Cerezas negras y albaricoques maduros

Laura ha trazado el rumbo de una nueva vida junto al mar. Una vida que, cree, vivirá sola; equivocándose. Porque Roberto sigue a su lado.

Había algo en el aire que fluía y que no descansaba, que irradiaba deseo; una mezcolanza de sabores y olores y formas que chisporroteaban. Algo que excitaba y provocaba, que mortificaba la carne, los sentidos, el sexo, la imaginación.

Laura pensaba en ese algo.

Se acababa de levantar del colchón tirado en el suelo antiguo. Frente a ella, un gran ventanal de amplios cristales —abierto de par en par— permitía otear la vista del puerto del pueblo. También el puerto, el faro blanco algo más lejano, los riscos de roca negra y, más allá, el revuelto mar verde.

El mar verde. El arrullo del mar. La brisa del mar. El olor del mar. La humedad del mar.

En aquella fábrica abandonada que Laura pensaba habilitar como hogar, el mar siempre estaba presente. No estaba lejos, quizá a un tiro de piedra, pero no al de su brazo, porque no tenía los brazos recios de su madre, ni tampoco tenía ya hombre a su lado que tirase lejos la piedra por ella.

Laura estaba sola. Se levantó sola de la cama y contempló sola el puerto a través del ventanal. Días atrás, compró sola aquel edificio con forma de fábrica abandonada, se mudó sola de su apartamento de la urbe, se despidió sola de todas sus amistades, de todo su negro pasado, de toda su familia inexistente, de todo su universo vacío. Sola. Ayer desempaquetó sola las dos maletas que compusieron sus pertenencias, aquellas que merecían llamarse como tal, aquellas donde ya no estaba Roberto.

Roberto.

Roberto está muerto, se dice Laura mirando el encabritado mar verde. Roberto sigue muerto.

Roberto olía a mar aunque nunca estuvo cerca del mar. Desde que le conoció, desde que se casó con él, cada día que se despertó a su lado, cada día que rió a su lado, cada noche que hizo el amor junto a él, a su lado, siempre, todos esos días, Roberto olió a mar. Olía a algas, a humedad, a sal y a arena crujiente desmenuzándose entre los dedos de los pies, olía a cerveza amarga tomada  en la playa, olía a espuma deshaciéndose en la playa. Roberto olía a mar verde, a un puerto donde solo se oían los traqueteos de los botes amarrados jugando con las olas encabritadas.

Pero Roberto estaba muerto. Pero Laura estaba viva.

Laura aspiró de nuevo, y más profundamente, más, más, más; todo aquel aroma a su marido. A Roberto. No le recordaba a su marido. Porque el olor era su marido. Roberto olía también a mar verde. Laura olió, olisqueó, olfateó, husmeó. Todo a su alrededor olía a Roberto: fábrica, puerto, riscos, botes, faro, mar verde, todo, todo era Roberto. Todo era ese hombre. Todo era su marido.

Roberto estaba muerto, sí. Pero también todo aquello, todo, todo; todo ello era Roberto. Y Laura sonrió.

Caminó dando varios pasos atrás, encontrándose sus talones desnudos con el borde del colchón. Cayó sobre él con los brazos y las piernas desplegados, sintiendo durante esas pocas décimas de segundo como el cabello se izaba a ambos lados de su cara. Se sintió ingrávida, etérea, lejana, carente de sustancia. Y luego rebotó en el colchón. Laura sintió todo su cuerpo desnudo acusar la inercia. Se le revolvieron las entrañas dentro de la tripa. Se le revolvieron los pechos que chocaron entre sí y luego se desplazaron a ambos costados. Se le revolvieron los brazos y los antebrazos. Se le revolvieron los muslos y, debajo de ellos, las carnes de las nalgas se quejaron gloriosas. Se le revolvieron las pantorrillas. Y los pies, fuera del colchón, también giraron y se revolvieron, desperezándose.

Todo su cuerpo se revolvió magníficamente. Incluso el cabello castaño, rebelde como su dueña siempre quiso ser, se revolvió en mechones sobre su cara, sobre su frente, sobre sus mejillas, sus labios y su nariz, se revolvió sobre su cuello, sobre sus hombros, sobre sus clavículas.

Todo su ser se revolvió. Laura misma estaba revolviéndose, despegándose de la antigua Laura, la Laura viuda, la Laura huérfana, la Laura sola. Se deshizo de esa Laura y ella misma tuvo el pleno convencimiento de que así era cuando sintió los mechones de cabello acariciarle las mejillas y la cara y los labios. Una caricia de Roberto para ella. Durante este vago instante, su propio cabello —Roberto mismo— la consoló y la mimó. Laura-Roberto se mimó a sí misma.

Roberto estaba allí; Roberto mismo era todo aquello, todo lo que existía a su alrededor.

Laura quiso hacer el amor con su marido.

Juntó las piernas y alzó las caderas, elevando su sexo. Contempló la fronda oscura de su pubis y, apelmazando el vello rizado con los dedos, alisó su monte de Venus, atisbando el valle externo de su sexo, la confluencia de sus labios, el inicio de sus muslos. Laura, ávida de más visión, estiró la piel de su sexo para izar sus pliegues internos, gordezuelos y morenos. Riscos oscuros donde, en su interior, el volcán durmiente, la sima profunda de su ser irrradiaba vaharadas de sexo.

Sintió tirante la delicada piel de la vulva, su sexo regurgitando humedades. Laura olió su vulva, la vulva recortada entre sus piernas alzadas, con el fondo de cielo azulino sobre verde mar.

Roberto solía decir que su cuerpo olía a jazmines y a rosas y que el interior de su coño olía y sabía a cerezas negras y albaricoques maduros macerados. El interior de Laura olía a frutas dulces y sabía a licores de intensa graduación.

Se pasó un dedo por entre su sexo, cuidando de no soltar el vello recogido ni los labios externos de la vulva. El dedo índice trazó, desde el ano contraído, suave sendero, arribando al inicio de la vagina, presionando sobre el nicho oculto entre los pliegues de la carne encendida; nicho borboteante de magma. El dedo y la uña volvieron a trazar sendero; deshicieron el abrazo de los pliegues del sexo y, mutando en pincel, el dedo y la uña llevaron consigo la humedad extraída de la boca de la vagina. La llevaron por la superficie rosada de la vulva, bañando los pétalos de carne, llegando al clítoris. El dedo de Laura tomó más pigmento de la paleta vaginal y untó el clítoris. Pintó con el pincel de yema de dedo y la espátula de uña, depositando el pigmento viscoso sobre el clítoris inflamado.

El ahogado gemido surgió lentamente de la garganta contraída de Laura. El ahogado gemido sonó a suspiro quedo, a ronco lamento, era dulce acompañamiento de una respiración agitada; de una agitación que agitaba a su vez los pechos de Laura, agitando los pezones erectos en la carne bamboleante, agitándolos en la blanca masa de la teta, agitándolos en la redonda prisión de la teta.

El dedo impregnó y pintó, se cargó de pigmento y volvió a pintar e impregnar. Los gemidos y los lamentos, los suspiros y los jadeos.  El sofoco que se desparramaba por el aire, el resuello que nacía ahogado. Todo eran sonidos deliciosos, sonidos con los que acompañar la labor del suave y dulce pintar e impregnar.

El orgasmo llegó como una sacudida que revolvió las tripas, orgasmo que revolvió sin que el cuerpo de Laura cayese y rebotase sobre la cama. Vino el orgasmo solapado a una sacudida convulsiva, repetitiva, una sacudida que hizo abrir y cerrar las piernas; espachurrando entre ellas el cielo azulino, el verde marítimo del ventanal. Un orgasmo convulsivo que hizo que Laura se arrancase en las sacudidas ramilletes de ensortijado vello púbico con sus dedos crispados, con sus dedos estremecidos.

Laura se sumió en el agradable aroma de su sexo complacido, de su sexo recién satisfecho, de su orgasmo completo. El aroma intensísimo de su coño —el de Roberto— impregnó sus muslos y bajó por su vientre alzado. Descendió pesado el perfume por entre sus pechos y pezones y llegó a su cara. Bañó el perfume su mentón y sus labios y sus dientes, su nariz y sus ojos, su frente y su cabello. El olor de las cerezas negras y el albaricoque maduro. El olor dulcísimo de su sexo ahíto.

Laura se abandonó a ese olor, se abandonó perfumada, se abandonó impregnada de su perfume —del mismo Roberto—.

Descansó, aquietando su respiración. El cielo azulino y el encabritado mar verde. Ambos colores; y acompañándolos, el puerto, el faro, la playa, los botes, los riscos. Roberto era todo eso. Roberto era todo ello y existía y seguía existiendo alrededor de Laura.

Roberto era su coño, Roberto era el olor y el sabor que nacían de su coño; a cerezas negras y albaricoques maduros olía y sabía Roberto; Roberto era aquella fábrica abandonada convertida en hogar, Roberto era el ventanal y todo lo que había tras él. Y, también, Roberto era Laura. La propia Laura.

Se levantó, revolvió entre las maletas de ropa y recuerdos. Se vistió con bragas y sostén de algodón, con vaqueros y camisa de hilo, con sandalias de esparto.

Bajó al pueblo a desayunar.

Todos a su alrededor —y Laura lo sabía— olieron a su marido. Su aroma de mujer satisfecha. Su aroma de persona feliz. Su aroma de mujer que no estaba sola.

Ese aroma a cerezas negras y albaricoques maduros, a frutas dulcísimas.



Ginés Linares. gines.linares@gmail.com


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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .