Cerdas y cachondas (Parte número 04).

Parte número cuatro de esta nueva y larga historia, a la que he dado un título muy sugerente, que espero sea del agrado de mis lectores y que, para bien ó para mal, me hagan llegar sus comentarios.

Pero, como no conseguía ligar con ninguna de las chicas, terminé dándome cuenta de que aquello no me llevaba a ningún lado por lo que decidí dejar de lado a Abigail y a sus jugadoras para irlas olvidando con el paso del tiempo y en su lugar, centrarme en los “monumentos” de carne y hueso con los que día a día me cruzaba en la calle sin dudar en mantener fija mi mirada en el culo de las jóvenes y en llegar a desnudarlas con la vista lo que originaba que el pene se me levantara tantas veces al cabo del día que, además de sentir con relativa frecuencia una imperiosa necesidad de mear, me tenía que “aliviar” meneándomelo a su salud dos o más veces al día para poder dedicarlas las lechadas que me sacaba.

Una tarde llegué tan caliente a casa a cuenta de uno de aquellos “monumentos” que, después de asegurarme de que no había nadie, me dirigí al cuarto de baño en donde, sin cerrar la puerta, dejé al descubierto mis atributos sexuales y procedí a “aliviarme”. Estaba tan absorto “dándole a la zambomba” que no oí llegar a Nuria, mi madre, acompañada por Irene, la esbelta, sensual y veinteañera empleada de hogar interna que, entonces, se encontraba a nuestro servicio. Cuándo me di cuenta de su presencia, observándome en silencio desde el umbral de la puerta del cuarto de baño, estaba culminando ante el espejo y el lavabo, abierto de piernas y con el pantalón y el calzoncillo por debajo de mis rodillas. Mientras Irene observaba con los ojos bien abiertos como iba expulsando los chorros de lefa y como caían en el agua que precavidamente había depositado en el lavabo, me imaginé que, a cuenta de aquella negligencia, me acababa de ganar una buena bronca pero sólo oí exclamar a mi madre:

-       “ Pero Eloy, hijo, ¡si la tienes aún más grande que tu padre!.

En cuanto acabé de descargar y sin limpiarme, me apresuré a ocultar mis atributos sexuales en el calzoncillo y el pantalón, vacié el lavabo, lo sequé con una toalla y pasando por el medio de ellas, salí del cuarto de baño. Me sentía tan avergonzado que me recluí en mi habitación para intentar evitarlas y lo conseguí durante el resto de la tarde pero, a la hora de la cena, Irene entró en la habitación y sentándose en el borde de mi cama, me explicó que había estado hablando con mi madre para hacerla entender que lo que había visto era propio de mi edad y que no debía de darlo más importancia de la que tenía con lo que había conseguido obtener su compromiso de que no lo iba a comentar con nadie. Al parecer, lo que más la había molestado era que me pajeara en solitario puesto que consideraba que tenía edad suficiente para, como si resultara fácil, conseguir que fueran chicas de mi edad las que se ocuparan de darme aquel tipo de satisfacción.

Después de hacerme aquella confidencia Irene tragó saliva y me indicó que, aunque no fuera una chica de mi edad, estaba dispuesta a “sacarme brillo a la lámpara mágica” al levantarme para que acudiera a mis estudios convenientemente “aliviado”, al terminar de comer y antes de acostarme para que no tuviera demasiadas inquietudes sexuales durante la noche. Como la propuesta de tan agraciada joven me complació, no dudé en aceptar.

Irene, de esta forma, se convirtió en la primera fémina en meneármela con asiduidad, tanto en el cuarto de baño como en su habitación, que visitaba con frecuencia por la noche. Al principio y a pesar de que se me ponía inmensa en cuanto me sobaba los huevos, me sentía cohibido al exhibir mis encantos ante ella para que, en camisón por la noche y luciendo su ropa interior con el propósito de que no la manchara el uniforme durante el día, me diera gusto y satisfacción aunque la chica supo darme confianza y logró ganarme cuándo me comentó lo mucho que la complacía el poder hacerlo y más desde que había visto que el miembro viril no me entraba en el calzoncillo y lo sumamente empalmado que me levantaba por la mañana.

Se solía quejar de que, al eyacular con demasiada celeridad, no podía recrearse estimulándome pero decidió compensarlo realizándome, en cuanto terminaba de descargar y acomodada en el “trono” o en el borde de su cama, unas breves pero muy intensas “chupaditas”, que me sabían a gloria, succionándome con su garganta la abertura con lo que pretendía que depositara en su boca las gotas de leche que hubieran podido quedar retenidas en mi conducto. Me decía que era una autentica delicia chupar la picha a un tío después de habérsela hecho “sudar”. Muchas veces se recreaba tanto en ello que, al final, conseguía que, aunque hubiera “aliviado” mi vejiga antes de que empezara a “darle a la zambomba”, me volviera a orinar delante de ella.

Comencé a hacerme ilusiones con Irene cuándo, después de sacarme la leche y sobre todo por la noche, la veía recrearse y cada día más, con sus esmeradas y pausadas “chupaditas”. Me pareció que encontraba un excelente estímulo al hacérmelas y que la encantaba que culminara meándome. Una noche que estábamos solos en casa se empeñó en lavarme metódicamente la pilila y sin secármela, se acomodó en el “trono”, me hizo situarme ante ella, metió sus manos por mis abiertas piernas para ponérmelas en los glúteos, se introdujo mi erecto “salchichón” en la boca y comenzó a chupármelo. Aquello fue un rápido “mete y saca” ya que consiguió excitarme de tal manera que, sintiendo un gustazo increíble, exploté con una celeridad impresionante lo que la impidió llegar a saborear sus mamadas y a disfrutar plenamente de su felación. A pesar de que siempre eyaculaba con rapidez, volvimos a repetir la experiencia en varias ocasiones y aunque Irene prefería dejar de chupármela cuándo me encontraba a punto de descargar para verme brotar la “salsa” mientras me meneaba la pirula con su mano y observar como los chorros se iban depositando en su canalillo, su cara, su cuello, la parte superior de sus tetas, su ropa interior y en los azulejos y el suelo, para complacerme aún más, una vez al día y generalmente por la noche antes de acostarme, me permitía depositar mi lefa en su boca que, demostrando que tenía experiencia, recibía manteniendo cerrados los ojos con el propósito de poder “saborearla” antes de tragársela. Pero, por desgracia, tan agradable situación no duró mucho ya que las excepcionales dimensiones de mi miembro viril y las portentosas lechadas que me conseguía sacar, tanto al pajearme como al efectuarme sus felaciones, no fueron suficientes para que reconsiderara su decisión de dejarnos cuándo, escasos días después de tener un enfrentamiento verbal con mi madre, decidió aceptar la oferta, con unas condiciones económicas que mejoraban las nuestras, que la hizo otra familia para que se ocupara de los quehaceres domésticos en su domicilio.

Nuria, mi madre, decidió sustituir a la exuberante Irene por Angélica, una asistenta llenita y menuda que dejaba mucho que desear físicamente en comparación con su antecesora por lo que, como no me ponía nada, me alegré de no coincidir apenas con ella puesto que solía estar en el colegio mientras Angélica permanecía en mi casa.

C o n t i n u a r á