Cerdocuencias, sutilezas y otras cosas (I)
¿Cuántas veces hemos escuchado que esperar merece la pena? ¿Cuántas veces hemos pensado que esperar es, a fin de cuentas, acabar desesperado? No os voy a engañar, porque esta historia tiene de todo eso, pero también deseo y anhelo. Tiene cerdocuencia, sutileza y, también, muchas más cosas.
¿Cuántas veces hemos escuchado que esperar merece la pena? ¿Cuántas veces hemos pensado que esperar es, a fin de cuentas, acabar desesperado? No os voy a engañar, porque esta historia tiene de todo eso, pero también deseo y anhelo. Tiene cerdocuencia, sutileza y, también, muchas más cosas.
Es la historia de una espera que ha rozado los tres años, mil días de querer y no poder. Pero también de poder y no cómo se quiere que se pueda. Un largo tiempo de mensajes, imágenes, conversaciones hasta la madrugada y orgasmos desde la distancia. Unos orgasmos que se reparten, a veces primero en Baleares, otras en Córdoba, pero nunca a la vez. Hasta ahora.
Todo comienza de la forma más inofensiva, pero no inocente. Un juego online, una partida y siete preguntas sobre cualquier tema que se terciara. Y se terció. Un desafío a modo de deseo, pero de los que se cumplen. ¿No os pasa que, a veces, cruzáis un saludo con alguien y os quedáis con ganas de saber más de esa persona? Pues yo tuve la suerte de conocerla, de conocerla bien, de la mejor forma posible.
Es difícil hablar de ella y no sonreír, al menos yo no soy capaz. Alguien con quien puedes pasar de comentar una partida de un juego sin apenas importancia, a hablar de política, de temas serios y hasta triviales o, como ocurrió, de la moral y sus diferentes concepciones. Una persona con quien tienes ganas de cruzar más que palabras desde el momento en que empiezas a conocerla, por ejemplo, cruzar las lenguas o hasta los cuerpos en una cama de limpias y relucientes sábanas blancas.
Así empezó todo, un comienzo ya prometedor. No os penséis que los orgasmos llegaron pronto, porque se hicieron de rogar. Se hicieron a fuego lento, con mimo y confianza, sin prisas y sin pausas. ¿El único problema? La simultaneidad del orgasmo. Porque por teléfono los orgasmos también llegan, incluso son tan intensos como en algunas ocasiones cuando sí que hay roce de boca, de lengua o, hasta intercambio de fluidos; pero por mucho se parezcan en ganas y resultado, no os confundáis, son diferentes sino son a la vez.
Sólo había que esperar la ocasión ideal para coincidir, algo no fácil teniendo en cuenta la lejanía, incluso con mar de por medio. Habría que desearse y buscarse. Buscarse y encontrarse. Encontrarse y fluir. ¿Pero sabéis qué? Fluir es fácil si es con ella.
Madrid, 12:30 de la mañana de un día de junio. Tiempo justo para salir de la estación, coger un taxi y llegar al hotel. Soltar la maleta, correr a la ducha y salir más aún a la carrera porque se acerca la hora. La espera llega a su fin. Territorio neutral, aprovechando un viaje obligado de ella a la capital, arrastrando mis ansias de conocerla al fin. Conocerla en HD, incluso en tres dimensiones, como más de una vez bromeamos en llamar a nuestro primer encuentro en persona.
Son las dos de la tarde y los nervios ya han llegado a su límite. Un nudo en el estómago que se esfuma cuando entra ella al restaurante donde habíamos quedado. Ya no hay nervios, ya sólo queda deseo. Me levanto de la silla donde llevaba apenas unos minutos esperándola y me acerco con paso ligero, pero a cámara lenta.
—¡Al fin! – dije justo al acercarme a ella como si hubiera encontrado un oasis en mitad del desierto más caluroso—. ¡No sabes cuánto llevaba ansiando este momento!
Fue difícil soltarla, pero más difícil fue no volver a abalanzarme sobre ella. Más bella de lo que siempre creí ver, más sexy de lo que cualquier visión pudiera desear. Una comida donde la comida era lo de menos y, donde la conversación fluía como siempre lo hacía. Una mirada, un comentario, una sonrisa y mis ganas de besarla. Un gesto mío, una de mis sutiles bromas, su mirada y las ganas de besarme.
El erotismo crecía por momentos, como una fiera que llevaba enjaulada y sin comer por más de un par de días, pero que acababa de ver a la presa más atrayente de toda su vida. Toda buena comida ha de rematarse con unas copas, especialmente cuando hay que celebrar. ¿Qué celebramos? Estar a las puertas de un abismo de placer que hemos modelado tanto tiempo, que se ha convertido en una auténtica obsesión.
No importa saber de qué hablamos, cómo somos, cómo nos llamamos ni, qué edad tenemos. Porque esta historia no es exclusiva de nosotros, es de todos esos amantes que se han deseado y querido en secreto. De dos personas que han compartido y comparten intimidades, confidencias y placer.
A medida que la copa se vaciaba, nuestros cuerpos se llenaban de un calor contradictorio. Porque lejos de alejarnos para tomar aire fresco, nos acercábamos peligrosamente. Hacía ya largos minutos que me había cambiado a su lado de la mesa, a un sillón rojo y cómodo donde ella estuvo toda la comida. Omnipresente, sin duda, porque también estuvo en mi mente.
Una mano alzando la copa a mi boca y dando un pequeño trago, mientras que la otra mano ya estaba apoyada en su rodilla desde hace rato. Fui buscando su boca de la misma manera que la habría buscado cada día de mi vida de haberla tenido al lado. Pero ahora era el momento.
Me miró después de una de mis estúpidas bromas, sonriendo avergonzada de lo malo que había sido el chiste, si es que así se le podía llamar. Pero yo no reía, la miraba fijamente y serio, ella lo notó en mi mirada. Sintió en mí un deseo que era imposible de controlar. Acerqué mi rostro al suyo muy lentamente, ganando cada milímetro.
Cerramos los ojos y los labios se tocaron. Un suave roce acompañado de dos respiraciones entrecruzadas. Dos bocas que se abrían al placer de un beso cargado de ansia y de morbo. Porque era el primero de nuestros besos, dos lenguas que comenzaban a encontrarse, pero tan suavemente que parecieran temerse la una a la otra.
No quiero entrar en excesivo detalle de qué siguió a ese beso, porque es fácil de imaginar. Fue necesaria otra copa, no por querer beber, sino por tener una excusa ideal para que la dueña del restaurante no nos echara de una vez. Besos, besos y más besos. Crecientes en número y en intensidad.
– Tal vez deberíamos irnos de una vez—. Fue lo que atiné a decir tras uno de tantos besos. El último en aquel bar, el primero de todos los que vendrían.
El camino al hotel fue eterno, pero cada paso de peatones en rojo era la excusa ideal para pararnos, acercarnos y besarnos. Mis manos en su cintura, las suyas en mis hombros y un beso lento, prolongado hasta escuchar nuevamente el transitar de personas y los coches frenando. No recuerdo si la gente nos miraba, si comentaban. Pareciera que en la calle estábamos solos. Ella y yo. Nosotros.
Entramos al hotel, ese al que pareciera al que nunca llegaríamos. Nos encaminamos al ascensor agarrados de la mano y esperamos que una familia subiera sola. Una auténtica premonición de lo que iba a pasar, porque cuando el ascensor volvió a bajar y la puerta se cerró tras nosotros, ya no hubo control.
Ella me empujó suavemente contra la pared del ascensor, acercando su boca a la mía y besándome con ganas, con avidez, mientras sus manos sujetaban mi cara y la apretaban para no dejarme huir. Yo usando mis manos para rodearla por las caderas y pegarla a mí, apretando su cuerpo con fuerza, pero con suma delicadeza.
Fue un alivio que al fin la puerta del ascensor se abriera en la planta de la habitación, porque ya en ese momento yo llevaba la camisa a medio desabrochar y una erección que era imposible de disimular bajo el pantalón. De haber tardado unos segundos más, haríamos empezado allí mismo a hacer lo que llevábamos tanto tiempo deseando.
No había nadie en el rellano, por suerte. Abrí la puerta de la habitación con toda la prisa del mundo, empujando la puerta con fuerza y sin soltarla a ella, la mujer que me estaba volviendo loco, a la que agarré e introduje en la habitación con un ligero empujón. Ella entro primero y al girarse, la puerta ya se cerraba a mi espalda. Me abalancé sobre ella y, agarrándola por las caderas, comencé a besarla con toda la pasión que tenía acumulada.
Fuimos danzando por la habitación, girando sobre nosotros mismos y sin separar las bocas. Sentía su lengua jugando con la mía, mi camisa cayendo al suelo y su blusa ya entreabierta. Llegamos a la cama y, de tanto haber girado y tanto habernos besado, ella cayó debajo de mí. Me lancé sobre ella y quedé situado entre sus piernas, al fin en el lugar donde había soñado tanto estar.
Una de mis manos en su cintura, la otra en su mejilla, siendo el calor de su rostro y la suavidad de su cabello que rozaba mi piel. El beso fue suave, seguido de un pequeño mordisco de su labio inferior y, un beso ávido de ella. Sus piernas me rodearon, señal de que el beso era de su total agrado, señal de que la mano de mi cintura estaba bien colocada y que, al igual que pasaba bajo mis pantalones, la ebullición en ella era ya incontrolable.
Hundí mi boca en su cuello y mi nariz quedó a la altura de su oreja, oliendo perfectamente su pelo y queriendo no salir de ahí jamás. Un suave mordisco con los labios alrededor de su cuello y sus uñas clavándose en mi espalda, mis dientes marcando suavemente su piel y, sus uñas arañando mi espalda. Mi lengua rozando la piel de su cuello y llegando hasta su clavícula, usando mi mano para agarrar su pecho por encima del sujetador y apretando suavemente.
Otra vez mi lengua siendo protagonista, ahora bajando desde su clavícula hasta llegar donde se encontraba antes mi mano que, había dejado el sostén por debajo del pecho, dejando a la vista un pezón que no tarde en acariciar con la lengua. Un lametón húmedo y rápido que hizo efecto inmediato. El pezón se endureció y tuve que morderlo con los labios, un impulso incontrolable.
Repetí el proceso con el otro pezón, pero mordiendo finalmente con más fuerza. ¿Qué importa un poco de dolor cuando saber todo el placer que vendrá después? Eso mismo debió pensar ella, porque su tímido gemidito me hizo enloquecer y lamer ambos pechos sin control, pasando de un pezón a otro sin despegar la lengua, apretando con las manos el pecho que dejaba libre de mi boca.
Un leve gesto de incorporación bastó para erguirme mientras ella seguía tumbada, mirándome mientras yo le quitaba el calzado con sumo cuidado y tiraba de los pantalones hasta sacarlos completamente. A mi vista quedaba ella, tumbada sobre su blusa y únicamente llevando un conjunto negro, de encaje y tremendamente sexy, pero con sus pechos descubiertos y brillando por mi saliva.
Una imagen digna de admirar. Un cuerpo que había ansiado ver en persona mucho antes, ahora era mío. Un cuerpo que había ansiado tocar antes muchas más veces, ahora era mío. Ante esa tesitura, fue inevitable arrastrarla hacia el borde la cama mientras le cogía por los pies, llevando uno a la boca y besándolo, lamiendo cada dedo y después, desfilando la lengua por toda la planta hasta llegar al talón.
Agachándome al ritmo que mi lengua descendía por toda su pierna, hasta quedar de rodillas ante ella. Besos por la cara interior del muslo, besos húmedos y calientes. Deseosos de llegar al ansiado destino, rozando el filo de sus braguitas y dando un beso suave, lento y lascivo por encima de ellas, notando la humedad y el calor que desprendían. Sacando mi lengua y lamiendo por encima de ellas, notando un leve escalofrío en ella y un tímido gemido.
Usé mis manos para agarrar las braguitas y tirar de ellas. Quise hacerlo suave, pero fue imposible. Me dejé llevar por lo que venía después. Dejé a la vista su vagina, brillando por la excitación. ¿Sabéis cuántas veces me había preguntado “a qué crees que sabe? Era su forma de excitarme, de controlar mi propia imaginación y hacerme sufrir a la vez. Ahora todo cambiaba.
Me acerqué a su entrepierna, asomé la lengua y lamí. Al fin la duda resuelta. No puedo deciros a que me supo, únicamente puedo decir que no cesé de lamer hasta quedar saciado. Lamiendo su clítoris, mordiéndolo con los labios y sorbiendo. Bajando la lengua hasta la entrada de su vagina y presionando con ella, volviendo al clítoris y repitiendo el proceso hasta la saciedad.
La agarré por una de las manos que, desde hace rato, rodeaban mi cabeza. Ella se había erguido, me había sujetado la cabeza y me miraba. Yo también la miraba. Nuestros ojos estaban reflejados en los ojos del otro. Ella con la boca entreabierta y gimiendo, yo con la boca bien abierta y lamiendo. Mi dedo entró solo la primera vez, pero a la segunda le acompañe de otro dedito, bien profundo y penetrando lentamente. Me erguí y me puse a la altura de su boca, mientras que con la mano no cesaba de masturbarla. Nos besamos, un beso sucio, tremendamente caliente.
Incorporado totalmente, saqué los dedos de dentro de ella y los lamí mientras, mirando a sus ojos. Fue una señal, una indicación que entendió a la perfección. Ahora las tornas se habían cambiado, se sentó en el filo de la cama y me atrajo hacia sí. Me agarró por las caderas y acercó su boca a mi barriga, me besó y lamió, descendiendo con su lengua y evitando tocar el pene.
Repitió el proceso hasta que me estaba matando de la desesperación y entonces, lo sentí. Su lengua rozó suavemente mi glande y no pude evitar estremecerme, arqueé mi espalda y deslicé mi mirada al techo mientras ella rodeaba el glande con su lengua. Sentí sus labios rodeando la punta de mi pene y deseé que apretara con todas sus fuerzas, que me rompiera de placer.
Aceleró el ritmo al mismo tiempo que cada vez hacía desaparecer más centímetros en su boca. Me miraba, pero yo no la veía. Nuestros ojos hacían contacto visual, pero yo estaba con la mente en otro lado. Hoy día, sigo sin saber muy bien dónde me hizo llegar porque, sin duda, jamás había sentido tanto placer. Me agarró por la base de los testículos y me atrajo hacía sí, porque era insaciable. Es insaciable y, será insaciable.
Porque así es nuestro juego, nuestra relación. Ser insaciables el uno con el otro. Cerré los ojos y sentí como me estaba haciendo la mejor mamada de toda mi vida, cómo me tenía dominado. Cesó de lamer, de comerme, pero sólo para darse la vuelta tras levantarse, hacerme girar y tirarme a la cama.
Me tenía totalmente en sus manos, roto de placer. Se acercó a mí y se colocó encima, con una mano en mi pecho y la otra sujetando mi pene. Acarició con él varias veces su vagina, buscó la entrada y se sentó de golpe. Uno, dos, tres, cuatro… los segundos que se quedó quieta fueron maravillosos, pero también una tortura. Ella mi Mar, yo su José. Ella tan mía, yo tan de ella.
Al fin juntos, más unidos que nunca. Su movimiento suave resultó un alivio, notando la presión de sus manos en mi pecho, haciendo de base para su agarre. Mis manos sujetando sus caderas, el titán Atlas sujetando su castigo. Un castigo maravilloso, sin duda. Ella marcaba el ritmo, marcaba el placer y, demostraba que era de ella.
Cada vez que bajaba sentía el placer más inmenso del mundo. Cada vez que subía, el placer se mezclaba con el temor de que no volviera a bajar para follarme. Porque eso hacía, follarme. Gemir y gemir, pero no sólo ella, ambos. Yo le animaba a seguir, ella gemía y me hacía ver las estrellas. Gritaba mi nombre, me decía cabronazo y soltaba un gemido sonoro después. Nuestros jadeos se entrelazaban, el ritmo se aceleraba y me llevaba al límite.
Ella lo notó, pero no paró. Ella sintió que faltaba poco, pero no se detuvo. Aceleró el ritmo, me folló como nunca nadie lo ha hecho. Me hizo estallar de placer. Lo consiguió en el momento donde ella tuvo su orgasmo, a la vez. La ansiada simultaneidad. Siguió moviéndose mientras no corríamos, con un ritmo que se descontroló. Al fin corriéndome dentro de ella, al fin llenándola y ella, derrumbada sobre mí y gimiendo en mi oído.
No sé cuántos espasmos tuve, no sé cuántos chorros disparé dentro de ella. Ambos jadeábamos, ella encima de mí y mi pene sin salir aún de ella. Dos cuerpos exhaustos, tremendamente cansados y felices. Al fin se había cumplido lo que tanto tiempo habíamos querido.
–Te quiero, Mar—. Fueron las únicas palabras con sentido que salieron de mi boca entre tanto jadeo. Lo que tantas veces le dije antes, lo que sentía por ella.
–Y yo a ti, José.