Chico triste, hombre solitario (4ª parte)

¿Estás seguro de querer seguir con esto?

Ahí estábamos los dos en mi habitación, ambos desnudos, yo ahora relajado, me acababa de descargar dentro de tu boca; tú más caliente que en toda tu vida, con el sabor de mi lefa aún en tu garganta, a cuatro patas sobre la cama, las nalgas al rojo vivo y tu ojete medio dilatado y lleno de las babas que te he ido metiendo con mis dedos. Tu polla dura como un palo de madera. La noche solo estaba empezando.

No tengo prisa, tenemos todo el tiempo del mundo. Te miro a los ojos y te pregunto nuevamente:

-¿Estás seguro de querer seguir con esto?

-Sí!- Tu respuesta llega con una súplica en los ojos- Por favor!

-¿No te acojonarás y te echarás atrás?

-No, de verdad.

En parte sabía que mentías, que estabas medio muerto de miedo, pero también sabía que tu deseo era más fuerte que el miedo. He visto miradas como la tuya antes; son miradas de sumisos que están deseando que los lleve al límite, que les haga descubrir hasta dónde son capaces de llegar liberando sus morbos y disfrutando de su cuerpo.

-¿Tienes algún límite chaval?

-¿Qué quieres decir?

Como pensaba, estabas muy verde en estos temas.

-Algo que no quieras hacer.

Te quedaste pensando un rato, para concluir:

-Hazme lo que quieras, me fío de ti.

Esa respuesta me cargaba a mí con toda la responsabilidad, pero también me gustaba porque tu confianza en mí parecía sincera

-Está bien, tú lo has querido.

Cogí unas correas de cuero y te las ajusté con cuidado a cada muñeca. Luego te empujé hasta tumbarte boca arriba sobre la cama, estiré tus brazos hasta el cabecero de la cama y con una cuerda até ambas muñecas por las correas a los barrotes del cabecero.

Mientras me volvía te espeté: -Abre bien la boquita.

Y desde arriba hice que un buen salivazo se deslizara dentro de tu boca.

-¿Te gusta?

-Humm, sí, mucho- y te relamiste de gusto.

No tenía un plan preconcebido, me gusta ir improvisando sobre la marcha. Te di un breve estirón de ambos pezones y continué con mi tarea.

Un par de correas más fueron a los tobillos y desde ahí tendí una cuerda a cada lado de la cama hasta dejarte las piernas bien abiertas e inmovilizadas.

Ahora tomé tus huevos con mi mano izquierda. Tirando hacia arriba, hacia tu polla, hice que se separaran bien de la piel de las ingles, mientas con la mano derecha cogía un cordón de nylon y empecé a atarte cuidadosamente los huevos. Di cuatro vueltas bien prietas englobando pelotas y polla, tres apretando solo la base de la polla y tres más rodeando solo los testículos, rematando con una nueva lazada.

Di un paso atrás para recrearme en el conjunto: los brazos estirados hacia el cabecero de la cama, las piernas abiertas a los lados y los huevos y la polla ofrecidos como un embutido de un color encendido que quedaba realzado por la mordedura de las cuerdas.

Y tu mirada, aún no sabía si inocente, como preguntándome con los ojos qué vendría después, deseando saber hasta dónde podía llevarte el placer a través del dolor, deseando aprender cuáles eran los límites de ese cuerpo en aquel momento totalmente a mi merced.

Con la vista repasé los juguetes que había desparramados sobre la sábana. Allí estaban las velas que suelo usar para encerar a mis compañeros de juegos, pero en aquel momento hacía demasiado calor y la temperatura ambiente me pedía algo más refrescante.

Marché a la cocina y en menos de medio minuto estaba de vuelta con unos cubitos recién sacados del congelador. Tú me mirabas sin atinar a comprender cuál era el objetivo de traer aquellos cubitos. Pronto lo ibas a descubrir. Pero antes te ajusté el antifaz a los ojos, para que no tuvieras idea en ningún momento de por dónde te iban a empezar a llegar las sorpresas.

Me encanta verte así, con los ojos vendados y la boca abierta, como si todos tus sentidos se aguzaran en un intento de adivinar lo que te va a venir. Tenías la polla ya totalmente tiesa y no hacías más que gemir en cuanto te ponía la mano encima. En cuanto a mí, empezaba a notar que algo se animaba de nuevo entre mis piernas.

Con los brazos hacia arriba tus axilas quedaban totalmente expuestas y eran un objetivo demasiado apetitoso como para no regalarles la caricia helada de un cubito de hielo. Primero en el sobaco derecho, causándote un escalofrío como una auténtica descarga eléctrica y desde allí voy arrastrando el cubito dejando una estela helada por todo el costado hasta el pezón.

Veo que el frío no te deja indiferente porque tu polla está dando unos saltitos de lo más sorprendente. Con el cubito hago círculos alrededor de tu pezón derecho. Se nota que casi no lo puedes soportar, pero no te quejas, sólo gimes. Yo empiezo a pajearme, pero con la otra mano no pierdo la ocasión de putearte un poco más: ahora le toca a tu pezón izquierdo.

Todo tu cuerpo experimenta una sacudida cada vez que apoyo el cubito sobre un nuevo centímetro virgen de tu piel. Gimes y te retuerces, pero no tienes escapatoria, estás bien atado con las correas y tu propio esfuerzo solo consigue ponerte cada vez más cachondo y más perro, porque aumenta tu sensación de indefensión.

Además sabes que yo sigo ahí a tu lado, disfrutando con cada una de las nuevas pruebas que te voy poniendo, y que voy alternando con suaves caricias aquí y allí que te permiten recobrar el aliento y coger fuerzas para la siguiente maniobra. Lo siguiente es un cubito en tu ombligo que te ha resultado especialmente incómodo.

Lo dejo ahí un rato para que disfrutemos los dos en silencio de tu sufrimiento. Después te compenso con un poco de manoseo en tus pelotas, que con la atadura están de un tenso color granate. Un fuerte gemido rompe el silencio. Dicen que hay masoquistas que disfrutan del dolor en estado puro, pero yo no los he conocido así. Los sumisos que han pasado por mi cama todos obtenían el placer a través de los mismos estímulos que todo el mundo, pero es verdad que ese placer de una paja, un magreo de huevos o de una dilatación anal se multiplica si es acompañado de una buena dosis simultánea de sufrimiento.

Ahora paso otro cubito por tus muslos, pero empiezo a notar que los escalofríos son cada vez menos intensos y que te estás acostumbrando. Es el momento de dar un paso más. Necesito tener tu ojete bien accesible, así que desato tus tobillos (sé que no tienes ninguna intención de escapar) y los levanto juntos en dirección a tu cabeza, obligándote a flexionar el tronco hasta levantar tu pelvis.

Sé que es una postura incómoda, pero también sé que te pone aún más perro que juegue así con tu cuerpo como si fuera de plastilina Luego ato los tobillos al cabecero de la cama y queda tu culo totalmente expuesto, como una urna en la que voy a ir depositando los cubitos de uno en uno.

La primera reacción del ojete al estímulo helado es cerrarse por completo.

-Aguanta- te indico acariciándote la cabeza- El primero siempre duele un poco más. Intenta relajarte.

Y con un dedo inicio un suave masaje en el exterior de tu ano para ayudarte a conseguirlo. También echo un poco de lubricante que saco de la mesilla y derramo directamente sobre el orificio. Sé que cuanto más cuide ese agujero, más lejos podré llegar con él.

Vuelvo a apoyar el cubito y ya no brincas. Metértelo dentro ya es otro cantar; voy empujando y te vuelves a contraer. Espero un poco para insistir. Sigo sin tener prisa y me masturbo lentamente. Te oigo resoplar. Me gusta ver que estás poniendo todo de tu parte y no me empiezas ya con quejas ni lloriqueos.

Sigo empujando con el cubito, que parece que va ganando terreno, los pliegues del ano muy tensos y de un color pálido por la acción del frío. Sé que no lo estás disfrutando nada ahora y por eso aprecio más tu esfuerzo.

-Ese es mi chico, venga, intenta relajarte, abre el culito, empuja para afuera- le insisto, y aunque no puedes verme porque tienes puesto el antifaz, yo ahora vuelvo a estar duro y me pajeo con la otra mano con ganas.

-Aaaaah!- Un grito ronco desde lo más profundo de tu garganta acompaña la entrada por fin del primero de los cubitos dentro de tu culo.

-Muy bien, chaval!- Te felicito mientras acaricio cariñosamente tu cabello. –Venga, que ya solo quedan otros veinte- y contengo la sonrisa mientras veo tu expresión de terror.

Dejo pasar unos segundos para que te serenes y te adaptes al nuevo inquilino de tu cuerpo. Luego me acerco a tu oído y te musito: -¿Quieres que lo dejemos ahora o seguimos?

-Seguimos- contestas, lo cual consigue que me ponga un poco más cachondo todavía. Dos cubitos más entran dentro de tu cuerpo y van a hacer compañía con el que se está derritiendo ya dentro de tu recto. Un cuarto cubito te lo restriego por los labios antes de depositarlo sobre tu lengua.

-Eres un campeón- no me cuesta nada darte ánimos, sé que un perro reconfortado es un perro más agradecido y obediente.

Mientras te entretienes con el hielo en tu boca, yo me pongo de rodillas detrás de tu culo, bien pegado a él, mi polla otra vez tiesa; con ella empiezo a jugar con tus pelotas, que siguen atadas firmemente, las martilleo suavemente con mi verga y vuelves a gemir. Tu polla está tensa y morada, tienes una erección de campeonato. Tu ojete se obstina en mantenerse cerrado, guardando en su interior los tres cubitos de hielo que imagino derritiéndose lentamente.

Me gusta el cuadro pero echo en falta algo: unas pinzas en tus pezones. Cojo un par que están unidas por una cadena y pongo una pinza en cada pezón. Veo tu sufrimiento, casi podría decir que incluso llego a sentirlo, pero también sé que dentro de un rato no te acordarás de las pinzas.

Te calmo con una caricia en la cara y luego busco con mi mano tu boca, meto los dedos dentro y saco el cubito. Respiras aliviado, pero solo lo he hecho para dejar sitio a la cadena que une las pinzas. Ahora te indico que la sujetes firmemente con tus dientes. La cadena queda tensa y así cada movimiento de tu cabeza supondrá a partir de ahora un tirón de los pezones.

Vuelvo a tu culo y te introduzco sin miramientos el cubito que he sacado de la boca. Un nuevo estremecimiento recorre tu cuerpo. Tengo ganas de volver a follarte, pero de momento me contento con frotar mi polla contra tus muslos, contra tus huevos y también por fuera de tu ojete, hasta que ya no aguanto más, hundo dos dedos dentro de tu recto y empiezo a sacar uno a uno los cubitos.

Cada cubito que sale es una agonía y un placer a partes iguales para ti. Tu ojete ya no sabe si cerrarse o abrirse y parece que todo tu ser se concentrara en tu ano.

Por fin salieron ya todos los cubitos, que descansan a un lado sobre la colcha. Es el momento de empitonarte con mi verga y hacerte nuevamente mío. Estás tan guapo así, tan indefenso, desnudo, derrotado y erecto, tu culo totalmente expuesto, dolorido y atravesado por el placer, que me enfundo un condón y te penetro de un solo viaje.

Enseguida empiezo a bombear, mis caderas cobran un ritmo rápido mientras tu culo se abre lo justo y suficiente para que mi polla perciba una deliciosa resistencia mientras lo traspasa una y otra vez.

Estoy gozando como pocas veces, pero aún quiero más, quiero que tú sigas disfrutando de tu placer… y de tu dolor morboso. Saco la cadena de tu boca y ahora soy yo el que va dando tironcitos de tus pezones al ritmo de mis embestidas. Tus ojos siguen vendados, pero tu boca lo dice todo, estás disfrutando como un perro porque me pides que te dé más y más duro.

Yo sigo follándote como un loco y al mismo tiempo atrapo tu polla y te empiezo a pajear con violencia. Ahora sí que siento cómo culeas, buscando el orgasmo que tienes ya cerca, te suelto las pinzas de los pezones y por fin estallas corriéndote entero sobre tu pecho y tu abdomen. Algunas gotas han llegado hasta tu rostro. Te quito el antifaz y mientras ves cómo continúo follándote, cojo con mis dedos los restos de semen que has lanzado y te los doy a comer.

Esa última imagen tuya relamiéndote de mis dedos untados en tu lefa es suficiente para que me corra yo también, salgo de tu culo, me descalzo el condón y vierto todo mi esperma sobre tus sensibles pezones.

Después de unos segundos de quietud, masajeo tus pezones aún sensibles y embadurnados con mi semen para que disfrutes de un último momento delicioso de dolor mientras yo termino de sacudir mis últimas gotas sobre tu cuerpo y te libero de todas tus ataduras.

Mientras descansamos en silencio, tendidos en la cama el uno al lado del otro, imagino que esta tarde has traspasado una puerta sin retorno; a partir de ahora te será difícil concebir el sexo sin atender al morbo que te produce sentirte dominado y puteado.

También estoy pensando que me encantaría acompañarte en ese camino de descubrimiento; tengo curiosidad por saber hasta dónde puedes llegar y por otra parte me estoy dando cuenta de lo mucho que me recuerdas a otro chaval sumiso y morboso al que tenía ya casi completamente olvidado.

(Continuará).