Cenizas

Mi mujer quería ser sepultada, pero creo que no se lo merecía.

Rocío estaba excitada, sumamente excitada. Sus ojos reflejaban un enorme deseo, casi tan grande como ese par de senos que mostraba orgullosa a su amante: redondos, firmes y con un par de oscuros y endurecidamente provocadores pezones. Su piel enrojecida por la lujuria humeaba, los chorros de sudor que corrían por su cuerpo se evaporaban por el intenso calor del que era presa. Se masturbaba frenéticamente con ambas manos, desafiando la elasticidad de su sexo y la resistencia de sus músculos. Su entrepierna goteaba como si estuviera desangrándose y toda la habitación olía a ella, a ese fuerte y embriagante aroma a hembra en celo, a mujer con ganas.

Luciano la miraba a la distancia, sentado en uno de los sofás, igualmente desnudo y extasiado, con su erecto y babeante miembro apuntando al techo y su mano derecha subiendo y bajando alrededor de éste. Le gustaba observarla, casi más que tocarla, que sentirla. Le agradaba apreciar esa forma tan animal de autosatisfacerse, esa manera tan obscenamente sensual en que se hacía el amor, sin necesitar de alguien más, sin necesitar de un hombre, de un pene. Le encantaba ser un simple espectador y verla desde lejos, retorciéndose de placer, inundando el ambiente con gemidos y susurros capaces de erizar la piel, acariciándolo con su voz, con ese concierto de gozo. Le fascinaba espiarla imaginando que ese sofá en el que estaba sentado era en realidad la ventana del vecino o que sus ojos eran el lente del telescopio de algún pervertido que se masturbaba observando como ella lo hacía, un depravado que la miraba sin su consentimiento y sin su conocimiento, un testigo oculto de sus más bajas pasiones. Le fascinaba presenciar ese erótico monólogo, tanto o más que a la protagonista.

Rocío estaba excitada, sumamente excitada, a punto del orgasmo. Sus mejillas comenzaron a colorearse de rojo y los dedos introducidos en su entrepierna empezaron a moverse a una velocidad bestial. Su boca reemplazó los gemidos con los gritos y sus pies se levantaron para luego dejarse caer con todas sus fuerzas sobre el colchón, señal para que Luciano se levantara del sillón y caminara hacia ella, sin parar de acariciar su hinchada y palpitante verga, dispuesto a penetrarla como una fiera.

Rocío abrió los ojos y, al ver a su amante al pie de la cama, sacó sus dedos de entre sus labios para darle paso a uno más grueso, a uno más largo. Abrió las piernas de par en par y Luciano se abalanzó sobre ella, atravesándola de golpe y hasta el fondo con su tibio y endurecido instrumento. Ella le clavó las uñas en la espalda y de inmediato dieron inició a un violento vaivén que no tardó en sumergirlos en una oleada de intenso placer que desfiguró sus rostros y vació sus sexos. Se corrieron como si no lo hubieran hecho en años, como si antes de ese encuentro que recién terminaba, unos cuantos minutos atrás, no hubieran tenido tres más. Se derramaron uno en el otro sin saber que los ojos de ese cuadro que colgaba de una de las paredes eran en realidad los del esposo, quien los observaba desde el cuarto contiguo, maldiciéndolos, odiándolos.

Gabriel se bajó de la silla en la que se apoyó para mirar los impúdicos actos de su mujer y el amante de ésta y se sentó en esa detrás de su escritorio. Su gesto no reflejaba lo que en verdad sentía. Estaba calmado, pero por dentro lo consumía la rabia, esa provocada por sentirse engañado, esa que como una venda se coloca sobre los ojos nublando la razón, haciendo imposible el pensar con claridad, con frialdad. Era tanto el odio que sentía y tan grande su coraje, que abrió uno de los cajones y sacó su revólver, dispuesto a utilizarlo, dispuesto a poner toda su furia en una bala y tomar venganza. Ni Rocío ni Luciano sabían que él se encontraba en casa. Así estaba mejor, el factor sorpresa estaría de su lado, ninguno de los dos se la esperaría. Se levantó de su asiento con el arma en la mano y caminó hacia la puerta.


Doña Gertrudis insultó hasta el cansancio a su yerno. No podía creer lo que éste había hecho, no podía creer que dentro de la urna que le había entregado se encontraran las cenizas de su única hija, de su Rocío. Siempre había pensado que Gabriel era un buen hombre, que su niña no habría podido encontrar alguien mejor con quien compartir su vida, pero esa idea desapareció en cuanto escuchó esas palabras: "su hija está muerta. Estas son sus cenizas", así, con toda la indeferencia y la frialdad del mundo, sin al menos un "lo siento" para aligerar la impresión, sin al menos un abrazo de consolación.

Rocío siempre había sido una persona que tenía muy en claro lo que quería. Todo en su vida estaba perfectamente planeado, incluso lo que ocurriría después de su muerte. Era por todos sabido que los deseos de la mujer eran ser velada en su propia casa y después sepultada en medio de un enorme festejo con música de mariachi. Al igual que su madre, sus demás familiares y amigos, Gabriel, su marido, estaba enterado de ello. Él lo sabía y aún así se había atrevido a cremarla, y como si ese detalle no fuera suficiente, no le había avisado a nadie de su muerte. La había quemado y después se presentaba ante su suegra con las cenizas en una urna barata y de mal gusto. La había quemado sin ofrecerle al menos una misa y entonces se paraba, ahí, en el mismo lugar donde le propusiera matrimonio siete años atrás, sin una explicación, como si no le importara siquiera. Eso bastó para que la imagen que doña Gertrudis tenía sobre él cambiara de manera radical, para que lo odiara. Aún sin asimilar la noticia, aún sintiéndose confundida, como si todo fuera un mal sueño, la señora puso la urna en el piso y abofeteó a un pasivo Gabriel que pareció disfrutar de cada uno de los golpes. Lo abofeteó y, luego de pedirle que se largara y no volviera jamás, le cerró la puerta en la cara.

En lugar de sentirse mal o en vez de sobar sus mejillas como reacción más lógica, el antes esposo de Rocío sonrió de oreja a oreja. Para él, cada cachetada que había recibido estaba dirigida a su ex mujer, quien de haber tenido una en donde hacerlo, seguramente se habría revolcado en la tumba con cada golpe.

Gabriel habría podido decirle la verdad a su suegra. Habría podido confesarle las razones que tuvo para no cumplir los deseos de Rocío, pero no lo hizo. ¿De que habría servido eso? Con toda seguridad, de haber escuchado la historia completa, doña Gertrudis habría sufrido aún más, al ver manchada la imagen perfecta que de su hija siempre tuvo. La habría odiado, pero… ¿en qué habría cambiado las cosas eso? Gabriel prefirió callar y recibir sin reclamo cada una de las bofetadas. Decidió no abrir la boca y ser él quien recibiera las maldiciones de su suegra y no Rocío, después de todo, con su despreció bastaría para que ella no descansara en paz.


Siéntese ahí y abra bien las piernas. - Ordenó el médico antes de meterle mano y tubo a Rocío, con un tono de voz que por poco hace que ésta se arrepienta.

Ella obedeció y, después de acostarse sobre una improvisada cama en lo que parecía más un chiquero que un consultorio y tal y como el galeno se lo pidió, abrió las piernas para permitirle empezar con su trabajo. En cuanto sintió que el primer aparato la penetró, cerró los ojos, como queriendo escaparse, al menos por un rato, de aquella situación a la que su extrema e incontrolable calentura la había llevado. Cerró los ojos y empezó a recordar momentos bellos de su vida, tarea que para lograr tuvo que esforzarse demasiado, no había muchos de esos momentos en su mente, no recientes, no desde que se casara con Gabriel por consejo de su madre, y como si haber vivido una vida de poca felicidad no fuera suficiente molestia, estaban esos tubos y esas cosas hurgando en sus adentros, haciendo en extremo complicado el zafar su mente de la situación.

Luego de varios minutos de buscar en su cerebro alguna imagen que le regalara una sonrisa, que le hiciera olvidarse de aquellos muros sucios y aquella falta de diplomas o certificados colgados en las paredes, Rocío consiguió encontrarse con un recuerdo de la infancia. Se acordó de cómo arrullaba a sus muñecas, de cómo les cantaba canciones de cuna imitando la forma en que su madre lo hacía con ella, deseando crecer y tener un niño propio entre sus brazos. Se acordó de aquellos juegos de niña que en un principio la hicieron sonreír, pero que después la atormentaron aún más pues esa oportunidad de tener un hijo entre sus brazos se había presentado y ella, juzgando que las condiciones no eran las mejores, estaba ahí, acostada sobre aquella improvisada y sucia cama y con las piernas abiertas, dispuesta a, más que dejarla pasar, eliminarla. Estaba ahí para acabar con la vida de alguien que intentaba convencerse aún no la tenía, pero que aún así le dolía.

El médico continuaba con su trabajo, metiendo y sacando instrumentos de los que Rocío prefería no adivinar la forma y el tamaño y ella seguía tratando de pensar en cosas más agradables sin lograrlo.

"Si tan sólo Gabriel quisiera tener hijos", se repetía. "Si tan sólo me hiciera el amor como Luciano", pensaba. "Si tan sólo pudiera decirle que éste niño es suyo", se torturaba y le daba vueltas al asunto justificándose, excusándose consigo mismo, con la inútil intención de sentirse mejor, de no sentirse culpable, sucia, una completa basura. "El aborto es decisión de la mujer", siempre dijo. "Si es necesario, ¿por qué no?", siempre argumento creyendo que lo creía, pero fue ahí, en esa clínica clandestina y con el doctor Benavides metiéndole mano, que se dio cuenta de que su mentalidad no era tan abierta, de que si bien el aborto es una opción más por la cual una mujer no debe de sentir ningún tipo de sentimiento negativo no era su caso, pero sí demasiado tarde para ponerse a pensar, hacía ya unos minutos que se había decidido a actuar y no había marcha atrás. Ese hijo con el que soñaba a la hora de jugar con sus muñecas, era absorbido en pedazos como si se tratara de un simple objeto, uno que estorba y del cual nos deshacemos.

"Si tan sólo me hiciera el amor como Luciano", "si tan sólo pudiera decirle que éste niño es suyo", seguía repitiéndose Rocío, cuando, de repente, sintió un piquete que por intuición supo había estado fuera de lugar. Sus amigas le habían comentado que el proceso no era doloroso, pero esa repentina sensación lo había sido. Asustada, levantó la cabeza y le preguntó al doctor Benavides que ocurría. No fue necesario que él le respondiera. De entre sus piernas brotaban ríos de sangre que corrían por la improvisada cama y escurrían hasta el piso, mezclándose con la tierra y los restos del desayuno del médico. Se estaba desangrando, no cabía duda. Se estaba desangrando y no había alguien ahí para ayudarla. El galeno se había marchado, dejándola con los aparatos aún dentro y el problema saliendo.

Rocío, en un intentó desesperado e inútil, sacó los objetos alojados en su entrepierna de una manera descuidada que no hizo más que lastimarla aún más. Se levantó de la cama y quiso caminar hacia la puerta, pero no pudo hacerlo. Las piernas no le respondían. No tenía fuerzas pues había perdido ya mucha sangre. Se desplomó preguntándose el porque no había escuchado a quien le recomendó viajar al extranjero para practicarse el aborto en una clínica decente, de una forma legal y más segura. Se reprochó el haberle hecho caso a su amiga Martha y haber acudido con el doctor Benavides, quien además de poco profesional había resultado ser un cobarde.

Se preguntó muchas cosas y se reprochó por otras cuantas, pero las respuestas y las culpas de nada le sirvieron. Su vista se fue nublando, su corazón se fue deteniendo y su vida se fue acabando. Muy lejos de sus planes, que eran terminar en su cama, rodeada de flores, amigos y familiares, Rocío dejó de existir en medio de aquella mala imitación de consultorio, tirada en un charco de sangre y sin más compañía que la de las cucarachas que se tragaban las morusas de pan a su alrededor.


Luego de presenciar aquel acto de traición, Gabriel salió de la casa y condujo a toda velocidad hasta la de Luciano. Él sería el primero, a él le metería una bala entre ceja y ceja antes que a Rocío. Estacionó su vehículo enfrente de la construcción y ahí espero paciente a quien pensaba sería su víctima. Espero por cerca de media hora y el objeto de su rabia finalmente llegó.

Cuando el amante de su mujer entró en la casa, Gabriel, con la pistola escondida entre sus ropas, se bajó del auto e hizo lo mismo. En cuanto atravesó la puerta, Luciano lo saludó con excesiva efusividad y le plantó un beso en la boca, uno al que, poco a poco y olvidándose del porque había entrado en primera instancia, Gabriel terminó por ceder. Aquella lengua luchando por enredarse con la suya fue demasiado para él. Su rabia se esfumó en cuanto sintió las primeras caricias de aquellas manos expertas que por años lo habían enloquecido. Su sed de venganza se apagó cuando aquella polla que tanto lo hacía gozar y de la que había estado celoso por entrar en otro orificio que no fuera su ano, comenzó a crecer y presionarse contra la suya. Gabriel se olvidó de todo y rogó por ser poseído, por ser penetrado, con la misma brutalidad que su esposa lo fuera minutos atrás. Suplicó por ello, por esa verga y Luciano lo complació.

Los dos machos gozaron como bestias mientras Rocío, no muy lejos de ahí, llamaba a su amiga Martha pues, tal y como lo había sospechado… la prueba de embarazo dio positivo.