Cerdas y cachondas (Parte número 05).

Parte número cinco de esta nueva y larga historia, a la que he dado un título muy sugerente, que espero sea del agrado de mis lectores y que, para bien ó para mal, me hagan llegar sus comentarios.

Mientras estudié los últimos cursos del bachillerato elemental todos los días lectivos pasaba por la tarde alrededor de dos horas en el domicilio de Raquel, una profesora cuarentona, culona y “pechugona” de poblado cabello claro que solía llevar recogido en un moño, que me ayudaba con los deberes y con los estudios. Su carácter autoritario y exigente la había obligado a dejar la docencia, a pesar de ser una excelente profesora, tras haberse enfrentado con su alumnado, con los padres y con sus superiores para ponerse a trabajar a media jornada, excepto los sábados que realizaba jornada completa y los lunes que descansaba, como cocinera en un restaurante, lo que la permitía sacar a la luz sus dotes culinarios, labor que compaginaba con la de impartir clases particulares a grupos reducidos de estudiantes.

Estaba soltera pero resultó ser una autentica salida que reconocía abiertamente que su vida sexual siempre había sido bastante activa y que su cama llevaba años sin enfriarse. Cuándo comenzó a darme clases retozaba con un hombre separado algo más joven que ella que, según decía, la sabía “taponar” de maravilla todos sus agujeros con su enorme “badajo”, que era la denominación que se había habituado a dar al órgano sexual masculino y mientras la jodía y daba debida cuenta de su virilidad, la hacía sentirse bien llena. Su pareja se la solía “clavar” por vía vaginal pero sentía una especial predilección por soltarla su leche dentro del culo, en los sobacos y en la cara y por hacerla todo tipo de cochinadas.

Durante los primeros meses fui un alumno más dentro del grupo de estudiantes del mismo nivel al que impartía sus clases pero un día me incluyó en el último grupo y comenzó a demostrar un interés especial por mi persona. Se solía sentar a mi lado, frotaba sus piernas con la mías, me miraba fijamente con lo que conseguía ponerme muy nervioso y dejaba mis deberes para el final lo que ocasionaba que, mientras mis compañeros se iban, me tuviera que quedar un rato más para poder terminarlos. Una tarde y mientras procedía a recoger mis cosas, me dijo que llevaba bastante tiempo observando el magnífico “paquete” que se me marcaba en el pantalón y haciéndome abrir las piernas, me lo tocó repetidamente a través de la ropa antes de que, con su habitual cara de pocos amigos, me pidiera, aunque más bien debería de decir que me exigió, que me desnudara para exhibirme en bolas ante ella y enseñarla mis atributos sexuales.

Como había tenido ocasión de comprobar que tenía un carácter fuerte y no quería cabrearla, me apresuré a complacerla. Creo que comenzó a mojar su braga cuándo, al despojarme del pantalón, observó que mi abierto capullo sobresalía por el lateral izquierdo del calzoncillo. En cuanto me desnudé y mientras Raquel recreaba su vista, me indicó que nunca había visto unos huevos tan gruesos ni una “pistola” tan sumamente larga que llegara a salirse del calzoncillo y que, incluso permaneciendo en reposo, se mantuviera erecta, luciendo el capullo y con la abertura apuntando al techo en vez de, como la de la mayor parte de los tíos hasta que al estimularles se les iba levantando, hacerlo hacía el suelo.

Aquel día se limitó a mirarme mientras me obligaba a permanecer abierto de piernas hasta que, al cabo de unos minutos, me hizo darme la vuelta y permanecer convenientemente doblado para que, abriéndome el culo con mis manos, la mostrara mi ojete. En cuanto me lo vio bien ofrecido, se levantó de su silla, me introdujo uno de sus dedos en el orificio anal y me hurgó con él durante unos minutos mientras me decía que con aquel “badajo” me podía proponer llegar a convertirme en un cabrón y vivir de las hembras. Con sus hurgamientos anales consiguió ponerme tan sumamente “burro” que me encontraba a punto de explotar y sin necesidad de estimularme, pero al extraerme de golpe su dedo y propinarme varios cachetes en los glúteos se redujeron hasta desaparecer las ganas de expulsar mi lefa. Después de volver a examinarme por delante con ojos lujuriosos e indicarme que disponía de un “pito” que era más propio de un buey, hizo mención a lo mucho que la había complacido el espectáculo y dejó que me vistiera y me fuera.

Pero al día siguiente, después de haberse recreado haciéndome exhibir ante ella los atributos sexuales, se quitó la bata abierta por delante que llevaba puesta y luciendo su ropa interior, procedió a magrearme y a menearme el “plátano” con su mano. La encantó que, en cuanto me estimuló los cojones con sus caricias, se me levantara aún más hasta ponerse inmenso y antes de comenzar a “darle a la zambomba”, me perforó con dos de sus dedos el orificio anal para poder realizarme unos enérgicos hurgamientos con profusión de movimientos circulares mientras me indicaba que los tíos, en cuanto nos estimulaban el denominado “punto g”, conseguíamos disfrutar de un mayor placer y eyaculábamos de una forma más abundante lo que no tardé en comprobar que era cierto al notar una intensa satisfacción anal al mismo tiempo que comenzaba a sentir el gusto previo a la descarga para, acto seguido, echar una lechada impresionante. Raquel, asombraba por la cantidad de “salsa” que expulsé, me indicó que no había visto nunca una descarga tan abundante y larga. Sin dejar de hurgarme analmente esperaba que, tras mi portentosa explosión, el “badajo” se me bajara hasta quedar colgando pero, al ver que se mantenía tieso, me continuó “sacando brillo a la lámpara mágica” de una forma pausada durante unos minutos más hasta que se cansó de estimularme, me sacó sus dedos del ojete y me permitió vestirme.

De esta manera Raquel me comenzó a “ordeñar” diariamente para sacarme la leche que a ella la gustaba llamar “nieve”. Lo malo era que eyaculaba con demasiada celeridad pero no tardó en solucionarlo al dejar de estimularme y propinarme golpes secos en los huevos o haciéndome presión con sus dedos en forma de tijera en la base de mi polla en cuanto las gotas previas de lubricación hacían acto de presencia por la abertura hasta que me conseguía cortar la descarga. Como la gustaba repetir aquella operación varias veces cada día lograba mantenerme tan encandilado que acababa ansiando que me permitiera echar la lefa con lo que, poco a poco, fue consiguiendo que mis eyaculaciones tardaran algo más en producirse, fueran aún más copiosas y que, cuándo dejaba de meneármela tras haberme sacado una gran cantidad de “nieve” y me extraía sus dedos del culo, me sintiera predispuesto para la defecación.

Una tarde cometí el grave error de comentarla que, a cuenta de sus hurgamientos anales y de lo mucho que apretaba sus dedos hacía dentro al realizármelos, me dejaba tan predispuesto para defecar que tenía que volver rápidamente a mi casa para, bastante apretado, poder evacuar. Al hacerla tal confidencia me indicó que la encantaba el sexo sucio y desde ese día, decidió prolongar la duración de nuestros contactos para, al terminar de “ordeñarme”, hacerme permanecer tumbado boca abajo sobre sus piernas con intención de recrearse abriéndome y cerrándome con sus dedos el orificio anal con lo que conseguía que se incrementaran aún más mis ganas de defecar y que, aunque intentaba evitarlo, liberara algunas ventosidades. Después me solía dar cachetes y me pellizcaba los glúteos mientras me sobaba los cojones hasta que me volvía a introducir sus dedos por el ojete para forzarme con ellos enérgicamente obligándome a apretar con lo que no la resultaba demasiado costoso provocarme la defecación y podía disfrutar viéndome mear y evacuar mientras me sentía humillado, la escuchaba decir que la encantaban los tíos que cagaban duro y mi micción y mis deposiciones se iban depositando en un caldero metálico que me colocaba entre las piernas.

Mientras veía salir al exterior mi primer “chorizo” la gustaba cubrirme con su mano la abertura y el capullo del “badajo” sabiendo que, al acabar de echarlo, expulsaría unos chorros de espumosa lluvia dorada con los que la agradaba que la mojara la mano. Cuándo terminaba de defecar me pasaba repetidamente sus dedos por el ojete con intención de impregnarlos en mi evacuación y me volvía a castigar la masa glútea con una nueva serie de cachetes y pellizcos antes de hacerme permanecer convenientemente doblado dándola la espalda con intención de limpiarme el orificio anal con su lengua. Para finalizar, me solía realizar unas breves pero muy intensas “chupaditas” al capullo lo que, al igual que hacía Irene, aprovechaba para succionarme la abertura pero Raquel con intención de que llegara a depositar en su boca las últimas gotas de orina y me solía indicar que cuanto antes me acostumbrara a practicar una actividad guarra y sucia más podría disfrutar del sexo y de las mujeres a las que me follara.

Aunque Abigail se había convertido en la primera fémina a la que había jodido e Irene fue la primera en “sacarme brillo a la lámpara mágica” y en efectuarme felaciones, Raquel consiguió el privilegio de serlo en hacerme marranadas para conseguir provocarme la meada y la defecación y así continuamos y prácticamente a diario, durante casi dos años variando únicamente la estimulación anal puesto que, pasado un tiempo, empezó a usar un vibrador a pilas para estimularme con intención de que, además de masivas, mis lechadas resultaran mucho más “electrizantes” y una vez a la semana, me ponía lavativas para que mis evacuaciones fueran más copiosas y rápidas.

C o n t i n u a r á