverán a verme el pelo ¡Mira!

Se levantó el pantalón y me dejó ver una pistola escondida en su pantorrilla. Me asusté:

  • ¡Dios mío! – exclamé - ¿Qué haces con eso?

  • Lo que te voy a decir no debe salir de aquí – bajó la voz acercándose a mí -; soy de la Guardia Civil. No te estoy diciendo que vaya a usarla con ellos, ¡por Dios!, te estoy diciendo que soy independiente, vivo aparte aunque no tenga pareja ahora y sé todo lo que pasó con Antonio. No te dejes engañar. Manolo era un personaje muy peligroso y ya está teniendo su castigo, que me parece corto .El que ha muerto era mi… lo sabes; lo sabes.

  • Sé que se fue con Manolo a no sé dónde. Al año, más o menos, apareció por casa totalmente transformado y muy afeminado. Ni siquiera le pregunté por Manolo y no me habló de él. Luego desapareció. Cuando volvió, a los dos años, yo ya no vivía en mi apartamento, sino en otro nuevo, pero llamó a mis padres y consiguió localizarme. Me llamó y quedamos en una cafetería. Al principio me pareció que su aspecto era normal, pero me di cuenta de que su mirada estaba siempre fija y como perdida. Cuando hablamos un rato, comenzó a hacerme preguntas sobre el demonio y el pecado y la Biblia… No sé, no me pareció corriente. Se había metido en una secta. No hace falta hablar más de media hora con una persona para darse cuenta de que está drogada, pero Antonio no estaba drogado; tenía un

  • Sí, Armando, sí – me agarró por el brazo -, un tratamiento muy fuerte para la esquizofrenia. Manolo lo metió en la secta, es cierto, pero él luchaba a diario entre lo que le dictaba su mente como homosexual y lo que le imponían en la secta; y se volvió loco. Unos días estaba mejor y lo dejábamos salir. Otros días había que tener cuidado de que no se escapase. Yo lo he visto vestido de mujer, con sus zapatos de tacón, su maquillaje, su peinado y sus joyas actuando delante del espejo. No me parecía mi hermano. Era una mujer. Manolo se encargó de hacerle de todo para que no dejase la secta. Le hizo tomar una dosis completa de LSD, pero no consiguió mantenerlo en la secta; lo volvió loco. Yo te llamé ya desde mi nueva casa; tenía pareja aunque no estable. Y mi hermano, como no pudo salir del piso de mis padres por la puerta, lo hizo para siempre por la ventana del balcón.

Cambié algo el tema:

  • No es que yo quiera olvidarme de Antonio, César – dije -, pero por mucho que hablemos de él, no va a volver.

  • Mejor que no vuelva – me contestó con odio -; ha hecho daño a mucha gente.

3 – El heredero

No pasaron muchos minutos cuando César ya bromeaba conmigo y recordaba otra vez aquella noche en que nos conocimos:

  • Cuando te vi – dijo -, pensé que tenías que ser mío, pero al poco tiempo comprendí que te habías decidido por mi hermano.

  • Pues te equivocas – le confesé -, a mí me gustabas tú, pero tu hermano fue más rápido y… me dejé llevar.

  • ¿Te vendrías ahora conmigo? – me preguntó sin más -; han pasado algunos años, pero yo no te he olvidado.

  • ¿Pretendes que me acueste todas las noches con un guardia civil y con una pistola fría y cargada en tu pierna? – me eché a reír -.

  • No, Armando – me dijo muy serio -, por la noche la guardo; cerca de mí, sí, pero la guardo.

  • O sea – puse mi mano sobre su pierna -, que me invitas a empezar lo que una vez no empezó.

  • Exacto – farfulló -, me gustaría tenerte a mi lado tanto como lo desee una vez. Te invito a mi casa y pedimos algo para cenar. Tengo cerveza y libro mañana.

  • Yo tengo que trabajar – le dije -, pero puedo avisar y llegar más tarde.

  • ¿Me estás diciendo que sí? – me miró ilusionado -.

  • Acepto esta extraña petición de mano.

En poco tiempo, tras tomar una copa, salimos cada uno en nuestro coche hacia el apartamento de César. Aunque me dijo dónde estaba, le seguí muy de cerca. Se acercó a la puerta del aparcamiento, vino a hablarme y me dijo que metiese el coche con el suyo, que había plazas. Abrió la puerta y bajamos. Cuando subíamos en el ascensor, se acercó un poco a mí y me rozó la mano. Lo miré sonriente y nos besamos hasta llegar a la quinta planta.

Puso en la mesita unas cervezas y algunas cosas para picar y nos cogimos de la mano y nos besamos durante bastante tiempo.

¡Aquella cara! ¡Aquella mirada! No podía evitarlo; Antonio se presentaba ante mí. César tenía su mismo cuerpo (un poco más alto); su piel morena, su pelo rizado, sus ojos rajados, las orejas pequeñas, el cuello largo, el pecho fuerte… Incluso tenía el mismo tenue lunar alargado por dentro del brazo derecho. Hacer el amor con él por primera vez fue volver a hacerlo con Antonio, aunque César era más dulce. Su lengua recorría mi cuerpo desde mi boca y sus manos acariciaban mi piel como si no quisiesen hacerle el más mínimo daño. Sin embargo, cuando me penetraba, era mucho más duro, más agresivo. A veces, agarraba mis dos brazos por arriba con una mano y tiraba un poco hacia atrás mientras yo sentía cómo lo tenía dentro con una mezcla de placer y de dolor. A veces me besaba sin parar durante mucho tiempo, tanto, que me costaba trabajo respirar por la nariz. Cuando me pedía que se la mamase, sentía un poco de miedo. Apretaba hasta el fondo con tal fuerza que me era imposible abrir tanto la mandíbula y notaba su glande al fondo de mi garganta dando golpes.

No pasó demasiado tiempo y ya nos sentíamos como una pareja estable.

Nuestro vecino de al lado, Isaac, era también gay, pero vivía solo, así que no nos sentíamos tan solos nosotros. Venía a casa y cocinaba platos muy ricos, aunque a César comenzó a serle imposible venir a almorzar durante una temporada. Como yo sólo trabajaba por la mañana, me hartaba de hablar con Isaac toda la tarde. Un día nos cogimos las manos y nos besamos. No fue más que un juego. Isaac era aún más dulce. Me mimaba. Él se encontraba solo y yo también. Pero no se me pasaba por la cabeza abandonar a César. Un día, cuando dejó de besarme, me miró muy serio y comenzó a hablar:

  • Nunca he querido comentar esto contigo, pero te llevarías demasiado tiempo solo si yo no te acompañase. Ya sé cómo os conocisteis, lo que pasó con Antonio, como os unisteis otra vez. Te ha dado tiempo a contarme muchas cosas. Algunas veces la vida da unas vueltas muy raras, pero

  • ¿Pero qué? – le pregunté extrañado -.

  • No entiendo ahora que almorcemos nosotros dos juntos y convivamos por la tarde porque él está ocupado todo el día. No me hagas caso. A veces saco a relucir mi imaginación. En realidad ya me han dado varios palos y no los imaginé hasta un momento antes de recibirlos. Me encanta hablar contigo para que no te sientas solo y preparar luego la cena para los tres.

  • Cocinas muy bien – le dije -; me encanta. Así tampoco comes tú solo.

  • Sí, es verdad – contestó -, pero a mí ya no se me escapa una mirada. Yo era una piedra en bruto y me han tallado a base de golpes. No te molestes, pero creo que a César empiezo a estorbarle.

  • ¿Qué dices? – exclamé - ¡Está encantado contigo y tu comida y con tu presencia…!

  • ¡Qué cándido eres, Armando! – me sonrió -. Ahora ya no puede venir a almorzar ¿Te ha dado explicaciones?

  • No – contesté sin saber a dónde quería ir - ¿Es que debe dármelas?

  • No hace falta – me cogió la mano -; quizá algún día lo descubras tú mismo.

Me levanté nervioso y le dije que podíamos empezar a preparar la cena, que deseaba ponerle aquella noche a César un plato especial. No me sentí pesimista con las palabras de Isaac, sino que me dieron fuerzas para seguir amando con todo mi corazón a mi pareja.

Mientras preparábamos la cena, sonó mi teléfono. Yo estaba justo enfrente de Isaac que me miraba sonriente.

  • Sí, claro – dije por teléfono -. Lo entiendo. Vale. Hasta mañana.

La sonrisa de Isaac se quitó de su rostro y cogió un trozo de verdura para probarlo sin hacer ninguna pregunta.

Lo miré con tristeza y bebió un trago.

  • ¿Malas noticias? – preguntó -.

  • Esta noche no va a poder venir a cenar – le dije -; se quedará a dormir en casa de sus padres.

Hubo un largo silencio y volvió Isaac a tomar otro trozo de verdura y apuró su cerveza. Me miró balanceándose y me tomó por los hombros mirándome fijamente a los ojos:

  • ¡Tropezaste otra vez con la misma piedra!

No dije nada. Las ideas pasaban por mi cabeza yendo y viniendo del pasado. Sin pensarlo más, me fui hacia el dormitorio hablando a voces:

  • ¡Por favor, Isaac; voy a hacer las maletas! ¡Destruye esa comida o échale gusanos! ¡No voy a pagar otra vez los platos rotos!

Cuando salía arrastrando mis maletas, encontré a Isaac con las manos levantadas sosteniendo un atizador de chimenea que teníamos de adorno. Di un paso atrás: «¡Isaac!»

Se volvió hacia la mesa del comedor y comenzó a destruir con él toda la vajilla, tiró por los suelos los cubiertos, hizo trizas la cristalería y golpeó con todas sus fuerzas la mesa del comedor. Arrancó a pedazos la tela del sofá y clavó la punta afilada en el televisor. Se volvió hacia mí jadeando:

  • ¡Venga! – me pedía algo con la mano - ¡Dame tu móvil!

Saqué mi teléfono y se lo entregué. Lo abrió destruyéndolo y le quitó la tarjeta SIM.

  • ¡Mañana te compraré uno nuevo – dijo gritando -, pero dile adiós a tu agenda! Nunca más te van a localizar.

  • Pero… pero… - no sabía qué quería hacer -, nos encontrará ahí al lado; en tu casa.

  • ¡Nada de eso, tío! – dijo con seguridad -; tengo un sitio mejor que este para vivir, aunque esté más lejos del trabajo para ti y para mí. No voy a permitir que vuelvan a hacerte daño.