Chocolate

Una inocente clase de cocina deja libres las pasiones y la tensión sexual.

Cuando suena el timbre, el corazón casi se me sale por la boca. No se porqué estoy tan nervioso, al fin y al cabo, esto es lo que he querido desde que te vi por primera vez. Y el escenario no podría ser mejor, en mi casa, mi territorio, con todo el tiempo del mundo por delante, haciendo lo que más me gusta, cocinar, y para ti, encima.

Cuando abro la puerta, me quedo directamente sin aliento. Ahí estás tu, vistiendo una simple camisa blanca y un sencillo pantalón oscuro. Sin escotes de rompe y rasga, ni enseñando muslo. No lo necesitas. Una sonrisa ilumina tu rosto enmarcado por ese bonito cabello, hasta los hombros, y apenas tengo tiempo de pensar que ya me estás dando los dos besos de rigor.

Los haces durar más de lo normal, con una de tus manos apoyada gentilmente en mi nunca, como si tuvieras miedo de que me escapase. “¿Dónde?”, pienso. Mandando ya antes de cruzar la puerta, me encanta. Al fin y al cabo, ha sido así desde que nos conocimos, y es una de las cosas que más me gustan de ti. Segura, dominante, sabes lo que quieres y vas a por ello, y no se aún muy bien porqué, lo que pareces querer ahora es a mi. No me voy a quejar, como tampoco lo hice cuando me “sugeriste” que te diese clases de cocina. En mi casa, un viernes por la noche, con vino que, añadiste, ya te encargabas de traer tu. Yo ni tuve que aceptar, solamente agradecí.

Cuando me sueltas, me hago a un lado para que penetres en la vivienda, y al pasar por delante de mi, tu aroma está a punto de enloquecerme. Es dulce sin llegar a ser empalagoso, en su justa medida, se queda en el aire unos segundos sin resultar cargante, y lo más importante, te deja con ganas de más.

Me quedo pasmado de tal manera que llegas hasta la puerta del pasillo y te das la vuelta, extrañada de que aún no haya cerrado. Y ahí me encuentras, mirándote con cara de bobo, con la puerta abierta y mi mano apoyada en ella, sin moverme. Sueltas una ligera carcajada y te vas al comedor mientras yo vuelvo en mi. Acabas de llegar y ya me tienes fuera de mis casillas, maldita sea.

Pasamos a mi amplia cocina donde ya tengo algunas cosas a punto, y empiezo a contarte lo que pretendo enseñarte. Cuando termino me muestras las tres botellas de vino que has traído (“para que no nos quedemos con sed”, dices), y me pides un sacacorchos, que te entrego mientras busco las copas. Sirves el vino, brindamos, y tomamos un buen sorbo.

“Bueno a ver, ¿que quieres enseñarme?”, dices dejando la copa en la encimera.

“¿Perdona?”, contesto. Se a lo que te refieres pero en mi cerebro se han amontonado al menos 4 respuestas inapropiadas a la vez.

“Que plato quieres que aprenda a cocinar”, insistes después de un par de segundos y de esbozar una amplia sonrisa. Creo que tu cerebro se ha sincronizado con el mío por un momento.

Te cuento por encima las cuatro instrucciones del pastel que prepararemos para el postre. Dispongo los alimentos a usar, y te indico lo que necesito que hagas. Tu obedeces sin rechistar, lanzando ocasionales miradas directamente a mis ojos, acompañadas de una sonrisa que me desarma por completo, alternándolas con sorbos a la copa de vino que ya hemos rellenado ambos 2 veces.

“Vale, y ahora que has juntado la harina, el azúcar y los huevos, debe mezclarse bien, y yo soy partidario de usar las manos para que quede mejor”, te digo intentando centrar mi mente en la tarea que nos ocupa y no en las ganas que tengo de arrancarte la ropa.

“¿Me lo enseñas?”. Más pausa dramática cargada de tensión sexual. A mi hoy me da un infarto. Me coloco a tu lado y me quedo quieto. Esta vez te miro a los ojos sin tapujos. Te agarro de la muñeca con mucha suavidad, y te coloco la mano dentro del bol, encima de la masa.

“¿Ves?”, digo al mismo tiempo que, sin interrumpir el contacto visual, poso mi mano sobre la tuya y te ayudo a manipular la mezcla. La sensación de la harina pegajosa por los huevos metiéndose entre nuestros dedos es de lo más excitante.

“Hay que mezclarlo todo bien… con calma… para que luego no queden grumos”, te digo como puedo casi susurrando. Tu no dices nada y tu respiración es entrecortada. No opones resistencia alguna y nuestras manos se juntan en el bol al mismo tiempo que noto como algo tan trivial me está provocando una incipiente erección dentro de los pantalones.

Ninguno de los dos decimos nada. Seguimos ensimismados con los ojos del otro, con las manos danzando entre los ingredientes, los dedos buscándose, follándonos casi, sin habernos quitado aún la ropa. Tus casi imperceptibles suspiros me confiesan que no soy el único que está excitado, y pese a las ganas que tengo de besarte, no quiero romper la magia del momento precipitándome. Se a qué has venido y tenemos tiempo de sobras, ya llegará. Y que caray, que me gusta hacerte sufrir un poco.

“¿Más vino?”, dices de repente sacando la mano del bol y apartándote un par de pasos. Dudo mucho que no estuvieras a gusto, ¿a caso es temor eso que percibo en esa mujer tan dominante hasta el momento?. Te limpias los restos con un trapo y llenas tu copa y la mía, mientras yo sigo con las manos en la masa, literalmente. Cuando considero que ya no es necesario más trabajo, me limpio las mías y acepto la copa que me ofreces.

“¿Y para qué es el chocolate?”, dices cogiéndolo de la encimera tras un poco de charla insulsa en la que soy incapaz de concentrarme por las ganas que tengo de follarte.

“Pues lo vamos a derretir y lo usaremos para recubrir el pastel, lo dejaremos enfriar mientras cenamos, y luego la cobertura quedará dura”, te contesto acercándome de nuevo a ti, y cada vez más seguro de mi mismo.

“Es más”, añado parándome en seco, disfrutando de tu inesperado nerviosismo. “¿Porqué no lo vas preparando ya mientras yo sigo con el pastel?”.

Es obvio que no tiene ningún sentido deshacer ya el chocolate si el pastel no está ni metido en el horno, pero tu no pareces cuestionarte eso, y a mi se me acaba de ocurrir otro plan para el chocolate. Cada uno a lo suyo, durante unos minutos nos dedicamos a nuestras tareas correspondientes en silencio, lo que no hace más que aumentar la tensión en el ambiente.

Obligados a movernos por la cocina, los roces son continuos y no tengo muy claro que completamente fortuitos. En el primero, paso por detrás de ti y la mano te roza el culo ligeramente, lo que te hace pegar un pequeño bote fruto del nerviosismo. Contraatacas al cabo de nada, dices buscar no se que y te pegas innecesariamente a mi para preguntarme donde lo tengo, frotando tu busto con mi cuerpo.

Seguimos varios minutos con ese juego infantil pero terriblemente excitante. Cháchara insulsa, risas, tensión sexual en el aire, y de vez en cuando, cocinamos un poco. Yo hace rato que he terminado mi tarea, y me apoyo de espaldas en la encimera, repasándote con la vista con sumo descaro. No tengo intención de disimular ni un ápice, y tus movimientos se vuelven menos seguros, casi torpes, acompañados de una risa nerviosa y de miradas ocasionales buscando mis ojos, que no aparto de ti.

“Te has manchado”, digo de repente rompiendo el silencio. Señalo con un dedo tu muñeca, bajas la vista y ves que te ha caído chocolate en buena parte de ella, del dorso de tu mano, y de la manga de tu camisa. Levantas el brazo y la miras con cara de descontento, la mancha es bastante evidente, mancha de chocolate en una camisa blanca, nada sutil. Estás tan ensimismada pensando posiblemente en lo que te va a costar quitarla que no te das cuenta de que de un salto, recorro la escasa distancia que nos separa, y te agarro firmemente del brazo.

“Déjame que te ayude a limpiarte”, digo, y antes de que puedas reaccionar, bajo la boca a tu muñeca, saco la lengua, y te pego un buen lametón con la intención de “limpiarte”, sin dejar de mirarte en ningún momento. Noto mientras te recorro con mi lengua tu piel cálida y tu pulso acelerado, la dulzura de tu piel perfecta mezclada con el chocolate, y doy varias pasadas cual gato limpiándose a si mismo. Te tengo agarrada por la mano, he subido un poco la manga de la camisa, y me dedico a lamerte del antebrazo a la muñeca, pese a que hace rato que ya no hay rastro del chocolate.

Tu jadeas con delicadeza y respiras entrecortadamente. Sonríes nerviosa, y te dejas hacer. Noto como se te eriza el vello y pienso en que posiblemente haya otras partes de tu cuerpo que ya hayan empezado a reaccionar a mis atenciones, pero no tengo prisa por comprobarlo.

“Creo que…”, dices con un hilo de voz. “Creo que ya está limpio”, añades.

“Ah, es cierto”, te respondo separándome de ti. Sin soltarte de la muñeca, acerco la mano al bol donde está el chocolate que acabas de preparar, aún líquido y tibio, mojo tres dedos en él, los acerco a tu escote, y dibujo una línea amplia y ascendente que va de tu canalillo a tus mejillas, pasando por tu elegante cuello.

“Caramba, aquí parece que también te has manchado”, digo entre risas. Abres la boca con una mueca que dice al mismo tiempo “qué morro tienes” y “porqué has tardado tanto”, así que sin mediar palabra me pego más a ti, saco la lengua, y recorro el camino dibujado por el cacao.

Esta vez, todavía con más calma, si cabe. Alterno lamidas con la lengua plana, abarcando el máximo de piel posible, con besitos rápidos y tiernos. Aspiro tu aroma y cierro los ojos, quiero que sean mis otros sentidos los que te muestren en mi mente. Poso con descaro una mano en uno de tus senos, por encima de la ropa, de forma delicada, y la otra en tu cintura, acercándote más a mi, aunque algo me dice que no vas a ir a ninguna parte. Cuando llego a tu cuello, pego un ligero mordisco que provoca que pegues un pequeño salto fruto de la sorpresa. Definitivamente ahora estoy yo al mando, lo cual me encanta y me pone aún más cachondo de lo que ya estaba antes de que llegaras.

Al cabo de un rato innecesariamente largo, me separo de ti, esta vez apenas unos centímetros, pegados como estamos a causa del movimiento anterior. Me miras, estás acalorada y sonrojada, nunca te he visto más atractiva. Yo por mi parte, sonrío, con la boca manchada de chocolate.

“Creo que ya está limpio”, te digo casi susurrando con la voz más sensual que se poner.

“No, todavía queda un poco”, me contestas. “Aquí”. Me coges la cabeza con una mano mientras que la otra la llevas a mi culo, magreándolo por encima de los tejanos. Acercas tus labios a los míos, sacas la punta de tu lengua, y recorres mi boca limpiando los restos de chocolate, lamiéndome en el proceso.

Llegados a este punto, lo último que me apetece es ser sutil y delicado. Me muero por oírte gritar de placer, comerte y poseerte, no necesariamente en ese orden. Con gesto furioso que te coge por sorpresa te me tiro encima y te beso con pasión. Tu me lo devuelves, y pronto nuestras lenguas se pasean por la boca del otro con total libertad. Clavas tus dedos en la espalda mientras ahora soy yo quien te magrea las nalgas, con fuerza, intentando pegarte más a mi si cabe.

Abandono tu boca y bajo la mía a tu cuello. Lo lamo, lo muerdo, lo recorro de arriba a abajo, oliéndote y saboreándote de nuevo. Cuando llego a la parte de tu pecho que me tapa tu camisa no me lo pienso dos veces, saco las manos de tu culo y antes de que puedas protestar, las uso para abrírtela de sopetón, arrancando los botones, que vuelan por la cocina, y liberando tu precioso busto, aún atrapado en un sostén que me indica que venías dispuesta a pasarlo bien.

Te agarro ambos pechos con las manos y bajo mi boca a ellos. Los beso y los muerdo por encima de la prenda, te oigo gemir sutilmente y pones una de tus manos en mi pelo, en un gesto que adoro. Voy llenándote de besos y voy bajando por tu estómago, acompañándolo de mis manos, que no se dejan ni un centímetro de tu cuerpo por acariciar. Me arrodillo y llego a la cintura de tu pantalón, y juego en el borde con mi lengua, que intenta meterse dentro de la tela. La presión que ejerces ahora con ambas manos en mi cabeza me indica que te mueres por que llegue un poco más abajo, así que no me hago de rogar.

Completamente arrodillado ante ti como quien adora a su deidad favorita, manoseo con sorprendente calma la bragueta, te desabrocho el botón, y noto como contienes la respiración cuando agarro la tela a ambos lados de tu cadera y tiro con fuerza hacia abajo, quitándola de golpe. Se descubren ante mi dos torneadas piernas, que casi roban el protagonismo a unas preciosas bragas de encaje, por supuesto conjuntadas con el sostén.

No puedo evitar acercar mi cara a tu entrepierna y oler tu esencia, que se filtra ya abundantemente a través de la prenda. Cuando me pego a ti, noto como entrelazas más aún tus dedos en mi pelo, sin duda eso es lo que quieres, aunque te va a tocar esperar un rato, tengo intención de torturarte un poquito. Te agarro de las nalgas clavando mis dedos en tu carne, ahora al aire, saco la lengua por completo, y lamo tu coño cubierto como quien degusta el mejor helado, con la lengua plana e intentando abarcar el máximo tejido posible. Una, dos, tres lamidas lentas y minuciosas, y tengo que agarrarte fuerte porque tiemblas como si fueras a caerte al suelo.

Cuando me pongo de pie de repente no te veo la cara, pero estoy seguro que tu mueca de incredulidad tiene que ser digna de ver. Sin decir palabra me aparto un poco de ti, y te dejo en medio de la cocina, apoyada con una mano en la encimera, con los pantalones en los tobillos, cachonda y sin atender. Yo me muevo hasta hallar lo que buscaba, el bol de chocolate aún lo suficientemente tibio como para ser untado de nuevo en tu piel, lo cojo, y me vuelvo a colocar arrodillado ante ti. Levanto la cara y te miro, no entiendes nada.

“Tengo hambre”, te digo con gesto serio, al mismo tiempo que mojo un dedo en el cacao y te unto el estómago, entre el monte de Venus y el ombligo. Dibujo un círculo con la yema de mi dedo índice, que lamo a continuación sin dejar ni rastro en tu piel. Noto como tu estómago sube y baja acelerado, a causa de tu respiración entrecortada.

Repito la operación, un poco más abajo. Esta vez, pongo más cantidad de chocolate para asegurarme de que gotea por tu piel, espero unos interminables segundos para ver como la gota se abre camino hasta el borde de tus braguitas, y vuelvo a usar la lengua para no dejar ni rastro. En ese momento sueltas un sollozo más sonoro que me indica dos cosas, que posiblemente me estés maldiciendo, y que estás tan excitada como yo o más.

Dejo el bol en el suelo y levanto la vista. Te veo ahí, con los ojos entrecerrados, respirando con dificultad, apoyada como buenamente puedes, expuesta, vulnerable y caliente. Nunca te he visto más hermosa. Subo las manos por el lateral de tus muslos, muy lentamente, recorriendo tu piel con las palmas, hasta que el borde de mis dedos llega a la cintura de tus bragas. Meto los dedos por debajo de la goma poco a poco, quiero que en tu mente visualices lo que voy a hacer antes de que lo lleve a cabo. Tiro de la tela lentamente y la bajo, sin prisa pero sin pausa, a lo largo de tus piernas, hasta que llevan a tus tobillos y se juntan con tus pantalones.

Ahora si, tengo tu tesoro expuesto ante mi sin nada que se interponga entre él y mi boca. Vuelvo a untar un par de dedos en cacao, y dibujo una flecha que va de tu monte de Venus a la entrada de tu cueva. Tu te estremeces. Cojo más chocolate y me dedico a recubrir casi por completo tus labios mayores, con mimo, como el artista que pinta su mejor obra.

“Aguanta un poco, que ya termino”, te digo notando los pequeños temblores que te provoco cada vez que te toco, y temiendo que te desplomes encima de mi. Cuando estoy satisfecho con el resultado, dejo el recipiente en la encimera, me aparto unos centímetros, y te contemplo. La entrepierna recubierta de chocolate con una flecha que me indica el camino a seguir (como si la necesitase) y que te hace aún más apetecible a mis ojos.

“Cómo te has puesto cario, habrá que limpiarte, ¿no crees?”, te pregunto divertido. Gimes una especie de respuesta. Te agarro de nuevo de ambas nalgas, con las manos bien abiertas, abarcando desde tu ano a donde terminan tus nalgas, y recorro la flecha dibujada con la punta de la lengua, en el mismo sentido que marca esta, de arriba a abajo. Gimes.

La mezcla de sabores me excita más aún si cabe. El sabor del chocolate negro junto con el de tu piel, y ahora, el de tus fluidos. Saco bien la lengua y , cual gato, me dedico a repasar la zona superior con lametazos rápidos hasta que la flecha se ha convertido en un emborronado de cacao encima de tu entrepierna perfectamente depilada. Suspiras.

Ahora viene lo divertido. Bajo la boca hasta tus labios y ataco con furia la zona. Lamo, punteo, chupo. Tu catálogo de sonidos debe oírse desde tres pisos más arriba, pero es lo último que me preocupa. Te agarro con fuerza, te retuerces entre mis manos cual culebra, pero no tengo intención de soltarte. Cuando ataco tu clítoris, la sacudida que pega tu cuerpo es tal que te pliegas encima de ti misma y te agarras con fuerza a mi cabeza.

Lamento no poder soltarte porque se que si te meto un dedo en el coño ahora mismo, te mato de placer. Pero como quite las manos de tu culo nos vamos al suelo y nos quedamos ambos a medias, y eso si que no. A causa de los jugos que destila tu entrepierna y de mis babas, tus piernas se han convertido en un goteo de líquido oscuro, dulce y delicioso. Paso a centrarme en tu hinchado y precioso clítoris, alternando los movimientos laterales de la punta de mi lengua con movimientos verticales, chupadas suaves, y sorbidos breves.

Me agarras del pelo con tanta fuerza que temo que me lo arranques. Haces fuerza para que pegue mi boca lo máximo posible a tu entrepierna, y aprovecho para intentar llegar tan al fondo como me sea posible. Cuando casi por accidente rozo tus labios mayores con los dientes a casa de lo mucho que me obligas a abrir la boca, tu orgasmo llega de repente de forma ruidosa y violenta. Bebo todo lo que me ofreces sin moverme, agarrándote con tanta fuerza que temo dejarte mis dedos marcados en tu culo a perpetuidad.

Poco a poco, te vas relajando, y los coletazos de tu orgasmo se van produciendo con más espacio entre ellos, hasta que termina. Saco la cabeza de entre tus piernas y. aún de rodillas y sin soltarte, levanto la vista y te miro. Sonríes, respirando con dificultad, recuperando el aliento. Despeinada, sudada, con las piernas sucias de chocolate, y medio desnuda en medio de mi cocina, pero sobretodo, satisfecha. Y yo feliz.

Abres los ojos y me levanto poco a poco sin soltarte por completo. Me miras y me sonríes. Yo te doy un inocente beso en la mejilla y te devuelvo la sonrisa.

“Ha sido…”, dices con un hilo de voz, aún alterada por lo sucedido.

“Dulce”, añado, y ambos explotamos en sonoras carcajadas.

De repente y de forma incomprensible, una especie de timidez parece haberse apoderado de ambos. Estúpido, si tenemos en cuenta que acabas de correrte en mi boca y que sigues de pie en mi cocina medio desnuda. Ninguno de los dos se mueve ni dice nada, nos miramos y sonreímos como dos adolescentes, así que finalmente soy yo quien da el primer paso.

“Querrás limpiarte, supongo”, digo señalando a tus piernas, sucias con el chocolate que ha empezado a secarse. La realidad es que quiero seguir y me da igual que estés sucia de lo que sea, estoy dispuesto a limpiarte a lametones, visto el resultado que nos ha dado anteriormente. Paso un dedo por tu muslo, paso la yema hasta tu cintura, y me lo llevo a la boca para saborearlo sin dejar de mirarte.

Sin medias palabra, te descalzas usando los pies, y te agachas para acabar de quitarte los pantalones y las bragas, que permanecen en tus tobillos. De una patada mandas las dos prendas al fondo de la cocina, y procedes a desabrocharte el sujetador con movimientos elegantes y sensuales, que acaba corriendo la misma suerte. Ahí estás, completamente desnuda delante de mi. No tiene pinta de que quieras terminar, no.

Lo que más cachondo me está poniendo es que sigas sin abrir boca. Una sonrisa pícara se dibuja en tu rostro, tus ojos clavados en los míos, y tus manos empiezan a quitarme la ropa. No me duran mucho puestos los pantalones, me los dejas caer, y magreas sin pudor mi calzoncillo, que marca un nada discreto bulto desde hace rato.

“Yo también tengo hambre”, dices con lujuria antes de arrodillarte con calma ante mi y bajarme los calzoncillos, liberando mi pene erecto, que te apunta directamente. Sacas la lengua y lo lames, recorriendo con calma de la base al glande, y ahora soy yo el que se estremece. Al llegar a la punta, jugueteas con ella metiéndola en la boca, chupándola con ganas, y provocándome toda clase de sensaciones indescriptibles.

Por suerte, y no se muy bien porqué, no se te pasa por la cabeza torturarme como antes he hecho contigo, e inicias una mamada que me sabe a gloria, metiéndote mi polla hasta donde puedes y subiendo y bajando acompañándote de una mano. En la cocina sólo se oye el inconfundible ruido del sexo oral, ya que yo casi no puedo ni respirar, y mi erección es total, empapada gracias a tus cariñosas atenciones.

“Luego volveremos a eso que yo también quiero chocolate, pero ahora tengo otros planes”, dices de repente sacándotela de la boca y poniéndote de pie. La mujer segura y dominante ha vuelto, y obviamente no voy a quejarme. Te sientas en la encimera delante de mi, con las piernas abiertas, me las pasas por detrás del culo, atrapándome.

“¿Me vas a follar ya o necesitas una invitación por escrito?”, me sueltas abriendo los brazos y esperando mi próximo movimiento. No me hace falta más. Tiro de ti hasta pegarte a mi cuerpo, te agarro del culo, te levanto en brazos, coloco mi glande en la entrada de tu coño, y te dejo caer a peso, penetrándote de una sola estacada.

“AAAAAAAAH”, es lo único que atinamos a decir ambos, casi al unísono. Por fin, tras tanto tiempo esperando, estoy dentro de ti, y no se si es por el tiempo que he necesitado para conseguirlo o por los jugueteos previos, pero no recuerdo haber sentido tanto gusto nunca antes en mi vida. Te pegas más a mi cuerpo y aprietas con tus piernas, me abrazas fuerte y pones tu boca en mi oído.

“Fóllame como llevamos tiempo deseando”, me susurras en un tono de voz que no entiendo como no hace que me corra al momento. Nuestra diferencia de envergadura juega a mi favor, y me permite levantarte y dejarte caer de nuevo varias veces, y tu contribuyes moviendo tu cadera y saltando sobre mi erecto pene. El movimiento salvaje amenaza con dar con nuestros huesos en el suelo, así que en una de estas te agarro con fuerza, aprovecho para recolocar bien los pies, y para besarte con pasión, beso que recibes y devuelves de buena gana.

Retomamos la violenta follada sin que quede muy claro quien se folla a quien. Veo claro que necesito un punto de apoyo, y mientras noto como tu coño me succiona la polla, recorro la cocina con la mirada para ver dónde puedo apoyarnos. Lo encuentro, y me muevo como buenamente puedo contigo penetrada y dando botes encima de mi.

“AAAAAAH CABRÓN, ESTÁ FRÍAAAA!”, gritas de repente cuando apoyo tu espalda desnuda en la gran nevera americana de aluminio. Yo sonrío por la travesura, te apuntalo con firmeza, y empiezo a mover la cadera con violencia, enterrando mi cara en tu cuello, el cual muerdo ocasionalmente cuando no estoy llenando de besos.

Te embisto con tanta fuerza que incluso hacemos que la nevera se mueva. La sensación de mi cuerpo entrando y saliendo del tuyo es demasiado placentera como para bajar el ritmo. Tu clavas las uñas en mi espalda y yo te sujeto con una mano en tu culo, mientras que la otra la apoyo en la nevera para evitar resbalar. Cada uno con la boca pegada en la oreja del otro, gimiendo, suspirando, maldiciendo.

Mi erección acariciando violentamente tus labios nos anuncia que no podremos mantener este ritmo mucho más. Nuestros cuerpos se acercan rápidamente al clímax y ninguno de los dos podemos ni queremos evitarlo. Abro bien las piernas, flexiono un poco las rodillas, saco el culo para atrás, e intento que las últimas embestidas antes de correrme sean lo máximo de agresivas y profundas posibles. Tu pareces leerme la mente y dejas de moverte, te agarras con fuerza a mi, y me susurras al oído; “hazlo”.

Primera embestida, sueltas un gemido gutural que no se si es producto del pollazo o del golpe que te arremeto contra la nevera.

Segunda embestida, ahora soy yo el que suelta un grito provocado por la presión que ejerce tu coño sobre mi polla. Subes una mano a mi nunca, te pegas más a mi oreja, y me dices “lléname”.

Tercera embestida, te corres entre chillidos agudos y clavas las garras en mi espalda, llevándome al límite entre el dolor y el placer.

Cuarta embestida, me corro abundantemente, disparando mi esperma caliente dentro de ti, con la boca enterrada en tu hombro por miedo a que alguien llame a la policía si me oye chillar. Dejo caer mi peso sobre tu cuerpo y nos apoyo en la superficie metalizada de la nevera, notando como me vacío por completo y como tu cuerpo me recibe de buen grado.

Nuestra respiración se calma y nuestro cuerpo se relaja. Noto como me llenas el hombro de suaves besos y como desclavas tus uñas de mi, en lo que probablemente sean heridas superficiales causadas durante el magnífico polvo que acabamos de echar. Yo apoyo mi nariz en tu cuello y huelo la mezcla de aromas que resultan de tu perfume, tu sudor, y otros fluidos.

Finalmente me indicas que te baje. Te dejo en el suelo sin dejar de apoyar una de mis manos en tu cadera, las piernas te fallan un poco por el esfuerzo reciente. Te dejas caer sobre el electrodoméstico y te resbalas por él hasta sentarte en el suelo de la cocina. Te imito y ambos nos quedamos de lado, desnudos, sin abrir boca, recuperando el aliento.

“Luego quiero usar ese chocolate yo también”, dices finalmente sin levantar la voz.

“Lo que tu quieras preciosidad”, te contesto besándote en la mejilla inocentemente, “pero antes tendremos que cenar algo o no te aguantaré un segundo asalto”.