Chispas entre vecinos
¿Para qué llamar a un electricista, si el hermoso vecino del 3°"A" sabe arreglar esa clase de desperfectos?
Sonó el tiembre del departamento. Laura abrió la puerta, tratando de disimular su nerviosismo. A pesar de verlo diariamente deambulando por el edificio, nunca antes se había animado a traspasar la cordialidad del "buen día", por más que internamente se preguntara cómo sería poder besar esos labios carnosos, dejarse arrastrar por la corriente del deseo y adentrarse en un mar de placer.
Recordaba el día en el que la vecina del 6° "D" le dio su nombre, en una de esas conversaciones cotidianas sobre cortocircuios, tuberías rotas y demás achaques dignos de una construcción con 50 años de antigüedad. Se llamaba Gustavo, era el vecino del 3° "A" que sabía de todo un poco, y sacaba del apuro a todos los inquilinos del edificio... Gustavo, el vecino del 3° "A" que sonreía cálidamente al compás del "buen día" diario, mientras sus brazos marcados cargaban una caja con herramientas o sostenían la puerta del ascensor abierta cuando ella entraba al edificio segundos después que él.
Laura estaba tratando de disimular su ansiedad cuando el joven atravesó la puerta y preguntó dónde estaba el desperfecto. Al margen de cualquier deseo carnal, había recibido muy buenas críticas acerca de su labor como electricista, así que no dudó en llamarlo luego de ver las chispas saltando desde el enchufe del aire acondicionado.
Es por acá, cuando quise encender el aire empezó a salir humo y saltaron unas chispas -dijo, recuperando la compostura.
¡Ah, sí! Es normal en estos departamentos, que tienen una instalación anticuada y no están preparados para soportar aparatos como estos.
Tomó sus herramientas, y comenzó a trabajar. El calor de la tarde era agobiante, así que Laura sacó un par de cervezas de la heladera para sobrellevarlo. Dos pares de cervezas. Tres pares de cervezas. Cuatro.
Rápidamente los diálogos de costumbre se transformaron en charlas amenas, las risas nerviosas en carcajadas sinceras, y las miradas iban dejando de lado la inocencia.
Bueno, ya está. Ahora tendría que funcionar sin problemas -dijo, mientras encendía el artefacto exitosamente.
¡Muchas gracias! Este calor ya me estaba matando, mirá como estoy toda transpirada.
Efectivamente, el sudor había impregnado su ropa haciendo que su fino pantalón se adhiriera a sus redondeadas y carnosas nalgas, transluciendo una sensual tanguita de encaje rojo, mientras su blusa blanca y escotada se transparentaba entre sus pechos que, si bien no eran muy grandes, se notaban turgentes, suaves y desnudos por debajo de la tela. Un mechón de pelo caía sensualmente sobre su cara, enmarcando sus ojos color café y sus mejillas enrojecidas por la mezcla entre el calor y el alcohol. Al ver este cuadro, un bulto comenzó a crecer debajo de los pantalones de Gustavo.
- Sí, es verdad, yo también estoy todo transpirado. ¿Te molesta si me saco la remera?
Laura no respondió. Ayudada por el efecto de la cerveza, que también podría usar como excusa si algo salía mal, se abalanzó sobre él. Labios contra labios, manos entrelazadas, una lengua desesperada por recorrer cada rincón de la boca del joven. Gustavo se separó un segundo y la miró a los ojos, ardiente de deseo.
- No te desesperes que tenemos todo el tiempo del mundo, disfrutá el momento, preciosa.
Y siguió besándola con mucha intensidad. Sus lenguas se entrecruzaban, mientras las manos de ella desabrochaban la blusa, y las manos de él acariciaban sus pechos desnudos, jugueteando con sus pezones rosados.
Ella le quitó la remera y acarició sus pectorales, ¡que hombre! Bien marcados pero sin exagerar, al igual que sus abdominales. Su hermoso torso estaba acompañado por un enorme tatuaje tribal en la espalda, que contrastaba con su piel trigueña suavemente iluminada por el sudor.
Siguieron besándose; las manos de él desbrocharon botones y quitaron ambos pantalones. Ella se estremecía de placer. Su clítoris inflamado, sus pezones duros como pequeñas rocas, su vagina destilando toda su escencia, todos latían rogando silenciosamente por caricias.
Él besó cada centímetro de su cuello, suavemente perfumado con el sudor de ambos, bajó hacia sus senos y se detuvo para lamer y mordisquear hábilmente sus pezones. Ella suspiraba de placer, y deslizó su mano hacia abajo para acariciar suavemente su verga, que latía entre sus dedos deseosa de entrar en sus rincones más profundos.
Sin mucho más preámbulo, él se sentó en una silla y ella se colocó encima suyo. Se miraron fijamente y mordisqueron sus labios, mientras ella comenzó a bajar sobre ese grueso pedazo de carne que palpitaba con ansias mientras se adentraba en su húmeda y caliente intimidad.
Una vez lo sintió todo adentro, Laura empezó un trabajo de sube y baja que dejó a Gustavo perplejo. Parecía una perra en celo. Disfrutaba sentir esa verga caliente entrando cada vez más rápido, hasta el fondo, generando pequeñas descargas eléctricas en su interior con cada embestida.
Gustavo disfrutaba de la escena, hubiese deseado tener dos manos más para poder acariciar al mismo tiempo esos pechos ahora hinchados por la excitación de su amante, y esas nalgas carnosas que se movían al compás de la tremenda cojida que le estaba dando.
Laura acrecentó el ritmo, mientras los gemidos de ambos iban aumentando progresivamente. Podía sentir el miembro de su amante a punto de estallar, al mismo tiempo que ella manaba más y más fluidos, acercándose a su orgasmo.
Siguieron así, calientes, fundiéndose en un solo gemido hasta llegar al límite del placer. Sus músculos se tensaron. Un dulce escalofrío atravesó la espina dorsal de Gustavo, quien descargó toda su leche dentro de su perra en celo. Unos segundos después, Laura era atravesada por la misma oleada de placer, y comenzó a estremecerse en uno de los más intensos orgasmos que había experimentado hasta el momento.
Sonó el despertador. La mano de Laura abandonó la tibieza de su ropa interior, embebida en sus propios fluidos, para apagar la odiosa alarma. Estaba sola, semi desnuda en su propia cama, cubierta de sudor. Dos horas antes había tratado de encender el aire acondicionado, horrorizándose al ver las chispas saltando del enchufe. Miró el reloj y suspiró.
- Mejor me pongo algo de ropa, el electricista del 3° piso ya debe estar por venir -se dijo a sí misma, con una sonrisa.