Cien
Una mujer se abandona al encuentro sexual subvertiendo sus sentidos a la acción desenfrenada de aquel que la posee sin miramientos.
Tumbada sobre la cama, apenas deshecha de un destartalado hotel. No hubo tiempo para delicadezas, ni siquiera una ducha rápida. Apenas un par de besos sirvieron de preámbulo para acto seguido ser arrojada hacia el mullido colchón; la falda remangada en su cintura, su blusa entreabierta dejando al descubierto sus pechos y la ropa interior arrancada de un tirón.
Y pronto se ve con las piernas abiertas y el alma al aire, expuesta al hombre que besa sus muslos con gula mientras pellizca sus pezones con sus ásperas manos. Ella no piensa, se limita a dejarse llevar por las rudas caricias que poco a poco van encendiendo su pasión, arrancando quedos gemidos cuyo volumen aumenta cuando son unos expertos dedos los que entran en su sexo explorando su intimidad, tocando interruptores cuya existencia desconocía, haciendo que se derrame sobre ellos poco a poco.
Y es entonces cuando empieza a tener conciencia de donde está, de lo que está haciendo, pero ya es tarde. Podría parar si, pero ya siente el ariete de carne tan esperado por su sexo, deslizarse en sus entrañas con un ímpetu imparable.
Él la embiste sin compasión, ella intenta decirle que pare pero de sus labios solo salen suspiros y gemidos que animan a su pareja a ser más efusiva. No quiere estar allí y en su interior no comprende esa resistencia a ser poseída. Ella le buscó, le sedujo en el bar, y mientras le susurraba al oído las condiciones, introdujo en su bragueta su mano temblorosa insuflándola de vida con su rítmico movimiento.
Sin embargo, ahora, se siente prisionera en su cuerpo mudo, incapaz de mover un músculo; un altar de carne profanado por el falo duro que la horada sin cesar, acariciando su clítoris hinchado mientras las caras de la gente que le importa se aparecen ante ella. Puede ver sus gestos de enfado mutar en otros de desaprobación, ira, asco y desprecio, sucediéndose en una espiral vertiginosa, como un baile de espectros reunidos con el único fin de culparla por sus actos. Y aquello en lugar de coartarla, la excita, la invita a rodear con sus piernas la cintura del animal que la penetra para sentirlo más dentro. Quiere luchar pero no puede, salir de allí, huir muy lejos, pero su razón ya no tiene las riendas de su cuerpo y se limita a observar pasiva y angustiada cómo es follada sin medida, desde una cárcel de sensaciones y gemidos, cuyos muros no ceden a los golpes de la conciencia.
Su espalda se arquea incapaz de contener todo el placer que explota en su bajo vientre, cada embestida le arranca un hálito de vida, sus manos se aferran a las sabanas y su boca se abre con un desgarrador gemido que oculta un sollozo desesperado pues la razón ha escapado y, enloquecida, se alía con los remordimientos para destruir toda su conciencia, todos sus valores, su personalidad, su ser.
Y con la petit morte, llega la muerte de lo que fue. Y apenas queda un cascaron vacío sin voluntad, que ya estaba muerto desde que aquel desconocido, había introducido 100 euros en su bolso, junto a la barra del bar.