Cerdas y cachondas (Parte número 14).

Parte número catorce de esta nueva y larga historia, a la que he dado un título muy sugerente, que espero guste a mis lectores a los que agradeceré que, para bien o para mal, me hagan llegar sus comentarios.

Durante los dos primeros años de convivencia nuestra actividad sexual siguió siendo de lo más frenética. Ajustándome a los deseos de Jacqueline me acostumbré a echarla dos lechadas en cada una de las tres sesiones que, al despertarnos por la mañana, después de comer y al acostarnos por la noche, manteníamos los días laborables y a llevar a cabo una cuarta los fines de semana en que, al irnos a la cama más tarde, nos podíamos dar otro revolcón antes de cenar. Decidimos realizar el acto sexual, unas veces con más éxito que en otras, en todas las posiciones que conocíamos y probar nuevas experiencias con lo que nos metimos de lleno en el sexo sucio.

Para evitar que nuestras meadas se desperdiciaran hacíamos todo lo posible para retenerlas en nuestro interior hasta que las podíamos depositar en la boca del otro e incluso, nos acostumbramos a usar lavativas y a realizarnos enérgicos hurgamientos anales con nuestros dedos para provocarnos la defecación con el propósito de vernos jiñar, entrar en contacto, “degustar” e ingerir nuestra propia evacuación y la del otro y al acabar, usar la lengua para limpiarnos mutuamente el ojete. A Jacqueline, una vez que terminaba de defecar, la encantaba poder mostrarse ofrecida colocada a cuatro patas para que, sin limpiarla, la castigara la masa glútea hasta ponérsela más roja que un tomate con mis cachetes, “guindillas”, pellizcos y un amplio felpudo de mimbre que, con fines sexuales, nos había regalado Judith con lo que, además de hacerla prescindir del tanga durante unos días, la obligaba a estar pendiente de sus micciones para acudir al cuarto de baño antes de que, al comenzar a sentir la necesidad de orinar, la lluvia dorada se la saliera y la pusiera en una situación comprometida.

Nuestra relación era sumamente cerda y morbosa cuándo Dámaso, mi padre, tuvo que acudir a la consulta de su médico puesto que llevaba bastante tiempo sintiendo una imperiosa necesidad de orinar y cuándo iba al cuarto de baño con intención de “aliviar” su vejiga, expulsaba una mínima cantidad de espumosa “cerveza” y a los cinco minutos volvía a encontrarse en la misma situación por lo que pensó que pudiera encontrarse afectado por algún problema prostático. Después de hacerle pruebas le diagnosticaron una infección genito-urinaria que se había extendido con rapidez y estaba empezando a afectar a sus glándulas suprarrenales. Le explicaron que, si era capaz de limitar su actividad sexual durante un mes y seguía el tratamiento que le iban a poner, no tardaría en superarla y reponerse. Llevaba sólo tres días tomando la medicación cuándo, mientras estaba trabajando, comenzó a sentirse mal y sus compañeros, viéndole cada vez peor, decidieron trasladarle al hospital más cercano. Cuándo llegó vomitó sangre y minutos más tarde, sufrió un paro cardiaco y falleció. Aunque intentamos averiguarlo, recurriendo incluso a Soraya, no llegamos a saber si las medicinas que estaba tomando tuvieron algo que ver con su defunción.

Jacqueline y yo pasamos la tarde posterior al entierro de mi progenitor con Nuria, mi madre, a la que ofrecimos la posibilidad de vivir con nosotros o la de irnos nosotros a vivir con ella pero prefirió residir sola con sus recuerdos en su domicilio y continuar trabajando para encontrar consuelo en el cotidiano desarrollo de su actividad laboral. De acuerdo con mi pareja, la visitaba con frecuencia para asegurarme que se encontraba bien y una tarde, varios meses después de producirse el óbito de Dámaso, me dijo que se encontraba desquiciada ya que con mi padre se había acostumbrado a disfrutar de una vida sexual muy activa y ahora, era incapaz de satisfacerse “haciéndose unos dedos” o usando los “juguetitos” que había adquirido por lo que echaba de menos el sentirse llena. Por ello, había pensado que, mientras transcurría un periodo de tiempo prudencial para poder plantearse el “echar una canita al aire” cuándo y con quien la apeteciera sin que la gente la viera como una puta, me encargara de darla gusto y satisfacción, haciéndola “gozar como a una perra”, con mi enorme “pito”. Me pareció tan sumamente fuerte que me propusiera quitarse la braga y abrirse de piernas para mí, siendo su hijo, que no supe que decirla aunque, luego y con más calma, pensé que mi padre la había dejado en un buen estado de uso; que todavía era atractiva y disponía de un cuerpo sugerente y lo más importante, que si pretendía llegar a sentirme plenamente complacido era primordial que soltara la mayor cantidad de lechadas diarias sin importarme a quien se las echara y que, como ella me había dicho, era preferible que, siendo una viuda reciente, se diera unos buenos revolcones conmigo en vez de tener que recurrir a otros hombres para satisfacerse por lo que terminé aceptando su propuesta. Nuria me rogó que me olvidara de nuestro lazo familiar para que me habituara a llamarla por su nombre y me indicó que la nuestra tenía que ser una relación sexual tan sumamente discreta que incluso Jacqueline considerara normal que la visitara con frecuencia y que pasara cada vez de hora y medía a dos horas con ella.

De esta manera comencé a cepillarme y sin ningún tipo de repulsión, a mi propia madre que no tardó en evidenciar que era una cerda viciosa a la que la encantaba dar cuenta de mi virilidad. Poco a poco y además de penetrarla vaginalmente, conseguí que me pajeara, que me efectuara “chupaditas” y felaciones lentas, como a mí me gustaban y que nos prodigáramos en darnos satisfacción anal buscando el llegar a pedorrearnos en la cara del otro. La encantaba que me deleitara mamándola las tetas, excitándola a través del clítoris, lamiéndola y comiéndola la raja vaginal y que eyaculara en el interior de su “chirla” aunque, después de mi segunda descarga, la agradaba que la sacara mi “lámpara mágica” con intención de depositar mi lluvia dorada en su boca para que no se desperdiciara ni una sola gota mientras ella sufría constantes pérdidas urinarias lo que la obligaba a “aliviar” su vejiga urinaria en pleno acto sexual con lo que conseguía acrecentar mi satisfacción cada vez que me la follaba. Me solía decir que, al retozar conmigo, se sentía una golfa muy guarra y no tardó en mostrarse ofrecida, tanto tumbada boca abajo como a cuatro patas y con el culo en pompa, para que pudiera meterla mi “plátano” por el ojete con intención de disfrutar de su todavía apetecible y “tragón” conducto rectal, forzarla el intestino, llenárselo de leche y llegar a provocarla unas impresionantes defecaciones líquidas que, animado por Nuria, no dudé en “catar” en varias ocasiones.

La incestuosa y sucia relación materno-filial que estaba manteniendo con Nuria ocasionó que, al llevar mucho tiempo retozando con Jacqueline y tenerla demasiado vista, el frenesí y la intensidad de los contactos sexuales que llevaba a cabo con mi bella pareja fueran decreciendo hasta acabar convirtiendo nuestra vida marital en una rutina. Como no éramos capaces de dar con experiencias nuevas que nos llegaran a estimular, la monotonía y el tedio que me producía el fornicar con ella me permitía desahogarme más a gusto con Nuria con la que, viendo que la iba la marcha, comencé a desarrollar una actividad sexual cada vez más cerda y sádica.

Meses más tarde cometí la mayor estupidez de mi vida al pensar que, como la relación sexual que mantenía en secreto con mi madre se desarrollaba de una manera tan satisfactoria, estaba obteniendo de ella un excelente rendimiento sexual y me encontraba tan magníficamente “armado”, debía de sacar el máximo provecho de mis atributos sexuales sin conformarme con dar “mandanga” en exclusiva  a Jacqueline y a Nuria lo que me llevó a decidir que, aunque ambas me dieran un magnífico resultado en la cama, debía de satisfacerme y llegar a sentirme un auténtico semental con más de dos “yeguas”.

Para conseguir mi propósito pensé en las amigas de mi pareja ya que consideraba que, entre sus confidencias, no habría podido faltar el hablarlas de las excepciones dimensiones de mi polla y de mi virilidad lo que me facilitaría el conseguir retozar con ellas. No tardé en verificar que, efectivamente, se encontraban al tanto de todo cuándo me lié con Agata y Olga, dos hermanas gemelas a las que me “pasé por la piedra” con asiduidad tanto juntas, lo que después de los que había realizado con Jacqueline, Judith y Soraya me permitió volver a disfrutar de los tríos, como por separado. Estaban solteras y sin compromiso, lo que me parecía bastante normal teniendo en cuenta que no eran demasiado agraciadas de cara aunque estaban dotadas de un aceptable físico con un apretado, estrecho y terso culo dispuesto a permitirme disfrutar de las delicias del sexo anal por lo que, haciendo bueno el dicho de que “ninguna fémina es fea por donde mea”, me las tiré una y otra vez a mi antojo, las realicé un montón de cerdadas y las obligué a prodigarse en efectuarme felaciones puesto que me encantaba verlas disputarse el poder mantener un poco más mi “rabo” introducido en su boca y el privilegio de recibir mis portentosos “biberones”.

C o n t i n u a r á