Chus, la cuenta atrás: episodio 7.
Todo tiene un porqué.
Son las 14:25 y nadie ha llegado todavía para recoger a la pequeña Claudia. Su maestra, una morena de cuarenta y pico años que hoy luce un escotazo de vértigo porque ha decidido volver a quererse, porque esta mañana necesitaba sentirse sexy de nuevo, espera inquieta a que aparezca la madre de la niña. La espera se hace especialmente difícil no porque tenga hambre -tiene el estómago cerrado- ni tampoco porque la esperen para comer. Ni siquiera tiene apuro por irse a descansar tras una intensa mañana de trabajo. No. Lo que ocurre es que uno de los pequeños se ha atragantado esta mañana y no ha podido salvarse. De hecho, hace apenas una hora la entrada a la escuela estaba taponada por una ambulancia, que retiraba el cuerpo sin vida del alumno, de apenas tres años, que estaba a su cargo. Estaba a su cargo pero, por alguna extraña razón, todos supusieron que estaba a cargo de Cecilia, una compañera, e incluso la propia Cecilia asume su culpa, pues está en shock y solo sabe que llegó cuando ya era tarde, sin tener claro si era o no su guardia. Chus, la morenaza del escote, en cambio, sabe que era ella quien estaba al cargo. Es más, estaba presente, o eso cree, pues para ella es todo también un tanto confuso, cuando ocurrió la desgracia, solo que no fue capaz de reaccionar y, como por encantamiento, nadie reparó en su presencia al entrar en el aula ante los primeros llantos del resto de infantes. Luego todo fue caos y ahora, mientras espera, porque alguien tiene que esperar, claro, y ya solo faltaba que ese día se les quedase una niña desatendida, Chus intenta recomponer los hechos. No tiene dudas, la culpa ha sido suya. Pero ella, siempre tan cristiana, siempre tan honesta, está absolutamente bloqueada y por su cabeza no pasa el hacer una confesión. "Al fin y al cabo, ha sido un accidente", piensa, pero de inmediato se enmienda: "no, ha sido un error imperdonable, pero ahora ya ha ocurrido". Puede parecer insensible o carente de empatía, como mínimo una irresponsable, pero quien de verdad conoce a Chus jamás la describiría sino de un modo absolutamente opuesto.
Al fin llegan a por la niña. "Viene su tío", piensa al verlo, "joder, encima justo hoy está hablador", cavila mientra él se disculpa por el retraso. Su escotazo, que a duras penas recoge semejantes ubres, acapara de manera continua e infructuosamente disimulada la mirada del hombre. Instintivamente, Chus se cierra la chaqueta. Se tapa el escote, no está ya para sentirse sexy, y con ese gesto le cierra la puerta a la mirada de un hombre que se irá humillado, empalmado y obsesionado con ella, con sus tetas y con lo que ahora mismo juzga como "un jodido pedazo de carne", e incluso como a "una zorra de mierda calientapollas que se merece un buen escarmiento". Pero él jamás podría hacer nada al respecto. Es tímido, y también un cobarde. A duras penas ha hablado hoy con María Jesús, la porfesora de su sobrina que tanto le atrae, y el corte por parte de esta al cerrarse la chaqueta cuando él -creía que con disimulo- le miraba esas tetas que tantas veces eran objeto de sus pajas nocturnas, el tono seco que emplea Chus con él aquel mediodía, la situación en sí, no tendría mayores consecuencias jamás de no ser porque el destino es caprichoso y se darán los azares necesarios.
El tío se lleva a la sobrina, tras explicarse por el retraso. "Me avisaron hace apenas cinco minutos". Y la morena se queda pensativa, destrozada, sin poder quitarse al niño asfixiado de la cabeza, mientras se repite que fue un error, un accidente, ambas cosas, ninguna de ellas. De camino a casa, el cual hoy hace a pie a pesar de la distancia, recuerda la mirada del hombre y su vergüenza, su súbito enrojecimiento cuando ella le vetó sus tetas con aquel institivo movimiento de brazos, con aquel cerrarse la cazadora sobre el pecho. "Lo abrazaría", piensa. "Ahora mismo abrazaría a quién fuese". Y se va sola, a su casa, donde no la espera nadie que contemple su escote, ni tampoco nadie a quien contar su culpa, lo del niño, lo del agujero por el que se desagua su vida.
Con el paso de los días, toma consciencia de que no es capaz de quitarse su mirada de la retina. La del niño, por supuesto; pero también la del hombre. Al fin y al cabo, él solo le miraba las tetas. Mejor eso que ponerse azul, a los tres años y por su culpa, y mirarla directamente a los ojos.