Chus, la cuenta atrás: episodio 8.

Chus entra en el club.

Ordenó meticulosamente, una vez más, la pequeña pero amenazadora pila de cartas anónimas que llevaba semanas recibiendo. Todo había sido rápido y repentino, pero tenía pruebas suficientes de que ellos lo sabían, y sabía que aquel último sobre con el ultimátum no era un farol. No era una intuición, no era un pálpito, tampoco un temor; Chus verdaderamente había recibido pruebas suficientes. ¿Cómo lo habían sabido? Poco importaba. No quería ir a prisión, pero mucho menos aún que aquello se supiese. Hacía dos meses que no era capaz de mirarse al espejo sin sentir asco, y sabía que, si debía soportar las miradas del resto como la suya propia, no podría soportarlo.

Había sido un accidente. Sí, de acuerdo, eso lo tenía nítido en su memoria. Pero también guardaba otras imágenes en su retina: el color azulado; la cara pequeña, diminuta, que solo ella veía; el rostro inocente de aquella otra que purgaría sus culpas. Chus no iba a aceptar el chantaje por evitar ir a la cárcel, y era probable, por el tono que empleaban ellos, que lo supieran; iba a aceptar sus dos años de condena a ser un simple trozo de carne, tres tristes agujeros, por evitar la vergüenza de sus actos. No la vergüenza del accidente, la vergüenza de su bloqueo, de su parálisis, y de haber dejado cargar a otra persona con su culpa. Iba a aceptar el chantaje, además, porque lo consideraba justo. Aquel castigo, pensaba ella, se ajustaba mucho más que la cárcel a lo que ella merecía. Llegaba a pensar incluso que aquel castigo le iba a su falta como un guante. Era un castigo cruel, abominable y desmedido; y además era un castigo que, como su falta, sufriría sola y en silencio. Quizá, pensaba, así podría doblegar su culpa.

Le restaban todavía cuarenta y ocho horas para agotar el plazo cuando, finalmente, resolvió respirar hondo, tomar el teléfono entre sus temblorosos dedos y marcar aquel número fatídico. Al otro lado de la línea, una voz aterciopelada, casi femenina, le dio precisas instrucciones. Al día siguiente, se presentaría en el lugar acordado, donde la someterían a un exhaustivo cacheo que, en cierto modo, anticiparía lo que vendría después.

Una semana después de aquel cacheo, de la toma de fotos y de clarificar unos últimos puntos cruciales -tienes una hija, María Jesús, y ahora que has aceptado nuestras reglas por voluntad propia, si cometieses cierto tipo de errores también le afectarían a ella-, finalmente fue subastada. La situación resultó peor de lo que había imaginado cuando le explicaron el procedimiento, y huelga decir que jamás había vivido -imaginado siquiera- algo tan denigrante en sus más de cuarenta primaveras. La exhibieron como vulgar mercancía, únicamente faltó que los interesados le examinasen las encías. Estaba allí de pie, sobre aquella tarima, rodeada de más de un centenar de ojos y cinco decenas de rabos tiesos, los de los hombres que pujarían por ella, a uno de los cuales pertenecería por completo en unos instantes. El individuo en cuestión, el afortunado, como muchos dirían al estrecharle la mano y felicitarlo por la compra, sería su dueño. Literalmente. Ella no sería, durante dos jornadas a la semana, más que un pedazo de carne sin voluntad, a merced de los designios de aquel que para ella vendría a ser un ente Supremo y al que debería absoluta obediencia.

Mientras pujaban por ella y las cifras iban subiendo y subiendo, otras muchas, en su lugar, habrían deseado que fuese tal o cual hombre quien ganase la subasta. Al fin y al cabo, pese a lo denigrante de todo aquello y aunque jamás fuese a sentir placer con su amo, no era lo mismo pertenecer a un joven sano y educado, a un anciano desdentado al que se le cae la picha a trozos o a un enfermo que hiciese con ella mil y una perrerías. Pero Chus ni siquiera alzaba la mirada, clavando en el linóleo sus hermosos ojos verdes. Poco le importaba en qué manos caer, pues no podía imaginar ya algo peor que el hecho de pertenecer a un hombre. Además, la única vez que levantó la vista del suelo, vio que pujaba por ella un mastodonte de casi dos metros, un hombre de mediana edad muy corpulento, que estaba completamente desnudo y, ya en reposo, lucía un descomunal aparato. En ese momento, la pobre Chus sí pensó que, quizá, no sería mucho pedir que no fuese un hombre así de dotado quien le estrenase el culo.

La subasta se la llevó un hombre de mediana edad que estaba obsesionado con las tetonas. Muchos se retiraron de la puja al pasar esta la barrera de los cien mil, puesto que Chus no tenía el mejor culo -quizá le sobrasen un par de kilos para el canon establecido, incluso en cuanto a la mujer con curvas- y, sobre todo, porque se veía a leguas que no era una guarrona, sino más bien un tanto mojigata. Chus tenía pinta de beatilla, de mujer casada por la Iglesia -así era, aunque actualmente estaba divorciada- y de, pese a tener una boca muy propicia, haberse comido pocas pollas. Pero lo que sí tenía eran unas tetazas -además de ser un bellezón y una mujer a todas luces inteligente, como ya indicaba su ficha-, unas tetas enormes que, si bien no serían las de mayor envergadura del club, no dejaban indiferente a ningún propietario, pues se situarían fácilmente entre los tres o cuatro mejores pares de tetas de aquella sociedad. Aquel hombre, el que sería su primer propietario -ella no sospechaba entonces que cambiaría de manos en más de una ocasión, ni por supuesto lo que alguna de las ulteriores transacciones le acarrearía-, pagó por ella la nada despreciable cifra de 195.000 euros, y quiso, como era habitual por otra parte, estrenarla de inmediato.

Así, un cuarto de hora después, Chus se hallaba en tetas y culotte, con su ropa hecha un ovillo sobre una butaca, arrodillándose ante aquel macho a quien ella ahora pertenecía de pleno derecho. Por si la situación no era ya de por sí dolorosa y humillante al extremo para ella, encima debía arrodillarse allí, ante un buen número de personas -pues su amo gozaba de exhibir a sus yeguas-, y realizar la primera mamada de su vida que no hacía por amor. Era, sí, la primera ocasión en que Chus, la pudorosa aunque siempre escotada -¡qué contradicciones las del ser humano!- maestra de escuela infantil, se arrodillaba a practicar sexo oral a un hombre al que no amaba. Las anteriores afortunadas habían sido la polla de su ahora exmarido, quien le insistía a menudo, sobre todo al principio de la relación, en que se la chupase, algo que ella veía denigrante y hacía solo por complacerlo, y la de su primer novio en la facultad, un joven del que había estado locamente enamorada y que se había matado en un accidente de moto, cuando apenas llevaban unos meses de relación.

Su nuevo dueño, sin duda, sintió el poder que le confería el tembloroso pulso de Chus cuando esta empezó, por orden suya, a pajearlo. Chus la meneaba con cierto ritmo, pero estaba aterrada ante la perspectiva de tener que practicarle a aquel desconocido una felación en público, lo que hacía que por momentos se descentrase de su tarea. Su amo, preguntándose ya si no habría hecho un pésimo negocio, le pasó la polla por la cara y le dedicó algunas palabras soeces, y el rostro contraído por el asco de la pobre Chus provocó las risas del personal. "Venga, puta, empieza a chupar", le dijo, a continuación, con tono seco y severo. Y Chus empezó a comerse aquella polla lo mejor que pudo. Intentaba recordar qué le resultaba estimulante a su ex, pero aquellas prácticas parecían no estar a la altura de lo que se esperaba en el club. Allí las mujeres se tragaban las pollas sin dificultad, las escupían y lubricaban, se las pasaban ellas mismas por el rostro; y todo aquello le quedaba muy grande a la buena de Chus por aquel entonces.

Tras correrse en su boca y taparle la nariz para que se tragase el semen, algo que hizo únicamente por humillarla, pues ella sabía cuáles eran sus obligaciones y su torpeza mamatoria no iba de la mano con pretender eludirlas, tras eyacular en su boca y obligarla a tragar una buena cantidad de esperma, su dueño le manoseó las tetas con una media sonrisa y dijo: "al menos estas dos me darán su juego". Era evidente que estaba avergonzado por su compra, y algunos propietarios se iban acercando a él y, tras ponerle la mano en el hombro, poco menos que le daban el pésame. Chus, por su parte, todavía arrodillada y con el amargo regusto a semen aún en la garganta, no pudo reprimir el llanto.

Al día siguiente Chus llegó al club para su segunda y última jornada semanal, mentalizada de que debía dar el máximo placer a aquel hombre y, poco a poco, ir mejorando sus artes sexuales si no quería pasarlo peor. En su primera experiencia ya había podido comprobar a lo que se exponía en sus carnes, pero también había visto cómo otros propietarios trataban a sus mujeres. Incluso una muchacha, una joven de apenas veinte años, se le había acercado y le había recomendado que mejorase, pues su propietario, le había dicho, no era de los peores. Le convenía que él estuviese contento y no pensase en venderla, pues había mucho depravado en el club esperando a hembras rebajadas con las que hacerse  a buen precio. Luego sabría que aquella joven pertenecía al brasileño, aquel maromo tan dotado que había visto durante la subasta. Chus había tomado buena nota del consejo, y llegaba ese día decidida a jugar su mejor baza, las tetas, y a hacerle una buena cubana a su amo.

Pero cuando llegó al club y se personó ante él, y tras desnudarse lentamente, como su macho le había requerido, Chus comprobó que si bien las tetonas lo perdían, no era lo único que le daba morbo. Pasados unos segundos, y estando ella ya completamente desnuda, su dueño la invitó a girarse, dándole la espalda. No tardó ni un segundo en comprender lo que ocurría, y para cuando sintió aquel líquido lubricante sobre su orificio, ya sabía que estaba a punto de ser sodomizada.

Chus, antes de decidirse a aceptar el chantaje de los sobres anónimos, había estado especialmente preocupada por este punto. El sexo anal, para una mujer católica y conservadora como ella, a pesar de ser también una mujer independiente y del siglo XXI, suponía una línea roja que jamás había siquiera sopesado franquear. Para Chus, las mujeres que entregaban en culo eran ni más ni menos que de dos únicas y posibles categorías: o bien prostitutas -de las cuales se compadecía profundamente, pues tenían que acceder a prácticas tan sumamente denigrantes como aquel acto-, o bien auténticas enfermas. A este respecto, Chus tenía una mentalidad muy clásica, y en su fuero interno consideraba que una mujer que dejaba que le diesen por el culo, incluso en el seno del matrimonio, era una guarra y una depravada.

Pero Chus sabía que en el club tendría que ofrecer el culo una y mil veces, tantas como su futuro dueño le exigiese, por lo que antes de ceder definitivamente al chantaje se había informado en diversos foros femeninos de internet sobre la mencionada práctica. Las experiencias de mujeres que relataban que llegaban al orgasmo por medio del coito anal, directamente se las saltaba. Entraban en el saco de las enfermas, guarras y degeneradas. Le interesaban únicamente los típicos hilos en que se hablaba de novios o maridos que querían probar el ano de sus chicas a toda costa, y en los que las protagonistas explicaban sus diferentes experiencias: por medio de qué ungüentos o estrategias sexuales preliminares evitar el dolor al ser analmente desvirgadas, cómo colocarse con la espalda ligeramente arqueada para ser más fácilmente penetradas, si consideraban -una vez pasada la experiencia- que la práctica era denigrante para ellas como mujeres, etc. Esto último era lo que más la obsesionaba, pues para ella el sexo anal era algo sucio, antinatural, un acto atroz consumado por un conducto oscuro, concebido para evacuar y nunca para recibir. Un orificio de muerte y no de vida.

No obstante, todo ocurrió deprisa y sin apenas dolor. Tenía, obviamente, un ojete muy estrecho, pero entre el lubricante y que su macho le había horadado primero el orificio con un dedo, apenas tuvo que reprimir un par de gritos ahogados de dolor cuando él la penetró. Después, poco a poco, el hombre fue tomando ritmo. Llegado un punto, ya la embestía generosamente, pero afortunadamente su miembro era de un tamaño bastante normal y podía soportarlo. En todo caso, lo que peor llevaba, mientras la montaba, era ese sentimiento de suciedad y aberración, el cual se inflamaba por los insultos con que su dueño la obsequiaba mientras se la hincaba.

Al fin se corrió, para lo cual retiró la polla de su orificio y la obligó a arrodillarse ante él. Se descargó en su cara, con una corrida abundante. Era la segunda vez en su vida que alguien se corría en su rostro, otra práctica que le resultaba harto humillante para ella como mujer. Al fin y al cabo, el hombre, erguido, descargaba aquel líquido viscoso directo de sus pelotas en la cara de la hembra quien, arrodillada, debía servir de recipiente para aquellos residuos seminales que marcaban a la receptora de vergüenza, asco y oprobio. Después, para su sorpresa, aún hubo de limpiarle el miembro a su dueño, algo que acababa de apostillar su más absoluto sentimiento de inmundicia. "Ya está", pensó cuando él se retiró a darse una ducha, "ya ha ocurrido. Ya soy una cualquiera".