Chota

Chota es un hombre horrible... ¿Y qué?

Eran las ocho de la mañana. Como un día cualquiera desde hacía más de veinte años, Marino se levantó de la cama somnoliento, y preparado para los quehaceres diarios de una vida monótona.

Y como tantas otras veces, la seda de su camisón de dormir mostraba la silueta de su virginal aparato, ahora en erección, a causa de un trepidante e intenso sueño ocurrido la noche anterior. Sus treinta y tres centímetros de envergadura no hubieran supuesto ningún problema a la hora de buscar pareja. Pero para Marino la cosa no era tan fácil.

Era feo. Su cara difería vagamente de las bases establecidas de las caras humanas corrientes. Tenía los ojos muy pequeños, y donde normalmente habría habido un iris y una pupila no había sino un espacio blanco amarillento. No era ciego, cosa misteriosa para él.

Tenía orejas gigantes cual elefante africano, unos labios que se caían a pedazos y una nariz con solamente un agujero central, haciéndolo verdaderamente horrible.

Su cuerpo tampoco era para compensar lo dicho antes. Tenía un poco de joroba y andaba siempre encorvado. Era bajito y andaba arrastrando los pies, a consecuencia de una única uña que ocupaba los dos pulgares.

Marino trabajaba en un colmado. Solía vender tabaco importado de Andorra a los menores para poder ir resistiendo en su poco rentable negocio.

Al entrar en el colmado, escuchó unos ladridos. Provenían del interior del local. Entró detrás del mostrador, y ahí estaba Duna, su fiel perro que le hacía algo de compañía en los largos días cotidianos, aunque últimamente su palidez presagiaba su hora de elevarse hacia los angelicales cielos.

Marino, en compañía de Duna, esperaba a que llegara algún cliente. Como cada día, a pesar de la inevitable somnolencia que le invadía, solía pensar en dos chicos que frecuentaban el lugar para comprar tabaco. Exhaló un suspiró deseando que hoy mismo acudieran a saludarle y a llevarse los estupendos cigarrillos que había adquirido en una difícil aventura por los pirineos.

Encendió su radio cassette, que emanaba celestiales melodías hardcore que los chicos le habían dejado.

De repente y sin previo aviso, la puerta del colmado se abrió, hecho que hizo que Duna ladrara con sus imponentes mandíbulas. Entró una chica preciosa, rubia de ojos azules, alta y con unas curvas que intimidarían a cualquier montaña rusa. Sus andares eran elegantes y rápidos, cosa extraña por los zapatos de tacón en que sus pies difícilmente se acomodaban. A Marino se le empezaron a caer fluidos bucales de entre sus rajados labios, impregnando todo el suelo de una sustancia incolora, viscosa y brillante. La mujer pareció no darse cuenta, e intentó entablar conversación con nuestro héroe:

-¿Es usted Chota?

-¡Que no me llamo Chota! ¡Tú si que estás como una Chota!- contestó Marino en una reacción endiabladamente rápida e imprevisible. Los modales de Marino nunca habían sido precisamente como los de una niña de un colegio privado dirigiéndose a su profesor.

La mujer conservó en todo momento su aparentemente gigante paciencia.

-¡Sí hombre! ¡Usted me vendía cigarrillos andorranos hará ya un lustro! ¿No se acuerda del sobrenombre que le pusimos yo y mis amigos, Chota?

-¿Lamelas?- dijo Marino acordándose lúcidamente de esa persona. Aunque con una preocupación ascendente expresó con su mejor educación posible:

-Lamelas era un chico que a veces venía con otros dos que vienen aquí a menudo. Y tú no tienes pinta de ser un chico, preciosa.

-Es que hace poco descubrí mi verdadera inclinación sexual y decidí hacerme una sencilla operación de sexo. Técnicamente soy tan mujer como cualquier otra.

-Dios santo… Estás como una chota… Aunque estás guapísima

-Gracias- contestó Lamelas.- He venido a disculparme por no venir a verle desde hace tanto tiempo, pero es que dejé mi adicción al tabaco y me pasé a la cachimba. Ahora voy a un local donde un magrebí muy simpático me sirve cachimbas de melocotón.

Pero hace poco me invadió un enigmático sentimiento de nostalgia creciente hasta que me acordé de usted. Quiero hacerle una compensación para que me disculpe.

-Lo que tú quieras, nena- respondió Marino con una chulería prepotente y ridícula.

Para sorpresa de Marino, Lamelas se agachó delante de él y le bajó la bragueta del pantalón. Su enorme miembro no tardó en hacer acto de presencia. La boca de Lamelas se abrió automáticamente al ver el inmenso panorama que se planteaba delante de ella. Con movimientos lentos pero firmes, la rubia empezó a hacer una felación a Marino que nunca olvidaría. Nuestro querido héroe empezó a gemir. Cuál fue su sorpresa cuando vio a Duna acercarse y empezar a lamer su peluda y deforme pierna. Esto último provocó una excitación mayor en Marino. Casi volviéndose loco de placer, hizo tumbar a Lamelas en el suelo a cuatro patas, y con su gran peculiaridad, empezó a embestirla.

Lamelas sentía como si su cuerpo estuviera enteramente relleno cual anchoa en aceituna.

-¡Sí Chota, dame fuerte! ¡Dame fuerte con tu vil garrote!

-¡Que no me llamo Chota!- contestó Marino, sin perder ni un ápice su deseo voraz de seguir embistiendo a Lamelas.

Y por fin llegó el momento culminante, en el que Marino volvió a babear humedeciendo considerablemente la espalda y el trasero del ángel caído.

-¡Choooooooooooooooooota!- gritó casi sin vocalizar mientras una erección caudalosa como el río amazonas y las cascadas del Niágara juntos impregnaba el cuerpo de Lamelas.

Acabado lo que se daba, Lamelas se despidió de Marino con un intenso y apasionado beso fusionando sus lenguas como si fueran una sola.

Marino se encontró otra vez solo en su colmado, aunque sabía que el día de hoy lo recordaría hasta que la mano de la muerte le señalara y le llevase a las tinieblas.

Súbitamente, se volvió a abrir la puerta. Entró un chico joven con la faz tremendamente horrible. Llevaba unas gafas que le hacían parecer más estrambótico aún, y profería unos chillidos agudos mientras agitaba sus manos a los lados de su cara.

Pero esa ya es otra historia.