Cenas de empresa (Fin)

La noche llega a su fin.

ELLA

Estuvimos abrazados en la cama un buen rato, acariciándonos. Sentía irritado el coño después de tanto orgasmo. Por primera vez en toda la noche se me ocurrió mirar el reloj. Las cinco y veinte. Era una hora aceptable. Había llegado a casa después de una de esas fiestas más tarde y más pronto. Me levanté y le dije a Sergio que quería darme una ducha. Me acompañó al baño. Me recogí el pelo para que no se mojara y empecé a ducharme. Miré frente a mí y vi a Sergio sentado en la taza del inodoro. Se estaba haciendo una paja mientras me miraba.

-Estoy irritada, cariño – le dije.

-No pasa nada, golfa – me dijo. -Solo quiero que me mires hacerlo mientras te duchas. Así te llevas un recuerdo extra.

Me hizo sentir muy perra, mucho más de lo que me había sentido en toda mi vida. Me enjabonaba provocándole con movimientos de caderas, inclinándome hacia adelante para que calibrara mis tetas, con comentarios que me salían de algún lugar que no conocía hasta ese momento. “Pajéate, Sergio, hazlo así, mientras me miras. Piensa que me follas en los lavabos del bufete, o que te mamo la verga debajo de tu mesa, arrodillada, hasta que te corres en mi boca… Piensa lo cerda que vas a pensar que soy cada vez que me veas tan formal en el bufete, hablando con clientes. Piensa en los orgasmos que me has hecho sentir esta noche cuando pase por delante de tu mesa y te salude…”

Sergio estaba verdaderamente excitado, pero yo quería algo más. Lo necesitaba. Una vez dado el paso, quería la confirmación. Sin dejar de pajearse (¿no os encanta a vosotras, las mujeres que me leéis ahora, ver a un tío meneándosela hasta correrse?), y saliendo de la ducha, me planté ante él y le dije: “Quiero saber una cosa y que seas sincero cuando me respondas: ¿has disfrutado más conmigo que con tus otras amantes?”

Su respuesta no pudo ser más sincera. Soltó un chorro de leche que fue a parar directamente a mi vientre. Me lo sequé con una toalla y le limpié los restos de semen con mi boca. Luego nos dimos un largo morreo y volvimos al dormitorio.

ÉL

Tardé unos minutos en situarme. Después de la corrida había cerrado los ojos e Irene había apoyado la cabeza en mis muslos, descansando. Le acariciaba el vientre con las yemas de los dedos. Esther había regresado al otro sofá, donde su amigo empezó a darle caña otra vez. ¡Qué maravilla la juventud!, pensé. Miré la hora. Las cinco y cuarto. Buena hora para regresar a casa. Era la primera vez que salíamos por separado la misma noche. Siempre había salido uno o el otro, así que no tenía ni idea si ella habría vuelto ya o no. Mientras me vestía y me arreglaba un poco tratando de averiguar si olía a hembra o a perfume o a semen, Irene me miraba en silencio. “No me creo aún todo lo que ha pasado esta noche”, le dije. Estaba deliciosa, con el aspecto de una mujer que acaba de saciar sus apetitos sexuales. Me pongo cursi; tenía el aspecto de una hembra multiorgásmica que se lo ha pasado pipa. “¿Los estás viendo?”, dijo al fin señalando el sofá. “Son insaciables...” Les miré y, sobre todo, les escuché. Esther estaba desatada y se comportaba como una verdadera ninfómana; el tipo, un semental de menos de treinta años, era infatigable. Esther estaba sentada en el borde del sofá, con las piernas muy abiertas, y su amante, arrodillado, o casi, le metía la punta de la polla sujetándola con una mano y moviéndose en círculos.

-Qué cerdo me pones, guarra.

-No pares, tío, no pares por lo que más quieras.

El tipo entonces sacaba la polla y la dejaba a unos centímetros del coño de Esther, brillante y rojo. “¡Métemela o me hago una paja!”, gritaba. Entonces el otro metía la punta otra vez y seguía con su juego de movimientos circulares. “¡Métemela entera, hasta los cojones!”, y no sé cómo hizo Esther, pero enroscó sus piernas alrededor de la cintura del semental y se la hundió toda. “Joder, qué gusto”, no paraba de decir. Por supuesto, mi verga estaba otra vez a punto. Irene no apartaba la mirada de ella, y cuando me subí lo slips y desapareció marcándose como un tronco, pareció como si hubiese perdido unos pendientes en la playa. Y nunca los encontraría. Esa fue su mirada, el gesto de su boca. ¿Se estaba encoñando? No me parecía verosímil, sobre todo teniendo en cuenta que Esther había jugado bien a gusto con mis huevos y mi culo. Se levantó y se puso detrás de mí mientras me abrochaba el cinturón después de meterme la camisa por dentro de los pantalones. Sus tetas en mi espalda, sus dedos en mi boca, su lengua en mi cuello.

-Fernando – dijo- ya sé que eres un hombre casado y que este ha sido tu primer desliz. Pero me gustaría repetir.

Me acojoné y debió de notarlo en mi cara porque añadió enseguida: “No te preocupes, no quiero que seamos amantes ni nada parecido. Eso sería al final tan rutinario como estar casados. Solo quiero decirte que, cuando vuelvas a hacerte una paja pensando en mí, me lo digas. Y quiero que sepas que estaré dispuesta a pasar un buen rato contigo.

Miró a la pareja del sofá y añadió: “Y con ellos.”

Como si quisiera demostrarme que no había nada parecido al amor en sus sentimientos, se dirigió al sofá, miró a Esther y le dijo: “Déjame esa polla.” La cogió e hizo que el tipo se levantara sin soltara. Se puso de pie detrás de él. Con una mano le pajeaba y con la otra le masajeaba los huevos y el vientre. Esther se arrodilló delante: “Vamos, suéltala en mis cara y en mis tetas”, le dijo. Irene se centró en apretar su frenillo con solo dos dedos. Le decía al oído: “Vamos, dale tu lechita a mi amiga”. Le temblaron los muslos y empezó a eyacular. Cada chorro era consecuencia de un movimiento de los dedos de Irene. Esther buscaba con la boca la leche, hasta que dejó de salir. Irene me miró como si dijera: “¿Ves como solo es sexo?”

Me puse los calcetines y los zapatos. Al agacharme sentí la incomodidad de estar tan empalmado. Me acerqué a los tres, que parecían componer un tableau vivant. Le di la mano al semental cuya polla goteaba aún y un morreo a cada una de ellas. Más largo a Irene. Mucho más largo.

Me acompañó hasta la puerta, llamé al ascensor y esperé mirándola; quería retener esa imagen en mi memoria. “¿Es verdad eso que dicen algunos?”, preguntó Irene. “¿El qué?”, dije con la puerta del ascensor en la mano. “Que mientras follan con sus mujeres piensan en otra… Y que les ayuda a correrse más a gusto...”

-No lo sé – dije. - Nunca me ha pasado…

-Vale. Buenas noches. Ha sido una noche maravillosa…

Entré en el ascensor y pulsé el botón del bajo.

ELLA

Me puse el body y Sergio me lo abrochó acariciando mi coño. Me quiso poner las medias y lo hizo de un modo que me hizo sentir la mujer más deseada del mundo. Me terminé de vestir. Me calcé y fuimos hasta la puerta. Antes de abrirla y llamar el ascensor, Sergio dijo: “Es verdad…, pensaré en todo lo que me has dicho hace un rato. Cada vez que te vea pasar delante de mi despacho en el bufete, pensaré que te follo en el baño empotrándote contra la pared, sin siquiera quitarte las bragas, y también pensaré que me la mamas por debajo de la mesa… Estaba desnudo y la tenía morcillona. Le metí la lengua en la boca, le acaricié los huevos, le meneé la polla hasta que se le puso otra vez dura y salí. Llamé el ascensor. Desde la puerta entornada Sergio me dijo que cuando follara con una de sus amigas le resultaría inevitable pensar en mí. Aunque mi coño era mejor, y mi boca, y mi cerebro. “Espero que cuando lo hagas con tu marido te acuerdes de mí...” Le sonreí y me metí en el ascensor.

Un taxi se detuvo en la calle oscura y, mientras el cliente pagaba, otro lo hizo justo detrás. Fernando y su mujer se encontraron en la calle, recogiendo el cambio a través de la ventanilla.

Se sorprendieron tanto que no supieron cómo reaccionar. Durante los respectivos trayectos habían recordado la noche pasada. Se demoraban en ciertos detalles especiales, esas fracciones de segundo que les habían transformado. Fernando se demoraba en recordar el momento en que Irene le había metido la mano en el bolsillo, junto a la barra de la fiesta. Su mujer, con una sonrisa en los labios, recordaba la voz de Sergio diciéndole que era la más perra entre las perras…

Se dieron un beso. Se sentían ajenos, una situación difícil de explicarse; como si el otro estuviese invadiendo en cierto modo su intimidad y le impidiera concentrarse en lo que realmente le apetecía.

Ninguno de los dos estaba bebido, ni siquiera achispado. Su embriaguez era de otra clase. Incluso parecía como si evitaran mirarse. En el ascensor se preguntaron por la cena como si fuesen dos vecinos que han coincidido de vuelta por casualidad. Abrió Fernando y la dejó pasar. Se quitó el abrigó, lo colgó del perchero y anduvo por el pasillo hacia el dormitorio. Fernando iba unos pasos tras ella, mirándole el culo y las piernas y los tobillos. Sintió otra vez el cosquilleo previo a la erección. Una erección que se concretó cuando la vio sentada en la cama, con el vestido subido y bajándose las medias despacio.

  • No te las quites – dijo.

Ella sonrió. Se sentía irritada aún, pero también orgullosa de que su marido le dijera eso. Dejó caer el vestido y se quedó con el body, las medias y los zapatos. Ambos pensaron en lo mismo. Fueron al cuarto de baño. Fernando se desnudó. Ya la tenía completamente dura. Ella apoyó las manos en la pila, frente al espejo, se inclinó un poco hacia adelante y sintió cómo entraba la polla de su marido en su interior. Ambos se miraban al espejo, confirmando cada uno por su lado que sí, que eran ellos quienes estaban follando. Se miraban a los ojos. Se calentaron pronto y mucho.

Fernando entraba y salía de ella despacio, mientras su mujer movía el culo en círculos. Fernando dijo: “Qué gusto ver cómo entro y salgo de ti, como me mojas la polla.” Ella se acariciaba el clítoris, se sacó las tetas del body. Le bailaban, muy duros los pezones. Fernando empezó a empujar fuerte cuando notó que ella andaba cerca. La conocía tan bien…

Se corrieron casi a la vez, con sus ojos concentrados en el espejo. Cuando se estaba viniendo, ella dijo: “Dime guarra”. Una centésima fracción de segundo después de oír la palabra “guarra”, Fernando la pronunció y se vació dentro de ella. A ella solo le bastaron dos toques en el clítoris para venirse. “Me gusta sentir tu leche dentro de mí”, jadeó.

Se quedaron quietos un momento.

Al fin, Fernando dijo:

-Sí que estábamos cachondos… Tanto jueguecito esta tarde…

-Sí. Necesitaba tu polla, mi amor.

FIN

Gracias por leerme. Se agradecen los comentarios en la página o en el mail.