Cena de empresa por Navidad.

Las cenas de empresa, sobre todo cuando se acercan las Navidades, suelen ser motivo de toda clase de desenfrenos.

Las cenas de empresa, sobre todo cuando se acercan las Navidades, suelen ser motivo de toda clase de desenfrenos. Es como si por un momento, todos los compañeros de trabajo decidieran que una día es un día (en este caso una noche es una noche) y se permitieran todo aquello que han estado reprimiendo durante el resto del año.

Más de un matrimonio ha pasado por una grave crisis como consecuencia de una de esas cenas. Si no hay confianza ni complicidad, las sospechas y los recelos envenenan la relación.

El marido que observa a su mujer acicalándose durante largo rato por la tarde. Viendo cómo elige la ropa interior y se prueba un modelito tras otro… La esposa que ve a su marido arreglarse con más esmero que de costumbre, apurándose bien el afeitado, escogiendo los bóxers, usando ese perfume que solo usa en las grandes ocasiones…

Trabajo en una empresa más mediana que pequeña, y estoy contento con mi puesto de trabajo. Me siento afortunado en estos tiempos malditos. Hay compañeras, cómo no, que siempre han llamado mi atención por su forma de actuar, de vestir, por su comportamiento y saber estar. Del mismo modo que alguna vez he descubierto la mirada de alguna de ellas puesta en mí al pasar por delante o, simplemente, mientras trabajaba cara al ordenador. Es lo normal.

Aquel año, mi mujer y yo teníamos la cena el mismo día, así que nos pasamos la tarde arreglándonos y preguntándonos cómo nos sentaba esto o aquello. En ocasiones parecidas nos gustaba jugar a excitarnos mutuamente pero sin terminar. Salir de casa con ese calentón que nos aseguraba un buen polvo al regreso. Aquella tarde no fue ninguna excepción. Nos duchamos juntos acariciándonos y estimulando nuestros sexos con las manos. Cuando andábamos en ropa interior nos dimos un revolcón en la cama sin que pasara a mayores. Ni qué decir tiene que nos poníamos a cien, pero la gracia consistía en eso… En tener la paciencia de esperar y la impaciencia por el encuentro en casa al regreso.

Empalmado como un recluta y ella mojada, dejamos de jugar para vestirnos del todo. Se había puesto, después de mucha prueba, un body de encaje gris oscuro que me encantaba abrir por abajo y dejar al aire su sexo. Unas medias color carne, un vestido de manga corta azul noche con un escote discreto y los imprescindibles zapatos de tacón de aguja, no demasiado altos. Se paseó ante mí y me preguntó cómo la encontraba. Mi respuesta fue meter la mano por debajo del vestido y acariciarle hasta donde nos permitimos.

Yo me puse un traje negro y una camisa negra. No tengo la piel nada pálida, y el negro siempre me ha sentado muy bien. Cuando estuvimos listos, bajamos juntos en el ascensor y salimos a la calle. Mi mujer se había pintado los labios con un rojo rabioso que destacaba la blancura de sus dientes. Estaba preciosa.

En la calle cada uno cogió un taxi y nos dirigimos a los restaurantes donde habíamos quedado. Nos despedimos con un abrazo. Yo le di una palmada en el culo.

ELLA

Estuve nerviosa toda la tarde. No sabía qué ponerme para no parecer demasiado provocativa sin dejar de lado la elegancia. Me puse un perfume intenso, unas pocas gotas en el cuello y el canalillo. Cuando vi cómo me miraba Fernando, supe que estaba hermosa. Y eso me gustó.

Trabajo en un pequeño bufete de abogados. En total somos seis hombres y siete mujeres. Yo soy la más antigua y también la más mayor. Tengo 47 años. Mis compañeras son todas treintañeras, dos de ellas casadas como yo. Ellos rondan la cuarentena, casados todos menos un divorciado. Por mi forma de ser, nunca he sido chismosa, y cuando he escuchado alguna historia de cintura para abajo entre las chicas, nunca he intervenido. Aunque tampoco he evitado escucharlas. Recuerdo que a mis treinta años era una mujer muy atractiva, y aunque me echaron los tejos muchos hombres, sobre todo compañeros y excompañeros del bufete, siempre he sido fiel a mi marido. Eso no quiere decir que a veces haya dejado volar la imaginación, como cualquier mujer que se siente deseada, pero más allá de masturbarme esporádicamente, de ahí no he pasado.

Entré en el taxi y me llevó hasta el restaurante. Casi todos estaban en la puerta, charlando y fumando. Ellas estaban deslumbrantes, con unas minifaldas que quitaban el hipo. Se notaba que habían ido a la peluquería.

ÉL

Llegué al restaurante, que la empresa había reservado por completo, y me dirigí al tablón donde estaba la disposición de cada uno en las mesas. Eran mesas redondas, de ocho personas cada una. La colocación era la obvia: hombre, mujer, hombre, mujer, etc. Vi con agrado que me habían situado entre Esther e Irene, dos administrativas bastante más jóvenes que yo. Atractivas, simpáticas. A medida que fuimos sentándonos traté de fijarme con el mayor disimulo posible en su aspecto. Esther llevaba un vestido palabra de honor que dejaba al descubierto un cuello precioso. Irene vestía un traje chaqueta con falda y una blusa blanca semitransparente que dejaba entrever un sujetador negro de un gusto exquisito.

Les dije cuánto me alegraba que me hubieran colocado en esa mesa, entre ellas. Solo trataba ser galante. Las dos dijeron lo mismo. Es curioso cómo cambia nuestro comportamiento cuando salimos de la rutina diaria y nos encontramos en otro lugar con quienes pasamos la mayor parte del día. Cambia nuestra forma de actuar y nuestro aspecto, claro. Estaban resplandecientes, y así se lo dije.

Empezaron a servir los entrantes y a llenarnos las copas de vino. Siempre, y siempre es siempre, se bebe de más en esa clase de celebraciones. Nosotros los hombres y ellas las mujeres.

ELLA

Nos acomodamos en una mesa larga, en un reservado del restaurante. Las mujeres notamos, y parece mentira que los hombres no se den cuenta, de cómo nos repasan con las miradas. Así me sentí yo cuando llegué hasta que me senté a la mesa. De arriba a abajo, por delante y por detrás. No me molesta, al contrario. A mi edad te levanta la autoestima. Otra cuestión es que te repasen con mirada de baboso, sobre todo cuando han bebido. Me sentí atractiva, sin desmerecer nada ante las jovencitas que compartían mesa conmigo. A mi derecha estaba Manuel, un abogado que llevaba en el bufete cinco años; un tipo amable y educado; un padre de familia. A mi izquierda tenía a Sergio, un becario que recién terminada la carrera y gracias a las maniobras de un familiar, trabajaba con nosotros desde hacía un par de meses. Era un joven atractivo, nada chulesco ni prepotente como la mayoría de los veinteañeros. Un chaval, en definitiva, cordial y educado. Me sentía a gusto entre ambos.

Sirvieron las entradas y nos llenaban las copas de vino a un ritmo apropiado en cenas así. Me gusta el vino, aunque no me gusta emborracharme; alcanzar ese puntito que te desinhibe moderadamente y te vuelve dicharachera. Te convierte en una mujer distinta a la que se encuentran todos los días en el bufete. Bebíamos, comíamos, charlábamos.

Me apetecía bromear y flirtear con Sergio. Le pregunté si tenía novia y me respondió que no.

-No me lo puedo creer – dije. - Un chico tan atractivo y con tanto porvenir como tú…

Me respondió algo cortado que no había encontrado el amor, pero que como cualquier joven, añadió, tenía sus amigas.

-Ah – me hice la tonta. - Amigas con derechos, que se dice…

Sentí como se ruborizaba ligeramente mientras asentía.

-No te avergüences, hombre – dije. - Todos hemos tenido veinte años…

ÉL

Llegaron los postres, el cava, los cafés y los chupitos. El ruido de las conversaciones era atronador. En todas las mesas se brindaba. Esther e Irene en ocasiones hablaban por detrás de mí, como si cuchichearan. No me pasó desapercibido un comentario de Esther: “¡qué lástima que esté casado y sea fiel!” Me di por aludido, tal vez en una demostración de arrogancia, pero enseguida me di cuenta de que no estaba equivocado. Fue cuando Irene dijo: “pues chica, qué quieres que te diga, yo voy a intentarlo esta noche.” Acto seguido, se acercó a mí, me puso ojitos y con la copa de cava en la mano, pasó el brazo alrededor del mío y brindó. Dimos un sorbo mirándonos a los ojos. Todo era cierto, estaba casado y era fiel. Por supuesto, había fantaseado a veces con alguna compañera, especialmente con Irene, y me había hecho alguna que otra paja. Sobre todo me excitaba la idea de entrar en el cuarto de baño de la planta donde estaba mi oficina y escuchar gemidos ahogados tras una de la puertas de los retretes. Miraba por debajo y veía las pantorrillas de Irene con las bragas bajadas. Sin duda se masturbaba. Yo daba un par de leves toques a la puerta y ésta se abría desde dentro. Efectivamente, allí estaba Irene, con la falda subida hasta la cintura y una de sus manos entre las piernas. Yo entraba y ella me hacía una mamada que acababa en un polvo de pie, por detrás, sin quitarnos ni una sola prenda de ropa. Siempre que fantaseaba con ello me corría con un vigor juvenil y soltaba un par de chorros de semen en su honor.

Y ahora, medio achispada, acababa de escuchar de sus labios que iba a tratar de seducirme. Por supuesto, sentí un cosquilleo inmediato que me puso la polla morcillona. Acabado el brindis, empezaron los chupitos de orujo helado. Irene y Esther apuraron el primero de un trago y pusieron una cara que mostraba lo fuerte que estaba.

Yo miraba aquí y allá; siempre me he sido observador, y los viajes al cuarto de baño eran muy frecuentes. Algunos y algunas lo habían visitado ya tres veces. No hacía falta ser ningún genio para adivinar a lo que iban. No voy a negar que nunca me había hecho una línea de cocaína, pero lo cierto es que jamás había comprado. Esther e Irene parecieron adivinar mis pensamientos, porque ambas se levantaron, tomaron sus pequeños bolsos y se disculparon diciendo que iban al baño. Cuando regresaron, el brillo de sus ojos las delató. Me apeteció haber compartido con ellas algo de coca.

ELLA

Cuando llegó el momento de los chupitos, Sergio y yo conversábamos casi al margen del resto de la mesa. Me rejuvenecía charlar con un jovencito tan atractivo y educado. Sus miradas a mi escote y a mis piernas eran tan discretas como continuas. Sería el alcohol o la calentura con que había salido de casa después de jugar con Fernando sin acabar, pero el caso es que notaba una sensación muy agradable, difícil de explicar. Una mezcla de coquetería, excitación y juego. Seguí hablando con Sergio, cada vez más atrevida; estaba claro que mi edad y mi cargo en el bufete le impedían el menor acercamiento, así que decidí tomar las riendas del juego. Ni siquiera ahora sabría decir a ciencia cierta con qué finalidad, pero me sentía traviesa. “Las mujeres de mi edad te pareceremos todas unas viejas”, le dije.

Me miró sorprendido, ahora ya menos cortado por el efecto del alcohol, y se atrevió a decir: “Qué va; todo lo contrario. Siempre me han gustado las mujeres mayores que yo.”

-¿Ah,sí? - le pregunté apoyando mi mano en su brazo. - Pensaba que una mujer como yo no tenía nada que hacer frente a una chica de veinte años…

Sergio me dedicó una mirada entre lánguida y excitada; una mirada que me estremeció y me hizo sentir mujer; una mujer deseable.

-Una chica de veinte años – dijo Sergio – puede que sea más joven, pero solo eso. El atractivo de una mujer para mí consiste precisamente en eso: en que sea una mujer.

Estaba empezando a ponerme de verdad nerviosa. Inquieta. En cambio, nada más lejos de mi intención que interrumpir la charla en ese momento. “¿Y qué es para ti una mujer?”, le pregunté apretándole el brazo. Dudó unos segundos; estaba segura que pensaba “tú”, pero no tenía el valor de decirlo. Traté de ayudarle. “¿Yo soy una mujer para ti?” Me miró, vació su chupito de un trago y dijo: “Exactamente.”

Todo me resultaba irreal. Yo, una mujer más de veinte años mayor que Sergio y que nunca había tenido un desliz aunque no me habían faltado ocasiones, coqueteando con él. Y lo mejor de todo: encantada de hacerlo. Decidí dar un paso más y le pregunté:

  • Entonces, ¿debo suponer que tienes experiencia con mujeres de mi edad?

Mi tono era de una ingenuidad tal que le desconcertaba, aunque se le notaba nervioso. “¿Qué quieres decir con experiencia?”, preguntó. “Vamos, Sergio, no te hagas el bobo. ¿Te has acostado con alguna mujer madura?”

Estoy segura de que la pregunta le provocó una alteración hormonal fuera de lo común, porque se movía en la silla sin parar un segundo. Buscó con la mirada la botella de los chupitos y le serví uno a él y otro a mí. Choqué con el suyo mi vasito y me lo tomé de un trago. Me imitó. Le miraba esperando su respuesta. Por fin, respondió:

-Sí.

Ahora fui yo quien se movía en el asiento. Por mi mente pasaron en décimas de segundo un montón de imágenes que casi me cortaban la respiración. Me vi, como en una película o reflejada en un espejo, penetrada por ese chaval.

“Me apetece un cigarrillo, ¿me acompañas?”, le pregunté. Se levantó y, como todo un caballero, me ayudó a separar la silla de la mesa. Estoy segura de que aprovechó para echar una buena mirada a mi escote desde arriba. Pensé que cuando llegara a su casa se haría una paja pensando en mí. Me estaba trastornando.

Salimos a la calle después de recoger mi abrigo en el guardarropa. Nos quedamos apoyados en la pared y encendí mi cigarrillo. Sergio no fumaba.

ÉL

La cena había terminado y la gente iba de mesa en mesa saludando, bromeando… Muchos estaban de pie. Se acercó un chaval de unos veinticinco años, tomó una silla vacía de la mesa de al lado y se sentó al lado de Esther. Empezaron a charlar. Eso hizo que Irene moviera un poco su silla y se quedara sentada prácticamente frente a mí.

Envalentonado por las copas, el comentario que había escuchado y el recuerdo de las pajas que me había hecho pensando precisamente en esa mujer que había frente a mí, le dije: “Perdona si soy indiscreto y no me lo tomes en cuenta, ¿cuándo habéis ido al cuarto de baño os habéis metido una raya?”

Irene puso cara de sorpresa, aunque parecía divertirse con la situación. “¿Me prometes que no se lo dirás a nadie?”, susurró con un gesto de complicidad que me desarboló. “Claro”, dije; y me llevé el dedo índice a los labios. Las transparencias de su blusa me hacían imaginar el vestuario que llevaría cuando me hiciera la siguiente paja pensando en ella. “Pues sí, nos hemos hecho una rayita. Y te aseguro que no somos las únicas.”

  • Eso lo doy por supuesto – dije.

“¿Acaso te gusta?”, y acercó la silla a la mía de modo que nuestras rodillas casi se tocaban. “Mujer, no soy consumidor y nunca he comprado, pero sí, alguna que otra raya me he hecho en fiestas si me han invitado.”

Me miró y en sus ojos leí sus pensamientos: “Vaya cabroncete está hecho el amigo. Va a ser cierto que esta noche me lo follo”. Se inclinó hacia adelante para poder hablar más bajo. Los encajes de su sujetador estaban a un palmo de mis narices. Pasó por mi cabeza la idea, menudo viejo verde me estaba volviendo, de que extendía la raya en su canalillo y yo aspiraba entre sus tetas. “En un momento le digo a Esther que me la pase, la lleva ella. Te invito, ¿quieres?” Me miraba fijamente, y en lugar de desconcertarme o incomodarme, me provocaba una excitación casi desconocida. Tal vez, pensé, es por el alcohol y el calentón con que hemos salido de casa. Nuestras rodillas se rozaron cuando se levantó para acercarse a Esther, que parecía encantada de charlar con el jovencito que estaba con ella. Le dijo algo al oído y Esther se llevó la mano a la boca para esconder la risa que le había provocado la frase de Irene. Echó mano del bolso y con un movimiento imperceptible, vi cómo dejaba una pequeña bolsita de plástico en la palma de la mano de Irene, que enseguida la cerró. Volvió a su silla frente a mí y metió la cocaína en el bolso. Acercó de nuevo su cara a la mía y me dijo: “Si vamos al baño aquí puede ser un cante; además, seguro que hay cola. Vamos a mi coche que está aparcado a cincuenta metros de aquí”.

Nos levantamos y dijimos que íbamos a fumar a la calle. Irene recogió una gabardina casi blanca y salimos. ¿Qué pasaba por mi cabeza? Ni lo sé. Solo puedo decir que me sentía feliz de andar de noche por la calle con una joven tan bonita como Irene. “La musa de mis pajas”, pensé. Como dos jovencitos que están a punto de cometer una trastada sin demasiadas consecuencias. Abrió el coche con el mando a distancia y me adelanté a ella para abrirle la puerta. Vi cómo se inclinaba para entrar en el coche y cómo se le subía la falda, lo suficiente para comprobar que no llevaba pantys sino medias. “Como en una película”, pensé. Di la vuelta al coche por delante y me senté en el asiento del copiloto. Irene había sacado una agenda del bolso y con el DNI formaba dos rayas que me parecieron enormes. “¿Tienes un billete?”, me preguntó. Saqué la cartera y un billete de 20 euros. Lo enrollé y se lo pasé. “Sujeta”, dijo Irene mientras me pasaba la agenda. Se inclinó hacia mí y tuve la primera erección de la noche. El olor de su pelo tan cerca de mí, su cuerpo echado hacia adelante mostrando ese sujetador que tanto me gustaba, su falda subida, la transgresión que suponía estar drogándose conmigo en un espacio tan cerrado como un coche…, todo ello me provocó un estado de excitación que no podía controlar. Irene aspiró de golpe toda la línea, echó un poco la cabeza hacia atrás mostrándome su cuello y me pasó el billete al tiempo que cogía la agenda.

Y ahí estaba yo, con mi nariz a menos de diez centímetros de sus tetas, metiéndome un tiro de cocaína al lado de Irene. La falta de costumbre me provocó un ataque de euforia casi instantáneo. Irene me miraba y dijo: “Está buena, ¿verdad?”

ELLA

Por qué no decirlo, me sentía sexy. Apoyé un pie en la pared de modo que una rodilla quedaba por fuera del abrigo, y se me veía parte del muslo. Sergio no decía nada, parecía limitarse a hacerme compañía. Y eso no lo podía permitir. “Bueno, Sergio, entonces prefieres acostarte con una mujer mayor que tú a hacerlo con una jovencita...” Asintió con la cabeza. “¿Te sientes incómodo con mis preguntas?”, le dije. “No, no; lo que ocurre es que no he hablado de esto con nadie...” Ese comentario confirmaba la idea que me había hecho de Sergio: además de todo, es discreto. Me encantaba estar con él en ese instante, con esa complicidad… “No te preocupes por eso, soy una mujer muy discreta. Además, no sé por qué ni cómo hemos llegado a este punto de la conversación. Solo puedo decirte que me encuentro muy cómoda hablando contigo, con esta intimidad...”

Sergio parecía querer decir algo. Yo le miraba animándole con el brillo de mis ojos y mi sonrisa. “Es que…, no sé si es apropiado...”

  • Por favor, Sergio, no hables como un político o un ejecutivo; anda, di lo que estás pensando…

Tiré la colilla al suelo y la pisé. Sus ojos estaban clavados en mi pie. “Te haría la misma pregunta pero a la inversa. ¿Te has acostado con alguien de mi edad?” Y en el instante de decirlo pareció arrepentirse. “No, no lo he hecho. Lo cierto es que nunca he sido infiel a mi marido”. Estuve a punto de añadir, “y ocasiones no me han faltado”, pero me contuve. Sergio tragó saliva antes de decir: “Me he acostado con dos mujeres de tu edad más o menos; y las dos están casadas”.

Otra vez me atravesó la mente un sinfín de imágenes que me provocaron una excitación instantánea. Sentí el roce del body en mis pezones. Las mujeres que me estéis leyendo sabréis de qué hablo. Decidí dar un paso más allá. “¿Te resultaba excitante saber que estabas follándote (y usé esa palabra con toda la intención) a una mujer casada?” Sergio, una vez había superado la primera barrera, parecía sentirse cómodo, y ya se expresaba sin titubeos, con seguridad. “La verdad es que sí. No especialmente por el hecho de estar casadas, sino por la entrega que mostraban, la necesidad de caricias que tenían...” Sergio empezaba a gustarme más de lo conveniente: había usado las palabras “entrega” y “caricias” donde otros habrían dicho “cachondas” y “polla”.

Di un paso más. “¿Las hiciste disfrutar?” Sergio me miró como si atravesara su pensamiento la imagen de esas mujeres corriéndose entre sus brazos. “Mucho; o por lo menos eso me dijeron. Y aseguraría que fue así”. Imaginé a Sergio como un amante tierno y potente, capaz de encender el cuerpo de cualquier mujer. Con esos veintipocos años de vigor en su polla; volviendo a follar al poco de correrse; provocando en esas mujeres un orgasmo tras otro; orgasmos llenos de ternura y lujuria; unos orgasmos olvidados hacía tiempo… Mi mente volaba lejos y cerca a la vez. Me estaba humedeciendo.

“¿Repetiste?”, le pregunté. Ahora su mirada había tomado otro aspecto. Había deseo en ella. Si yo estaba húmeda, ¿acaso no estaría empalmado? “Sí. Todavía las sigo viendo cuando alguna de ellas me llama. Yo nunca lo hago”. Sentí el deseo de tomar su rostro con las dos manos y meterle la lengua en la boca. Me controlé. “¿Entramos?”

En el reservado parecía haberse desatado una locura colectiva. Risas, bailes, abrazos… Entramos y sonreímos al ver el ambiente. Sobre la mesa, la botella de los chupitos estaba mediada. Serví dos. Le tendí uno a Sergio y le dije: “¿Sabes?, eres un tipo estupendo”.

ÉL

Mi escasa experiencia en el consumo de cocaína no me permitía afirmar si estaba buena o no. Solo sentía una explosión de euforia en mi cerebro que provocaba una especie de embotellamiento de palabras por pronunciar, atropellándose unas a otras siquiera antes de abrir la boca. Miré a Irene y le sonreí. “Vaya pelotazo, nena”, dije. Irene se me quedó mirando fijamente, primero a la boca y luego a los ojos. “Hombre, me has llamado nena. Qué cariñoso te has puesto. Se retocaba el maquillaje en el espejo retrovisor mientras la contemplaba con un descaro que no conocía. Como si hubiera cambiado de idea, dejó el rouge otra vez dentro del bolso y acercó su cara a la mía. “Fernando”, dijo con una sinceridad que me conmovió, “quiero besarte. Por un beso no pasa nada, ¿no? Aunque sea con lengua...” Sin dejar de mirarle a los ojos sentí la punta de su lengua suave y húmeda en mis labios. Los abrí y nuestras lenguas se mezclaron en un morreo adolescente que me puso la polla durísima. Me acariciaba la nuca con una mano y sentí erizarse todo el vello de mi cuerpo. El morreo era eléctrico, y apoyé una mano en su cintura, justo a medio camino entre el borde de su falda y sus tetas. Se separó un instante de mí y me dijo: “Estoy cachondísima, nene”, y rio. “Irene...”, traté de sacar fuerzas de donde no había más que debilidad y deseo, “Irene, yo también estoy cachondísimo.” Volvió a meterme la lengua en la boca. Ahora estrechaba su pecho contra el mío. Sentía sus tetas, su aliento, su deseo… Bajé la mano que tenía en su cintura y la deslicé entre sus muslos. Como si hubiese accionado un mecanismo, los separó, levantó el culo del asiento lo justo para subirse la falda y poder abrir bien las piernas. La palma de mi mano frotaba su coño por encima de las bragas. Me recordó el momento en que hice lo mismo con mi mujer, pocas horas antes. Empujé los dedos hasta que metieron las bragas en su coño. Su mano ya apretaba mi polla por encima del pantalón. Nuestras lenguas eran un nudo resbaladizo y nervioso.

De repente, sonaron unos nudillos en la ventanilla del conductor. Antes de girarse, Irene se recompuso lo mejor que pudo. Eran Esther y su amigo. Reían abrazados por la cintura. Irene bajó la ventanilla. “Venimos a meternos un tirito. ¿Molestamos?”

No sé por qué, pero agradecí esa interrupción. Algo ajeno a mí había evitado que cometiera una tontería de la que me iba a arrepentir al día siguiente. Irene abrió las puertas y los dos se sentaron en el asiento posterior. Esther estaba bastante borracha, y su amigo no perdía ocasión de meterle mano. Irene sacó la agenda y la pequeña bolsa y se las pasó. Esther ya tenía en la mano una tarjeta de crédito. Yo permanecía callado; lo único que me apetecía era salir del coche con o sin Irene y regresar al restaurante, meterme un copazo en el cuerpo y mear.

ELLA

Nos lo tomamos de un trago. Rellené los pequeños vasos y ahora solo bebimos un sorbo. Nos volvimos a sentar. Uno frente al otro, con las rodillas casi rozándose.

“Señores, nos vamos a mover el esqueleto y a tomar la penúltima”, nos dijo Antonio, que presentaba una cogorza considerable. Le miramos y asentimos con la cabeza, pero permanecimos sentados. “En cuanto nos acabemos esto”, dijo Sergio. Sentía unas ganas locas de tomar sus manos, besarlas, chuparle los dedos uno a uno y luego llevarlas a mi entrepierna. Me ardía el coño. ¿Era yo esa mujer que estaba sentada frente a Sergio, caliente como una perra imaginando cómo se lo hacía a sus amantes casadas? ¿Era yo esa mujer que necesitaba desabrocharse la parte inferior del body y liberar mi coño? ¿Era yo esa mujer que visualizaba en ese preciso instante la polla dura y gorda de Sergio soltando chorros de leche espesa y caliente?

Sergio parecía pensar. ¿Pensaba en cómo follaría la mujer que tenía frente a él con la mirada deslizándose de sus ojos a su boca? ¿Pensaba en mis gemidos o mis gritos a la hora de correrme? ¿Pensaba si hablaría sucio mientras me follaba y le decía “clávamela hasta los huevos” o “córrete en mi boca”?

Nos acabamos el chupito y nos pusimos de pie. Todos estaban recogiendo los abrigos del guardarropa. Formamos un grupo en la acera. Alguien propuso ir a un pub cercano, con buen ambiente y buena música. Todos accedimos. Sergio y yo caminábamos detrás del grupo, no demasiado. Era una imprudencia comportarse así delante de quienes iban a compartir bufete dos días después durante todo un año o más tiempo. Sin embargo, de vez en cuando, mi mano se hacía la encontradiza con la de Sergio. Era un leve roce, apenas una fracción de segundo, pero qué de sensaciones me provocaba.

Con una mirada nos entendimos. Cada uno por su lado se integró en la pequeña manifestación que formábamos acera arriba. Como si nada hubiera pasado o como si nada hubiese estado a punto de pasar. Sergio charlaba con otra becaria y yo con Antonio, que empezaba a ponerse de verdad impertinente.

Necesitaba pensar. Me conozco bien y sé lo que me digo. Si cedía a mis deseos, que eran casi irrefrenables, cuando llegara a casa y me acostara al lado de Fernando en el caso de que hubiera llegado, ¿cómo me sentiría? Por otra parte, la idea de llegar a casa y meterme deprisa en la ducha con la leche de Sergio todavía dentro de mí, me producía palpitaciones en el coño. Solo sentir el roce de mis muslos al caminar era pura electricidad. Llegamos al pub. Entré de las últimas y vi a Sergio al final de la barra hablando con la becaria. Me miró y siguió hablando con ella. Era discreto, muy discreto, y eso me enardecía todavía más.

(Continuará…)

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