Cinco millones

Un seminarista afortunado.

Cinco millones

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Un seminarista afortunado.

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Mi nombre es Juan Antonio Cortés y estaba a punto de ser ordenado sacerdote. Seminarista desde hace cuatro años, me quedaban pocos meses para alcanzar la gracia de Dios y ser ordenado sacerdote, pero los acontecimientos se trastocaron y perdí la fe. O quizás nunca la tuve. Todo comenzó, o se precipitó, por un compañero de seminario, Pedro. Una tarde, cuando salí de la ducha, no me cubrí con la toalla y caminé desnudo hasta donde estaban mis ropas, atravesando las demás duchas. Me creía solo y cuando Pedro salió de las duchas y me vio desnudo comentó lo grande que tenía el miembro.

–Juan, con ese instrumento no llegarás nunca al sacerdocio, es gigante, bestial, una aberración corporal que te va a impedir tener los sesos y la fe en su justo sitio.

Sonreí con la broma y miré mi pene. El ambiente estaba lleno de vaho y la temperatura era agradable. Mi miembro estaba fláccido pero hinchado y era tan grande como mi mano. El vello púbico, espeso y rizado, que aún tenía atrapado entre sí gotas de agua, cubría la base de mi entrepierna hasta llegar a mi pecho. Pedro me miraba de soslayo el cuerpo desnudo, mientras se vestía con rapidez.

–Tápate, por favor. Me haces sentir incómodo –dijo en voz baja. Noté como, bajo sus calzoncillos, un bulto iba creciendo.

Al día siguiente, Francisco, nuestro profesor de Teología y ayudante del director del seminario, me llamó a su despacho antes de las clases. Francisco era un cuarentón de cara alargada, coronilla hendida y pelada y piel cetrina chupada al hueso. Tenía unas gafas de montura casi circulares, de un grosor fino, y casi siempre sucias. El cristal estaba siempre translúcido. Yo me maravillaba con frecuencia de que pudiese distinguir detalles a través de aquella suciedad y cuando un día se lo comenté:

–Estas gafas pertenecieron a mi abuelo. No tienen dioptrías, el cristal es liso. La suciedad que tiñe mi visión atenúa la suciedad que veo en el mundo.

Don Francisco me invitó con un gesto de la mano a sentarme enfrente de su mesa. Luego, juntó las manos y empezó a frotárselas como una mosca las patas.

–Me han contado, hermano –para él todos éramos hermanos, y me gustaba cómo sonaba. Me sentía muy acogido– que te has estado… bueno, es embarazoso. Me han dicho tus compañeros que te has exhibido de forma erótica y que has dado rienda suelta a tu fogosidad juvenil.

–No entiendo de qué me habla, don Francisco –dije. Ya había olvidado el suceso de la tarde anterior.

–Un compañero tuyo te ha oído masturbarte en las duchas, Juan.

Sentí escalofríos y las orejas se me inflamaron.

–No es nada serio –continuó–, y prefiero tus descargas juveniles a… –cruzaba y entrecruzaba los dedos encima de la mesa, estaba muy nervioso y me miraba de reojo, por encima de las gafas– otro tipo de descargas, ya me entiendes, con todo lo que se va contando ahora de los curas y esas cosas sin sentido. Pero entiende que esto no es un buen comienzo, aquí se forjan los futuros sacerdotes, los rebaños del Señor no pueden ser guiados por alguien con esas ideas, ¿me entiendes, verdad, Juan?

–Es una calumnia, don Francisco, ni yo me he masturbado ni tengo esas ideas que comenta, por favor

–Me lo han confirmado varios hermanos, Juan, no mientas.

–Pero

–Si lo deseas, podemos hablar de esto en el confesionario.

–No es necesario, don Francisco, yo le aseguro

–El confesionario sería una excelente forma de mostrar tus sentimientos –me cortó de nuevo. Supe de manera certera que sabía más de mis tocamientos que incluso yo mismo. Era una tarea en vano el mentirle.

–Y también para afianzar tu arrepentimiento –añadió fijando sus ojos en los míos tras las gafas de cristal desleído.

Callé. Don Francisco tenía las palmas de las manos sobre la mesa, abiertas hacia mí, y me miraba a los ojos, con ganas de zanjar este asunto de la forma más limpia y rápida posible.

Respiré fuerte y le agradecí el ofrecimiento.

Era cierto que me había masturbado. A veces. Pero era algo muy esporádico. Al entrar en el seminario tenía dudas y estaba terminando la adolescencia. Había tonteado con varias chicas y había conseguido besos que me habían prometido caricias mejores, pero nada había cuajado. Los recuerdos y aquellos momentos que rememoraba a veces, cuando el deseo me dominaba, e imaginaba qué habría sucedido de llegar a acostarme con esas chicas, solían acabar enfriando mis deseos en las duchas o avivándolos en la intimidad del servicio. Era virgen a mis veintitrés años.

Pero si confirmaba lo que Don Francisco decía, mis palabras no podrían aseverar que aquello era ocasional, infrecuente. En modo alguno habitual.

Además, ¿qué tiene de malo masturbarse? Hacemos voto de castidad, pero somos humanos, hombres para nuestra desgracia. Tenemos impulsos sexuales, como todo el mundo, que nos envuelven y nos someten. Que nos zarandean como peleles y suponen un obstáculo a nuestro trabajo para con Dios. En mi caso era una forma de descargar mi ansiedad. Aunque muchas veces, frustrado y lleno de remordimientos, había dudado de mi vocación, había perseverado en mi determinación hacia el sacerdocio.

Salí del despacho de don Francisco y le prometí confesarme lo antes posible.

Me tumbé en la cama y medité porqué me estaba sucediendo esto. Al instante recordé la broma de Pedro. Seguramente me habría visto esos primeros días y ahora, al ver mi miembro, pensaría que había aumentado de tamaño debido a que me masturbaba a diario o con más frecuencia incluso. O quizás quería desquitarse por envidia del tamaño de mi miembro.

–¿Qué tonterías estoy pensando? –me pregunté extrañado.

Pero durante los siguientes días fue peor. Sentía mi sexo presente a todas horas, durante las lecciones, en la capilla, en las oraciones, en las horas de estudio, en los deportes.

No podía dejar de darle vueltas y más vueltas y una noche, de madrugada, aún despierto y con ello en mente, no pude reprimirme y corrí hasta el servicio. Había estado fantaseando con la idea de acostarme con mi última novia, una chica llamada Verónica, que en mis recuerdos, mezclados con mi alocada imaginación, tenía una mirada libidinosa y unos pechos hinchados y provocativos que gustaba de enseñar.

Sucedió pocos meses antes de entrar en el seminario, recién cumplidos los dieciséis. Habíamos quedado esa tarde para ver una película en el cine, pero cuando vimos la fila de gente que había para comprar la entrada y que se prolongaba hasta el final de la manzana, optamos por sentarnos en un banco de un parque que había enfrente del cine. Justo antes de sentarnos, un viejecillo se sentó en medio del banco y nos miró con una sonrisa de indulgencia pero también de vanidad, tenía todo el banco para él solo. Nos internamos entre unos árboles y llegamos a una pendiente, en un pequeño claro a la ribera del río, oculto parcialmente de la vista ajena, y nos tumbamos en la hierba; un césped ignorante de los cuidados de los jardineros crecía salvaje y lujurioso. La hierba nos ofrecía un remedo de lecho y nos besamos con fruición sin contemplaciones. La desabotoné un botón de su blusa e interné una mano dentro agarrando una teta cálida y mullida cuyo pezón estaba tieso bajo la tela del sostén. Verónica, para corresponderme, metió la mano bajo mi camiseta y me pellizcó las tetillas. Continuábamos magreándonos sin separar nuestros labios, hasta que decidí que podía aspirar a más. Deslicé la otra mano bajo su falda siguiendo la piel tersa de su muslo y dio un respingo cuando mis dedos llegaron a las bragas. Seguí la costura exterior de la prenda hasta el pubis donde encontré varios pelos rizados que habían escapado a la protección de la prenda o que, quizás, me daban la bienvenida a un mundo oscuro, inexplorado y caluroso. Verónica gimió débilmente y se revolvió para permitirme un mejor acceso a sus interioridades. Notaba bajo sus bragas su sexo humedecerse. Pellizqué la carne de los labios entre el mullido vello y distinguí un sonido de rezumar fluido. Verónica gimió y me pellizcó con fuerza el pezón. Luego, supongo que por la vergüenza de estar a la vista de cualquier mirón o quizás porque la estaba dirigiendo a un camino sin retorno, apartó mi mano y se separó de mí. Me dio un beso en la mejilla y después de abotonarse la blusa y limpiarse la falda de hierba, se marchó, sin decir una palabra. El sabor de sus labios persistió unos segundos más en mi boca. Olí los dedos que la habían hecho gemir y sólo encontré un ligero rastro salado de su femineidad que también remitió a los pocos segundos.

Corrí rápido, de puntillas, hasta los servicios del seminario.

Las luces del fluorescente parpadearon al dar la luz e iluminaron el servicio con luz fría y azulada, reverberando en los azulejos amarillentos que tapizaban las paredes.

Me bajé el pantalón del pijama arremangándome la camiseta frente al espejo del lavabo. Casi nunca me miraba al espejo, y menos mi entrepierna. No recordaba estar tan delgado, las costillas se marcaban como las espinas de un pescado en mi torso. Tenía los hombros ligeramente caídos y las tetillas estaban erectas, puntiagudas. Un vello negro las rodeaba formando una espiral alrededor del pezón. Mi pene estaba erguido e igualaba mi antebrazo en longitud, teniendo unos dos dedos de anchura. Venas gruesas y oscuras lo surcaban como lombrices haciendo eses y el glande asomaba por el prepucio retraído. Los testículos, ocultos bajo un mullido matojo de pelo enmarañado, se revolvían inquietos en el escroto. Retiré la piel hacia abajo descubriendo el glande haciendo aflorar una gota de fluido viscoso y transparente, mensajero de mi ardor, y un escalofrío me recorrió la espalda con ese único gesto, temblando de excitación.

Podía contenerme, darme una ducha fría, vestirme y volverme a dormir. Olvidarme de todo ello.

Sin embargo, comencé a estimular mi pene. Me hicieron falta unos pocos vaivenes para alcanzar el orgasmo. Un latigazo de placer me recorrió los testículos y las nalgas, llevándose por delante todo mi autocontrol y mi fe. Ahogué un grito de gozo mordiéndome el labio inferior y eyaculé varios chorros de esperma que impactaron sobre el cristal. Los goterones translúcidos y lechosos se deslizaron por la superficie del espejo dejando grumos espesos como un caracol y cayeron sobre los grifos y el lavabo. Solo veía mi reflejo jadeante y extasiado en el espejo deformado por los fluidos goteantes. Aun sostenía mi pene envolviéndolo entre mis dedos y los últimos chorros de semen que manaban en reguerillo se colaban entre ellos, pegajosos. Sonreía sintiendo el corazón bombear cálida sangre por todo mi cuerpo y, entonces, comprendí que aquel simple acto, el de gozar del sexo, era tan gratificante y tan incompatible con mi inminente bautismo sacerdotal que no podía esconderlo ni negarlo.

Limpié como pude mi miembro y lo que había ensuciado con papel higiénico, sin mucho éxito, y después de asearme caminé hasta la capilla. Estaba solo y afuera sólo se escuchan, lejanos, los ruidos de la ciudad con sus coches y las sirenas de la policía. Recé varias veces buscando consuelo y ayuda a mis pensamientos.

Al día siguiente hablé con don Francisco de mi salida del seminario.

Le dolió a él más que a mí.

–He comprendido, don Francisco, que Dios, en su misericordia, podrá perdonarme todas mis faltas, las pasadas y las futuras, pero no habrá arrepentimiento.

Y así, un martes caluroso de Mayo, me despedí de mis compañeros y salí del seminario.

Mis padres habían fallecido hacía tiempo, cuando contaba diez años, en un accidente de tráfico y sólo me quedaba una tía con la que viví hasta mi entrada en el seminario. La última vez que supe de ella se había mudado a Florida, en los Estados Unidos. Muy lejos de donde me encontraba ahora. Además no hablaba con ella desde mi entrada en el sacerdocio, algo que no la gustó nunca. Aún recuerdo la rabia contenida que desdibujó su rostro cuando se lo conté. Leyó mi solicitud con desgana. Era mayor de edad, no necesitaba su consentimiento, pero sí su apoyo, palabras de ánimo.

Le retiré el papel de las manos antes de que lo rompiera. Esa era su intención, según me dijo la última vez que hablé con ella.

Sentado en la parada del autobús, con una maleta de un negro desleído donde conservaba mis únicas prendas (dos mudas de ropa interior y varios pantalones, camisas y jerséis) y una biblia entre mis manos, no se me ocurrió mejor idea mientras esperaba un autobús, que ignoraba dónde me llevaría aunque deseaba que lejos del seminario, que comprar un boleto de lotería. Uno de esos de rasca y gana. El dependiente, un hombre de baja estatura, como luego comprobé, y con arrugas que surcaban su mentón me miró con curiosidad y me sonrió mostrando una dentadura casi inexistente.

Rasqué con indolencia los círculos grises y luego el premio.

Cinco millones de euros. Extrañado ante lo que creía era una broma se lo enseñe al dependiente de la casetilla de la ONDE.

–¡Dios mío, chico, que te ha tocado! –Gritó alborozado– ¡que eres millonario, chaval, que eres millonario! –botaba sobre un taburete en la minúscula casetilla donde temblaban las paredes, tirando todos los boletos al suelo mientras agitaba los brazos y reía.

Salió de la casetilla y me abrazó emocionado. Le pregunté que había que hacer para cobrarlo.

Sonrió. Bajó las persianas de su puesto de trabajo y colocó un cartelito en la ventanilla de "Cerrado". Me acompañó hasta la delegación provincial de la ONDE. Caminaba con una cojera pronunciable, que en aquellas circunstancias se tornaba cómica, y se agarraba a mi brazo mientras reía y hablaba sin parar.

–Es mi primer gran premio, ¿sabes? –repetía–. Esto atraerá más personas hasta mi caseta de las que he visto en todos mis años juntos.

–Ya me invitarás a algo cuando cobres el premio, ¿no? –reía enseñando los pocos dientes que le quedaban.

–Claro que sí, y aunque no hubiese ganado ningún premio, también lo invitaría, –sonreía–, parece usted un buen hombre.

Rió de buena gana apretándome con sus dedos huesudos el brazo.

Cuando llegamos me comentó, en voz baja, que no podía acompañarme hasta adentro.

–Podrían pensar que estamos conchabados y, entonces, la desgracia podría envolver este precioso regalo que Dios nos ha dado.

–Amén –confirmé.

–Y no comentes nada de lo que hemos hablado ni de que te he acompañado, ni nada. Tú no me conoces –dijo echando a andar de vuelta a su casetilla.

Viéndolo alejarse, con evidentes esfuerzos para mantener el equilibrio, ya no me pareció cómico su andar.

Dentro de la oficina me hicieron pasar a un cubículo formada por tres tableros azules que me llegaban al cuello, rodeado de muchas mesas con oficinistas y muchos ordenadores. Me invitaron a sentarme en una silla, y dejé la maleta a mi lado, mientras varias personas miraban el boleto otras tantas veces. Murmullos y voces que se alzaban entre ellos iban propagando la noticia. Me preguntaron dónde lo había comprado y cuándo y siguieron mirándolo, ahora con una lupa a la luz de una lámpara. Luego, trajeron una máquina parecida a una fotocopiadora que descansaba sobre soporte con ruedas chirriantes. Se dedicaron a limpiar la capa de polvo que la cubría entera un rato y a quitar las etiquetas que tenía de precinto en varias esquinas y tapas. Parecieron hacer una fotocopia del boleto y varias personas miraron el resultado. Todas asentían con seriedad y me miraban de reojo murmurando, cuchicheando. En sus caras podía notar la misma mueca que Pedro en el seminario, envidia, quizás. Sorpresa, a lo mejor. Luego uno de ellos, con una barriga prominente y oscilante que le hacía de mensajero, vino hacia mí y me estrechó la mano.

–Es de verdad, enhorabuena. Disculpe todos estos cachivaches pero no sería la primera vez, ¿sabe?

Me invitó a pasar a una salita, donde me ofrecieron un puro que rechacé y una copa de champán que también decliné, pero que descorcharon de todas formas allí mismo, perdiéndose el corcho debajo del sofá.

Una directora de banco, Belinda Contreras, como luego supe más tarde, se acercó a mí mientras esperaba, después de haber recibido varias felicitaciones y estrechado la mano de casi toda la oficina. Se presentó, se sentó a mi lado en el sofá y me ofreció su entidad como mejor forma de canjear el premio.

Belinda tendría unos treinta años, llegando fácilmente a la cuarentena, y era menuda: no me llegaba a los hombros, pero transmitía la sensación de ser una mujer decidida, enérgica. Una cazoleta de pelo liso y negro como el betún enmarcaba una cara redonda donde destacaban unos ojos marrones acuosos pintados su contorno de oscuro, una nariz fina y alargada, algo torcida, y unos labios gruesos y coloreados de rojo sanguíneo. Vestía un traje gris claro con una falda lisa y algo estrecha que le llegaba a la mitad de los muslos, enfundados en unas medias oscuras y que terminaban en unas sandalias negras de tacón alto por donde asomaban unos dedos recatados. Debajo de la chaqueta que se desabrochó al sentarse, vestía una blusa ceñida y nacarada con los botones superiores desabrochados mostrando un escote donde se adivinaban unas tetas que temblaban pizpiretas cuando movía los brazos.

No entendí nada de lo que me contó a continuación respecto a fondos de inversión o cuentas bancarias mientras me sacaba papeles y folletos que iba colocando entre mis piernas, pero tenía siempre la biblia junto a mí y acariciaba el lomo del libro sagrado cuando sentía que me faltaban las entendederas. Belinda recibía frecuentes llamadas del teléfono móvil que interrumpían nuestra conversación (su monólogo, en realidad, porque yo asentía como un estúpido). Durante sus llamadas recitaba salmos y versículos en voz baja mientras iba firmando varios papeles que me tendía

–¿Eres sacerdote, Juan? –la familiaridad con que hablaba del dinero le había permitido tutearme desde el principio. Firmé el último papel y separó una copia que lo guardó en una carpeta. A su lado tenía otra donde iba guardando otra copia de cada contrato. Me la entregó con una sonrisa y un apretón de manos.

–Por poco. Acabo de salir del seminario, y aunque no puedo llamarme sacerdote, tengo presente mi amor por Dios en todo momento.

–Eso está bien, hay que tener hoy en día unas creencias donde apoyarse. Si no, puedes acabar como los descerebrados que pueblan hoy las calles.

Me invitó a comer y acepté, más que por las ganas de comer, por hablar con alguien.

Monté en su coche. Dejó la chaqueta en los asientos traseros y al sentarme noté un aroma a esencia de rosas que inundaba el interior del vehículo. Al sentarse en su asiento la falda se le arremangó y atisbé la carne blanca y desnuda de sus muslos acabado el elástico de las medias oscuras. Una provocación de su interior, una invitación de su cuerpo. Belinda se fijó en mi mirada y se bajó la falda sin demasiada rapidez.

–Perdona –dijo bajando la mirada, esbozando una sonrisa pudorosa y encantadora.

Me llevó hasta un restaurante en el centro de la ciudad. En el establecimiento también nos estaban esperando. Nos acompañaron a una mesa de dos sillas, algo alejada del resto de las demás. Retiré antes de que lo hiciera el camarero la silla de Belinda para que se acomodara en ella. Me miró con sorpresa.

–Gracias, Juan –dijo siguiéndome con la mirada mientras me sentaba yo.

El camarero tomó nota de nuestros platos y marchó.

–No esperaba que fueses tan galante, Juan, cosas así sólo se ven en las películas.

–Gracias –dije algo azorado. Belinda sonrió y ahora me tocó esbozar una sonrisa pudorosa. No sé si encantadora.

–¿Y dime, qué te hizo olvidar el camino de Dios?

Entrecerré las manos con fuerza debajo de la mesa apretándolas entre las piernas.

Sonó su móvil y simplemente, después de escuchar unos segundos, dijo "vale, hazlo".

–Bueno… no está bien mentir –respondí–, pero tampoco me siento cómodo contándolo –. No pensé que fuese correcto decir que había dejado el sacerdocio por unas irrefrenables pulsiones sexuales.

–Perdona –se disculpó Belinda posando su mano en mi servilleta–, tampoco tienes porqué contármelo. Sólo soy la directora del banco que acoge el monto de tu premio.

"Una directora de banco muy atractiva", pensé. Me froté las manos con más fuerza. Estaban sudorosas y calientes.

–Perdona que la pregunte lo de mi dinero –aquellas palabras, "mi dinero", me hicieron pensar en un sucio prestamista–, pero

Callé. No sabía cómo continuar. Su teléfono móvil sonó de nuevo, escuchó unos instantes y contestó a su interlocutor simplemente "sí", colgando después.

–Perdona por las llamadas, pero tengo que autorizar cada operación importante y realmente sin mí, el banco no podría seguir abierto. Supongo que ibas a decir que no entendiste nada de lo que te dije, ¿verdad? –preguntó Belinda retomando mi pregunta y sonriéndome.

–Bueno, algo sí que entendí –tampoco quería quedar como un pardillo–. Que a los dos nos irá bien, ¿no?

–Puedes darlo por seguro. Me acaban de comunicar que acabas de ganar en la bolsa unos quince mil euros, más o menos.

–El dinero llama al dinero –dije.

–Muy cierto. Te puedo asegurar que no te va a faltar.

Brindamos. El camarero nos trajo los platos en un carrito.

Mientras ella devoraba un filete de carne humeante con salsa y patatas fritas, yo me contenté con una ensalada frugal.

Su móvil sonaba cada poco y antes de descolgar sonreía disculpándose, limpiándose con la servilleta (que pocos rastros de su carmín había absorbido) y bebiendo un poco de vino para tragar rápido.

–Te he reservado una habitación en el hotel Zeuss, una suite mejor dicho, Juan. Cortesía del banco. Puedes quedarte allí el tiempo que desees.

–Es usted muy amable, Belinda.

Sonrió mientras una gota de salsa se le escurría de la comisura de los labios.

–Por favor, Juan, tutéame –dijo mientras se limpiaba y me cogía la mano, estirando el brazo a través de la mesa. Sus dedos cálidos y algo grasientos me hicieron levantar la vista de mi plato y fijarme de nuevo en sus ojos brillantes y acuosos. Intuía que su mirada demandaba, imploraba algo. "Eres tan bonita", pensé.

Cuando terminamos, pedimos el postre y nos retiraron los platos.

Belinda se desabrochó dos botones de la blusa y se abanicó el pecho con la servilleta mientras suspiraba.

–Lo siento, pero aquí dentro hace un calor pegajoso –dijo al ver posarse mi mirada en su escote. Sonreí avergonzado y ella me devolvió la sonrisa, permitiéndome posar la mirada sobre su piel cuanto quisiese. Desvié la mirada hacia las demás mesas, pero me era complicado no posar de reojo la mirada en el canalillo brillante que asomaba juguetón bajo la blusa. Los tirantes de un sujetador de color negro asomaban de vez en cuando al son de los vaivenes del abanico improvisado. Aquella carne turgente y expectante era un agujero negro para mis miradas dispersas. Belinda me sonreía, aparentando indiferencia hacia mis aspavientos visuales.

Volvió a sonar el móvil y esta vez la conversación duró unos minutos. Su sonrisa desapareció. Una sombra pareció abatir su mirada brillante y sus hombros cayeron, perdiendo aplomo.

–Era mi marido –dijo. Me fijé por primera vez en la alianza que tenía en su dedo. Me sorprendí notándome algo celoso. ¿Por qué tendría celos de la atención de una mujer casada? Sin embargo, aunque Belinda no era una mujer bella, tenía un atractivo al que me resultaba difícil sustraerme, sobre todo al sonreír y al mirarme con aquellos ojos húmedos y brillantes que me impedían desviar la mirada.

Después de la comida me llevó hasta el hotel donde también nos estaban esperando. Un botones cogió mi maleta y un hombre con gran barriga y la frente brillante, que se presentó como el director del hotel, me estrechó la mano, me felicitó por haber ganado el premio y nos invitó a subir al ascensor. Dentro del habitáculo volvió a felicitarme. Subimos hasta la última planta y caminamos por un pasillo alfombrado donde sólo había una puerta. Sacó una tarjeta de plástico del bolsillo y la introdujo en una ranura junto al marco. Luego me la tendió.

–Es la llave de su habitación.

Belinda me sonrió, agarrándome de la mano, mientras miraba la tarjeta extrañado por la novedad. En el seminario a veces nos ponían películas extranjeras sin doblar y en alguna vimos como los protagonistas entraban en la habitación del hotel utilizando una tarjeta parecida.

–Ya ves –dijo un compañero durante la película–. El tintinear de las llaves en bolsillo va a desaparecer.

Luego, en la película, recordaba que había una escena erótica en la que algunos carraspeamos y sonreíamos nerviosos. Ella no quería hacer el amor, pero él la tiró en la cama como un fardo y la rasgó la camiseta mostrando unos pechos vibrantes y manejables. La mayor parte de nosotros nunca habíamos visto el cuerpo de una mujer desnuda, y menos una escena de sexo (aunque solo se mostraron los pechos de la actriz en la escena, los movimientos y sus jadeos y gritos eran desgarradoramente turbadores) y yo sentí revolverse el pene hinchándoseme bajo los pantalones. Durante toda la escena, me removí en la silla, inquieto, con el cogote tieso y un calor en el cuerpo que fue difícil de atemperar.

Los cuatro entramos en la suite y el director comentó que era una habitación (en realidad una planta entera) reservada para unos pocos clientes, casi no se había usado. Una alfombra mullida tapizaba todo el suelo y las paredes estaban decoradas con cuadros y tapices de colores vivos y arrebatadores. Una cama de una altura considerable dominaba el dormitorio con un dosel de madera del que colgaba una muselina ambarina recogida en dobleces barrocos. Al fondo un balcón con las puertas entreabiertas dejaba asomar los ruidos del centro de la ciudad. Había empezado hacía poco a caer una lluvia fina que caldeaba aún más el ambiente y los pitidos de los coches y las sirenas se iban imponiendo al discurrir de la lluvia. Al lado de la cama había un escritorio de madera oscura y brillante. Un portátil descansaba sobre la superficie junto con varias cajas de teléfonos móviles.

Belinda me comentó que eran un obsequio del banco. Luego me mostraron el mini bar que estaba disimulado bajo una enorme tele que dominaba una escueta habitación con varios sofás mullidos y acogedores.

El director y el botones se marcharon estrechándome la mano y felicitándome de nuevo, indicándome que para cualquier petición llamase al teléfono y que intentarían satisfacerme por cualquier medio.

Belinda y yo quedamos solos. Se dio un paseo por la suite mirando las habitaciones y volvió a mi lado sonriéndome. Nos miramos a los ojos unos instantes y ella apartó la mirada sonriendo. Aquel gesto repetido me estaba volviendo loco. Deseaba con todas mis fuerzas poseerla.

Cerró la puerta al salir y me quedé solo. Mi maleta descansaba encima de la cama. Escuché una débil música de fondo cuando los coches, en un instante que duró poco, enmudecieron.

Alguien llamó a la puerta con dos golpes. Abrí y era Belinda. Tenía la mirada gacha. Se llevó un mechón de pelo, que le cubría la frente, detrás de la oreja. Subió la mirada hasta encontrar la mía. Respiraba fuerte y las aletas de su nariz torcida se dilataban y empequeñecían con furia. Agarraba el bolso de una mano y con la otra su chaqueta, inerte, como una bolsa de la compra. Me miraba a los ojos, sin pestañear, sin pronunciar palabra, y vi en ellos, por primera vez, miedo y un titilar de su brillo que parecía gritar a los cuatro vientos algo de atención.

Se abalanzó sobre mí y me besó en los labios, abrazándome y cerrando la puerta tras de sí con una patada.

Su lengua abrió mi boca y aleteó en mi interior. No pude evitar excitarme al sentir su cuerpo pegado al mío. Sentía sus pezones erectos a través de nuestras ropas acariciando mi pecho. Correspondí a su beso abrazándola y sintiendo su espalda caliente, moldeable. Sin despegar los labios me hizo seguirla caminando hasta la cama donde caímos rodando hasta la almohada.

–Estás… casada, Belinda –susurré. Se arrodilló sobre mi pecho y se desabotonó la blusa sin responderme. Se despojó del sujetador con una mano y sus pechos, igual de vibrantes que la turbadora película del seminario, se mostraron risueños, alegres, coronados por unas areolas enormes y oscuras, donde los pezones enhiestos parecían rasgar el aire. Estreché entre mis dedos la carne de una de sus tetas y me llevé a la boca con lentitud el pezón. Estaba ligeramente salado y surcaba las rugosidades de su areola con la punta de la lengua. Belinda dejó escapar un gemido de deleite y aprisionando mi cabeza me hundió la cara aplastándola en su teta, amoldándose la cálida carne a mi rostro.

Jadeé y levanté la vista hasta su cara de donde colgaba en su mentón una gota de saliva. Sus labios estaban brillantes y entre ellos asomaba el extremo de la lengua, aprisionada entre los dientes.

–Belinda, tienes marido –volví a repetirla. Quería estar seguro de que no se iba a arrepentir de lo que íbamos a hacer. No quería que esto acabase como lo de Verónica.

–Olvida eso –dijo sacándose el anillo del dedo y arrojándolo lejos.

Se levantó apartándose de mí mientras se terminaba de desnudar. Yo hice lo mismo, aún tumbado en el borde de la cama. A la altura de su ombligo quedaron las marcas rosáceas del elástico de sus bragas y de su falda. Su sexo estaba alegremente poblado por un vello oscuro y brillante que se internaba bajo su entrepierna ocultando su sexo.

Miró con una sonrisa de condescendencia cuando me embarullé con los pantalones y al bajar mis calzoncillos se tapó la boca entreabierta con los dedos abriendo los ojos con sorpresa.

–Dios de mi vida… –dijo en voz baja.

Tenía las piernas entreabiertas y mi pene hinchado y rojizo (igual que hace días con Pedro) parecía brotar de la colcha.

Belinda negaba con una sonrisa mientras tenía los brazos ahora en jarra.

–Chico, no me extraña que hayas dejado la religión, madre mía.

Se arrodilló frente a mí y tomó el pene entre sus dedos. Quería comprobar que era real. Tubo que asirlo con ambas manos para poder rodear su circunferencia.

–Madre mía, madre mía… Qué verga más… Lo siento –dijo mirándome a los ojos frunciendo el ceño y sonriendo –, pero no creo que pueda meterme esto, de verdad. Es… es… inmenso.

Retrajo el prepucio hasta descubrir el glande granate y seco. Acercó su boca hacia la base del pene y mirándome a los ojos ascendió con la lengua surcando la largura del miembro dejando un rastro húmedo como un caracol, deteniéndose unos instantes en el frenillo. Sentí un escalofrío que hizo tiritar. Belinda ronroneó contenta con mi gesto. La punta de su lengua centró luego sus desvelos en el agujero del glande. Hundí los dedos entre su cabello sintiendo sus orejas calientes. Me estaban entrando unos calores insoportables y una presión en mi pecho me dificultaba el respirar. Presentía una eyaculación temprana y la llevé encima de mí, besándonos, apartándola de mi sexo previendo el desastre precoz. Su vientre descansó sobre mi miembro ensalivado mientras mis manos amasaban la carne dócil de sus nalgas.

– ¿Tienes condones? –preguntó de improvisto Belinda apartando sus labios de los míos.

Negué con la cabeza.

Chasqueó la lengua y cerró los ojos. Noté como el carmín de sus labios se había extendido alrededor de su boca. La mía también estaría pintada. Las comisuras de sus labios iban cayendo con lentitud, tristes.

–Mierda. No puedo hacerlo, Juan –dijo reclinándose a mi lado posando una mano sobre mi pecho–. Yo tampoco tengo y no quiere cosas raras, perdona. Ya tuve una hija con dieciséis, de tu edad, y no quiero volver a pasar por lo mismo. Entiéndelo.

–Pero si los pedimos… –aventuré. No quería quedarme sin hacer el amor, no quería preservar por más tiempo mi virginidad.

Negó triste con la cabeza.

–Luego vendrán los rumores y estoy casada, Juan. En este hotel me conocen de sobra y ya le he cagado por estar ahora contigo. Otro día, lo prometo –dijo viéndome la decepción pintada en mi cara.

–Lo que sí que no voy a perderme es la corrida de esta pedazo de polla que tienes, cariño –sonrió agarrándome el pene desinflado–. No sé cómo has conseguido este rabo, pero te puedo asegurar que te voy a exprimir hasta el último jugo de leche que tengan tus huevos.

Y se arrodilló al borde de la cama, comenzando a lamerme los testículos y engulléndolos. Succionaba el escroto con dedicación mientras sus manos mantenían mi pene erguido y vertical como un palo refregándolo, devolviéndole su firmeza anterior.

Cogí aire reteniendo la respiración con mi mirada fija en Belinda. Su lengua iba y venía sobre mis testículos mientras una mano se deslizaba arriba y abajo por mi verga llevándome por la senda de la divinidad.

Creí aguantar la excitación pero no acababa de cruzar los brazos con las manos bajo mi cabeza cuando sentí liberarme de improviso. Un géiser de esperma brotó y gruesos goterones impactaron en mi vientre convulso, en la colcha y en el cabello de Belinda, al que también la pilló de sorpresa mi eyaculación dando un respingo. Aplicó sus labios en mi glande sorbiendo el semen que aún manaba sin fuerza de mi verga para luego aplicarse sobre mi vientre y sus dedos. Yo la miraba atónito y extasiado por la dedicación que prestaba a mi goce. La mancha de semen discurría por su cabello liso empapándolo y dejándolo apelmazado.

Fue entonces cuando me fijé, mientras arrebañaba el esperma de entre sus dedos, que se frotaba con furia la entrepierna. La tumbé en la cama sin que emitiese protesta alguna y adopté su posición, enfrente de su sexo, llevándome sus piernas encima de los hombros. El vello alrededor de su sexo estaba húmedo y formaba caracolillos pringosos en el pelo rizado. Un efluvio penetrante,

que recordé el instante como el

mismo que Verónica me dejo en los dedos, me sacudió el rostro al acercarme a su femineidad. Separé los labios replegados y viscosos y la entrada a su vagina se me mostró como un misterio resuelto, una respuesta a una pregunta atemporal. Introduje mi dedo índice en su interior. Una lubricación cálida y glutinosa se apoderó del dedo. Belinda gimió notando sus piernas en tensión sobre mi espalda. Lo hundí con sumo deleite hasta el nudillo, recreándome en las rugosidades interiores, oyéndola suspirar satisfecha, inundando mi olfato con su aroma a mar.

Belinda se llevó las manos al inicio de los labios, apartándolos y descubrió el clítoris, henchido y granate. Apliqué mi lengua sobre él. Belinda gritó con fuerza clavándome las uñas en la nuca mientras restregaba mis orejas con la palma de las manos.

– ¡Ay…, ay…! –gemía a viva voz.

Sorbí el pellejo que recubría el clítoris mientras con el dedo friccionaba el interior de su vagina y aquello fue el apogeo de Belinda. Me aprisionó la cabeza con los muslos espasmódicamente mientras se agarraba a mi cabello. Arqueó la espalda y exhaló varios suspiros de placer que reverberaron en su pecho. Luego sus piernas cayeron exánimes de mi espalda sobre la cama, despatarrada. Me indicó con los dedos que me tumbara a su lado mientras cogía aire con esfuerzo. Las tetas se le desparramaban por el torso y temblaban como la gelatina recién hecha. Las gotas de sudor se concentraban en sus axilas y entre sus pechos que capturé con los labios con suaves besos mientras ella internaba los dedos entre mi cabello.

–Joder, me has matado, de verdad –dijo sonriendo entre jadeos–. No te das cuenta de cuánto necesitas un buen repaso hasta que quedas a gusto. Gracias –. Y me besó en los labios con dulzura.

Estuvimos tumbados en la cama sin decirnos nada durante unos minutos calmando la respiración.

–Tengo que darme una ducha –dijo levantándose y fue dando saltitos hasta el cuarto de baño, agitándose la carne de sus nalgas. Antes de entrar, se apoyó en el marco de la puerta y con los párpados lánguidos y una sonrisa pícara me dijo, de nuevo:

–Gracias, Juan, de verdad, gracias.

Se duchó rápidamente y luego salió envuelto su cuerpo en una gran toalla secándose el pelo con otra más pequeña. Yo me había vestido con los calzoncillos y los calcetines y miraba las vistas de la ventana sentado en la silla del escritorio. Afuera aún caía una lluvia fina y pegajosa que empapaba la ciudad y amortiguaba el bullicio de los coches rodando. Mientras Belinda se duchaba y miraba la lluvia caer delante de mí, me había llevado los dedos a la nariz. Un débil aroma a su interior se había quedado atrapado en las yemas. Recordé de nuevo a Verónica y aquella tarde.

–El ordenador que tienes al lado tiene un programa por el que puedes ir viendo tus ganancias, o tus pérdidas, pocas espero, en la bolsa. Los teléfonos ya están activados y listos para usar.

– ¿Cuándo volverás? –la pregunté.

–Pronto. A los clientes VIP hay que agasajarlos y mimarlos con frecuencia –dijo guiñándome un ojo sonriente.

Se vistió y se acercó junto a mí. Sacó un teléfono móvil de su caja. Lo encendió y marcó un número. Se oyó un sonido apagado en su bolso.

–Es mi número personal –explicó dándome un beso–, llámame si necesitas algo o te aburres.

Sonreí melancólico.

–Belinda, ¿por qué lo has hecho?

– ¿Hacer el qué? –Se detuvo camino de la puerta.

–Pues… bueno… no creo que hagas esto con todos los clientes que ingresan dinero en tu banco, ¿no?

Belinda aún no se había dado la vuelta. El bolso se escurrió de su hombro hasta su antebrazo.

–Mira, Juan –respondió con voz grave–, ni yo misma lo sé. Porque me gustas, quizás. O porque eres el cliente con más dinero del banco.

Bajó la cabeza y se llevó una mano a la cara. Al cabo de unos segundos escuché unos sollozos. Se volvió y vi unas lágrimas recorrer sus mejillas.

–O quizás porque tengo un marido que pasa de mí, que no quiere hacer nada conmigo y con el que hace tiempo que no hago el amor, yo qué sé, Juan, yo qué sé. Quédate con la respuesta que más te guste, todas son buenas.

Sacó un pañuelo del bolso y se secó las lágrimas con delicadeza, para no estropear su maquillaje.

Corrí a su lado y la estreché entre mis brazos, acogiendo su pesar.

–Lo siento –dijo–, no me recuerdes así, por favor –. Abrió la puerta y se marchó.

Me quedé solo en la habitación. Ya no llovía y los ruidos del tráfico volvían a dominar la atmósfera de la ciudad. Un silencio empezó a envolverme y cuando me olí los dedos ya no capté ningún aroma.

Me tumbé en la cama y olisqueé el perfume de su sexo. Aún persistía una leve fragancia, mezclado con el penetrante olor de mi semen. Hundí la cara en la colcha y las lágrimas brotaron sin darme cuenta. Estaba de nuevo solo.

Era rico. Hoy por la mañana, cuando dejé el seminario no contaba con más ahorros que cien euros mal contados y a media tarde tenía el resto de mi vida resuelta. Sin embargo me sentía vacío, desguarnecido. La poca familia que alguna vez tuve murió en aquel accidente o se quedó en el seminario. De mi tía solo guardaba recuerdos que quería olvidar.

Me acordé de mi biblia y tras no encontrarla en toda la suite ni dentro de la maleta caí en la cuenta de que la había dejado en el coche de Belinda. La coloqué en el asiento trasero junto a la maleta y se me olvidó cogerla.

Ahora sí que la soledad me había invadido por completo.

Desperté de madrugada, cuando el teléfono móvil sonó.

No había escuchado el tono de llamada antes y miré somnoliento a mí alrededor en busca de la fuente del sonido. El repiqueteo del aparato vibrando sobre el escritorio me terminó de despertar.

Al mirar la pantalla del teléfono no reconocí el número. Tarde unos instantes, desentrañando el significado de las teclas, en descolgar.

Era una promoción de la operadora de telefonía. Escuché con la atención que mi estado mi permitía y decliné varias veces la oferta que me proponían. Colgaron.

Aún vestía los calzoncillos y los calcetines. Me metí en la cama pero no pude dormirme. La ventana seguía abierta y el ruido del tráfico, aunque menor, seguía estando presente.

Entré al servicio a orinar y darme una ducha. No había entrado antes y contemplé una enorme bañera redonda de hidromasaje (una pegatina en la base con las instrucciones me dio la pista) junto a la mampara de la ducha. Cambié de opinión y abrí el grifo de la bañera. Entré dentro de la bañera sintiendo el frío contacto del metal lacado sobre mi piel mientras se iba llenando.

Cuando el agua me cubrió hasta la cintura activé la función de hidromasaje y unas oleadas de placer me recorrieron el cuerpo entero. Uno de los chorros impactaba sobre mi pene y dejé que el temblor del chorro hiciese aumentar mi excitación. Mis manos se posaron sobre mi verga y comencé a masturbarme. Ahora el chorro de agua estimulaba mis testículos y la sensación de placer se intensificó. Cerré los ojos rememorando la tarde anterior con Belinda. Eyaculé a los pocos minutos sobre mi pecho y vientre. El placer que sentí fue intenso, liberador, diferente al experimentado con ella.

Me limpié el semen derramado sobre mi piel con una pequeña toalla que había junto al lavabo, al alcance de mi mano, y suspiré satisfecho.

Cuando volví a despertar eran ya las nueve de la mañana. Continuaba en la bañera y ésta seguía con la función de hidromasaje activada, aunque el agua estaba fría. No más fría que la ducha de la mañana que solíamos tomar al levantarnos en el seminario.

Llamé a recepción. Una voz cálida y femenina me contestó.

Pedí el desayuno y algo de ropa.

–¿Qué tipo de ropa quiere, señor Cortés?

–¿Qué tipo de ropa puedo pedir? –pregunté con curiosidad.

–Cualquiera. Le aconsejo, si va a salir, un traje de lino beige. Hoy también se espera un día con temperaturas altas. Y quizás un paraguas; la lluvia nos acompañará hasta el viernes previsiblemente.

Acepté su consejo y la di mi talla de pantalón y chaqueta.

Me trajeron el desayuno al cabo de diez minutos, junto con el traje, una camisa, unos zapatos y una muda de ropa interior.

Desayuné mirando la televisión, algo que no había hecho desde que era pequeño, cuando mis padres vivían. En casa de mi tía, ella nunca me lo permitió. La primera vez que me llevé mi tazón de cereales al salón para ver la televisión mientras desayunaba, sin decir una palabra, me cogió el tazón y tiró el contenido a la basura.

–Hoy no sales de tu habitación –dijo cuando protesté. Me empujó hasta mi cuarto y cerró la puerta. No era la primera vez que me encerraba en mi cuarto. Cerraba por fuera con llave y varias veces tuve que ingeniármelas con un clip para poder salir, forzando la cerradura, para escapar por las noches sin ser descubierto y hacer mis necesidades.

El teléfono del hotel sonó interrumpiendo mis recuerdos.

–La señorita Contreras la está esperando en recepción. ¿Quiere que la diga algo, señor Cortés?

–¡No, no! –Grité excitado como un adolescente–. O, bueno, sí, dígala que ya bajo, que ahora bajo.

Me puse el traje con rapidez satisfecho al notar cómo se ajustaba a mi cuerpo con naturalidad.

Cogí el móvil y la tarjeta de la habitación y corrí dichoso hasta el ascensor.

Cuando aterricé en recepción no habrían pasado más de diez minutos desde que me llamaron. Había varias personas sentadas en los sillones enfrente del mostrador pero no estaba Belinda.

Una chica se levantó y se dirigió a mí y me tendió la mano.

–Hola, soy Martina Contreras, la hija de Belinda.

Se la estreché con cara perpleja, sin saber qué estaba sucediendo.

–Mi madre me ha pedido que, para que no te aburras, te lleve a dar un paseo.

Martina era, sin duda, hija de Belinda. Tenía el mismo pelo liso y azabache, aunque más largo llegándola a los hombros. Unos ojos medievales de color verde oliva destacaban en su rostro, igual que una nariz fina y unos labios gruesos, herencia de su madre. Era más alta, de mi estatura, y tenía un cuerpo más relleno. Sus pechos estaban más erguidos y tenía las piernas más gruesas. Una piel igual de blanca se dejaba ver a través de un vestido de tirantes, con amplio escote, floreado, de falda corta y zapatillas de esparto amarillas. No llevaba bolso y sostenía en una mano unas llaves.

Mientras Martina era objeto de mi escrutinio, ella también me echó un vistazo, igual de extrañada.

–¿Seguro que eres Juan Antonio Cortés?

–Sí, claro, ¿por qué lo dices?

–Bueno, mi madre te describió como un chico joven y sencillo, y estoy viendo un traje de lino de Lacy´s que no te sienta nada mal.

Me ruboricé y me froté la nuca, nervioso, agradeciéndola el cumplido.

–Bueno, que, ¿vamos? –dijo Martina agitando el llavero.

Asentí y después de acercarme al mostrador y saludar (y agradecer el traje) a la recepcionista, acompañé a Martina a la calle.

Me llevó unos metros más adelante donde me señaló un descapotable de color rojo fuego con tapicería de cuero y metales centelleantes. Los asientos traseros estaban ocupados por entero con dos enormes bultos envueltos en una tela plástica de color marrón. Se colocó unas gafas de sol minúsculas y me señaló con la mirada el cinturón de seguridad. Cuando me abroché el cinturón me di cuenta que, bajo la falda floreada, llevaba un culote de color negro, muy corto. A diferencia de Belinda, Martina no pareció advertir su descuido ni tampoco mi indiscreta mirada hacia su ropa interior.

Martina conducía rápido, buscando los huecos entre el tráfico como si llevase a una madre a punto de parir. Maldecía en voz baja apretando los labios cuando tenía que hacer una maniobra extraña a causa de los demás automóviles y tamborileaba los dedos sobre el volante cuando esperábamos en los semáforos.

–¿Quieres que ponga música? –Preguntó en una de esas paradas, de repente, como si hubiese cometido una infracción de tráfico–. Es que yo no suelo poner música mientras conduzco, pero claro, es tu coche, tú mandas.

Supongo que no mostré mucha sorpresa, porque Martina no sonrió.

–¿Mío? –pregunté.

–Bueno, es tuyo si te gusta, claro. Lo eligió mi madre y no sé si habrá acertado.

–Me gusta, pero hay un problema.

–¿Mm? –preguntó Martina, atenta a una furgoneta que acababa de cruzarse en su recorrido.

–No tengo carnet de conducir.

–¡No jodas! –Rió la hija de Belinda–. Bueno no te preocupes, algo haremos con eso. Por cierto, mi madre te dejó algo en la guantera.

La abrí y saqué mi biblia. La estreché entre los dedos y sonreí feliz.

–¿Antes eras sacerdote, verdad, Juan?

–No llegué a serlo, salí del seminario antes de ser ordenado.

–¿Qué pasó?

Martina seguía con la mirada fija en el tráfico, mascullando a veces.

–Perdí la fe, por decirlo con pocas palabras.

–Ya –dijo en un tono comprensivo como si se topase con gente como yo todos los días. O quizás fuese el tono irónico de una hija que sabe que su madre ha engañado a su padre con el hombre que tiene al lado.

Salimos de la ciudad y entramos en la autovía. Martina pisó el acelerador. Suspiró contenta sintiendo como el automóvil cortaba el aire.

–¿Dónde vamos? –se me ocurrió preguntar cuando atravesamos un pueblo.

–Hay un par de bicicletas ahí detrás y se me ocurrió dar un paseo en bici por la montaña. Hay un sendero por el que suelo ir.

–Pero la ropa

–En el maletero hay ropa, no te preocupes.

Llegamos hasta una parada de descanso. Era una explanada sin asfaltar algo apartada de la carretera. Un par de camiones y otro coche eran la única compañía que encontramos, aunque no había nadie a la vista. A lo lejos, en el horizonte, unas nubes oscuras parecían descargar sobre la ciudad. Sin embargo aquí, aunque las nubes revoloteaban, el sol pegaba fuerte.

–Espera, que te ayudo –dije mientras sacamos las bicicletas y les quitamos el forro. Estaban relucientes, con la goma del neumático negra, sin usar, y eran muy ligeras.

Lucía se quitó el vestido sin avisar. Debajo llevaba un sujetador deportivo negro y el culote. Tenía el cuerpo fibroso y la piel blanquecina. Numerosos lunares salpicaban su cuerpo, muchos se internarían por debajo de la ropa interior. Algunos lunares alrededor de su vientre parecían converger sobre su ombligo, en el que tenía colocado un pendiente brillante.

Me miró divertida a través de las gafas de sol. Noté en la forma en la que enarcaba las cejas que el despojarse de su vestido fue una travesura para abofetear, lo que ella pensaba que era, mi mojigatería cristiana.

Cuando sacó nuestra ropa de ciclista del maletero me di cuenta de por dónde iba todo esto. Martina miró de reojo para confirmar que no hubiese nadie a la vista y se quitó el culote sin dejar de sonreírme, sin dudar. Tenía el pubis depilado aunque una leve sombra oscura delataba que se había afeitado hace algunos días. No pude apartar la vista de su cuerpo casi desnudo mientras se colocaba el pantalón blanco de ciclista sin titubear. Arqueó las piernas para subirse la prenda elástica hasta ocultar su ombligo. Su sexo se marcaba con obscena precisión sobre la prenda, amoldándose a sus labios, realzando su sexo. La camiseta fue un trabajo mucho menos provocador.

–También tendrás que cambiarte tú, no sólo será mirar, ¿no? –rió. Detrás de sus gafas de sol estoy seguro de que estaba disfrutando de mi indecisión.

Porque cuando sacó la ropa del maletero me olí la celada, pero ahora, su petición de cambiarme yo también (delante de ella, claro) era la confirmación.

Su madre la había hablado del tamaño de mi pene.

Suspiré abochornado y me desvestí. Por fortuna, la vergüenza de desnudarme delante de una desconocida había calmado mi excitación al ver su sexo descubierto. Aun así, noté como las arrugas de su frente se hicieron visibles evidenciando una sorpresa en sus ojos que no pudo ocultar tras las gafas cuando me bajé el calzoncillo.

Silbó con entusiasmo al ver mi verga pendular.

Me coloqué el pantalón (también blanco, para más recochineo) de ciclista con rapidez para darme cuenta, cuando ya había ocultado mi miembro, que me lo había puesto al revés.

–Suele pasar, no te preocupes. Fíjate en las costuras de la ingle, el de los hombres tiene un refuerzo interior para el paquete –dijo conteniendo la risa con los labios apretados.

También intenté sonreír pensando en el ridículo que estaba pasando ante Martina. Cuando me calé el pantalón a mi cintura me di cuenta que el pene sobresalía del refuerzo marcándose el bulto con extrema dureza sobre la prenda. Chasqueé la lengua con desagrado.

Martina no pudo contener más la risa y explotó en carcajadas. Tenía una risa contagiosa a la que no pude resistirme y terminé de colocarme la camiseta con dificultad mientras reíamos.

–Lo tenías previsto, ¿verdad? –pregunté inocentemente.

–¿Prever el qué? –respondió mordiéndose el labio inferior con una sonrisa.

Terminamos de vestirnos calzándonos unas zapatillas y nos colocamos unas mochilas a la espalda que, Martina dijo con seriedad, contenían lo básico para hacer de un paseo en bicicleta una experiencia sin sobresaltos. Montando en las bicicletas bajamos por un camino pedregoso que asomaba en una esquina de la explanada.

No me costó seguir su ritmo. Iba delante de mí y me iba gritando de vez en cuando los obstáculos que nos íbamos a encontrar, pero otros, fruto de la imprevisible naturaleza, nos hacían detenernos y buscar una ruta alternativa. Salíamos del sendero, nos internábamos entre los matorrales con la bici a cuestas y al encontrar otro sendero, lo seguíamos hasta que ella decidía salir de él sin decirme nada. Llevábamos más de dos horas en el monte. Nos detuvimos unos instantes en medio de otro sendero para recuperar el aliento y beber agua. Estábamos rodeados de verde oscuro por todas partes, en forma de encinas y pinos de varios metros de alto. Saltamontes y chicharras sonaban con insistencia alrededor nuestro, ocultos tras los matorrales. Un aroma de romero se internó entre el de nuestro sudor. Martina tenía las axilas bajo la camiseta chorreando y las dos manchas estaban a punto de fundirse con la de su pecho.

–¿Hacia dónde vamos, por cierto? –pregunté escupiendo el agua sobre un matorral de color verde oscuro. Estaba caliente y aunque se agradecía, no ayudaba a refrescarse.

Martina sacó un mapa topográfico de la mochila, lo desdobló y después de mirarlo al principio con paciencia y luego con nerviosismo girándolo varias veces, lo volvió a doblar sin cuidado y quitándose las gafas de sol, me dijo con una sonrisa cómica:

–Ni puta idea, Juan, no tengo ni puta idea de dónde estamos. Saca, por favor, el GPS que tienes en tu mochila.

Se lo tendí. Lo encendió y, tras esperar unos segundos, me señaló en la pantalla un punto azul parpadeante.

–Estamos aquí, y nuestro destino es… –pulsó varios botones e introdujo unas cuantas cifras en el aparato– …éste.

Me señaló una estrella que giraba sobre sí misma a una distancia de catorce kilómetros y medio, según el aparato. Una línea amarilla que serpenteaba entre el punto azul y la estrella indicaba el camino que debíamos seguir.

–No hay que fiarse de las rutas propuestas –dijo al preguntarla si ése era el camino que debíamos recorrer–, los mapas no siempre están actualizados

Y entonces la pantalla del GPS se apagó con un zumbido. Solo veíamos nuestros reflejos en el cristal.

Martina apretó el botón para encenderlo de nuevo, pero la pantalla no se iluminó.

–Me cago en… –me miró con rostro serio–. Siento lo del taco.

–No pasa nada, Martina. ¿Qué ocurre, no funciona?

–No creo que sea la batería, la cargué ayer del todo –sacó de nuevo el mapa de su mochila y lo miró con el ceño fruncido durante unos minutos. Se acuclilló extendiéndolo sobre el suelo.

–Creo… que estamos aquí, según decía el GPS –dijo.

Se apartó un mechón de pelo que se había adherido a su frente sudorosa.

–O quizás aquí... –agregó dudando.

Se frotó nerviosa la nariz con el dorso de la mano. Cerró los ojos con fuerza y los abrió con lentitud, suspirando.

–Mierda, mi madre me mata… de ésta sí que me mata.

–¿Qué pasa, Martina? –la pregunté al escucharla empezar a sollozar. Se sentó en la tierra del camino y me di cuenta que, sentada en medio del sendero, se hallaba una chica nerviosa, derrotada y asustada. No había rastro del diablo que me había imaginado con sus chanzas al vestirme o su aparente madurez al conducir en medio del intenso tráfico de la ciudad. Sólo quedaba una niña temblorosa e incapaz de contener un llanto caótico.

Sin embargo, todos mis pensamientos fueron oscurecidos al ver su pubis. La tela, se había amoldado con precisión a los pliegues de su sexo pareciendo haberse pintado la carne con pintura blanca.

–Mira, Juan –dijo gesticulando con las manos mirando al horizonte, sin advertir mi impertinente mirada, o quizás sin que la importase ya mucho. Una parte del aire era Belinda y otra, al lado, ella–. Mi madre me dice ayer que ha conocido a un joven encantador y muy rico y me pide: "Sácalo de paseo y distráele". Yo la pregunto: "¿Y por qué?, no soy la criada de nadie". Mi madre me lo pide de nuevo y la pregunto: "¿Cómo es de rico?". Y me responde: "Bastante". Y luego, como ve que la voy a decir que no, y sabe que soy una come–pollas, me cuenta lo de que te ha visto desnudo por un casual en el hotel y que tienes una enorme polla y hace así con las manos.

Martina extiende las manos a una distancia que se ajusta a mi pene en erección.

–Yo me río diciendo que eso no puede ser verdad –continúa– y la pregunto si te la ha medido para saberlo con tanta precisión. Ella se acerca a mí y creo que va a pegarme, nunca he visto esa expresión de rabia en su cara. Parece dolida. Yo, que seré una busca–nabos, pero ante todo su hija, la digo que vale, pero me muero de ganas de saber si ella tiene razón, así que se me ocurre esta mierda para verte la polla, aunque sea a costa de enseñar el coño a un desconocido.

Martina seguía llorando y levantó la cabeza para mirarme.

–Y ahora estamos perdidos en mitad del puto monte. Si llamo a mi madre me mata, si llamo a mi padre, ella se enterará, seguro, y me mata. Y si llamas tú, por supuesto que me mata. La fiesta empieza y yo estoy muerta.

Me senté a su lado y la rodeé con los brazos. Se dejó hacer, inclinándose sobre mí. Permanecimos en silencio unos minutos hasta que dejó de llorar.

Así que, según las palabras de Martina, Belinda me apreciaba. Bueno, supongo que es algo más que aprecio, parecido a lo que siento por ella, aunque, según las palabras de Martina, adivinaba que lo nuestro no podía cuajar.

Martina se enjuga las lágrimas con el antebrazo y me doy cuenta que tiene un tatuaje en la cara interna del brazo, unas líneas sinuosas y puntiagudas provocativas. Chica mala, perversa, juguetona.

–¿Y tú que crees, que la tengo grande?

Martina sonrió mirando al suelo.

–Mira macho, he visto pollas grandes, pero la tuya se lleva la palma. No quiero ni pensar en lo descomunal que será cuando esté… –Martina calló. Supe por su rostro que el tamaño que le había mostrado su madre con las manos era superior al estado de mi verga relajada, pero se correspondía a cuando estaba erecta. Y si me había visto el pene erguido

Quiso girar la cabeza para mirarme, pero tenía el cuello rígido. Se desasió de mi abrazo con un tirón y se levantó.

–Mira, Juan –me dijo intentando en vano limpiarse con las manos el trasero del pantalón de tierra –me importa un huevo si te has tirado a mi madre; que te aproveche si es así. Mi padrastro, me consta, no la hace caso desde hace años. Ya iba siendo hora de darse un capricho.

–Además –agregó, mientras yo pensaba en, quizás, negarlo–, ayer vi en los ojos de mi madre un brillo que sólo se ve cuando alguien te hace feliz. Así que escúchame con atención: como se te ocurra hacerla daño, un poquito, como vea una leve sombra de tristeza por tu causa, te juro que te mato en ese momento sin importarme que te limpies el culo con billetes de cien, ¿sabes?

Sostuvimos la mirada unos segundos.

–Martina, sólo hubo sexo, nada más –me costaba mucho mentir, porque para mí no fue sólo sexo, aunque sospechaba que el significado de sus últimas palabras ayer, cuando salió de la habitación enjugándose las lágrimas, indicaba que ella quería, pero no debía.

–¿Sólo eso? –preguntó Martina frotándose las caderas, pero no estaban sucias.

Suspiré y afirmé con la cabeza. La tendí la mano para que me ayudase a levantarme y la miró unos segundos con suspicacia, pensando en mis palabras, sopesando si decía la verdad.

–Eres casi cura, coño –dijo sonriendo y ayudándome a levantar– .Además, se te ve en la cara que no has mentido una puñetera vez en tu vida.

Me di cuenta que tenía razón: jamás había mentido. O, al menos, hasta donde recordaba.

–Bueno, ahora que hemos aclarado un punto importante en nuestra relación –dije intentando, también en vano, limpiarme el pantalón de tierra–, he de confesarte que estos montes no me son desconocidos.

Martina frunció el ceño, interrogándome con la mirada.

–En el seminario hacíamos senderismo a veces y estos montes me suenan bastante. Además –me agaché para recoger el mapa que estaba extendido en el suelo–, creo que sé interpretar estos mapas un poco mejor que tú, creo. ¿No tendrás una brújula, verdad?

Martina me miro seria y luego se echó a reír. No pude evitar el reírme con ella, su risa era franca y me contagió de nuevo su alegría. Me tendió entre sonrisas una brújula que sacó de su mochila.

–Dios, mi madre tenía razón –dijo.

–¿En qué, Martina? –pregunté escudriñando el mapa y girando sobre mí para buscar un punto de referencia.

–En todo, Juan, en todo. Por algo es mi madre. Y ahora me dirás extendiendo el brazo: "Es por ahí, Martina Contreras, tenemos que ir por ahí".

–Sí, más o menos. Vamos, que aún podemos llegar a la hora de la comida en el hotel –dije levantando su bicicleta del suelo.

Martina negó con la cabeza gacha y sonriendo.

–Joder, Juan –dijo besándome en los labios mientras sostenía su bicicleta–, lo que os enseñan ahora en los seminarios, macho.

Sus labios estaban calientes y secos. Me quedé mudo y Martina me miró sonriendo y mordiéndose la lengua, igual de vivaracha que cuando me la jugó con la ropa. Comencé a empalmarme notando como mi pene se abría paso por el elástico de los pantalones con dificultad.

Martina se fijó en mi excitación y volvió a reírse con fuerza agarrándose la barriga y apoyando la frente en el manillar.

–Me matas, Juan, tú me matas –consiguió decir entre carcajadas.

Montamos en las bicicletas, ahora yo delante, e íbamos con lentitud, deteniéndonos cada poco para consultar el plano. Buscaba nuevos puntos de referencia y la mostraba a Martina qué significaban las marcas y símbolos del mapa. Asentía y su cuerpo se pegaba al mío llevando su brazo alrededor de mi cintura. El olor de su sudor, penetrante y salado, me excitaba al poco de arrimárseme. Presionaba con sus pechos mi costado y su vientre contra mis muslos. Sus pechos estaban tibios pero su sexo quemaba como unas ascuas. Una mirada divertida y perversa se adivinaba baja las gafas de sol.

Al cabo de casi dos horas llegamos al área de descanso.

Martina cubrió las bicicletas con la funda con expresión seria y concentrada.

–Menuda mañanita, joder, menuda mañanita –dijo. La ayudé a colocarlas en el asiento trasero.

–¿Nos cambiamos? –pregunté con una sonrisa.

–Ni de coña. Bastante vergüenza y miedo pasé al llegar como para que ahora la liemos con un pervertido. No soy tan guarra como te crees, ¿sabes? –La tapicería quemaba al contacto con nuestra piel y me revolví incómodo.

–Yo también tengo el coño asándose, Juan. Lo siento –dijo colocándose el cinturón de seguridad–, tenía que haber puesto la capota. Ya ves, soy extremadamente lista.

–También eres muy guapa, ¿sabes? –sonreí.

–Gracias, pero supongo que no es eso lo que piensas de mí. Dirás: "esta chica es idiota, ¿qué necesidad tengo de pasar calor y perderme por el monte si podría estar en un balneario tan ricamente, por ejemplo", ¿no?

–Martina, ayer era un seminarista que ganó cinco millones con un boleto de lotería. Seré rico, pero lo que necesito ahora es compañía y vivir experiencias, pasármelo bien. Soy huérfano y no tengo a nadie. Si continuásemos en el monte seguiría siendo feliz. Tengo a mi lado a una mujer guapa y que ríe con facilidad. ¿Qué más se puede pedir?

Martina me miró con expresión seria unos instantes, negó con la cabeza sonriendo sin decir palabra y arrancó el coche.

Durante el trayecto la pregunté a qué se dedicaba. Martina contó entre sonrisas que a nada. Sus padres eran lo suficientemente generosos con el dinero como para no necesitar un trabajo. Solía estar la mitad el año en Ibiza y la otra mitad entre viajes por todo el mundo visitando a sus amigos.

–Además, mi abuelo me dejó un hostal en un pueblo. Aunque soy la dueña, delego casi todo en otros y sólo voy a veces a ver qué tal van las cosas. Suerte que tengo buenos empleados que no hacen caso de lo que digo porque, si no, ya estaría en quiebra.

–Me encantaría ir algún día a tu hotel, Martina

–Eso está hecho, Juan –dijo palmeándome el muslo.

Llegamos al hotel cuando eran casi las dos de la tarde.

–Necesito una ducha con urgencia, huelo como una cerda –dijo abriéndose el escote de la camiseta y olisqueando el interior–. ¿Te importa si vamos a tu habitación?

–Claro que no, pero ¿no dirán algo en el hotel?

–No creo: eres cliente VIP y soy la hija de la dueña, ¿qué pueden decir?

Eso explicaba algunas cosas. Sacamos la ropa del maletero y dejamos que el aparcacoches se llevara el deportivo. Saludé a la recepcionista y subimos por el ascensor hasta mi planta–habitación.

Martina silbó con admiración recorriendo las estancias de la suite.

–Ya quisiera esto para el mío, joder.

Dejamos la ropa encima del sofá y se me acercó sonriendo con perversidad, estampando sus tetas sobre mi pecho.

–¿Quieres que nos duchemos juntos, Juan?

Tragué saliva. Martina tenía el pelo revuelto y varios mechones pegados a la frente y las sienes sudorosas. Tenía las mejillas manchadas con el polvo del monte y los labios secos. Pero sus ojos brillaban con un destello malicioso y juguetón.

La así por las caderas estrechando nuestras cinturas y la besé con fuerza. Sus pezones se tensaron bajo la camiseta y mi verga acumulaba sangre, creciendo bajo el pantalón y oprimiendo su vientre. Su lengua dejó rastros viscosos sobre la comisura de mis labios y el mentón. Me sujetó por las sienes y, llevándome hasta su hombro, me mordió el lóbulo de la oreja y el cuello.

Suspiré gozoso. Martina ronroneaba pellizcando con los dientes mi oreja enrojecida y me sentía desfallecer, recorrido por una descarga de placer por todo el cuerpo.

Interné mis manos dentro de su pantalón asiendo sus nalgas y estrujé la carne entre mis dedos frotando nuestros sexos. Su culo estaba frío, pero el calor se iba haciendo paso entre su culo, en dirección a su entrepierna. Su pubis se restregaba con mi verga tiesa a través de los pantalones. Gemíamos sin parar.

Me sacó la camiseta ceñida y sonrió cuando se enredó en mi cuello. Estaba húmeda y era inmanejable. Hice lo propio con la suya y su sujetador. Hedíamos a sudor, polvo, romero y espliego. Se inclinó para lamerme las tetillas mientras la bajaba el pantalón hasta la mitad de los muslos.

–¿No querías darte una ducha? –pregunté pellizcando sus pezones. Una gran areola oscura dominaba la parte inferior de sus tetas ondulantes.

Martina jadeó dibujando una sonrisa.

–Luego, Juan, luego. Ahora hay que hacer otras cosas

Se agachó para bajarme los pantalones hasta los tobillos, enrollándolos sobre sí. Mi pene erecto se irguió ante su rostro como un junco. Lo asió de la base descorriendo el prepucio, haciendo emerger el glande y se le llevó a la boca con dificultad.

Se aplicó durante unos minutos en anegarlo de saliva espesa y viscosa que iba escurriendo sobre mis testículos. A diferencia de su madre, Martina parecía adivinar por la presión de mis dedos en su cabeza cuándo estaba próximo al orgasmo. Se sacaba la verga de la boca y engullía mis testículos dándome tiempo a relajarme.

Cuando juzgó que mi pene estaba suficientemente limpio se despojó del resto de su ropa y se tumbó en el borde la cama abierta de piernas e invitándome con la mano a acompañarla. Me terminé de quitar los pantalones dejando mi ropa enrollada junto a la suya en el suelo y me arrodillé frente a su sexo. Olía igual que el de su madre, sólo que el sudor acentuaba la sensación salada, mezclado todo ello con los olores del monte. Sus labios estaban rojizos y brillantes, cubiertos de sus fluidos. Un vello corto se extendía por su pubis y sus ingles internándose entre sus nalgas.

Apresé sus pechos vibrátiles y hundí mi rostro entre los pliegues de su sexo. El aroma y el calor de su interior inundaron mis sentidos. Lamí a lo largo de sus pliegues mezclando mi saliva con sus fluidos. Martina gemía contorsionando sus caderas y levantando su pubis apretando su sexo sobre mi cara. El vello naciente alrededor de su sexo se me clavaba en el rostro al frotarme sobre ella.

Interné mi lengua sobre la carne dúctil de su interior y encogió sus piernas para apoyarlas sobre mis hombros y arquear la espalda, levantando el culo

Martina gemía y gritaba obscenidades mientras hundía sus uñas en mi cabello. Tragaba sus fluidos con fruición y succionaba su clítoris provocándola contracciones en el vientre mientras amasaba sus pechos hundiendo los dedos en la carne dócil.

Martina me subió hasta su rostro colocándome encima de ella y me besó de nuevo. También ella quería participar de nuestros fluidos. Su lengua me lavo la cara con deleite recorriendo con sus uñas mi espalda provocándome escalofríos.

Nuestros cuerpos temblaban de excitación y el sudor nos cubría por completo.

Me separé de ella y así mi verga apuntándola hacia a su entrada.

–No tengo condones –dije.

–Ni falta que hacen, tomo la píldora. Clávamela –respondió abriendo con los dedos los pliegues de su sexo mostrando la entrada rosácea de su vagina.

Hundí sin esfuerzo el glande en su interior ayudado por la generosa lubricación que había en nuestros sexos. Martina cerró los ojos mordiéndose el labio inferior, concentrándose en la sensación.

Fui clavando mi verga con suavidad, retrocediendo a veces para poder pringar de su lubricación el pene y facilitar la penetración. Sus rugosidades interiores iban saludando mi avance provocándome espasmos de gozo en la cintura. Su entrada se iba dilatando acogiendo mi miembro y la lubricación rezumaba por los bordes. Mi verga estaba poniendo a prueba la elasticidad de su sexo. Cuando había escondido la mitad de mi pene en su cuerpo Martina me dio palmadas en el brazo.

–Para, para, que ya has llegado al fondo, por favor, me haces daño.

La sonreí y ella me devolvió la sonrisa con los dientes apretados y el ceño fruncido.

–¿Ya no sientes placer? –pregunté algo preocupado.

–Mucho, pero mezclado con dolor. Tu polla me está destrozando por dentro. Hazlo despacito, por favor.

Comencé a bombear en su vagina con movimientos lentos y metódicos. Martina cerraba los ojos intentando aparentar un placer que no me engañaba. Mi pene la estaba haciendo sufrir.

Pero su interior me provocaba oleadas de placer que me tensaban la espalda y me hacían doblar el pescuezo. La sujeté por las caderas para poder manejar con más tacto las sacudidas de mi verga en su interior. Ella continuaba con sus dedos en su sexo, manteniéndolo abierto, permitiendo que el mío avanzase sin obstáculos. Los fluidos desbordaban por debajo de su entrada internándose entre las nalgas, siguiendo al vello afeitado.

–Más rápido, por favor, más rápido –suplicó.

El roce de mi glande en sus rugosidades internas me estaba deshaciendo. Si continuaba así de rápido, descargaría enseguida. Martina se sujetó las tetas hundiendo con fuerza los dedos en su carne dúctil.

De todas formas, incrementé el movimiento. Martina gemía apretando los dientes. Los pliegues de su sexo se enrollaban alrededor de mi pene y los pelillos puntiagudos se clavaban en mi piel. Su carne alrededor de mi verga se tornó granate.

La sensación de placer se estaba diluyendo viendo como su cuerpo respondía con angustia. Martina tenía los ojos cerrados con fuerza y la frente perlada de sudor y se mordía el labio inferior con saña. Marcas violáceas se iban depositando sobre sus pechos ante la presión de sus dedos. Lo estaba pasando realmente mal.

Saqué mi pene de su caverna. Su entrada se mostró dilatada y su interior estriado pareció tomar aire como un pez sacado del agua.

–Joder, Juan, ¿qué haces? –dijo abriendo los ojos.

–Lo siento, te estoy viendo sufrir. No puedo continuar viéndote así.

–Por favor, dale de nuevo, aunque duela.

Negué con la cabeza, serio. Me incorporé y me senté a su lado ayudándola a sentarse.

–Si te duele, ¿por qué me permites hacerte daño?

Martina me miró con expresión triste secándose el sudor de la frente y cruzando los brazos. Fui hasta una toalla al cuarto de baño y la cubrí.

–Te quedarás fría y sería perfecto que cogieses ahora un resfriado.

Martina se tapó con la toalla y me miró el miembro, ya relajado, aún estaba brillante la parte que se había hundido en su interior.

–No soy tan come–pollas como decía, ¿no?

Sonreí estrechando mis brazos alrededor de su cuerpo.

–Quizás otro día, ¿no? –la animé.

Martina sonrió inclinándose sobre mí.

–Te prometo que otro día me la vas a meter entera. No sé cómo pero te aseguro que me vas a enterrar ese bicho en el cuerpo como que me llamo Martina Contreras.

Sonreí ante la fanfarronada. Ella sabía de sobra que eso no podría ocurrir jamás. De todas formas, asentí con la cabeza tomándole la palabra. Nos besamos de nuevo, un roce cálido, mullido, tierno.

–¿Quieres ducharte? –pregunté

–Ay, sí, de verdad que necesito relajarme. Entre lo del monte y lo de ahora tengo el cuerpo baldado, de verdad.

Martina se levantó aún envuelta en la toalla. Antes de entrar en el cuarto de baño se detuvo, negó con la cabeza y girándose sonriente me dijo:

–Gracias, Juan. No todos los tíos son como tú, ¿sabes?

Sonreí ante el halago. Una sonrisa estúpida, circunstancial.

Oí el agua repiquetear en el plato de la ducha y enterré las manos entre mis muslos.

Virgen y solo. De nuevo. Sobre todo solo.

Mi pene me estaba produciendo más quebraderos de cabeza que otra cosa. Quizás fuese verdad aquello que me dijo Pedro en el seminario de que mi instrumento era bestial.

Martina salió de la ducha desnuda con aire renovado. Una toalla enrollada alrededor de su cabeza la hacía más estilizada y sus pechos cubiertos de cardenales se bamboleaban a su paso. Sonreía coqueta ante mis miradas lascivas y se cuidaba forzando posturas de ofrecerme el mejor ángulo de sus nalgas y su sexo mientras se vestía. Mi verga se enderezó de nuevo. Sus provocaciones me hacían bombear sangre con rapidez hacia todo mi cuerpo. Sentía una presión en los testículos, necesitaba desfogarme. Y una preciosa mujer me estaba haciendo posturas, cada cual más incitante, calentándome. Y yo tenía el pene duro como una roca. Así que comencé a masturbarme mientras la veía vestirse.

Martina se quedó quieta mirándome. Curiosa, expectante. Deslizaba la mano por mi verga con movimientos sosegados, mostrando el glande rosado hinchado de sangre. Los testículos, laxos, se meneaban con cada vaivén de mi mano. Martina se estaba abotonando el vestido floreado por detrás y se quedó congelada mirándome. Repartía su mirada entre mis ojos y mi sexo estimulado. Se acarició el mentón, pensativa. O nerviosa. O excitada.

–¡Qué cojones…! –exclamó.

Martina se abalanzó sobre mí, tumbándonos sobre la cama, arrodillándose encima de mí. Nos besamos con desesperación, regando nuestros labios con saliva. Se descubrió el sexo llevándose la braga a un lado y se introdujo la verga hasta casi el fondo. Chilló y gimió imprimiendo un ritmo furioso a la penetración. La toalla que tenía en la cabeza se desmoronó cayendo a un lado y la arrojó al suelo de un manotazo para no estorbarla. Su cabello húmedo y brillante se bamboleaba como espigas mecidas en el viento enmarcando un rostro congestionado, de una belleza arrebatadora. Tenía los labios abiertos y los ojos entrecerrados. Bajó una mano para frotarse el clítoris bajo las bragas mientras brincaba sobre mí. Su frente se volvió a cubrir de sudor.

–¿Te gusta? Dime que te gusta, Juan, dime que te estoy matando de gusto –dijo con voz ronca mientras sentía como mi verga la taladraba el interior.

–Sí, Martina, me matas… Martina, ¡me estás matando! –grité.

La falda del vestido ocultaba nuestros sexos. Los tirantes se deslizaron entre sus hombros por sus brazos y sus pechos, suspendidos sin auxilio de un sujetador, eran zarandeados sin compasión ante sus embestidas.

La agarré por las caderas e imprimí más rapidez a sus movimientos. Gruñimos y aullamos extasiados. Mi orgasmo era inminente. Cuando me sobrevino, enterré con fuerza mi verga hasta tocar su ano con mis testículos y eyaculé con un grito de satisfacción. Martina ahogó un grito, sorprendida, abriendo sus labios de color cereza. Entre los estertores de mi éxtasis mantuve mi pene enterrado en su cuerpo entre espasmos mientras ella se agitaba con los ojos abiertos y de su boca abierta colgaba un hilo de saliva brillante.

Martina rodó a mi lado como un fardo y, con premura, me dediqué a su sexo. Sus dedos estaban quietos sobre su clítoris. Su entrada aún estaba dilatada y de un rosa encendido, su gruta palpitaba. El semen rezumaba del interior con lentitud hundiéndose entre sus nalgas, siguiendo el camino de sus fluidos y su vello púbico. Aparté sus dedos con mis labios y la despojé de sus bragas para mostrar su sexo en toda su plenitud. Chupé su clítoris con delicadeza. Martina se dejó hacer y al poco mis caricias húmedas fueron confirmadas con sus dedos internándose entre mi cabello. Gemía acompasadamente contoneándose sobre la cama. Contraía el vientre con fuerza, marcándose los abdominales. La carne de sus muslos se agitaba. Cuando el placer la inundó clavó las uñas en mi cabeza mientras la aprisionaba con sus muslos. Se agitó como una posesa presionando su sexo sobre mi cara.

Después se relajó exánime, espatarrada sobre la cama y respirando con fuerza.

–Dios de mi vida… –suspiró.

–Ha estado bien, ¿eh? –volví a taparla el cuerpo semidesnudo con la colcha de la cama.

Me sonrió y me arrimé a ella. Abrió la colcha invitándome a entrar y me introduje sin dejar de mirarla a los ojos. Su cuerpo estaba tibio y su pubis afeitado me rascó el muslo al meterme dentro.

–Espero que te haya gustado –dijo apoyando la cabeza sobre mi pecho. Su cabello aún estaba húmedo y frío al contacto con mi piel–, porque me has dejado el interior muy dolorido.

–Mucho. Te lo agradezco mucho.

–Habrá que esperar unos días hasta que podamos repetirlo

No contesté. La miré a los ojos y ella mantuvo la mirada, preguntándome.

La besé con ternura en los labios, respondiéndola.

Martina suspiró y cerró los ojos. A los pocos minutos estaba dormida. Yo no tardé mucho en imitarla.

Ha pasado cinco meses desde aquella tarde. Muchas cosas han cambiado en mi vida. A los pocos días me matriculé en una academia para aprender a conducir y me saqué el carnet a los pocos meses. También, por mediación de Belinda, inicié un master de dirección de empresas. Mi dinero fue invertido en la adquisición y la ampliación de pequeñas empresas, medio muertas por la crisis, y ya estaban comenzando a repuntar. Poco a poco iba recuperando mi capital.

Mi fervor religioso se fue apagando sin remedio y un día me di cuenta que no sabía dónde estaba mi biblia, pero que tampoco me importaba.

Martina y yo nos veíamos con frecuencia y un día, de improviso, me dijo que se mudaba a mi planta–habitación del hotel. Quería estar más tiempo conmigo. Yo también quería estar más tiempo con ella. Inevitablemente algo surgió entre nosotros.

Una noche, hacía tres meses, me invitó a comer en un restaurante. Todo muy íntimo, romántico. Una terraza iluminada con antorchas, velas en la mesa, un grupo de música melódico, en definitiva, un ambiente perfecto para que una pareja se diga algo importante. Me comentó que estaba embarazada, de un mes. Sonreí burlón, ya no me tragaba tantas bromas. Me lo repitió con seriedad. Grité alegre y al levantarme volqué toda la comida sobre ella. La abracé y la besé con pasión, y luego la pedí perdón por haberla abrasado con la sopa. A continuación la pedí matrimonio. Ella dijo sí, sí, varias veces. Más tarde, en la cama, después de hacer el amor, me confesó que si yo no se lo hubiese pedido, lo habría hecho ella.

Belinda ya lo sabía, claro. Su hija se lo había dicho entre sollozos y temores por mi reacción. Su padrastro, según me contó Martina, enarcó una ceja y estiró los labios, indiferente. Hacía poco que había recibido la demanda de divorcio de Belinda y su estado ante los acontecimientos que iban ocurriendo en la familia era una mezcla entre el odio y la indolencia.

Por desgracia, alguien del hotel, nunca se supo, filtró a la prensa que yo era el ganador del premio de lotería de cinco millones y que había dejado preñada a la sucesora de la familia Contreras y de la noche a la mañana me vi rodeado de periodistas y curiosos. Duraron poco, pero la prensa rosa no cejó y se ensañó conmigo sin dejarme un solo momento a gusto. Por la calle era el blanco perfecto de periodistas sin oficio ni beneficio que sólo buscaban nuevos rescoldos en mi vida para avivar sus paupérrimos contenidos en las revistas y los programas de televisión. Mi vida se publicó por entregas en papel cuché. Un ex seminarista que gana un premio de lotería y se une a una familia pudiente. ¡Qué más podían pedir para tener una historia morbosa!

Martina, ahora mi prometida, y yo decidimos mudarnos al hostal que tenía en el pueblo para escapar de la vorágine rosa.

El hostal, en realidad un parador, se llamaba "El señorío de Frundial", era de dos estrellas, y estaba enclavado en un pueblo del valle de León homónimo, cerca de los Picos de Europa. Antaño, en la Baja Edad Media, había pertenecido todo el valle al Conde de Frundial, un noble que ayudó en la Reconquista y recibió como deferencia a sus servicios las tierras del valle. El pueblo había tomado el nombre del noble y el hostal, el del pueblo. Era un pequeño palacio rehabilitado con muros altos y gruesos de vetusta piedra amarillenta.

Martina me recordó, porque continuamente me hablaba de su pequeño parador, su interior. Un gran jardín interior dominado por una fuente siempre con el agua en movimiento servía como punto céntrico desde donde se alcanzaban las habitaciones del hotel, doce en total, el comedor y los demás accesos. No había plantas superiores, sólo una pequeña bodega inferior donde se almacenaban los vinos por los que era reconocido el hostal. Las habitaciones estaban decoradas al estilo medieval, con pocos muebles, aunque grandes, oscuros y macizos, muchas alfombras que tapizaban el suelo frío de piedra y tapices con motivos de caza y épocas antiguas que vestían las paredes. El ambiente era acogedor e íntimo e invitaba al recogimiento y el descanso. Se pretendía que los huéspedes deambulasen por el parador, el pueblo y los alrededores. Se organizaban excursiones al valle en caballo y en bicicleta que eran muy demandadas.

El personal del hotel lo componían, según me dijo Martina cuando estaba aparcando al lado del parador, sólo siete personas. Silvana, la directora del hotel, Roberto, el cocinero y encargado del aprovisionamiento, una encargada de la limpieza, y cuatro ayudantes que ayudaban a los demás en lo que hiciese falta.

Eran personas competentes y muy agradables y me confesó, aunque ya me lo había dicho antes, que sin ellas, el parador no sería más que un montón de piedras derruidas de valor arqueológico.

Silvana nos estaba esperando a la puerta. Estábamos a mediados de octubre, pero el tiempo, en aquel valle, fluía de forma diferente. El clima era más cálido y permisivo con la ropa ligera, aunque la lluvia era imparcial. Lloviznaba ligeramente, pero era una lluvia soportable y que daba un encanto especial al paraje.

Silvana tendría unos treinta años. Si la hubiesen colocado en un hotel de Suecia no habría desentonado demasiado: era alta, casi dos dedos mayor que yo, de pelo rubio, casi blanquecino, liso, llegándola a los hombros. Vestía un traje de color gris claro, con una falda ceñida. Tenía un cuerpo vertiginoso, con pechos generosos y altivos, caderas rotundas y muslos firmes y enfundados en medias oscuras. Unos zapatos negros con tacón de aguja terminaban de estilizar su figura y repiqueteaban sobre el suelo de piedra del pasillo. Sus ojos azules acompañaban en su rostro de piel clara y sin mácula a una nariz fina y recta y unos labios gruesos y pintados de rosa pálido. Exhibía una sonrisa enigmática e indudablemente provocativa, casi lasciva. Se me removieron las tripas y el pene dio un respingo al contemplar la belleza de aquella mujer. Martina ya me había advertido que Silvana era una mujer que hasta hace pocos años había trabajado como modelo y nadie comprendía porqué había privado a las pasarelas de su hermosura, ni siquiera la propia Martina, aunque intuía que era demasiado inteligente para imponer su físico al cerebro y cuando recibió la demanda de trabajo de la modelo la aceptó sin dudarlo. Mi prometida me había advertido que las demás mujeres que trabajaban en el parador eran también bastante bellas. Podía mirar todo lo que quisiese, pero nada de tocar, y menos, catar.

Nos estrechamos la mano profesionalmente. Tenía los dedos finos y hecha la manicura en unas uñas pintadas de granate, largas y firmes como sus piernas. Aquella mujer destilaba erotismo por todos los poros de su cuerpo.

–¿Qué tal el viaje, Martina? –preguntó Silvana tendiéndola un carpeta con la contabilidad del negocio, mientras nos acompañaba a nuestra habitación delante nuestro. A diferencia del hotel de Belinda, aquí nadie nos llevaba las maletas, por lo que cargué con las más pesadas con esfuerzo mientras seguíamos a la directora–. Por cierto, aún no te he dado la enhorabuena por tu boda ni por tu embarazo.

–Gracias, hacía mucho tiempo que no me pasaba por aquí. Todo está magnífico, hacéis un gran trabajo, de verdad –dijo Martina levantando la vista de las hojas cubiertas de números y gráficos.

–Es siempre un placer que la dueña alabe nuestro trabajo, muy amable. Ahora mismo tenemos cuatro habitaciones completas y esperamos para el fin de semana una ocupación completa.

Martina afirmó satisfecha con un "ahá" con la vista sobre las cifras.

–Esto es increíble, uno se siente como antaño, de verdad –dije admirando los detalles de los muebles, los cuadros y las telas que nos iban saludando a nuestro paso.

Silvana se giró y me miró sonriente, agradeciendo mi comentario. Pero esa mirada era más que un agradecimiento, quizás una oferta. Martina no captó el detalle (o quizás no hubo detalle y lo imaginé), iba concentrada en comprobar que, en efecto, el dinero que había invertido, estaba generando ingresos.

Silvana nos acompañó a nuestra habitación, donde dejamos las maletas y nuestras pertenencias. La vi alejarse contoneando las nalgas bajo su falda, unas nalgas prietas y altivas, igual que sus senos. Cerré la puerta antes de que Martina se diese cuenta de mis lúbricas miradas hacia la directora.

–¿Está todo correcto? –pregunté mientras abría las maletas y colocaba la ropa en los armarios.

–Sí, creo que sí –Martina se había sentado en el borde de la cama, con una pierna recogida debajo de la otra–. Hay ingresos, pero esperaba que fuesen más. Es un parador, de todas formas, supongo, y la crisis aprieta. Tengo que consultar estos datos con el asesor contable de mi madre –se recogió un mechón de cabello cobrizo (se había teñido el pelo hacía poco de un color cobre oxidado con mechas brillantes) que caía sobre sus ojos apartándolo detrás de la oreja.

Aquel gesto siempre despertaba mis instintos perentorios y me incitaba al pecado del sexo impulsivo. Me acerqué a ella andando a gatas por encima de la cama. Sonrió ante mi petición.

–¿Es que no puede una colocarse el pelo, que ya estás con lo mismo? –preguntó dejando la carpeta sobre el suelo.

–Dime que no lo estás deseando tú también después de seis horas de viaje en coche –respondí llegando a su lado y besándola en el cuello, debajo de la oreja.

Mi prometida suspiró y agachó la cabeza mostrando la nuca, dejándose hacer. Llevé su cabello hacia un lado y, abrazándola por la cintura, la besé con ternura en la garganta y sus hombros. Martina vestía una blusa azul que desabotoné después de sacar de la falda la parte inferior. Debajo llevaba una camiseta de tirantes negra ceñida a su torso en la que resaltaban sobremanera sus pechos hinchados por el embarazo y rematados por unos pezones que ya arañaban la camiseta tras el sostén. Así sus tetas entre mis dedos mientras mi lengua iba dejando rastros húmedos por su mejilla y su mentón. Martina ronroneaba gustosa y me rodeó el cuello con un brazo.

–Mierda, Juan… quería enseñarte mi parador y… ya me estás liando otra vez –protestó con voz titubeante–, así no puede ser.

Se giró hacia mí y nos besamos con pasión, dejando que la saliva desbordase entre nuestros labios. Me tumbó en medio de la cama, y se levantó, quitándose la camiseta y despojándose del sujetador. El aire acondicionado siseaba expandiendo una cálida brisa por la habitación. Sus pechos bailaron sobre su torso cuando se quitó la falda para no arrugarla dejándola en una esquina de la cama. No tuvo tanto cuidado con mi camisa y mis pantalones al quitármelos. Mi pene estaba ya preparado para lo que aconteciese y su figura tubular bajo el calzoncillo simulaba una morcilla, larga y escorada.

Martina me sonrió pícara sacándome el miembro del calzoncillo y llevándoselo a la boca. Comenzó a cubrirlo de una ración generosa de saliva espesa y caliente. Retrajo el prepucio descubriendo el glande y concentró los movimientos de su lengua sobre él. Levanté el culo para arañar su paladar con la punta ensalivada. Frotaba mis testículos con su otra mano como dos bolas chinas bajo el slip y me revolvía inquieto y preso de sensaciones placenteras que me contraían la espalda involuntariamente. Martina era una experta en provocarme un orgasmo rápido y sin miramientos, iba directa a provocarme un placer mayúsculo. Gruñí entre convulsiones y descargué mi semen en su garganta, que tragó mientras lo iba expulsando en chorros que sentía ascender por mi verga atenazada por sus hábiles dedos. Tragó hasta la última gota y me miró sonriente recogiendo con su lengua los restos de saliva que desbordaban por sus labios.

Me giré colocándola debajo de mí. La bajé el tenga enrollándolo sobre sí al sacarlas. Su sexo estaba cubierto por un matojo espeso de vello oscuro y brillante. Me arrodillé sobre su femineidad y abrí sus piernas, aún enfundadas en unas medias estampadas. Interné mis pulgares entre el vello, separando los pliegues de su sexo y una vaharada de lujuria me saludó naciendo de su interior. Lamí su almeja desde la base hasta el clítoris con un delicado aleteo de mi lengua y sus muslos temblaron de excitación. Hundió sus dedos entre mi cabello mientras humedecía con mi saliva su sexo, ya de por sí encharcado en su excitación. Martina gemía arañándome la nuca mientras aplicaba mi atención sobre la entrada de su vagina. Estimulaba su clítoris con los pulgares mientras hundía mi lengua en su interior. Comenzó a jadear con fuerza.

–Más rápido, Juan, más rápido, por favor –suplicó.

Interné un dedo dentro de su vagina y su vientre se contrajo, gruñendo satisfecha. Yo no quería que esta dulce agonía se prolongase. Quería enseñarme su hostal. Introduje otro dedo y martiricé su interior arañando las rugosidades superiores de su vagina. Martina se agitó contrayendo las piernas sobre mi espalda y clavándome las uñas en el cuello. Suspiró con furia y el orgasmo la invadió todo el cuerpo entre sacudidas.

Su cuerpo se fue relajando con lentitud. El vello alrededor de su almeja estaba empapado y apelmazado de nuestros fluidos formando bucles.

Me deslicé sobre ella besándola en los pezones oscuros y enhiestos, rodeados de enormes y negras areolas y la besé con ternura. Rodeó mi espalda y nos sonreímos recuperando la respiración.

–¿A que sienta bien el apaño? –pregunté.

Asintió con la cabeza sonriendo. Tenía la frente perlada de sudor, la mirada lánguida y su cabello descansaba revuelto sobre la almohada. Esa sonrisa suya me provocaba un sentimiento de ternura y amor que me impulsaba, sin poder evitarlo, a besarla sin concesiones, sin que ella lo pidiese, sin que ella lo solicitase.

Descansamos unos minutos más y a continuación nos dimos una ducha rápida. Los servicios de la habitación eran más pequeños que los del hotel donde habíamos vivido los últimos meses, así que, para poder caber los dos en la ducha debíamos juntar nuestros cuerpos. Nos enjabonamos mutuamente. Nuestros cuerpos estaban cubiertos de espuma blanca y, sin poder quererlo ni evitarlo, la esponja calló al suelo de la bañera y nos seguimos enjabonando con las manos. Aquello sólo tenía una dirección posible. La penetré por detrás mientras se inclinaba apoyada en la grifería. La hice el amor con dulzura y lentitud asiendo sus tetas bamboleantes. Nuestra piel recibía el agua caliente salpicando sobre nuestros cuerpos en movimiento. Jadeábamos al unísono, al son de las embestidas. Mi pene se hundía con vigor en sus entrañas mientras ella se estimulaba el clítoris con frotamientos certeros, vibrando sus nalgas con mis acometidas. Martina alcanzó el éxtasis antes que yo, gimiendo lastimosamente, con el cabello rojizo empapado y pegado a su cara. Yo continué con mis vaivenes sujetándola por las caderas para evitar que se derrumbase entre las convulsiones de su orgasmo. Cuando alcancé el mío, la erguí resbalando mis manos entre sus costados, ahondando en sus entrañas y hundiendo mis dedos en sus mullidos pechos. Su grito se ahogó al llenarse su boca de agua caliente.

Nos giramos y nos besamos entrelazando nuestros cuerpos, dichosos de tenernos el uno al otro.

–Como parece que es imposible hacer algo juntos aquí sin que terminemos follando como conejos, te destierro de la ducha hasta que mi coñito y mis tetorras estén bien limpias –me dijo seria pero esbozando una sonrisa señalándome con el dedo la puerta del baño.

Bajé la cabeza acatando su mandato. De todas formas yo ya estaba bien duchado. Me vestí de nuevo y la esperé sentado en la cama.

Martina emergió de la ducha desnuda, con la piel seca y brillante por el aceite corporal que se había aplicado por su cuerpo, incitador también, de innumerables goces pasados. Se vistió con un vestido oscuro de falda larga con un cinturón ancho en la cintura, más recatado que el que traía.

–Vamos, que te enseño mi parador, "El Señorío de Frundial" –dijo extendiendo la mano para seguirla.

Alrededor del patio central en el que la fuente seguía expulsando bajo la llovizna chorros de agua cristalina con un sonido reconfortante, se extendía un pasillo rodeado de columnas por el que se entraba a las habitaciones. Dos de las alas del parador estaban dedicadas a los huéspedes. En las otras dos estaban la cocina, el comedor, el salón de reuniones y una zona de relajación.

–Tenemos un jacuzzi y una sauna –me explicó Martina–. El jacuzzi es sólo una bañera cuadrada igual de grande que la del hotel de mi madre y la sauna es de un tamaño parecido; hay ocasiones en que hay varios días de espera para poder usarlos y otras en las que puedes entrar cuando te apetezca, no hay quien lo entienda.

Salimos fuera del parador y nos acercamos al cobertizo exterior, al lado del aparcamiento donde se guardaban las bicicletas y los utensilios de limpieza.

–Los caballos los tenemos en una cuadra al otro lado del pueblo –dijo al preguntarla por los animales–, una pastor del pueblo nos los cuida y alimenta bastante bien. Tenemos dos yeguas que esperamos tengan potrillos dentro de poco.

–Como nosotros, entonces –sonreí abrazándola.

Nos besamos con ternura y volvimos dentro del parador.

–Te voy a presentar a Roberto, nuestro cocinero. Ya son casi la una y debe estar en la cocina terminando los menús.

Al acercarnos a la cocina oímos un gemido lastimoso tras la puerta entornada y nos miramos sorprendidos.

Nos acercamos con sigilo al resquicio y descubrimos a Silvana en los brazos de un hombre alto y fornido, de cabello castaño, largo y rizado, recogido en una coleta. Estaban inclinados sobre el fogón y Roberto, según me susurró Martina, tenía una mano dentro de las bragas de Silvana ahuecando su sexo, que tenía su falda arremangada hasta la cintura. Roberto la besaba y mordía con fiereza en el cuello y ella lo arqueaba exhalando por sus labios entreabiertos gemidos de deleite, agitando sus caderas y ondulándose su cabello rubio platino con los movimientos dactilares del cocinero. Ella no se contentaba con ser objeto de placer: tenía un brazo en el interior de la camisa desabotonada de Roberto, que vestía un uniforme blanco compuesto de la camisa bajo la que Silvana arañaba la piel y un pantalón con la bragueta bajada por la que asomaba un pene erecto de dimensiones respetables que la mano de la directora friccionaba con experiencia. A los pies del cocinero yacía un mandil arrebujado que habría sido el primer obstáculo eliminado para que la pareja disfrutase de sus cuerpos.

–Si los dejamos se van a poner a follar sin remedio y la comida se va a retrasar –susurró Martina preocupada.

–Déjales diez minutos –la contesté apartándonos de la puerta entornada–, te aseguro que Roberto va a hacer mejor la comida con más alegría que si les cortamos el rollo ahora.

Martina me miró sonriente, asintiendo ante mi comentario, carente de posible discusión.

–Tienes razón, pero luego tengo que hablar con estos dos. No puede ser que se pongan a follar poco antes de servir la comida. Si se lo montan, así, sin preocuparse de las miradas ajenas, a saber dónde más lo harán. Si se enterasen los huéspedes

–Una de dos: o se quedan mirando como nosotros, poniéndose como motos, o se marchan asqueados pensando en cómo estará hecha la comida –terminé su razonamiento.

Cerramos la puerta con suavidad y dimos un paseo por el patio interior acariciando el roce de las piedras milenarias.

Media hora más tarde entramos al comedor. Había ya dos parejas en la sala comiendo. Parece que, por fortuna, había sido un polvo rápido. El comedor estaba formado por una docena de mesas cuadradas de roble macizo, grandes y de patas robustas. Candelabros de aspecto herrumbroso se alzaban en el centro de las mesas y las sillas tenían un respaldo alto y decorado con volutas y filigranas barrocas. Escudos heráldicos decoraban las paredes imprimiendo un ambiente plenamente medieval.

Una camarera, que Martina me contó era María, una de las ayudantes que lo mismo hacían las camas que servían la comida, se nos acercó y reconoció a Martina al levantar la vista de la libreta donde apuntaba nuestros platos.

María rondaría la veintena. Tenía una cara redonda donde destacaban unas mejillas encendidas como si la dueña tuviese un rubor perenne, un sofoco perpetuo. Unos ojos almendrados y profundos destacaban bajo unas cejas perfiladas. Una sonrisa formada por labios finos y anaranjados completaba un rostro enmarcado con un cabello largo y castaño que recogía en una trenza que le caía lujuriosa por la espalda.

–Buenos días, señorita Contreras –sonrió con dulzura. María vestía un uniforme compuesto de un vestido de falda larga y color bermellón con un generoso escote donde se aprisionaban dos enormes pechos turgentes y de piel blanquecina que se revolvían entre sí al caminar. Tragué saliva pensando en que al más mínimo sobresalto a María haría que alguna de esas tetas escapase del escote provocando suspiros entre los comensales masculinos (y femeninos).

Miré a Martina que tenía la vista fija en el uniforme de María. Estaba más sorprendida que yo ante tal alarde de carne pectoral mostrada. Se había ruborizado, igual que la camarera y tenía las orejas rojas, pero por encima de todo, sus ojos estaban fijos en la carne temblorosa que asomaba por el escote.

Martina se quedó muda, con la palabra en la boca, los labios entreabiertos. Tuve que pedir yo la comida.

María sonrió y se internó en la cocina después de llenarnos con generosidad la copa de vino.

Mi prometida seguía en la misma postura, como si María siguiese entre nosotros, la vista fija en el espacio que antes habían ocupado los pechos de la camarera. Se giró lentamente, inclinándose hacia mí.

–Dios de mi vida… –dijo entre susurros–, hasta yo me he excitado con esas tetas. ¿Se puede saber qué está pasando aquí?

–¿No habías visto los uniformes del personal? –pregunté divertido.

–Claro que sí, antes de abrir el hotel los elegí, pero no pensé que esos escotes, aunque… –Martina miró abajo pensativa–… hace unos meses recibí un memorándum de Silvana para cambiar el vestuario porque eran demasiado…joder… ¡pobre chica!

Martina hizo ademán de levantarse pero la sujeté por el brazo.

–Ahora no, cariño. Déjalo para luego. Comemos con toda la tranquilidad que nos permitan esos globos… –dije sonriendo. Martina no me devolvió la sonrisa, pero se acomodó de nuevo en la silla–…y luego ya veremos.

–Esto es la polla, de verdad –protestó –. Mi parador con encanto se está convirtiendo en un bar de alterne medieval de dos estrellas.

Nos miramos y no pudimos aguantar la risa que tratamos de mitigar sin éxito acaparando las miradas curiosas de las demás mesas.

Tomé un trago de vino para humedecerme la garganta, alzando la copa hacia Martina

–Por nosotros –dije.

Al tragar me di cuenta al instante del porqué de la fama del hotel en cuanto a su carta de vinos. Tenía el caldo un gusto dulzón y afrutado y al discurrir por mi garganta noté que me dejaba en el paladar un aroma amargo que me recordó a épocas antiguas, añejas.

–Es un vino estupendo –dije mirando la etiqueta de la botella, sorprendiéndome de que fuese un vino joven–, deja un poso en el paladar que te renueva por completo.

Martina sonrió complacida tomando un sorbo de su copa. También ella abrió los ojos y luego miró extrañada la botella.

–Coño, Roberto es el que elige el vino. Tengo que hablar con él. Necesitamos más de éstas.

Al cabo de diez minutos María, con sus pechos rebosantes, apareció con nuestros platos. Junto a ella, abrazándola, estaba Roberto, con el mandil puesto.

–Buenas tardes, pareja –dijo sonriendo. Había que admitir que Roberto tenía (además de un cuerpo donde se intuían unos músculos torneados) una sonrisa enigmática e irresistible, parecida a la de Silvana. Además, sus ojos oliváceos y acuosos, bajo unas gafas de cristales brillantes, redondeaban un rostro en el que era fácil perder la mirada.

–Espero que la comida sea de su agrado –continuó. Los platos contenían una ración de lechazo asado humeante de aspecto irresistible, igual que la sonrisa de Roberto.

–Tiene una pinta maravillosa –dije colocándome la servilleta. Nos llevamos una tajada a la boca mientras Roberto y María esperaban nuestra opinión. La carne estaba espléndida, jugosa. Miré a Martina asintiendo complacido. Ella me devolvió la mirada con expresión seria. Con los ojos me señaló hacia el mandil de Roberto.

Extrañado, aún masticando, eché un vistazo disimulado donde me señalaba Martina. El bocado se me atragantó en la garganta y necesité un trago de vino para hacerlo pasar. Bajo el mandil de Roberto se destacaba con inconfundible precisión una erección mayúscula que provocaba unas arrugas en el mandil que confluían en el miembro enarbolado del cocinero.

Volví a beber un trago de vino con premura intentando que no se notase demasiado mi nerviosismo, aunque la copa temblaba entre mis dedos y el vino se agitaba dentro como un diminuto mar embravecido.

–Está estupendo, Roberto –dijo al fin Martina con voz aflautada, forzando una sonrisa.

–Me alegro. Además, aparte de la celebración que vuestra boda y embarazo supone, y que no os quepa duda celebraremos por todo lo alto –dijo Roberto estrechando con fuerza a una María sonriente–, debo haceros partícipes de otra buena nueva: la boda de María y yo para el año que viene.

Debo admitir que aquel hombre sabía cómo impresionarnos. Martina y yo nos miramos mudos de espanto, sin disimular nuestra sorpresa, recordando la tórrida escena que habíamos visto antes en la cocina.

Fui el primero en levantarme y estrechar la mano de Roberto y besar en las mejillas a María, felicitándoles. Por fortuna, Martina me imitó al poco y me parece que quedamos, cuando menos, presentables.

Se alejaron agarrados de la mano, entre las palmas y vítores de la mesa cercana que había oído nuestra conversación.

Martina y yo nos miramos sin decir nada y comimos el resto de la comida en silencio. Ambos teníamos en mente una sola palabra que se iba repitiendo con más insistencia a medida que íbamos dando cuenta de la comida.

Problemas.

Cuando terminamos de comer, Martina insistió en volver a nuestra habitación enseguida para hablar del tema.

–¿Te imaginas qué pasará cuando María se entere de lo de Silvana? –preguntó sirviéndome una copa de vino. Había pedido dos copas y una botella que se llevó a la habitación. Cuando la pedí que pensase en nuestro hijo sólo me respondió "Lo necesitaremos".

–Bueno, en el fondo no es asunto nuestro, ¿no?

–En principio no –me señaló con la copa repleta de líquido granate–, pero en el negocio estas cosas suelen pasar factura.

Se bebió la copa entera de un trago y se la volvió a llenar.

–Tanto Roberto como María y como Silvana, son profesionales, sin tacha. A Roberto le conseguí después de pujar por él contra un restaurante de cinco tenedores. A Silvana la tuve que convencer de que la pasarela no era compatible con el de directora de un parador.

–¿Y María? –pregunté, bebiendo un trago de vino.

–Es la más normal de todos, se podría prescindir de ella con facilidad –sopesó Martina andando con rapidez por toda la habitación, de un lado para otro, con la copa en la mano.

–Pero Roberto iría detrás… –constaté.

–Y detrás de él, Silvana –terminó mi frase.

Martina se sentó en el borde de la cama mirando su copa de vino, haciendo agitar su contenido.

–Mierda, joder, hostia puta… –dijo en voz baja.

Se bebió el resto del vino de otro trago y se acercó a mí con paso decidido.

–Lo siento, pero necesito un polvo rápido –y me tumbó en la cama con rudeza.

Se desvistió con rapidez y yo hice lo mismo. No iba a decir que no, viendo cómo se iba al carajo su negocio, necesitando un momento de distracción.

Se arrodilló sobre mis rodillas asiendo mi verga y azuzándola con una sonrisa metódica. Tenía el cabello revuelto y una mirada siniestra, presagio de una penetración directa y sin concesiones al amor. Sus pechos se bamboleaban al son de las friegas que proporcionaba a mi pene que ya estaba enhiesto por completo.

Se irguió para introducírselo en su interior y cuando el glande ya estaba enfilado , directo a su vagina a medio lubricar, cayó derrumbada sin avisar a mi lado, presa de un sopor inducido por el alcohol.

La miré negando con la cabeza. El alcohol y el sexo no suelen ser buenos amigos.

La introduje con esfuerzos en la cama (uno nunca piensa que el cuerpo de una mujer puede ser tan pesado como el de un hombre) y la cubrí con la manta delicadamente. Tiempo habría más tarde de echarla la bronca por hacer estas tonterías con nuestro hijo gestándose en su interior.

Me introduje también dentro de la cama, junto a ella, escuchando el repiqueteo lejano de la fuente y el zumbido del aire acondicionado, y no tardé en quedarme dormido también. Sin embargo, desperté al cabo de casi una hora. Me dolía el cuello y la espalda me crujía acusando ambos el cambio de almohada y colchón. No parecía haberme sentado bien la siesta. Martina seguía dormida a mi lado. Había cambiado de posición y se había destapado. Yacía despatarrada, y su cuerpo abierto a la entrega me produjo un conato de deseo que reprimí con dificultad. Volví a colocarla encima la sábana y la manta. Se dejó hacer con una sonrisa y replegó sus brazos y piernas haciéndose un ovillo. La besé en la frente y agradecí a Dios el regalo que me había dado al estar junto a ella.

Me vestí de nuevo y salí de la habitación.

La fuente del centro del parador seguía salpicando agua con persistente entusiasmo. La lluvia había cesado y el brillo del sol hacía cantar a los pájaros. Caminé por los pasillos anchos y en donde las piedras arcaicas reflejaban el sonido del eco de mi caminar. Me crucé con una pareja de huéspedes que iban en busca de su habitación abrazados de la cintura y con miradas henchidas de pasión. Nos sonreímos y me topé con la zona de descanso del parador, donde se encontraban la sauna y el jacuzzi.

Decidí que era una buena ocasión para probar las excelencias de la ducha al vapor.

Dentro del vestuario reinaba el silencio. Sería el único en sumergirme entre cuatro paredes forradas de madera que encerrarían litros y litros de humedad vaporosa.

El pequeño cuarto tenía un banco que recorría tres paredes y en el centro una gran estufa de color negro expulsaba el vapor con un siseo casi inaudible. Regulé la temperatura a cuarenta grados y me recliné en un banco.

–¿Por qué no? –pensé, y me atreví a despojarme de la toalla que tenía anudada a la cintura, quedando desnudo.

El vapor envolvió la estancia con rapidez y comencé a sudar. Los músculos comenzaron a embriagarse de la relajación imbuida por el ambiente enrarecido. Mis miembros colgaron laxos y cerré los ojos para impregnarme de la quietud y tranquilidad que se adueñaban de todo mi cuerpo.

Fue entonces cuando un ruido me arrancó de la paz reinante. Escuché con atención y me tapé descuidadamente con la toalla, irguiéndome.

Otro ruido captó definitivamente mi atención. Solo que no era un ruido, sino más bien un… gemido.

Un suspiro amortiguado me confirmó mis sospechas.

En la sala contigua a la sauna estaba el jacuzzi. Seguro que una pareja inflamada de pasión estaba probando las excelencias del sexo dentro de un baño de burbujas, algo que ya había experimentado en numerosas ocasiones en la habitación del hotel de Belinda.

Cerrando los ojos y conteniendo la respiración, escuché débiles ruidos y unas palabras que no supe distinguir si procedían de un hombre, una mujer o su significado. La sauna era prácticamente hermética y no me era posible oír mucho más.

Sin embargo, entre las palabras y sonidos, creí diferenciar la voz de un hombre.

Me anudé la toalla a la cintura y salí de la sauna sin hacer ruido.

El ambiente exterior me envolvió de inmediato, tornándose gélido en comparación. Había hecho caso omiso de las más elementales normas de seguridad en una sauna. Mis tetillas se endurecieron y se me puso la piel de gallina. Me sequé con la toalla, habituándome al ambiente exterior pasado un momento y me acerqué en silencio a la sala anexa.

También tenía un pequeño vestuario al lado de la estancia donde se encontraba el jacuzzi. Me fijé que en el banco donde se colocaba la ropa de los usuarios del jacuzzi había tres uniformes que reconocí de inmediato como los de Roberto, María y Silvana.

Una sospecha se fue haciendo hueco en mi mente: María había descubierto el lío de Roberto y Silvana. La cosa no podía acabar bien.

Unas débiles risitas y un chapoteo tras la puerta me sacaron de mis pensamientos.

Mi desconcierto iba en aumento. ¿La pareja de prometidos y la amante juntos y riendo en una bañera de hidromasaje?

La puerta que daba paso al jacuzzi estaba cerrada. Giré el picaporte con cuidado pero constaté que estaba cerrado por dentro. Comprobé que la cerradura era simple, de cerrojo sencillo. Miré a mi alrededor y, junto a la ropa de María, vi un juego de horquillas. No me lo pensé dos veces. Doblé una de los alambres de la horquilla ayudándome con la pata del banco donde descansaba la ropa, formando una rudimentaria ganzúa. Recordé las veces que tuve que hacerlo cuando vivía con mi tía para poder mear por las noches.

No me fue difícil forzar la cerradura. Debía saber si los amantes y la prometida estaban bien. Nada bueno podía salir metiendo a los tres juntos en un jacuzzi.

Abrí la puerta con cuidado, agachado, una débil ranura me permitió otear el interior. La escena que presencié no podría haberla imaginado ni viviendo varias vidas.

La estancia era pequeña. Sobre un suelo de goma había, en el centro de la estancia la bañera cuadrada de la que Martina me había hablado. Dentro de ella estaban la directora, el cocinero y la ayudante.

Roberto dentro del agua, sentado, con los codos apoyados en el borde de la bañera y mirando al techo, mientras Silvana y María estaban arrodilladas sobre su entrepierna, aplicando sus lenguas sobre los testículos y la verga o besándose con evidente satisfacción. Entre el murmullo incesante de los chorros de agua borboteando por la superficie del agua, las dos mujeres se estaban aplicando en una mamada a dúo digna de un señor. Roberto gemía gustoso ante los abnegados lametazos de ambas féminas mientras el agua borboteaba entre sus cuerpos. Como ellas estaban de espaldas a mí, sólo podía contemplar sus traseros en pompa sobre los que la espuma que creaban los chorros del jacuzzi confluía en sus sexos abiertos. Ambas no permitían que el generoso regalo que estaban proporcionando a Roberto las distrajese de su propio placer y, emergiendo del agua con asiduidad como culebras, sus dedos frotaban sus respectivos sexos con movimientos acompasados entre ellas. Internaban uno o varios dedos en su interior y acariciaban sus anos expuestos en toda su magnitud.

Comprobé que mi pene comenzó a desperezarse aumentando su tamaño y emergiendo, igual que esos dedos, por debajo de la toalla que llevaba a la cintura. El espectáculo que estaba presenciando tras la puerta entornada era demasiado sugerente como para que mi propia libido lo ignorase.

Con una simple mirada entre ellas, se irguieron y Silvana se apartó sentándose junto a Roberto al borde de la bañera mientras la ayudante se inclinaba para sentarse sobre la verga del cocinero con su larga trenza sumergida en el agua. Se separó las nalgas con las manos y oteó su entrepierna mientras Roberto mantenía recto su mástil por la base para ser penetrada limpiamente. Sus pechos pesados oscilaron como dos campanas. La verga de Roberto se hundió en el interior de María y la perdí de vista.

María se apoyó en un borde de la bañera y en las piernas de Silvana mientras subía y bajaba sobre el sexo tieso de Roberto. Se había reclinado hacia atrás y sus pechos se desparramaban por sus costados bamboleándose como dos flanes.

Entre los gemidos y jadeos de la pareja de prometidos, Silvana, a su lado, se masturbaba sin perder detalle de la penetración. Con los dedos de una mano se había separado los labios de su sexo cubierto de vello pajizo y con la otra mano se frotaba su clítoris y la entrada de su vagina con movimientos circulares, enterrando varios dedos en su interior con suavidad para luego sacarlos y acercarlos a los labios de Roberto que los engullía con rapidez.

Mi pene estaba completamente erecto y la toalla, incapaz de sujetar mi excitado miembro, había caído al suelo quedando desnudo y enarbolado. Había empezado a masturbarme ante la escena y sabía que podía prolongarse durante un largo rato: a estos tres se les veía capaces de prolongar la sesión de lujuria hasta bien entrada la tarde.

Decidí que ya sabía bastante y que a partir de aquí mi presencia ya no podría excusarse en caso de ser descubierto.

Cerré la puerta y, como sabía abrir cerraduras pero no cerrarlas con una ganzúa, arranqué una hoja de papel de la libreta colgada de la pared donde se apuntaban las reservas y la colgué del picaporte, escribiendo "ocupado".

Me vestí sonriendo ante los acontecimientos presenciados que daban un giro de ciento ochenta grados a la idea que tenía sobre las relaciones de esos tres.

Caminé con premura hacia la habitación. Cuando cerré la puerta tras de mí, el ruido desperezó a Martina de su letargo.

–Mmm… dios, qué dolor de cabeza… ¿Dónde has ido, cariño? –preguntó al verme vestido. Se incorporó en la cama, apoyándose en el cabecero, aún desnuda y con los ojos entrecerrados.

–Vengo de la sauna con noticias frescas, Martina –y la fui contando lo ocurrido. Abrió los ojos con sorpresa con la boca abierta, pasmada igual que yo, mirando a un punto indefinido de la pared de enfrente:

–Por todos los… –dijo cuando terminé mi relato.

Llené mi copa de vino y Martina me pidió un trago. Necesitábamos algo para digerir el giro de los acontecimientos.

Mientras lo había ido relatando, me había excitado, hinchándose el bulto entre mis piernas. Martina no se perdió el detalle y, me devolvió la copa, sonriéndome melosa.

–Cuéntame de nuevo qué viste, Juan, sin omitir detalle –pidió mientras abría la manta, invitándome a entrar en la cama.

Sonreí contento recordando aquel primer día que la conocí. Apuré el vino de la copa y comencé a desnudarme

Ginés Linares.

gines.linares@gmail.com