Chocolate con churros
Un sábado cualquiera. O casi.
La felicidad es efímera cuando ya pasó y eterna cuando te envuelve como una manta. Se parece a una infancia feliz, pues tiene mucho de vivir y poco de mirar al futuro. No son los pequeños momentos, qué coño va a ser eso; la felicidad es estar enamorado, y en esas estaba Aleix.
Tumbado en una cama ajena, pero cada vez más conocida, se despertaba incómodo, una vez más, por los desagradables sonidos provenientes del piso de abajo. El señor Antonio, aparte de ser un señor muy serio, parecía empeñado en que la señora Luisa estuviera satisfecha hasta el último día. “Estos dos morirán de un infarto, follando, cualquier sábado por la mañana”, pensaba el chico hundido en aquella cama. Y es que, como un reloj, todos los sábados, entre las diez y las diez y media, se producía aquel festín de ruido de muelles y traca final con resoplido prolongado y nada elegante del señor Antonio. Si Luisa emitía algún sonido este no llegaba al piso de arriba. Ni falta que hacía.
Esta vez Aleix no quiso esperar al último bufido y se fue a la cocina en busca de un café solo. Solo el café y solo él, pues Mireia, como siempre a aquellas horas, ya se había levantado en silencio y marchado a hacer sus cosas. Para qué preguntar qué cosas, si preguntar es perder la magia. Cuando ya lo sabes todo es que todo empezó a acabarse.
Todo tan cíclico, como un bucle alegre, aquellas mañanas de sábado eran todas iguales, todas siguiendo el mismo horario. Un espacio de tranquilidad, pues que es la paz sino una rutina feliz.
Aleix salió de la cama en busca de aquel café con los pies descalzos sobre los azulejos caóticos del apartamento de Mireia. El tacto de ese suelo había pasado de fresco a tibio, y después a cálido, en pocas semanas. Aquellos azulejos funcionaban mejor que el termómetro más moderno y eran otro elemento pintoresco más de aquella casa que era el caos perfecto. Caos perfecto de muebles viejos pero impecables, de techos altos como ya no se hacen, de plantas espléndidas en maceteros aleatorios y de luz entrando por todas partes. Hay mañanas de primavera en la costa mediterránea en las que hay tanta luminosidad que parece imposible que no haya varios soles.
En la terraza, solo resguardado por unos calzoncillos holgados y una melena espesa, Aleix degustaba el café y contemplaba tantas otras terrazas y azoteas; unas más modernas, otras aun más viejas, y tantas y tantas desaprovechadas. Pero ninguna otra tenía el encanto de la de Mireia.
Aleix se preguntó cómo podía ella permitirse aquel pequeño palacio. Y es que aquella chica, siempre con sus pinturas psicodélicas, no parecía tener demasiados ingresos, al menos no como para vivir ella sola en una casa así. Siempre pegada a aquellas pinturas a medias y lienzos acabados; parecía lo único en el mundo con aún más color que aquellos maceteros y azulejos.
Miró a su alrededor y dudó en sentarse en alguna de aquellas mecedoras que había en la terraza. Había tres o cuatro, cada una de un tamaño y color opuesto al de su compañera, cada una con su historia, historias que Aleix no conocía. También un espejo apoyado y algo oxidado que mostraba a un hombre, casi en los treinta, con una estampa delgada, fibrada y morena, con un look que Jared Leto quiso imitar cuando copió a Jesucristo.
Finalmente Aleix abandonó la idea de sentarse, pues aquellos asientos prometían más estética que comodidad, y llevó de nuevo su mirada a la ciudad y empezó a pensar en Mireia. Nadie sabía que llevaba un par de meses con ella, no se lo había contado a nadie, pues sabía que si empezaba a hablar, en seguida haría el ridículo. Sabía que no podía hablar de ella sin parecer un cándido adolescente, o lo que podría ser peor, un adulto enajenado.
Recordó la primera vez que ella había entrado en su tienda, en aquel barrio, preguntando por una cámara de fotos usada. Tenía aquella imagen grabada: su figura esbelta, su melena castaña interminable, su piel morena, sus ojos claros, sus andares seguros, su lenguaje gestual tan femenino pero, sobre todo, aquellas pecas, que al reírse parecía que se encendían. Sin aquellas pecas era guapa, pero con ellas era única.
Exactamente una hora antes de que Aleix tomara café en la la terraza, la señora Luisa se peleaba con el carro de la compra escaleras abajo. Aquel carro era el despertador de los vecinos del primero y del segundo, que ya buscaban por internet pisos con ascensor, y no por la pereza de subir y bajar, sino para deshacerse de aquella dócil señora y su bendito carro.
Luisa adoraba los sábados de primavera tanto como hacer sola la compra. Se paraba a charlar con cualquiera, estuviera o no dispuesto a escucharla. Pero hablase con más o menos gente, y comprase más o menos en el mercado, nunca volvía a casa hasta las once menos veinticinco, pues tenía reservada su barra de payés para las diez y media. “Para las diez y media o antes”, le decía siempre la chica de la panadería, pero para Luisa las diez y media eran las diez y media.
Aquella señora de clase acomodada, burguesa de ensanche y reminiscencia de tiempos mejores, llevaba despierta desde las ocho de la mañana, pues le gustaba arreglarse con calma, y le gustaba vestirse de forma elegante, “como dios manda”, aunque solo fuera para hacer la compra. Sentía que aquel carrito mataba un poco su elegancia, “pues no lo lleves y te acompaño yo”, le decía Antonio. “El carrito a las ocho ya está despierto y a ti no hay quién te aguante hasta el mediodía” respondía Luisa.
Pero no solo los vecinos del primero y el segundo escuchaban aquel terremoto de sesenta y seis años pulir la madera de las escaleras con su carro, también lo hacía Mireia, quién esperaba exactamente cinco minutos desde aquel estruendo hasta abandonar la cama, dejar a Aleix solo, y salir del apartamento.
A esa hora Antonio ya había dejado la puerta de su casa entre abierta y se ofuscaba leyendo el periódico en la mesa de la cocina.
La chica bajaba las escaleras despejada y decidida, sin darle demasiadas vueltas a cómo eran aquellas mañanas de sábado. Su vida podría ir mejor, de hecho cuando había dejado su casa a los dieciocho había tenido en mente un futuro más próspero, pero en esencia había alcanzado lo que siempre había querido: la libertad. A sus veintiséis no tenía que pedir dinero a nadie, ni hipoteca, ni novio. Además vivía en, para ella, la mejor terraza de la ciudad, y se dedicaba a lo que quería. Había perdido casi todo contacto con sus amigas de juventud pero sabía que eran y serían siempre esclavas; esclavas de sus exámenes, de sus trabajos, de sus maridos, y del sistema en general. Mireia llevaba años luchando contra lo que se supone que ella debería ser. Luchando por salirse de la carretera y sacarse los estigmas de niña bien. Aunque sabía, en el fondo, que no era capaz de salirse del todo.
Antonio no levantaba la mirada de su periódico hasta que escuchaba a Mireia entrar en su casa. La chica cerraba la puerta con cuidado y se deslizaba por el piso de forma tan liviana que parecía flotar. Siempre le sorprendía eso de ella, y también su atuendo, sobre todo sus pulseras variopintas y llamativas; “pulseras hasta en el tobillo, no entiendo nada”, se repetía en su cabeza el señor Antonio mientras la chica se aproximaba. Unos shorts vaqueros y una camisa blanca de manga corta, que contrastaba con su piel morena radiante, acababan de componer la imagen de Mireia aquella mañana. Antonio la miraba admirado, aunque lo intentaba disimular, pero, al contrario que Aleix, no la admiraba por ser ella, admiraba su juventud.
Aquella mañana era una más en la que ella entraba en aquella casa y le invadía un olor a sobriedad antigua, como si el pasado pudiera oler, como si la madera oscura y los marcos de plata de fotos de familiares pudieran aportar su dosis de olor.
Mireia no encajaba allí, y lo sabía, como si fuera de otra época, como si ella, en sí misma, constituyera un fallo de raccord.
Despreocupada, cogió una magdalena de la alacena, y Antonio le preguntó algo que le había preguntado tantas otras veces en el mismo contexto: “¿Cómo van esas pinturas?”, la pregunta era socarrona y la chica lo sabía, pero su respuesta era serena: “Van bien, pero podrían ir mejor”.
A Mireia le asombraban esos momentos en los que el señor Antonio, un hombre culto, leído y sosegado, no acababa de desenfrascarse de su periódico. Un periódico del día anterior. Ella ya lo sabía. Sabía que él leía el mismo periódico durante dos días; “para leerlo bien necesito dos días”, le había respondido él más de una vez.
Mientras Mireia apoyaba el culo en el mármol de la cocina y comía la magdalena cruzada de brazos Antonio posó las gafas sobre el papel.
—¿Qué hora es?
—No sé, será la de siempre —respondió ella.
—Un minuto —dijo él volviendo a colocarse unas gafas oscuras de pasta, y Mireia pasó por delante de Antonio encaminándose al dormitorio.
No era más que un pacto tácito, de dos adultos, con diferentes cláusulas y condiciones que iban bailando. Si así lo viera uno, algo podría ir mal, pero así lo veían los dos, así que, hasta la fecha, nada se había torcido, y llevaban con aquello casi un año.
El principio no había sido tan fácil para ella. En aquellos momentos si consideró que de verdad era un sacrificio, una lucha por lo que quería, pero de un tiempo a esta parte era una rutina más, no peor que la guardia incómoda de un médico o la clase más problemática de un profesor. Al fin y al cabo Antonio, si bien rudo y serio, era por momentos agradable, y, físicamente era un hombre mayor, pero no un anciano; tenía todo el pelo y ni siquiera era todo cano, lo llevaba muy corto y arreglado, como si le hubieran hecho la raya en la primera comunión y ahí hubiera quedado. Complexión media y, lógicamente, con una barriga acorde a una edad, pero, en el fondo, suficientemente bien parecido, el típico hombre del que se dice: “no debió de ser feo de joven”.
Mireia estiró las sábanas y se tumbó boca arriba sobre la cama grande de matrimonio, como cada sábado, observando la parquedad de esa habitación, nada que ver con lo recargado del resto de la casa. La luz de la mañana intentaba atravesar con energía, pero relativo éxito, unas cortinas que ella no había visto descorridas nunca.
Sin darle tiempo siquiera a acomodarse en aquella cama, Antonio entró en el dormitorio y, a diferencia de otras veces, se sentó en un sillón cerca de ella.
—Mira… este mes como mínimo me vas a pagar la mitad.
Mireia no se alarmó demasiado. No era la primera vez que aquel señor parecía querer convertir aquello en el regateo de un zoco.
—¿La mitad? ¿Tanto?
—¿Cómo que tanto? ¿Tú sabes lo que puedo sacar yo por ese piso y más ahora que viene el verano?
Se hizo un silencio. Antonio no era de muchas palabras y Mireia sabía que hablando no iba a convencerle para que le rebajara ni un céntimo. La chica clavó sus ojos claros en él, unos ojos de mujer madura que sabe lo que quiere, pero Antonio había vivido más que suficiente como para no verse intimidado. Aquella mirada afilada no denotaba clemencia, sino que con ella le preguntaba a aquel hombre hasta donde sería capaz, no de llegar, sino de no llegar.
Antes de que Mireia le dijera que como no se diera prisa no iba a pasar nada aquella mañana, Antonio se puso en pie y se situó a su lado. La chica miró a aquel hombre, con pantalón de pijama y camiseta, e incorporándose hasta sentarse frente a él, le dijo:
—Si voy a pagar la mitad, no haré más que la mitad.
De pie, frente aquella belleza sentada, vio claramente como aquella chica, una vez más, quería llevar las riendas de todo. Pero eso a él no le importaba demasiado.
Mireia se levantó, y frente a frente, volvió a clavarle su mirada verdosa, pero esta vez, al estar tan cerca, usó también las pecas de su cara, por lo que logró bajar ligeramente la guardia de Antonio.
Sin que este pudiera reaccionar, la chica le dio un pequeño pico en los labios y le susurró en el oído:
—En un rato llega su señora.
Aquel pequeño beso, en su momento transgresor, hacía meses que era usual en aquel contexto de tiempo y espacio. El hombre no respondió y Mireia dándole otro pequeño beso y posando su mano en la entrepierna de él prosiguió:
—En un rato llega su señora y usted con esto aún así.
Antonio sintió su mano ahí abajo pero no se inmutó. Estaba más ocupado odiando cómo le trataba de usted. Además, sabía que cuando ella lo hacía, lo hacía por joder. Pero no dijo nada. Lo que sí hizo fue devolverle el beso e intentar que ella sacara su lengua, pero no lo hizo. Y sus manos fueron al pecho de ella, pechos desnudos bajo la fina camisa, sin rastro de sujetador, cosa que él había sabido desde que la había visto aparecer en la cocina.
Tenerla tan cerca no solo hacía que bajara la guardia sino que le teletransportaba a otra época. No era la vista, eran el tacto y el olor. Sus pechos firmes y el olor de su cuello le hacían rejuvenecer y no solo volver al pasado, sino sentirse como cuando tenía su edad. Si hubiera habido algún espejo en aquel dormitorio Antonio se habría encargado de hacerlo desaparecer.
Mireia no soltaba el miembro de Antonio, que sobaba sobre el pijama, y se dejaba acariciar los pechos sobre la camisa. Los ataques de la lengua de aquel hombre no prosperaban pues ella, sutilmente, lo evitaba, manteniéndose firme en la idea de no dejarse besar. Tantas y tantas veces se habían besado, besos que nada tenían que envidiar a la de tantos otros chicos, pero aquella mañana ella no se dejaba, escarmentándole a su manera.
Cuando Antonio comenzó a sentir que su corazón se aceleraba y su miembro comenzaba a palpitar como consecuencia de aquella mano de Mireia, la chica decidió hacer otro alarde de poder, y, retirándose un poco, comenzó a desabrocharse, lentamente, los botones de su camisa. Lo hacía mirando para él, sabiendo que ahí haría daño. Uno, dos, tres, cuatro, y al quinto botón tocaba que la abriera pero no lo hizo, y Antonio vio como sus pezones atravesaban la fina tela blanca, apuntándole, haciéndole partícipe, ojalá culpable, y se quedó aun más inmóvil.
Ahí se detuvo el tiempo. Como si nadie quisiera respirar. Como si se hubiera parado incluso el ruido de la ciudad. Hasta que algo en la cara de aquel hombre cambió y fue entonces cuando Mireia supo que era el momento. La chica abrió ahora sí su camisa, llevándola a ambos lados de sus pechos, y mostró dos tetas tan generosas y perfectas que la luz ganó la batalla a la cortina e iluminó la habitación. Dos tetas bastante grandes para la complexión de aquella chica, dos maravillas que caían grandes y pesadas pero que repuntaban hacia arriba, al final, como solo las tetas jóvenes pueden hacer. Pero lo que más mataba a Antonio no era el impacto colosal de sus tetas, sino la feminidad y delicadeza de aquellas areolas tan rosadas y extensas, y aquellos pezones puntiagudos y desvergonzados.
Antonio se las había visto muchas otras veces, pero eran tan perfectas que siempre parecía la primera vez, porque siempre eran más bonitas de lo que recordaba. El hombre no tuvo tiempo para reaccionar, ni tiempo para admirarlas, pues en seguida Mireia le sacó de su obnubilación.
—¿Le gustan mis tetas...?
No era un hombre de demasiada paciencia y le empezaba a molestar seriamente el recochineo de su tono, y que le continuase tratando de usted. Pero cómo parar aquello, cómo si quiera reaccionar.
La chica supo que no habría respuesta y se sentó en la cama. Llevó sus manos al pijama y comenzó a bajarlo con serenidad. Ante ella apareció una polla oscura y flácida. Una polla que a ella le despertaba sentimientos encontrados; sabía que su tacto era especialmente rugoso y áspero, pero a la vista siempre le parecía impactante y atrayente. Como lo que no atrae por bello sino por bizarro, como si estuviera más prohibida una polla oscura y gastada que una perfecta y resplandeciente.
Mireia lo tenía claro, le daría vida a aquel miembro, pero no hasta el final, no pagando la mitad.
Ahí empezaba realmente aquel pacto. Con Mireia sujetando el miembro de Antonio con una mano mientras recogía su larga melena con la otra y la echaba a un lado de su cuello; después su mirada hacia arriba, su media sonrisa tan pícara como autoritaria, y el estremecer de Antonio. Aquel hombre, sobre todo al principio, prefería tocar a ser tocado, como por una vergüenza extraña, y siempre bajaba sus manos, primero a su escote y después alargando sus manos hasta acariciar la suavidad de sus pechos.
Cuando Mireia cruzaba las piernas, Antonio ya sabía que la lengua de ella recorrería lentamente su tronco, aun flácido, y que al sentir él aquella humedad AHÍ, sus piernas flaquearían, como siempre. La chica, ensimismada con su poder, disfrutaba con el siguiente paso, el de llevar sus dos manos al culo blando de Antonio antes de sumergir su boca y engullir lentamente la totalidad de su polla. Engulléndola blanda, hasta el final, entera, hasta que sus labios acariciaban el vello púbico de él, produciendo un placer tal en aquel hombre que podía sentir como se le humedecían los ojos.
Aquella belleza retiraba su boca hasta descubrir aquel miembro flácido por completo. Miembro que descubría empapado; un trozo de carne oscuro y súbitamente brillante por la saliva de ella. Mireia disfrutaba de aquel olor y aquella textura en su boca, pero sobre todo disfrutaba de verla crecer cada vez que la descubría, más húmeda y más grande. Pero esta vez estaba decidida a abandonar aquel miembro en el preciso instante en el que no apuntara hacia abajo sino hacia ella. Se la comía hasta meterla entera en la boca y la soltaba de nuevo hasta verla palpitar libre. Para ella era como un juego, mientras que a él aquello le producía tanto placer que sus manos abandonaban sus tetas y se colocaban en jarra, para ayudarse a mantener la verticalidad.
Así estuvo un rato Mireia, con las piernas cruzadas, como quién fuma de forma elegante un cigarro en una terraza, pero lo que se llevaba a la boca no era un cigarrillo sino una polla oscura que cobraba vida a cada engullida. Llegaba a humedecerla tanto que pronto, al retirar sus labios de aquel trozo caliente, un hilillo denso y blancuzco mezcla de preseminal y saliva unía sus labios con la punta del miembro de Antonio, formando un puente endeble. Cuando esto sucedía Mireia miraba hacia arriba, seria, y mientras cruzaba la mirada con él, esperaba a que aquel puente se rompiera, mojando su escote, tetas o camisa, según cómo y por donde se rompiera.
Ella sabía que aquella era una polla difícil, que había que trabajarla, pero eso no hacía sino que se interesase más por ella. Y no solo por vitalidad o tamaño, sino que también sentía atracción por su sabor, un sabor que cuanto más líquido transparente desprendía más sugerente se le hacía, tanto, que cuando aquel miembro creció hasta apuntar al frente, ella dudó de su plan. Si bien ella se solía implicar, aquella mañana lo hacía todo con especial maestría y erotismo, haciéndole saber a Antonio que aquello bien valía un sacrificio. Pero en su ansia por producir placer, ella misma también se veía especialmente afectada. En aquel preciso momento un elemento externo impidió que ella tuviera que decidirse si continuar o abandonar su plan original, pues se escuchó el desagradable sonido de un teléfono, haciéndoles volver a ambos al mundo real.
Mireia se retiró pues sabía que Antonio respondería a aquella llamada. No era la primera vez que de aquella forma alguien les interrumpía. Casi siempre algún otro inquilino, alguna aseguradora o alguien relacionado con los bienes de Antonio.
La chica se tumbó en aquella cama y, mientras escuchaba a Antonio hablar desde el salón, la idea de marcharse cobraba fuerza. Estaba enfadada, le parecía un abuso aquel regateo. Pero algo le hacía quedarse. No sabía a partir de qué momento de aquel año aquello había dejado de ser un sacrificio para convertirse en algo "que hay que hacer", ni siquiera ella misma sabía cual era ya su precio, porque no sabía cual era el sacrificio.
Finalmente se deshizo de sus shorts y estos cayeron al suelo, y Antonio apareció para tumbarse a su lado con la cabeza aun en otra parte. La mente de aquel hombre se ausentaba por momentos, como solo pueden hacer los viejos y los niños. Pero Mireia ya había decidido cambiar de estrategia, no le dejaría a medias para pagar a medias, sino que llevaría a aquel hombre a un límite tal que se viera obligado a no cobrarle nada. Mientras Antonio aun estaba absorto, ella cogió una mano de él y la llevó a su pecho, con dulzura, y él se vio sorprendido al encontrarse acariciando el pecho desnudo de aquella joven. De nuevo era el tacto el que le llevaba de una realidad a otra, de una época a otra.
Una mano de Mireia se coló bajó el pijama y comenzó a sobarle el miembro con delicadeza. La chica quiso firmar la paz y comenzar a ganar su premio completo, abandonando el usted: “Cuando se te ponga dura me voy a subir AQUÍ”, le susurró en el oído a aquel señor que no dejaba de acariciarle aquella teta, y que notaba como su miembro crecía a una velocidad que no recordaba.
Lo que vino después fue una retirada del pantalón de pijama y una paja que se iba acelerando bajo la mano de Mireia. Aquella mano morena cubría y descubría una carne aun más oscura. Su miembro comenzó a estar listo, pero ella decidió satisfacerle más, darle a entender que aquel cuerpo suyo merecía un trato de favor aun más especial, que no era un cuerpo para un descuento sino para una exoneración total. Llevó su torso a la cara de Antonio y dejó sus pechos a la altura de su cara. Él no tardó en llevar su boca allí, en lamer y succionar aquellas tetas que caían sobre su cara y un impulso le llevó a alargar una de sus manos y acariciar la entrepierna de Mireia sobre sus bragas. Aquel hombre creía tocar el cielo degustando aquellos pechos jóvenes, besando y babeando primero uno y luego otro, notando sus pezones en su lengua, mientras deslizaba su dedo sobre sus bragas hasta notar perfectamente uno y otro labio, y un carril estrecho que se abría entre ellos.
Pero Mireia se quiso asegurar de que él quedara satisfecho. Se retiró, se quitó las bragas, y de nuevo sin el “usted” le dijo: “Me encanta que me toques… pero prefiero que me lo comas… ¿te parece bien?”. Antonio se quedó algo bloqueado, no recordaba la última vez que en uno de sus encuentros hubiera acabado con su boca en contacto con el coño de aquella chica… Mireia no le dio tiempo a nada más que a ver como ella colocaba sus rodillas a ambos lados de su cabeza y un coño recortado pero con bastante vello se colocaba a escasos centímetros de su boca. Antonio, casi completamente acostado, tenía a la vista aquella maravilla de pelo oscuro y labios rosados, y, a lo lejos sus pechos firmes, y aun más a lo lejos la cara de Mireia, que miraba hacia arriba esperando que él actuase.
En aquel momento volvió a sonar el teléfono pero Mireia no dejó ni que él llegase a dudar: alargó su mano y acercó la cabeza de Antonio hacía su entrepierna, llevando su boca a su coño, y en el momento en el que a aquel hombre le llegó el olor de aquel coño joven, aquel olor tan brutal, ya no dudó. Ni mucho menos cuando los labios de su boca entraron en contacto con los labios hinchados de Mireia; tan hinchados y húmedos que él ganó en ego y en deseo, sacando su lengua hasta invadir su interior, sin ocuparse de su clítoris. Quería invadirla, llenarla con su lengua.
El teléfono insistía tanto como la lengua de aquel hombre, llegando tan adentro como podía. Y Mireia empezó a retorcerse de placer, con una mano en la cabeza de su amante y la otra apartando su camisa y apretando una de sus tetas, sintiéndola, sintiéndose más mujer al tocarse así mientras le comían el coño.
La chica comenzó a sentir tanto aquella lengua que no podía evitar mover levemente su cintura, cosa que no hacía si no embadurnar más la boca y hasta las mejillas de Antonio. Aquel hombre estaba tan impactado por aquel coño que tardó en recordar que tenía manos y acabó llevando éstas al culo terso y joven de Mireia, llevando cada mano a cada una de sus nalgas, intentando sujetar aquella cadera para que su coño no se le escapara.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que el teléfono había dejado de sonar cuando ella comenzó a reptar, hacia abajo, dejando que por la cara de Antonio comenzase a desfilar su vientre, después sus pechos, su cuello y después su boca. Allí ella paró, le besó de la forma más húmeda que sabía y dejó que más abajo la polla de Antonio se rozase con su entre pierna. Cuando el instinto de aquel hombre quería colarse dentro de ella y devolvía los besos de la chica, Mireia se retiró de la cama y buscó en el bolsillo de sus shorts un condón. Antonio llevó inmediatamente una de sus manos a su polla, para masturbarse, para poner su miembro al nivel que aquella joven se merecía. Ayudaba mucho a que su polla acabara de crecer por completo el ver aquella impactante imagen, aquella imagen tan erótica y sugerente de Mireia: sus piernas morenas y largas, su coño desnudo, su camisa abierta mostrando aquellas tetas magníficas, y su boca mordiendo con destreza el envoltorio de plástico hasta abrirlo.
Con inusual dulzura Mireia le pidió que se quitase la camiseta y se tumbó a su lado, esbozando un “déjame a mí”, y comenzó a pajearle con una mano mientras sujetaba el condón con la otra. Las manos de Antonio de nuevo a apartando la camisa para acariciar sus pechos desnudos, y la boca de ella yendo a besarle. Ya no para satisfacerle a él si no para calmarse ella.
Con delicadeza y maestría Mireia le fue colocando el condón, hasta el fondo, con ambas manos y casi sin dejar de besarle. Y, al contrario que las primeras veces, se fue colocando para montarle frente a frente, no dándole la espalda. Una última mirada hacia abajo para acertar a la primera y una última mirada a Antonio para mostrarle que su belleza valía una dispensa completa.
Nunca la había visto así. La había visto entregada hasta el punto de saber que ella también disfrutaba, pero aquella mañana se encontraba en otra dimensión. Le caía parte de su melena por la cara y parte hasta más abajo de sus pechos. Casi le parecía poder ver los pelos de su coño brillar, antes de empezar a deslizarse, ese coño, hacia abajo, hasta absorber un miembro que estaba igual de impactado que él, tanto que no parecía alcanzar la dureza necesaria. Mireia lo sabía y antes de intentar meterse aquello y que no fructificase porque no estaba completamente tiesa, la sujetaba con cuidado y hacía que aquella polla se rozase con los labios de su coño.
Antonio llevó sus manos a sus pechos, los acarició y se recreó en sus pezones para buscar más excitación. Acariciaba aquellas tetas, las recogía y las dejaba caer… pero no era un problema de deseo, sino de nervios por semejante impresión.
El tiempo pasaba y Mireia se daba golpecitos en su coño con el miembro de Antonio y llevaba sus labios a los labios de él para estimularle. También se dejaba acariciar sus pechos por él, se los sobaba ella a sí misma para incitarle, y hasta le pajeaba lentamente sin descolocarle el condón. Pero su miembro seguía en un “casi” perpetuo, que no la convencía lo suficiente como para intentar llevárselo a su interior.
Tras inclinarse ella hacia adelante, llevando así sus pechos a su boca, y susurrarle un: “me muero de ganas de me folles”, el miembro de Antonio pareció ganar esa dureza que le faltaba, y Mireia comenzó a deslizarla por la entrada de su cuerpo. La punta comenzó a abrirse paso y cuando ella estaba ya dispuesta a suspirar al sentir aquella carne candente en su interior, sintió como aquella polla no estaba dispuesta a obedecer y volvía a bajar en dureza, haciendo imposible satisfacerla.
El resoplido de decepción de Mireia, aunque involuntario, fue el espaldarazo definitivo que necesitaba aquella polla para rebelarse y no cumplir, y ella misma retiró el condón de aquella polla que ahora sí estaba impracticablemente flácida.
—Pues no tengo más —dijo ella.
Antonio sintió como su miembro cayó sobre su vientre posando allí un líquido blancuzco y miró como ella se atusaba el pelo. Allí, sentada frente a él, llevando su larga melena a su espalda.
—No me pagues, ya veremos el mes que viene.
Para sorpresa de Antonio ella no emitió respuesta alguna. No le dio las gracias ni comenzó a vestirse. Lo que hizo fue darle la espalda, colocarse a cuatro patas sobre la cama y obsequiarle con la visión de su culo. Sin tiempo para que él reaccionase, ella miró hacia atrás y llevó una de sus manos a su coño, jugando con este, deslizando sus dedos, abriendo sus labios, mostrándole un coño que él había dejado hambriento. Instintivamente él llevo su mano a su miembro y comenzó a pajerase viendo como ella hacía lo propio. Parecía un regalo, un último obsequio de ella aquella mañana, sabiendo que con aquella visión, y sin nervios ni condón, y al ritmo que él quisiera, él conseguiría correrse, aunque fuera masturbándose.
Comenzó entonces un vaivén de miradas cruzadas entre ellos, de movimientos diestros de sus manos sobre sus cuerpos y de suspiros sentidos sobre todo de ella. El miembro de Antonio cobró vida en seguida al ver como ella maniobraba en aquel coño con habilidad y sus tetas colgaban enormes hasta casi rozar las sábanas. Cuando creía que aquella imagen de Mireia era insuperable, ella le miró y enterró un dedo en su interior, hasta el fondo. Gesto que ella hacía por él, pues si por ella fuera, aquel dedo no pararía de recorrer un clítoris hinchado como pocas veces.
Antonio, recostado, cubriendo y descubriendo aquel miembro que ya estaba ahora sí completamente erecto, y ella mirándole y metiendo un dedo en su interior, sabiendo que podría meter un segundo dedo sin problema alguno. Él pensaba que no podía excitarle más, cuando de la boca de ella salió un “fóllame”, ante lo que él no fue capaz de responder. Aquello no estaba en el plan de aquellas mañanas. Alguna que otra vez la había penetrado sin nada que se interpusiera entre ambos cuerpos pero no así, no con aquella mirada de ella, no con ella a cuatro patas rogándoselo así. “Fóllame ya…” gimió ella de una forma tan sentida que no parecía para él, si no para el que fuera, porque no podía más. Antonio se incorporó y se fue a colocar de rodillas tras ella, la cual dio orden a su dedo para que la abandonara y llevó sus manos hacia adelante para ganar estabilidad ante lo que venía.
La polla de Antonio estaba completamente dura y no tardó en encontrar la entrada del coño de Mireia. Una vez supo que estaba en el lugar adecuado, deslizó su miembro por su interior, sintiendo cada centímetro del coño abierto de aquella chica; la enterró poco a poco, disfrutando cada segundo hasta invadirla por completo y ella soltó un “uff...” tan puro que Antonio creía que tocaba el cielo por tanto placer. Se estaba, por fin, follando a Mireia otra vez.
No satisfecha con aquella invasión echó su melena a un lado y su mirada hacia atrás, rogándole con dicha mirada que estuviera a la altura, que le diera todo el placer posible. Ya no pensaba en su pacto ni en su plan, solo en que la satisficiera por completo. Comenzó entonces un vaivén del cuerpo de aquel señor, embistiendo, primero con delicadeza, y después con más rapidez, el cuerpo de aquella chica que suspiraba a cada metida. Las manos del hombre acariciaban el culo de ella o se alargaban hacia adelante hasta sobar aquellas tetas que colgaban grandes, e iban y venían a cada envite de él.
Aquella habitación se convirtió en una orquesta de muelles de aquella vieja cama, suspiros y resoplidos de Mireia y sudor de ambos. Comenzó a hacer tanto calor en aquel dormitorio que ambos cuerpos parecía que se asfixiaban y se ahogaban en placer y en su propio sudor. Antonio se retiraba un poco, de vez en cuando. y miraba hacia abajo, recreándose en aquel coño que, enorme e hinchado, parecía salirse del propio cuerpo de aquella chica, como un coño demasiado grande y brutal para ser de aquel cuerpo. Miraba impactado como aquel impresionante coño abrazaba y acogía su vieja polla, polla que nunca habría pensado que, a aquellas alturas, estuviera invadiendo el cuerpo de aquella belleza cada sábado, y mucho menos provocando aquellos suspiros y gemidos tan morbosos y entregados.
Cuanta más celeridad cobraba el acto, más destacaba la diferencia de sus cuerpos, como si por aumentar el ritmo, la flacidez de él se hiciera más patente así como la firmeza de ella. El culo blando de Antonio iba y venía, arrugándose, embistiendo hacia la firmes y sólidas nalgas de Mireia; el pecho y barriga del hombre bailaban con cierta flacidez con el movimiento, mientras que las tetas de ella parecían aun más tersas y jóvenes cuanto más fueran agitadas. Aquella diferencia de edad, cuando sus cuerpos chocaban desnudos, dejaba una estampa casi grotesca, una diferencia de edad que a él siempre le había parecido obscena, y sin embargo a ella le parecía tener una importancia relativa.
Mireia intentaba ocultar sus gemidos bajando su cabeza, ahogando junto a las sábanas aquellos sonidos. Pero en ocasiones su cabeza no se agachaba, sino que se levantaba y ella esbozaba hacia adelante un chillido contenido, con la cara desencajada por el placer. Al moverse así su melena iba de un lado a otro de su cuerpo. Aquella melena, yendo así, con esa agitación, hacía que a Antonio le pareciera más larga y espesa que nunca. Y no solo la melena se agitaba, como consecuencia de su cabeza moverse, sino que también las tetas de Mireia iban y venían, pero esto por causa de las embestidas de Antonio; unas tetas que iban adelante y atrás con tal agitación, que ella optó por llevar una de sus manos, un instante, algo avergonzada, a contenerlas para evitar el ordinario vaivén.
Antonio se salió de ella un momento, para colocarse mejor, y ella, al sentir ese abandono, dejó descansar un poco sus brazos, pasando a apoyarse no con las palmas de sus manos sino con sus codos sobre la cama. Un movimiento inocente y aparentemente inofensivo, pero, al bajar su torso, su culo se erigió, alzándose, hacia arriba, y su coño sobresalió más, marcándose nítidamente unos labios tan salientes como abultados y mojados; mostrando además una abertura, un agujero oscuro y enorme, que dejó a Antonio impactado.
Tras ver aquello la volvió a invadir, hipnotizado por aquella empapada oscuridad, usando sus manos para sujetarla por la cintura, cuando no las usaba para tocar y acariciar otras partes de aquel joven cuerpo; volviéndose a escuchar, durante un rato, aquella sucesión de sonido de muelles y resoplidos desvergonzados de ella.
Tan ensimismado estaba él disfrutando de invadir aquella ardiente cavidad, que casi no se dio cuenta cuando ella comenzó a temblar… a contraerse y deshacerse en un orgasmo… Solo se dio cuenta al final, cuando ella movió su cadera en círculos, provocando que se la clavara hasta el fondo, y hundió un grito en las sábanas mientras agarraba con fuerza estas con las manos. Él debió haberlo advertido antes, cuando ella había alargado su mano hasta sujetar con fuerza sus huevos, algo que la excitaba y que anunciaba que su orgasmo era inminente; ella le agarraba los huevos unos segundos, como diciéndose a sí misma que quería ser llenada, que quería que él vaciara eso en ella.
Sentir como se deshacía así por él, verla retorcerse así del gusto por tener su polla dentro, fue demasiado para Antonio que, a los pocos segundos de escuchar aquellos gritos enterrados en las sábanas, se salió de ella y, sin tiempo a llevar una de sus manos a su polla, sintió que un latigazo de líquido blanco brotaba de su miembro y caía sobre el culo dorado de ella; tras ese latigazo su mano sí llegó para sujetársela y siguió derramándose en sus nalgas y en la parte baja de su espalda, manchando su camisa, posando allí gran cantidad de semen espeso, un líquido gastado y de color menos puro que la blancura excelsa de la camisa de la chica. Antonio se seguía derramando en su culo y en su espalda, manchando sin parar aquella piel, que en contraste con la blancura de su semen parecía aun más morena. Y no pudo evitar gemir y casi gritar con cada salpicadura de aquel líquido denso, y quiso mirar, y ver como se corría sobre el culo de Mireia, pero por culpa de semejante placer apenas podía abrir los ojos.
Ambos exhaustos, se quedaron inmóviles, tardando en volver a la realidad. Fue ella la primera en volver en sí, salirse de él y llevar su mano atrás para impedir que aquellas gotas corrieran por sus nalgas hacia abajo. Con las manos en su culo para evitar manchar la cama y el suelo, se dirigió al cuarto de baño para volver con papel higiénico para ambos. Cuando él despertó de su letargo salió de la cama, evitando también que ninguna gota se derramara.
Mireia envolvió el condón y el envoltorio en papel y lo guardó en sus pantalones cortos. Ambos se recompusieron y se vistieron, en silencio, sorprendidos por el exagerado placer que se habían proporcionado el uno al otro. A pesar de la edad, a pesar del contexto, a pesar del pacto. Como si al final, el deseo hubiera vencido a todo y hubiera dejado todo completamente al margen.
El dueño de la casa se fue al salón mientras la chica revisaba que ningún pelo castaño y largo hubiera caído sobre la cama. Una vez ambos en la sala, Antonio dudaba preocupado si los vecinos habrían oído sobre todo los muelles de la cama y Mireia se miraba en un espejo y se veía sospechosamente colorada. No pasó mucho tiempo hasta que se comenzó a escuchar el carrito de Luisa escaleras arriba. Nunca habían forzado tanto el tiempo ni la intensidad.
Cuando Mireia le dijo a Antonio que tenía cuadros nuevos y que se los podría vender a buen precio, el casero se dio cuenta que, efectivamente, habían vuelto al mundo real.
—¿No te llega con no pagar nada del mes que quieres endosarme tus historias?
A Mireia no le molestó su tono serio, casi de cascarrabias, o sin casi, sino todo lo contrario. Por algún motivo inexplicable le gustaban aquellas respuestas rudas.
De nuevo Antonio se sentaba en su silla de siempre y Mireia flotaba por el salón escudriñando cuadros y fotos, como si no los hubiera visto decenas de veces.
Luisa llegó, rompiendo la paz, con su carrito lleno y una bolsa de plástico con el desayuno. Un desayuno que nadie entendía como no se volcaba y derramaba lo que había en su interior. A la señora le agradaban las visitas de aquella chica y hacía meses que había dejado de sorprenderse de que, cada sábado, Mireia fuera a su casa, a negociar cosas del apartamento, según la versión oficial, y que no era falsa.
Risueña, como siempre, le dio a Mireia la bolsa que contenía churros y dos vasos de plástico con chocolate: “Toma Miriam, para ti y para tu amigo”. Siempre le decía lo mismo y siempre lo hacía con una sonrisa contagiosa. Mireia aceptaba aquel desayuno, como cada sábado y, tras agradecerle el favor, se despedía de ella con ternura, y de él con un escueto “hasta otro día, Antonio”.
Mientras la chica subía las escaleras, Luisa le comentaba a su marido que aquella chica era una preciosidad, que cada vez estaba más guapa, pero que no sabía lo que tenía en la cabeza para olvidar tantas veces ponerse el sujetador. Antonio siempre le respondía que no se había dado cuenta.
Cuando Aleix escuchó entrar a Mireia algo subió por su interior, una alegría inmensa, casi ñoña, algo que a él le avergonzaba pero que no podía controlar. La chica dejaba el chocolate y los churros sobre la mesa y él la observaba desde la terraza, feliz, admirando su feminidad, dulzura y su delicadeza al colocar las cosas.
—¡Aleix, he comprado otra vez chocolate con churros! —dijo ella en un tono jovial y alegre.
Aquel chico se encaminaba entonces hacia ella, en una nube, completamente enamorado.