Chucherías

Cómo el azar forma un dulce hogar...

Chucherías

1 – El guardián

Tenía por delante 15 días de vacaciones y ningún sitio a donde ir ni con quién ir. Sólo de pensar en quedarme en casa descansando o en salir por las tardes de compras y por las noches a ligar, se me quitaba el sueño. La primera noche no salí; necesitaba descansar, pero no podía pegar un ojo y así fui viendo pasar en el reloj la una, las dos las tres… A las cinco, en un impulso, me levanté angustiado. Tenía que hacer algo. Encendí todas las luces del piso y me tomé un café de pie en la cocina. Y, mirando a unos cuadros, me vino a la mente la idea de coger el coche y salir para cualquier sitio. Daba igual. Cogí una maleta y metí todo lo que creí que podría hacerme falta, incluso el bañador.

Me abrigué bien y salí guiándome al azar por algunos puntitos del GPS hasta salir a una autovía que me llevaba al Este. Recorrí muchos kilómetros hasta que empezó a amanecer y tomé la primera salida que vi. Llegué a un pueblecito entre montañas no muy altas. Los bares ya estaban abiertos y dejé el coche en una plaza pequeña para tomar café en un bar sin perderlo de vista.

Había algunas personas desayunando; supongo que de allí iban a su trabajo. Se acercó un camarero muy joven todo vestido de blanco y, muy amablemente, me preguntó qué deseaba. Le pedí un café y una tostada que estaba viendo a mi lado; muy cerca. Parecía estar deliciosa. Le dije que si podía sentarme un rato en una mesa, junto a la ventana, y se ofreció a llevarme el café y la tostada. Allí sentado, observé que no había casi nadie por las calles. Unos setos de bellas flores y unos bancos, daban paso a una callejuela estrecha que terminaba en la iglesia y un chaval muy abrigado comenzaba a abrir un pequeño kiosco que quedaba a la derecha de la placita.

Me tomé el café y comprobé que no me había equivocado eligiendo aquella tostada; estaba todo delicioso. Y como después de un desayuno de ese estilo me era imposible perdonar un cigarrillo, saqué la cajetilla y el mechero. Afortunadamente me quedaba un cigarro. Lo encendí y lo disfruté viendo cómo amanecía, de aquella placita tan cuidada y de cómo aquel joven iba quitando los paneles de su tiendecita, quizá para aprovechar el día al máximo. Arrugué la cajetilla de tabaco y pensé en ir al kiosco a comprar otra. Me levanté tranquilo, pagué mi desayuno y, abrigándome bien salí a la calle.

El joven ya se había metido en su puesto esperando al primer cliente y… ese fui yo.

  • ¡Buenos días! – le dije -; dame un paquete de Habanos, por favor.

  • ¡Buenos días! – contestó asomado entre bolsas de caramelos -. Tendrías que darme el importe. Me es obligatorio sacarlo yo mismo de la máquina. Ya sabes… las leyes

  • No importa – le dije - ¿Cuánto tengo que darte?

  • El problema no ese – se mordió los labios -, es que en la máquina no tengo Habanos. Casi nadie los compra porque es muy fuerte y caro.

  • ¡Joder! ¡Vaya por Dios! – miré a mi alrededor -; pues… otra marca que se le parezca… No sé… Ducados.

  • No, no, espera – me dijo muy amable -; si estás pendiente un minuto de esto, voy corriendo a casa y te traigo un paquete. Allí tengo. Es sólo un minuto.

  • ¡Ah, pues muchas gracias! – le sonreí -, no me importa vigilar esto, pero ya que vas, tráeme un cartón completo.

  • ¡Son 29 euros! – exclamó - ¿Lo sabes?

  • Sí, sí – le dije -, es que fumar de otro no me gusta y mejor compro diez y así no tengo que estar pendiente de que se acabe.

Salió del kiosco y mientras corría, me dijo: «¡No tardo nada!».

Al instante llegaron dos chicos muy jovencillos.

  • ¿No está Juan? – me preguntaron -.

Supuse que Juan era el joven del kiosco, así que les dije que vendría enseguida y se pusieron a mi lado.

  • ¿Viene usted también a comprar?

  • Sí, chicos – les dije -, por eso estoy aquí al cuidado, porque no tenía lo que le he pedido y ha ido a buscarlo.

  • ¡Pues nosotros vamos a comprar dos euros de petardos! – dijo uno misteriosamente.

  • ¿Dos euros? – exclamé - ¿Y en qué sitio vais a hacer explotar todo eso?

  • ¡Pues por las calles! – dijo uno como si eso fuese natural -; ahora con las fiestas está casi todo el mundo fuera. Menos mal que Juan abre temprano y todos los días.

  • Sí – les dije -, es muy temprano; también para venir a comprar petardos ¿Queréis unos caramelos? Elegid una bolsita de ahí.

Se miraron extrañados y me miraron luego a mí.

  • ¿Nos los regala usted, señor?

  • ¡Claro! – le pellizqué la nariz a uno -; os vais a gastar los dos euros en petardos ¿no? ¡Mirad! ¡Ahí viene Juan!

Llegó Juan corriendo con varios cartones de tabaco y entró en la casetilla.

  • ¡Ea! ¿Ves? – dijo ahogándose -, ya estoy aquí. Toma tu cartón de Habanos.

  • ¡Gracias Juan! – le dije - ¿Cuánto me dijiste?

Se asomó entre los caramelos asombrado y se quedó mirándome.

  • ¿Cómo sabes que me llamo Juan?

  • Pues… ¡Mira! – señalé a los pequeñines -; ellos me lo han dicho. Dales una bolsa de lo que les guste y me la cobras.

  • ¡Dos euros de petardos y… - me miró uno de ellos con timidez – una bolsita de gominas!

  • ¡Ay, Dios mío! – exclamó Juan -, estos críos empiezan demasiado temprano a hacer ruido.

Vi los ojos de Juan brillar y una mirada que se le escapó hacia mí y agachó la cabeza para disimular lo indisimulable.

  • ¡Adiós, petardos! – les gritó - ¡Mira que venir a estas horas!

  • Sí – le dije -, es muy temprano y me han dicho que hay poca gente en el pueblo.

  • Así es – contestó -, pero ya abro por costumbre, creo.

  • Ammm… verás, Juan – le dije -, me llamo Esteban. Te invito a desayunar ahí.

  • Bueno… - dijo en voz baja -, ya he desayunado hace un rato, pero… ¡Vale!

Desde el bar se veía su negocio y estuvimos allí casi una hora tomando café y charlando y no se acercó nadie a comprar.

  • ¿Qué haces ahí metido con el frío que está cayendo? – le dije -. Si no tienes negocio… descansa unos días.

  • Verás, Esteban – suspiró -, es que apenas me llega para vivir y no es cuestión de cerrar tantos días.

  • ¡Yo te los pago! – le dije sonriendo -. Descansa y nos vamos por ahí. A donde quieras.

Se echó a reír y cada vez, con sus gestos, me parecía más guapo. Comenzó a darme la sensación de que se fijaba en mí y, además, no le molestaba nada de lo que le dijera.

  • No me gustaría quedarme encerrado en casa descansando – dijo meditabundo – pero… no quiero abusar de ti. Me parece una invitación precipitada, aunque la verdad es que prefiero hacer las cosas sin hacer antes muchos planes.

  • ¿Te vienes entonces? – me acerqué a él insinuante - ¡Elije el sitio! El que tú quieras.

  • Me gustaría… ir a la ciudad – dijo -, pero me parece que vienes de allí ¿no?

  • Sencillamente, Juan – lo miré profundamente -, no quería estar solo. No me importa volver si es contigo.

Sus piernas se movieron bajo la mesa y se pegaron a las mías y me pareció que hizo el intento de cogerme una mano, miró a su alrededor y la retiró.

  • Yo tampoco quiero estar solo. Me voy contigo. Déjame cerrar eso y poner un cartelito.

  • ¡Claro, claro! – estaba emocionado -; es temprano.

2 – El regreso

Se levantó muy contento y le pidió al camarero de blanco el material para poner un cartel en su kiosco donde dijese que estaría cerrado durante las fiestas. Aquello me emocionó aún más. Yo pensaba que iba a venirse conmigo dos o tres días, pero eso de «cerrado durante las fiestas» significaba hasta dos semanas. Me sentí emocionado. No entendía cómo había hecho aquel viaje sin rumbo para encontrar a alguien que de verdad quería estar conmigo.

  • ¡Mira! – me dijo -, ya he escrito el cartelito ¿Me ayudas a ponerlo?

  • ¡Por supuesto! – le dije sonriente -; y te ayudaré a cerrarlo bien y si necesitas ir a tu casa a por cosas, iremos en mi coche; es ese que está ahí.

  • ¡Joder! – exclamó -. Debes tener mucho dinero

  • Es de segunda mano – le aclaré -, pero está como nuevo.

Pusimos el cartelito de cerrado en el kiosco y corrimos hacia el coche. Hacía mucho frío. Cuando entramos y nos sentamos, me puso la mano en la mejilla.

  • Tengo las manos heladas – exclamó -; no tengo guantes.

  • Es igual – le dije acercándome a él -; entraremos en calor dentro de un rato.

Fuimos a su casa. Era humilde, pero muy bien cuidada. Cuando cerró la puerta antes de preparar su equipaje, se volvió hacia mí sonriente y se acercó bastante. Pensé que íbamos a empezar a calentarnos, pero hizo la maleta en un momento, se acercó a mí y me cogió de la mano: «¡Ya podemos irnos!».

Salimos del pueblo muy despacio y la calefacción empezó a funcionar. En una curva donde los pinos hacían un pequeño túnel sobre la carretera, comenzó la aventura que yo no podía imaginar. Su mano izquierda se puso en mi hombro y fue bajando despacio por todo mi brazo hasta mi mano, que estaba sobre la palanca de cambios, y la fue acariciando lentamente. Yo no dije nada ni quise hacer nada, pero vi cómo se echaba sobre el cabezal y me miraba sonriente. Luego, acercó su cara a la mía y me besó en la mejilla.

  • Juan – le dije -, me encanta lo que haces, pero ten cuidado que voy al volante.

  • ¡Para un momento, por favor! – contestó - ¡Aquí, bajo estos árboles!

Paré allí, casi fuera de la carretera porque no había arcén y sus dos manos, más cálidas ya, se posaron en mis mejillas y le sonreí.

  • ¡Qué guapo eres, coño! – me salió del alma -.

Acercó su boca a la mía y nos besamos cada vez más excitados.

  • ¡Espera Juan! – le dije -; comprendo tus sentimientos como comprendo los míos, pero preferiría volver a casa lo antes posible. Me parece que te deseo tanto como tú a mí.

  • Eres muy guapo, Esteban – dijo -, en cuanto te vi me di cuenta de que me atraías y hubiera hecho una locura sólo por acariciar tus manos.

  • Pues puedes hacerlo y… supongo que yo también

  • ¡Vamos! – dijo mirando al frente -. No esperaba este regalo.

A pesar de que le advertí de que iba conduciendo, no dejó de acariciar mis manos, mi cabeza y mis piernas, pero no quiso ponernos en riesgo y sólo esparció unos cuantos bellísimos besos en mi mejilla. Mi única respuesta no podía ser otra que una sonrisa. Mi mano, en cierto momento, se desplazó de la palanca de cambios a su pierna y lo acaricié deseando que el camino no se nos hiciera largo.

Cuando llegamos a la ciudad, le vi mirar a un lado y a otro y le advertí de que llegábamos a casa. De pronto, puso su mano sobre mi pierna y dijo:

-¡Para, para, Esteban!, tengo que bajar un momento, pero no tardo nada.

Paré el coche y le vi irse al kiosco grande que había en la esquina. En poco tiempo volvió con una bolsa llena de golosinas.

  • No sólo las vendo – dijo -, también las como ¡Sigue!

3 – Home Sweat Home

Entramos en casa con las maletas y fui encendiendo luces conforme pasábamos al dormitorio.

  • ¡Mira, Juan! – le decía -, eso es mi estudio y eso el baño. Este es el dormitorio; tengo una cama bastante ancha para los dos.

  • No pensaba que me ibas a dejar dormir en otro dormitorio – dijo sonriendo -; ya sabes que quiero estar contigo, no solo.

  • Ni yo quiero estar sin ti. Deja ahí la maleta y sacaremos las cosas.

  • ¡Vaya! – miró hacia todos lados -, no es demasiado grande, pero es un piso muy bonito.

  • Podría servir para dos – le dije insinuante -, pero estoy solo.

  • ¡Bueno! – contestó -, ya has visto la cuadra donde yo vivo.

  • ¡No digas eso! – me puse serio -; puede que sea modesta, pero es digna. Es una casita de pueblo.

  • Cuando he entrado aquí

Se quedó callado y me acerqué a él y unimos nuestros cuerpos mirándonos muy de cerca.

  • ¿Qué pasa? – pregunté extrañado - ¿Te sientes incómodo?

  • No. No vas a creerme – dijo apretándome -, pero he pensado que… esta era mi casa.

Nos besamos ansiosamente, pero acariciaba mi cabeza siempre con suavidad y no puso la mano en otro sitio, sino en mi cintura. Al terminar aquel beso profundo, le hablé:

  • No te conozco para ofrecerte nada, Juan, pero aquí hay mucho trabajo y te daría más dinero que en el pueblo. La cuestión es que no nos conocemos. Dejemos pasar estas fiestas juntos; conozcámonos y, si es tu deseo, quédate conmigo, pero nunca te deshagas de tu casa ni de tu negocio pequeño; tal vez un día quieras volver.

  • No volvería ya jamás – dijo acariciando mi pecho -, pero tienes razón. Conozcámonos antes. Imagina que nos enamoramos para siempre ¡Lo deseo tanto! Tendríamos también una casa en el campo.

Me separé de él despacio y sonriendo. Me parecía tan bueno, tan sincero, tan cándido, que comencé a pensar que nunca iba a poder apartarme de él.

  • ¿Te apetece que nos duchemos y nos cambiemos? – cambié de tema -. Podríamos dar una vuelta por aquí. Ahí detrás hay cosas muy bonitas que ver. Te lo enseñaré todo.

  • Ahora – dijo mirándome tímidamente -, me gustaría verte como eres, ya sabes… Vamos a la ducha mejor y déjame tenerte en mis brazos, por favor.

  • Sin favor, Juan – volví a abrazarlo -, yo deseo lo mismo que tú.

Comenzamos a desnudarnos el uno al otro.

  • Esto es… - dijo -, como abrir un regalo; como ir destapando una caja de sorpresas.

No sólo me gusta tu cara y tu mirada y tus gestos – le dije -. Ya voy viendo otras cosas muy bonitas.

Finalmente, llegó para los dos el momento de más sorpresa. Lo noté en su mirada y en su sonrisa. Decidimos quitarnos cada uno nuestros propios calzoncillos, pero no perdíamos de vista lo que se nos presentaba enfrente. Los dos estábamos empalmados y su mano agarró con fuerzas mi polla.

  • Estaba deseando de tenerla – sonrió -; la imaginaba así. Me gusta.

  • La tuya no se queda corta – se la acaricié – y te lo digo con doble sentido.

  • Sí, Esteban – contestó -; no la he usado mucho, la verdad, pero siempre me han dicho que es muy larga.

  • ¿Quieres que la midamos? – reí -; me parece que casi llega a los 20 centímetros.

  • Oye, Esteban – cambió la conversación - ¿A ti qué te gusta hacer y qué te gusta a ti hacer? Me refiero al sexo… ya sabes

  • Me gusta todo, Juan – le dije -, si dos personas se atraen o llegan a amarse, no creo que ninguno de ellos sienta vergüenza o asco del otro ¿no?

  • No lo sé – dijo casi meditando -, he visto pasar a muchos jóvenes buenísimos por mi kiosco, pero siempre he acabado comiéndome unos dulces y haciéndome una paja solo en casa. Mis pocas aventuras reales han sido siempre con gente de fuera del pueblo. No conoces bien lo que es un pueblo… Además, allí no hay nadie que me guste. Pero tengo mis fantasías y siempre pienso en tener en mis manos una polla como la tuya y en que alguien me la toque, aunque sea sólo tocarla, pero la verdad es que cuando te vi se me quitó el frío y en un momento, en un segundo, pensé que estaría dispuesto a cualquier cosa si me lo pidieras.

  • No, no – contesté -; no voy a pedirte nada. Tú haz lo que realmente te apetezca y yo haré igual. Yo creo que los dos pensamos en obtener placer, es lógico, pero creo que pensarás como yo en que, hacer feliz a quien te gusta y está pegado a tu cuerpo es importante.

  • ¡Y tanto! – exclamó -. Estaría dispuesto a darte placer aunque no me tocases siquiera.

  • No digas eso – tiré de él y lo apreté a mí -; hagámonos felices uno al otro no sólo con el sexo, sino con miradas o, sencillamente, estando cerca ¡Bueno! Vamos a la ducha calentita.

La ducha fue nuestra primera toma de contacto. Besos, abrazos, caricias y unas mamadas que remataron aquella corta aventura. Nos secamos bien y nos echamos en la cama a charlar. No tuvo que pasar mucho tiempo para que los dos estuviésemos listos para otra corrida. Esos polvos del principio fueron bastante normales. Se notaba que Juan estaba un poco verde o un poco cortado, pero la cosa fue cambiando en un par de días.

Lo llevé a dar unos paseos y a ver cosas. Siempre que íbamos en el coche me acariciaba la mano o los cabellos o la pierna… esos gestos que, normalmente, nunca se acaban en una relación. Pero al volver a casa nos volvíamos locos.

Por fin, una noche al acostarnos desnudos, comenzamos a acariciarnos y traté de meter aquella verga tan larga en mi boca, pero me era muy difícil. Aún así, él se sentía feliz con cualquier roce, con cualquier gesto.

De pronto, se levantó y cogió la bolsa de gominas, se acercó a mi polla y tiró hacia afuera con cuidado de mi prepucio. En aquel hueco metió una gomina y fue tirando con cuidado dos veces más. Era extraño ver la punta de mi polla abultada, pero me imaginaba lo que iba a hacer. Comenzó a lamerla por fuera hasta que abrió la boca y se tragó todo aquél bulto. Fue desplazando el prepucio hacia abajo y mientras me la chupaba, también chupaba aquellos dulces. Estuvo un buen rato mamando mientras yo le acariciaba desde la cabeza hasta la espalda: «¡Espera, espera, Juan. Quiero aguantar un poco antes de correrme!».

Se subió hasta mi lado con la boca aún llena de dulce y nos besamos pasando las gominas de una boca a la otra mientras nuestras lenguas jugaban con ellas.

Se volvió luego sobre la cama y tiró de mí. Me eché sobre él, lo besé desde los muslos hasta el cuello y mi polla comenzó a hacerle un masaje mientras buscaba la entrada a aquel cuerpo maravilloso que me esperaba. Al fin, sin ayuda, comenzó a entrar y Juan soplaba aguantando un poco el dolor.

  • Si te duele, me lo dices.

  • No, no – dijo -, me gusta así. Sigue, sigue. Empuja más.

No fue difícil penetrarlo hasta el fondo, me eché sobre él y nos besamos un rato. Luego empecé ya a moverme y comenzó a tirar con una mano de mí. Yo comencé entonces a sacarla casi hasta afuera y él tiraba rápidamente hasta que mis huevos golpeaban los suyos. Aguanté lo que pude y le avisé de que ya no podía más.

  • ¡Lléname de tu leche; lléname de ti!

Me corrí con un placer muy largo. El placer de estar con alguien que no sólo te gusta. Estaba comenzando a sentir a Juan como una parte mía.

Aunque cuesta un poco de trabajo si te has corrido, me puse yo entonces para que me penetrara. Se untó la polla con saliva y comenzó a meterla. A pesar de haberme corrido ya, era tanto el placer, que volví a ponerme a tono. Notaba tanta polla dentro de mí, que me satisfacía de una forma especial. No había dolor; sólo placer. Noté que se corrió porque sus chorros calientes de leche golpearon mi interior y dejó de moverse poco a poco.

La sacó despacio y nos quedamos derrotados en la cama. Se rió.

  • Pensaba que nunca iba a encontrar a alguien que verdaderamente me hiciera vibrar – dijo -; es verdad que no me considero feo, pero un pueblo no es el mejor sitio para ligar… y, de pronto, apareces tú como por arte de magia.

  • No eres nada feo – le dije - ¿Quién te ha dice esas cosas? Lo único cierto es que ligar en un pueblo es muy difícil, si no imposible.

  • No sé si voy a poder volver allí – casi lloraba hablando -; cuantos más días pasen, menos voy a poder estar sin ti.

  • Es que no te vas a ir, Juan – dije muy serio -; desde ahora cuenta con este hogar como tuyo y conmigo como tu pareja. Me quedan varios días de vacaciones. Nos iremos dos o tres días al pueblo; los que necesites. Recoge todo muy bien, traspasa el kiosco… ¡Haz lo que quieras! Cuando volvamos, te llevaré a un sitio donde tienen trabajo para ti, pero si quieres hacer el papel de amo de casa… ¡Tú decides!

  • Ya lo he decidido – me extrañó lo que decía -; voy a hacer lo que tú me digas. Me voy a entregar a ti. Estaba muerto y me has dado vida. Te la debo.

  • Habrá que comprar más dulces