Cine para mayores
En la única sala de cine que había en el pueblo, iban a proyectar una película que protagonizaba Sophia Loren y en el cartel anunciaba que era para mayores de dieciocho años.
Estamos en pleno siglo XXI y para muchos de nosotros, este relato no nos parecerá excesivamente erótico, pero si fuéramos capaces de trasladarnos a los años 60 del siglo XX, quizás cambiásemos de opinión.
El protagonista de esta historia, en ese tiempo, todavía no había cumplido los dieciocho años y ardía en deseos de que llegara el día en que su carnet de identidad los testificara. Era importante llegar a tener esa edad para poder ser admitido en ciertos lugares, sin que te llamaran la atención o te impidiesen entrar. Al igual que le pasaba a nuestro joven, les pasaba a sus tres amigos más íntimos. El motivo más importante, de querer llegar a esa edad, era poder visualizar películas para mayores. En ese tiempo, en los carteles publicitarios indicaban claramente que películas eran autorizadas para todo el público o solamente para mayores de dieciocho años. Y bien se encargaban los porteros del cine, para que se cumpliera ese requisito a rajatabla. Pues bien, hay estaba este joven y sus amigos; en espera. Quizás había que matizar que para casi todos los jóvenes y no tan jóvenes, el cine, en esos años, era el principal pasatiempo, sobre todo los domingos.
Tras esta introducción, habrá que ir a los hechos. Y como no, el cine no es ajeno a esta narración. En la única sala de cine que había en el pueblo, iban a proyectar una película que protagonizaba Sophia Loren y en el cartel anunciaba que era para mayores de dieciocho años. No podía ser. Por el poco tiempo que les faltaba a estos jóvenes para cumplir los dieciocho años, no les podían impedir ver, en pantalla, a la mujer a la que dedicaban muchas de sus numerosas pajas. Decidieron probar a entrar.
Por descontado, no iban a presentarse ante los porteros para preguntarles si podían acceder a ver esa película, porque les mandarían a tomar por el culo. Planearon sacar las entradas y, por separado, ir mezclándose entre la gente que fuera a entrar. Después, con disimulo, ofrecer la entrada al portero para que la cortase y adentro. Fue nuestro protagonista el primero que probó. Sus amigos decidieron que tenía que ser él. Si no entraba éste, ya podían irse todos con viento fresco. Era el más alto y, por su fisonomía, el que más podía dar el pego de cumplir con la edad. El nerviosismo en el joven era patente, pero no tuvo problemas para entrar. Sí que no se libró de la mirada del portero, al igual que hacía a todos los que entraban, pero sin consecuencias. Los que no tuvieron la misma suerte fueron sus amigos. Al ver que uno a uno eran rechazados y por si acaso le relacionaban con ellos, se fue a los aseos y esperó a oír el último timbre, que anunciaba el inicio de la proyección. Entró en la sala con las luces apagadas y no esperó a que el acomodador indicara donde se podía sentar. La oscuridad impedía la visibilidad, pero a duras penas pudo distinguir un asiento libre y allí se dirigió a la velocidad del rayo. Respiró cuando se acomodó.
La película todavía no había comenzado y el NO-DO era lo que en ese momento se proyectaba en pantalla. Estaba deseoso de que diese fin al noticiario y comenzase lo que realmente había ido a ver. Al verse tranquilamente sentado, una maliciosa sonrisa fue la que dedicó a sus amigos. Los pobres, se habían quedado en la puerta con un palmo de narices.
Relajado, fue a colocar sus brazos a los apoyabrazos de la butaca. No tuvo problema en colocar el brazo izquierdo, porque a ese lado estaba el pasillo. Distinto fue cuando quiso apoyar su brazo derecho. Tropezó con el de la mujer que estaba a ese lado. No pudo distinguir su rostro, porque aparte de la poca visibilidad, una gran melena y unas gafas escondían su cara. Lo que sí apreció, fue que la mujer hizo un pequeño movimiento para dejar espacio y él poder colocar su brazo, pero no el suficiente para que no se rozaran entre ellos. Como era verano, ambos brazos estaban desnudos y el rozamiento era piel con piel.
Ni la mujer hizo mención por separar su brazo ni el joven tampoco. Así permanecieron un buen rato. Ese continuo roce no dejó al joven indiferente y su mente calenturienta comenzó a rumiar. ¿Era posible que esa mujer no notara el contacto? Con sumo cuidado, fui moviendo el brazo y el notaba claramente el suave roce con la piel de esa mujer. No le cabía duda, que ella también lo debía sentir. Alguna experiencia de este tipo había tenido con ciertas amigas que se sentaban junto a él en el cine, pero éstas enseguida retiraban sus brazos. Esta vez, era distinto, se encontraba al lado de una mujer desconocida que no rechazaba sus roces. Poco a poco fui animándose. Su brazo se iba extendiendo a lo largo del de esa mujer y ella no daba síntomas de reprobar su atrevimiento. Hasta que su mano chocó con la de ella. Y más que apartársela, se la ofreció para que él la cogiese. Ninguna palabra salía de la boca de esa mujer y él tampoco estaba por decir nada. Ni una mosca se oía en todo el cine. Todo el mundo tenía la mirada centrada en la pantalla. La vista del joven también, pero, ¿dónde se había quedado ese enorme deseo de admirar y quedarse embobado ante el soberbio cuerpo de Sophia Loren? solo en la vista, porque para su mente solo había un objetivo: por donde dirigir su mano. Y ésta, bien que respondía. Los movimientos que realizaba eran lentos, pero seguros. En ninguno de ellos encontró repulsa. Se desplazo hacia los muslos de esa mujer, encontrando la tela de su falda. No era muy larga y con suaves caricias fui desplazándosela, hasta que sus dedos abandonaron la tela y encontró una piel tersa y suave. Una piel que fue acariciando, de forma lenta y en círculos, hasta que tropezó con otra tela. Esta era fina y sedosa y no cabía duda que correspondía a las bragas de esa desconocida mujer. Mientras la mano del joven seguía con su exploración, en la pantalla del cine se desarrollaba una impresionante y escalofriante escena. La protagonista (interpretada por Sophia Loren) y su hija, eran violadas salvajemente en el interior de una iglesia, por unos soldados marroquíes. Si no era poca la excitación que tenía nuestro joven por todo su cuerpo, solo faltaba eso. Ya no fue un movimiento lento el de su mano, si no que con rapidez, se poso por encima de las bragas, donde se encontraba, no cabía duda, la zona más codiciada de esa mujer. Se disponía a palpársela con los dedos, cuando la mujer apretó sus muslos, atenazando e inmovilizando la mano del joven. Allí se acabó su aventura. Una de las manos de esa mujer se encargó de romper el encanto. Con un movimiento lento, sintió como le agarraba su mano, donde tan ricamente se hallaba, para retirársela y colocársela encima de sus pantalones. Más bien sobre su abultada polla, que estaba a punto de explotar. Bien podía esa mano haberse quedado allí, para que con tan solo un par de movimientos, hacer que el exaltado miembro del joven, se desfogara, pero no. Esa mano desapareció, no sin antes darle una palmadita como diciendo: “¡hala joven, ya has disfrutado bastante”.
Disfrutar, si que había disfrutado, pero no bastante, se había truncado al aparecer esa mano que lo descolocó. Se quedó como alelado sin saber que hacer. De buena gana hubiera salido pitando, pero tampoco era cuestión de abandonar el cine en ese momento. Inmóvil y con las dos manos apoyadas en su polla, esperando que se apaciguara, siguió con la vista al frente como si no hubiera pasado nada. Notaba como la mujer se movía en el asiento, pero fue incapaz de mirar. Pensó que se estaba preparando para marcharse rápidamente cuando acabase la película, pero se equivocaba. No pudo apreciar como la mujer escribía algo en un papel y que después, debidamente doblado, fue a parar a los pantalones de él. Si su mente la tenía bastante revuelta, ese papel la dejó más alborotada, si cabe. No se atrevió a desdoblarlo, aunque ardía en deseos de hacerlo y ver que indicaba esa hoja. La luz de la sala tampoco acompañaba y decidió esperar. Una espera que se le hizo eterna, aunque faltaba muy poco para que finalizase la película. Tomó la decisión de que nada más pusiera en pantalla la palabra fin, intentar largarse antes de que se encendieran las luces. No quería que esa mujer se quedara con su cara. Finalizar la película y salir pitando fue todo uno. Ya estaba fuera de la sala, cuando se encendieron las luces.
Lo que no hizo fue salir del cine. El lugar al que dirigió, fue al aseo. Aparte, de que no quería que sus amigos vieran que era el primero en salir del local, tenía otros dos motivos: primero, porque a su dolor de huevos se le había unido unas ganas tremendas de deshogar la vejiga y segundo, desdoblar ese papel y ver que indicaba.
Era tal el nerviosismo que tenía el joven por enterarse que ponía en esa nota, que casi se mea en los pantalones antes de leerla.
“ Ven a esta dirección mañana a partir de las seis de la tarde .
Calle de los Templarios, 27 ático”
Se quedó pasmado. Si le pinchan, no le sacan una sola gota de sangre. No sabía como interpretar esa nota, hasta que pensó que mejor era guardarla en el bolsillo y leerla con tranquilidad.
Fue de los últimos en abandonar el cine y como esperaba, allí estaban sus amigos.
-¡Joder, macho! Por poco no sales. A ver, cuenta, cuenta, que estamos impacientes.
¿Qué les contaba, que apenas se había enterado de la película porque había estado enfrascado en algo más importante? Eso no les iba a decir ni de coña. Se las compuso como pudo y contándoles la escena en que madre e hija son violadas por los soldados marroquíes, ya tuvieron bastante para dar rienda suelta a su imaginación. La suya estaba en otra parte.
Esa noche no pudo dormir. Ni la paja monumental que dedicó a esa mujer desconocida, sirvió para que conciliara el sueño. ¿Qué iba a hacer al día siguiente? –se preguntaba-. ¿Iría a esa dirección?, ¿no iría? Un sinfín de preguntas se hacía sin hallar respuesta. No tenía claro que pretendía esa mujer de él. ¿Querría que siguiera acariciándola a partir de donde ella había puesto fin a su manoseo? La cabeza le daba vueltas y vueltas hasta que por fin se quedó dormido. Ahí no acabó su devaneo. Se acercaban las seis de la tarde del día siguiente y no acababa de decidirse. Dos voces se encargaban de agitar su mente. Una le decía que se dejara de pamplinas y fuese sin más, y la otra, le decía que igual era una encerrona y se encontraba con algo inesperado. Aunque tarde, porque eran cerca de las siete, decidió ir.
Quedarse de piedra es decir poco de cómo se quedó, cuando después de llamar con el puño a ese ático, se abrió la puerta, apareciendo una mujer que era por él conocida.
-Hola, Juan –dijo la mujer sonriendo- pasa.
Al quedarse inmóvil en la puerta, le preguntó:
-¿No vas a querer entrar?
¡Joder! –pensó- ¿Esa era la mujer del cine? ¿Dónde estaba la melena y las gafas que pudo distinguir? Esa mujer tenía el pelo recogido, no llevaba gafas y además, la conocía. ¿Cómo no la iba a conocer? Vivía en su barrio y era conocida por él y sus amigos por “la bella viuda”. Además, era la única mujer que le llamaba verdaderamente la atención y algunas de sus pajas, eran dedicadas a ese cuerpo tan espectacular. Le hubiera gustado, en algún momento, poder dirigirse a ella, pero era mujer muy reservada y no daba pie a que la gente se relacionara con ella.
Aparte de lo sorprendente de encontrarla en ese ático, que estaba bastante apartado del barrio donde vivían, le extraño que supiera su nombre.
-Anda, pasa –volvió a decirle-. Con lo atrevido que fuiste ayer y hoy te haces el cohibido.
Una vez dentro, casi balbuceando le dijo:
-Es que…, es que… Yo no sabía que era usted.
-Yo sí supe que eras tú –le contestó-. Y no me trates de usted, no soy tan vieja. Llámame tan solo Carmen.
Vieja no era, seguro, pero, ¡hostias! –se dijo-. ¿Por qué sabiendo que era él, le dejó que la sobara? No se lo podía creer. Como tampoco se podía creer donde se encontraba. Más que un piso, parecía una galería de arte. Cuadros por todas las partes y un par de caballetes, llenaban todo ese ático.
-Te preguntarás que si sabía quien eras, por qué te dejé que me manosearas. Tiene una fácil explicación, la suerte me acompaño de que te sentaras a mi lado y fue sencillo el provocarte para que te lanzaras. Ten en cuenta que un hombre llega a una mujer, si ella quiere o si se lo propone. A no ser como los moros de la película de ayer, que llegaron a madre e hija violándolas.
-No te entiendo –contestó, desconcertado.
Bueno, algo sí que entendía. Por lo que decía la mujer, o Carmen, ya que ese era su nombre, Juan había sido un ingenuo que se había dejado llevar por su calentura mental y en realidad fue ella la que le incitó a manosearla. Pero faltaba el saber por qué. Una de las preguntas que se hizo, antes de llegar a la dirección que ponía en la nota, ya estaba resuelta. La mujer desconocida, no lo era tanto. Aunque nunca se hubiera podido imaginar que se trataba de “la bella viuda”. Lo cierto era, que ésta; con melena o sin melena; con gafas o sin ellas, estaba buena a rabiar. Solo le faltaba por resolver otra de las preguntas que se hacía, y no era otra que saber el motivo por lo que le había citado allí. Porque, al parecer, no era para que siguiera sobándola.
-Siéntate donde puedas, que enseguida te lo explico para que me entiendas. Mientras, voy a preparar algo fresco que aquí hace bastante calor.
El calor, Juan ni lo sentía. Lo que si seguía sintiendo eran las aceleradas pulsaciones de su corazón, que no habían disminuido desde la entrada a ese ático. Y es que no era para menos, viendo a esa mujer. Decir que estaba buena, era poco. Nuca la había visto tan cerca y menos con la ropa que llevaba. Una bata blanca muy corta con algún botón desabrochado, era todo su atuendo. No sabía si debajo de esa bata llevaría bragas, pero lo que sí intuía era que no llevaba sujetador. ¿Estaba vestida así para provocarle de nuevo? Le había mandado sentarse y no sabía dónde; todo estaba lleno de utensilios de pintura. Al final, divisó un sillón de dos plazas que lo tapaban unos lienzos. Los retiró con cuidado y se sentó. No tardó en llegar Carmen con una bandeja, en la que llevaba unos vasos con refrescos y unas galletas.
-Acércame ese taburete para colocar la bandeja –le dijo.
Acercó el taburete y pudo comprobar, al agacharse para apoyar la bandeja, que efectivamente no llevaba sujetador. Se veía como afloraban, debajo de la bata, dos impresionantes y hermosos pechos.
-Me vas a perdonar que no te pueda ofrecer otra cosa, porque esto es todo lo que tengo aquí. Como no sabía si en realidad ibas a venir, no he preparado nada –dijo al sentarse a su lado.
-¿Qué te parece mi estudio? –continuó diciendo, después de casi obligar a Juan a que bebiera del vaso y tomara alguna galleta-. Bueno, en realidad era de mi marido y era él el que pintaba aquí por afición. Yo voy a intentar seguir con ese pasatiempo.
¿Qué le iba a responder? Juan, nunca había visto un estudio de pintura y más pendiente estaba de los movimientos de Carmen que de otra cosa. A pesar que el refresco le había calmado algo, seguía sintiéndose nervioso. El hecho de que hubiera la posibilidad de reanudar, donde había quedado su mano en el cine, parecía que estaba lejos de poder cumplirse. Pero entonces, que coño pintaba allí. Y nunca mejor dicho en ese estudio de pintura.
-Bien, te voy a sacar de dudas –dijo Carmen, como leyéndole el pensamiento-. Como te decía, voy a seguir con la afición de mi marido, pero necesito practicar. Antes de casarme, dibujaba y también solía pintar, pero lo dejé. Recuerdo que un profesor me dijo: “llegas a dominar el dibujo, si eres capaz de saber plasmar las dimensiones y proporciones del cuerpo humano”. Y aquí entras tú. Quisiera que me sirvieras de modelo.
“¡Hala…!, ¡a tomar por el culo! –pensó Juan-. ¿Eso era lo que buscaba de mí?”
-Yo… Yo no sirvo para eso –respondió, por decir algo.
-Ya lo creo que sirves. Ya te tenía visto de antes, pero más me fijé, cuando estabas en el río bañándote con tus amigos. Tienes un cuerpo perfecto para posar.
“¡Vaya! –se dijo-. Se había fijado en mí, pero con la única pretensión de que posara para ella. Si era eso lo que pretendía, ¿por qué no me lo pidió de palabra y no ponerme caliente para que acudiera allí para pedírselo?”. Dio gracias a que era discreto y no se había ido de la lengua. Si les hubiera contado a sus amigos su hazaña en el cine y supieran como acababa su aventura, sus risas se oirían hasta en la China.
En verdad, parecía que Carmen leyera los pensamientos de Juan. Sin dar lugar a que él le hiciera algún comentario, le dijo:
-Ya se que hubiera sido más correcto, en lugar de la manera que te he hecho venir, haber hablado contigo, pero no quería abordarte en la calle sin saber como ibas a reaccionar. Mejor ha sido así. Además, creo que te gustó tocarme. Y si te sirve de algo, también a mí me agradó. Por cierto, ¿sabe alguien que has venido aquí?
-No, desde luego que no –respondió rápidamente.
-Buen chico, sabía que podía confiar en ti. Ya sabes que la gente es muy chismosa y no quisiera perjudicarte. Bastante tienen conmigo diciendo que no he guardado el luto debido y unas cuantas cosas más. ¡Qué sabrá esa gente! Bueno, no nos pongamos melodramáticos. Estás aquí conmigo y eso es lo que me importa.
Dichas esas palabras, lo que siguió ya empezó a gustar a Juan. Carmen agarró sus dos manos con fuerza y le plasmó un sonoro beso en la mejilla.
-¿Sabes que aparte de tener un bonito cuerpo, eres muy guapo? Debes tener a las chicas loquitas por ti.
“Mejor sería que tuviera loca a ella” –pensó Juan. Estaba comenzando a sentirse cómodo y esa mujer aparte de atraerle como un imán, le daba la sensación que le trasmitía confianza y eso le hacía tener más seguridad. Y como si fuera un juego de ping-pong, le devolvió la pelota.
-Tú si que eres bella -le dijo-, y además, ni te imaginas la cantidad de hombres que te desean.
Una sonrisa pícara apareció en el rostro de Carmen y sin rubor le preguntó:
-¿Y tú, Juan, me deseas?
La pregunta le cogió de sorpresa. Estaba visto que no podía jugar con ella. Esa sonrisa maliciosa denotaba que ella tenía más tablas y era difícil ganarle la partida con palabras. De algo que no carecía él era de impetuosidad y echó mano de ella. En lugar de responder con palabras, se lanzó hacia Carmen y le dio un beso en la boca. Ese beso fue visto y no visto, porque ella le cogió con sus manos la cara y la separó de la suya. Sin apartar sus manos, le miró a los ojos durante unos segundos, para después ser ella la que acercó su boca a la de Juan, propinándome un beso como nunca había recibido. Tampoco había recibido tantos. Besos fugaces con chicas a las que alguien le decía: “a fulanita le gustas”. Él aprovechaba para ver hasta donde llegaba lo de gustar, pero poca cosa lograba. Tampoco se podía quejar, para los años que corrían.
A Carmen le gustaba tener los labios junto a los de Juan. Hacía más de dos años que su boca no se unía a la de ningún hombre, aunque no dudaba que a más de uno le encantaría. Tenía tan solo veintinueve años y aparte de ser una mujer de bandera, el hecho de ser viuda, todavía acrecentaba más en los hombres el querer acercase a ella y poder conseguirla. Pero ninguno había logrado sus propósitos y ni ella se había prestado. Con Juan era distinto. Lo veía tierno, dulce y como no, con un cuerpo de hombre envidiable. Todavía no se le había ido de la cabeza la imagen de Juan cuando lo vio en el río, con solo puesto el bañador. Y tampoco se podía creer que la casualidad, el azar o el destino, lo llevaran ese día al cine y se colocase a su lado. Lo demás fue fácil. Lo que le resultaba difícil de creer, es que Juan no se diese cuenta de que era ella. Sabía que no era ajena a sus miradas cuando la veía por la calle y pensó que al tenerla cerca, no quiso desaprovechar la ocasión. Bien, era igual, lo tenía allí. Sabía que era mucho más joven que ella, pero tampoco le haría hacer algo, que él no quisiera. Por la manera de comportarse al preguntarle si la deseaba, era evidente que sí, pero quería saber si estaba dispuesto a poseerla. Ella lo estaba deseando.
-¿Has tenido relaciones sexuales con alguna mujer? –le preguntó.
-No –respondió Juan, tímidamente.
-¿Quieres tenerlas conmigo?
¿Qué iba a responder Juan? ¿Qué echar el primer polvo de sui vida con ella, era lo más grandioso que le podía pasar?
Su cara era un poema y no acertaba a dar la respuesta adecuada. Solo balbuceaba, pero estaba claro que lo deseaba. Así que Carmen tomó la iniciativa.
-Tranquilo, Juan, tú me gustas y va ha ser bonito que sea yo la mujer que rompa tu virginidad. Solo déjate llevar, pero sin nerviosismo.
Y se dejó llevar. Una estancia pequeña al lado del salón, en la que había una cama de acorde con la habitación, fue el destino de la pareja. Allí Juan flipaba cuando vio a Carmen desnuda. “¡Madre, que mujer!” –se dijo. Ni en las revistas francesas, que llegaban a sus manos, había visto cosa igual. Se asemejaba a una diosa. El pelo recogido pasó a mejor vida y esa melena que a duras penas pudo observar en el cine, aparecía ante él acompañada de una cara hermosa, sin gafas y de un cuerpo descomunal. Carmen le dejó que la observara y le preguntó:
-¿Te gusto?
¿Qué si le gustaba? Esta vez no se le trabó la lengua para decirle:
-Eres la mujer más bella que he visto en mi vida.
-¿No te parezco un poco mayor?
Mayor, mayor le parecía a Juan su madre, pero ella no tenía ningún parecido, más bien era la mujer con la que no le importaría pasar el resto de sus días.
-Me pareces la mujer ideal para mí y si tú me enseñas, puedo llegar a ser el hombre de tu vida.
Una carcajada resonó en la garganta de Carmen, para después decir:
-Anda ven, que menudo pillo estás hecho.
Hay ciertas cosas que con un buen maestro, en este caso maestra, se aprenden enseguida y Juan era un alumno muy aplicado. Después de enseñarle a besar y notar con sus caricias como se le erizaba la piel, llegó el momento de corresponder a sus enseñanzas. Carmen le obsequió una sonrisa y un nuevo beso, cuando sintió que sus caricias comenzaron por donde ella había puesto freno en el cine. Había una diferencia. No había bragas y la mano de Juan se posó en la vulva de Carmen, acariciándola suavemente. Un dedo quiso introducir en su conducto vaginal, pero ella dio un respingo.
-Muy suave, Juan, muy suave. Hace más de dos años que no recibo nada por ahí y se nota. Si no te importa, puedes utilizar tu boca para excitar mi vagina.
¿Qué le iba a importar? Esto para Juan era algo apoteósico. Según había oído, a muchos hombres casados, sus mujeres se negaban que les comieran el chocho y no les quedaba otro remedio que aguantarse. Mira por donde él no iba a ser uno de esos. Su boca, con mucho cuidado, encajó en el centro de su vulva y, con suavidad, su lengua fue separando esos finos pelitos que tapaban la entrada a ese conducto que, según decía Carmen, llevaba más de dos años sin explorar. Como si se tratara de un rico helado, la lengua de Juan fue deslizándose por esos labios genitales, tanto mayores como menores, hasta llegar al clítoris. Continuó con suaves lametazos e incluso se permitió realizar algunas succiones a ese clítoris maravilloso. La gozada y disfrute de ambos era espectacular. Juan porque no se creía que su boca estuviera saboreando y descubriendo los rincones de esa vulva, que se le antojaba como el mejor de los manjares, y Carmen, porque volvía a sentir el placer que hacía tiempo no había sentido. Se estremecía, ante las caricias que la lengua y la boca de Juan ejercían sobre su clítoris. La sequedad de su vagina pronto se fue lubricando y más que se lubrico.
-Ah…., ah…., ah…., aaaaaah… –fueron los sonidos que salían de la boca de Carmen, al alcanzar un fantástico orgasmo.
Después, no pudo por menos hacer que la boca de Juan abandonara su zona genital y se uniera a la suya para propinarle un beso apasionado. Con ese beso quiso agradecerle lo feliz que se sentía.
-Juan, eres…, eres…, mi vida. Estás haciendo que mi existencia tenga de nuevo sentido. No sabes la falta que me hacía.
Si para ella la vida volvía a tener sentido, para Juan empezaba. Se sentía el más afortunado de los mortales. Tenía ante él una mujer maravillosa, que encima le decía que era su vida. Alguien más se sentía eufórico y no era otro que el pene de Juan. Se encontraba en plenitud de su desarrollo y Carmen se fijó en él.
-Nos estamos olvidando de este pajarito y creo que necesita ir a su nido.
Lo abarcó con su mano y dirigiéndolo hacia su vagina, continuó:
-Este pajarito está muy crecido, pero tal como está ahora su nido, no tendrá problemas en albergarlo.
Juan estaba a punto de echar su primer polvo y con quien mejor que con esa mujer que era una verdadera Venus de carne y hueso. Se colocó entre las piernas de Carmen y después de ella apuntar el dilatado pene a su orificio vaginal, lo dejó libre para que el solito entrara en el nido. Le parecía imposible a Juan, que su abultado miembro pudiera introducirse por ese conducto. Con suavidad fui adentrándolo y no hubo problemas para que se adaptaba bien a sus paredes. Estaba como entre nubes, ante las continuas y repetidas envestidas que su acalorado pene ejercía sobre ese bien concebido nido. Cuando se dio cuenta, ya había bañado completamente con su semen, la guarida del pájaro. El sentir los gemidos de Carmen ante sus penetraciones y escuchar de su boca un grito de placer, hizo que se corriera sin remisión dentro de su vagina. Aunque era su primera vez, sabía lo de la marcha atrás para evitar embarazos, pero no le dio tiempo.
-Lo siento –dijo, una vez que su respiración se fue normalizando.
-¿Qué sientes, mi vida? –respondió Carmen sonriendo, a la vez que ponía sus dos manos en la cara de Juan y darle un beso.
A Juan le daba la sensación que al único que le preocupaba el haber llenado de semen su vagina, era a él.
-¿No te inquieta quedarte embarazada?
No le parecía que hubiera contado un chiste, pero una carcajada resonó en la habitación.
-¡Ay, mi niño! ¿Eso te preocupa? –dijo Carmen, si dejar de reír-. O sea, que no quieres ser padre.
Su risa y sus palabras desconcertaban a Juan. ¿Qué le decía?: ¿qué era muy joven para ser padre? o ¿qué con ella no le importaba? En verdad, no sabía lo que le pasaba con esa mujer, pero parecía que ejercía un imán sobre él. Ya lo ejerció en el cine sin saber que era ella y en esos momentos que ya lo sabía, le tenía como hipnotizado. ¿Se había enamorado locamente de ella? Lo cierto era que ninguna chica le había atraído tanto, claro, que tampoco con ninguna había llegado a follar. Pero aparte de eso, que de por sí era lo suficiente importante, antes de brindarle Carmen hacer el amor con ella, ya le tenía encandilado. Pero ella, ¿qué sentía hacia él? En el cine le había dejado tocarla, pero al parecer, con el único fin de que acudiera a su estudio. En ese momento ya sabía por qué lo había hecho y se preguntaba: ¿le había dejado también que la follara para que solo aceptase posar para ella? Quería saber ya, que significaba para ella y no se le ocurrió otra cosa que preguntarle:
-¿A ti no te importaría que yo fuera ese padre?
La cara de Carmen cambió de expresión, se tornó seria
-Mira, Juan, me gustas mucho y me estás haciendo muy feliz, pero eres muy joven para que te complique la vida y no te preocupes, que no voy a quedarme embarazada. Con mi marido controlaba los días que no era fértil y hoy es uno de esos días.
Despejada esa incógnita, Juan no sabía si en verdad le hubiera gustado que se quedara embarazada para ser más suyo. Cada vez estaba más convencido que Carmen era la mujer de sus sueños y no era por una calentura o un antojo de juventud. Estaba a punto de cumplir los dieciocho años y todavía le faltaba tres para oficialmente ser mayor de edad, pero eso no le privaba que tuviera claro lo que quería. Era verdad, que no tenía la mayoría de edad, pero tanto en el aspecto corporal como en sus decisiones, más se asemejaba a una persona adulta que a las de un atolondrado joven.
-¿Y si te digo que no me complicas nada y que si tú me aceptas, puedo seguir haciéndote feliz? Y no me digas que el ser más joven que tú, es un impedimento.
-No se trata que yo te acepte, y no debieras ponerlo en duda. Por si no lo sabes, salvo a mi marido, no me he entregado a nadie y ni tan siquiera he dejado que me tocasen, salvo tú. Tampoco me importa que seas más joven que yo, pero no pasará mucho tiempo en que te cansarás de mí y buscarás otra más joven.
-Eso está por ver y lo que quiero hoy y ahora, es ser tuyo para siempre.
Carmen iba a decirle algo, pero Juan no la dejó. Su boca tapó la de ella y se fundieron en un ardiente y apasionado beso. Las enseñanzas habían terminado y no hizo falta indicar al pajarito de Juan donde estaba su nido, ni tampoco donde debería descargar su simiente.
Por supuesto que no hubo marcha atrás, ni la hubo en las ininterrumpidas incursiones o penetraciones del pajarito a su albergue. Y como no, tanto en días infértiles como fértiles. Para muestra: los tres hijos que, en pocos años, tienen el gusto y placer de compartir los dos, Carmen y Juan.