Cena, amor y magia

Esta es una historia real, algo que me pasó hace algunos años. Fue algo mágico, fuera de lo común. Sensaciones vividas y sentidas aquella vez... y nunca más.

Era sábado por la noche. Salí del trabajo y me dirigí al restaurante donde había quedado para cenar con unos cuantos compañeros que ese día tenían libre. De camino me encontré con dos compañeras que también asistían a la cena. Ellas habían hecho el turno de la mañana, así que habían tenido toda la tarde para ponerse guapas y puedo asegurar que no habían perdido el tiempo. Ambas con vestido negro, botas con tacones y abrigo también negro, además de un delicado maquillaje que resaltaba su belleza y hacía que estuviesen espectaculares.

Una de ellas tenía novio, la otra no. La chica soltera hacía tiempo que me traía loco. Todo empezó unos meses atrás con unas pocas bromas que fueron subiendo de tono, hasta el punto en que ya confundía lo que era broma con lo que era insinuación. Creo que ella disfrutaba mucho viendo mi turbación, mis dudas. Le encantaba ponerme nervioso y sabía como hacerlo. A veces la veía caminando directamente hacia mi por uno de los pasillos de la oficina, distraída, mirando el suelo. Cuando ya parecía que iba a pasar de largo, levantaba ligeramente la cabeza, alzaba sus ojos hacia los míos y, mirándome de reojo, me lanzaba una sonrisa pura pero insinuante, como el canto de una sirena.

Así que cuando las vi por la calle me sentí afortunado. Si alguien me hubiese visto en ese momento, seguro que habría notado el cambio en la expresión de mi cara, la luz que de repente se encendió en mi.

Apreté el paso para alcanzarlas, nos saludamos y vi la misma luz en el rostro de ella. En seguida los tres nos pusimos a bromear y a reír. Seguimos caminando hacia el restaurante envueltos en una magia que sólo nos concernía a nosotros, que nos protegía del frío del aire, del ruido de la ciudad, de las voces de la gente que pasaba por allí.

Cuando llegamos a la puerta me di cuenta de que no tenía dinero. Les dije que tenía que ir a un cajero, así que nos veríamos dentro. La chica que tenía novio comenzó a subir las escaleras del local pero mi amiga dijo rápidamente, como un latigazo: “Si quieres te acompañamos”. Una se quedó parada en medio de la escalera, mirando a su compañera. La otra no apartaba la vista de mi, esperando una respuesta que, al parecer, era importante para ella. Su amiga sonrió, bajó un par de peldaños y también se añadió a la sugerencia.

No hace falta decir que estaba encantado de pasar un rato más con ella, aunque fuese para algo tan mundano como ir a sacar dinero de un cajero automático. Y creo que ambas captaron mi alegría, pues se pusieron a reír nerviosamente, avergonzadas como yo por haber expuesto nuestras cartas por algo tan nimio. Pero ¿qué importaba?, teníamos nuestra magia que todo lo curaba, así que dos segundos después ya estábamos de nuevo riendo, charlando y en nuestro propio mundo.

Ya en el banco pasó algo que me hizo estar seguro de que aquella noche iba a ser importante para ambos. Mientras yo estaba peleándome con la pantallita y el teclado me di cuenta de que mi amiga estaba justo al lado mio, casi en contacto conmigo, de pie dándome la espalda, mientras que la otra estaba a varios pasos de distancia, mirando distraída su móvil. Cuando terminé, cogí el dinero y la tarjeta de crédito, empecé a girarme y ella se giró también. Quedamos los dos cara a cara, muy cerca, mirándonos directamente a los ojos. Por Dios juro que son unos ojos hermosos, de un color azul metalizado (sí, metalizado, no me he equivocado al escribir), que no he visto en ninguna otra persona. Tenían un brillo en el que me podría haber perdido toda la vida. Y así habría sido si la otra chica no se hubiese acercado para decir... no recuerdo qué dijo ni cuanto tiempo estuvimos mirándonos. Solo recuerdo que me atrapó, me introdujo en su alma durante unos segundos y nunca salí del todo de allí.

Cuando llegamos al restaurante todo el mundo estaba ya sentado. Ellas se sentaron juntas en un extremo de la mesa y yo en el otro, pero en lados opuestos. Así que cuando yo miraba a mi derecha podía verla charlando con los demás. Éramos unos 15 o16 comensales, así que tampoco estaba demasiado lejos, pero era suficiente para que no pudiera escuchar su conversación. Eso me entristeció un poco, pero traté de concentrarme en los demás y disfrutar de la cena, con la esperanza que después iríamos a algún otro sitio y poder estar con ella un ratito más.

Mientras comíamos me di cuenta de que de vez en cuando se le escapaba alguna mirada hacia mi, vigilando con quién hablaba, si me lo estaba pasando bien, si me había olvidado de ella... Sé que pensaba todo eso porque yo estaba haciendo exactamente lo mismo.

Después de cenar fuimos a tomar unas cervezas. Esta vez no nos separamos el uno del otro, no queríamos que volviese a pasar lo mismo que en el restaurante. Seguían uniéndose amigos al grupo, pero ambos vigilábamos donde se sentaban, evitando que alguien se colocase entre nosotros. A veces, en este tipo de reuniones, cuando un chico y una chica se atraen, intentan no parecer desesperados por no separarse, como si temieran agobiar al otro, o sintiendo vergüenza de que el resto vea sus emociones. Cuando vi que ella no hacía esto, me gustó un poquito más. Me sentí completo, no necesitaba nada más que su presencia junto a mi.

De repente acercó su silla un poquito más hacia mi, aunque no había llegado nadie desde hacía un buen rato. Su rodilla tomó contacto con mi muslo, nos miramos, nos sonreímos... y el mundo se paró. Notar ese suave roce, esa ligera caricia, notar una parte de su cuerpo en contacto con el mio me produjo un subidón de energía. Pude sentir como su energía fluía por mi cuerpo a través de ese leve punto de unión y pude ver que ella sentía lo mismo. Ya no hubo forma de concentrarnos más en las conversaciones a nuestro al rededor. Ya no hubo forma de pensar en otra cosa.

Un rato más tarde nos fuimos todos a la discoteca. Bailamos, bebimos, reímos... Allí nos dejamos más espacio, pero sin perdernos de vista. Siempre sabíamos donde estaba el otro y qué estaba haciendo. Y aunque queríamos participar de la fiesta con todo el grupo, sin darnos cuenta acabábamos bailando juntos. O, al apartar la mirada de la persona con la que estaba hablando el uno, descubríamos que el otro estaba justo al lado. Intentábamos hacer cada uno lo suyo, pero alguna fuerza nos quería juntos esa noche.

Cuando faltaba algo más de una hora para que cerrase el local, me dijo que las botas le estaban matando los pies. Yo le contesté que si no me fumaba un cigarrillo el que iba a morir era yo. Así que decidimos salir a fuera sin decir nada a nadie.

Ya en la calle, nos sentamos en el banco de un paseo cercano. Se quitó las botas, dio un pequeño gemido de alivio, le ofrecí un cigarrillo y nos pusimos a fumar. No decíamos nada, no teníamos necesidad de hablar porque por fin estábamos solos. Yo sólo miraba cómo sus pies jugueteaban delicadamente con sus botas, tiradas en el suelo. Ella miraba mis manos, que descansaban en mi regazo. Cuando acabé de fumar, tiré la colilla del cigarro a un par de metros de nosotros, rebotó en el suelo y se quedó de pie, erguida. Rápidamente alcé vista, para ver si ella había visto lo que había pasado. Ella me estaba mirando con los ojos muy abiertos. Nos quedamos un rato así y nos echamos a reír. Un ratito después y con las últimas coletadas de las carcajadas todavía en los labios, me dijo: “Esto es un presagio”. La miré, pensando por enésima vez si esto que decía era una broma o una insinuación. Ella puso su cara de “te estoy poniendo nervioso... y me encanta”. Y sin decir nada más, se acercó lentamente y me besó en los labios. Fue un beso largo, amable y dulce. Se separó un poco y me miró a los ojos. Entonces la besé yo, un beso más corto, y otro, y otro... Cada vez más cortos, más rápidos. Seguimos besándonos así hasta que deslicé una mano por su nuca, abrió los labios y buscó mi boca. Su lengua quería la mía, mi lengua buscaba la suya. Mientras tanto, posé la otra mano en su cintura, con el dedo gordo acariciando la primera de sus costillas. Subí un poco, la palma de la mano acariciaba ahora sus costillas, mientras la yema del dedo gordo exploraba uno de sus pechos por encima del vestido, buscando el pezón que no tardó en mostrarse, poco a poco, asomando cada vez más duro. Ella dejó de besarme y se separó un poco. Bajó la vista al bulto de mis pantalones y, mordiéndose el labio inferior y sonriendo, comenzó a desabrocharme la bragueta. Lo hizo despacio, sin prisa, con las dos manos, conteniendo la excitación y la ansiedad por ver lo que había debajo. Me acarició por encima del calzoncillo, suavemente. Levantó la vista y siguió acariciándome mientras me miraba fijamente. Se inclinó hacia delante y, sin soltarme, me susurró al oído : “Es muy gorda”. Paseó la punta de la lengua desde la base de cuello hasta el lóbulo de la oreja y me habló de nuevo: “No sabes las ganas que tenía de rodearla con mis dedos”. La miré, puse mis manos a ambos lados de su rostro y la besé de nuevo. Ella subía y bajaba su mano, masturbándome despacio, saboreando el momento mientras yo saboreaba su boca. Y sin previo aviso, paró. Me soltó, se puso en pie, paseó la mirada a lo largo de la calle, fijó la vista en una furgoneta que estaba aparcada cerca de nosotros y me dijo: “En seguida vuelvo”. Y así, con una pícara sonrisa me dejó allí sentado, perplejo, viendo como se marchaba. Se giró, aún sonriendo, y desapareció detrás de la furgoneta. Un par de minutos después reapareció. Había algo distinto en ella. Su expresión era traviesa, picante, divertida. Su aspecto era más ligero pero no fui capaz de ver por qué hasta pasados unos segundos: sus medias habían desaparecido. Se sentó a mi lado, con esa sonrisa suya que hacía que solo pudiese mirarla con la boca abierta, embelesado. Y si yo también sonreía no lo notaba, porque no estaba en mi cuerpo en ese momento: vivía en sus labios y en ningún otro lugar del mundo.

“Te has quitado las medias”, dije como un tonto. Ella se echó a reír. “No. También me he quitado las medias”. Se sentó a mi lado y, como una invitación para que saliera de mi letargo bobalicón, separó lentamente las piernas y se quedó así, esperando, mirándome, ahora sin sonreír y con los labios entreabiertos, subiéndose la falda lentamente. Acepté su silenciosa sugerencia, puse una mano en la parte interior de uno de sus muslos y, disfrutando de su piel, fui subiendo poco a poco. Seguí subiendo hasta que la punta de uno de mis dedos tocó su bello púbico, corto, suave, delicioso. Me entretuve un poquito ahí, en esa zona de nadie, acariciando, sintiendo, gozando con su expectación. Sé que ella esperaba que bajase mi mano hasta su clítoris, que jugase un poco con él. Así que bajé la mano muy lentamente, pasé por encima de su clítoris y, al notar lo mojado que estaba, mi excitación aumentó aún más. Seguí bajando y, sin que se lo esperase, introduje el dedo corazón dentro de ella. Entró fácilmente, estaba muy mojada, dejó escapar un gemido de placer y sorpresa y abrió un poco más las piernas a la vez que se echaba hacia delante, apretándose contra mi mano. Pero como estaba tan mojada, pensé que uno no sería suficiente, así que también metí mi dedo índice. Sentir su sedosa textura, su calor, su humedad, me hizo desear entrar todo lo posible dentro de ella. Introduje los dedos todo lo que pude, y ella se apretó más. Sus gemidos aumentaron, nos miramos a los ojos y empecé a mover mi mano, adelante y atrás. Al principio despacio, pero vi como mi mano adquiría velocidad, cada vez más rápido. Se movía como si no fuese mía, no la podía controlar. Los gemidos se convirtieron en gritos quedos, mal reprimidos. Reparé en que la estaba masturbando lo más rápido que podía y que, si seguía así, se correría de un momento a otro. Apreté la mano contra su coño, intentando tocar el fondo con la punta de los dedos y me quedé allí quieto. Ella me miró con la boca abierta y los ojos ardiendo y, despacio, fui sacando los dedos de su interior. Me llevé uno a la boca, quería conocer su sabor. Ella tomó mi mano y chupó el otro sin dejar de mirarme a los ojos. Eso me volvió loco. Sin saber casi lo que hacía, me arrodillé en el suelo, separé sus piernas, las levanté y me quedé mirando su sexo. La luz de las farolas hacía brillar su humedad y le confería un aspecto hermoso, casi mágico. Sin soltar sus piernas, me acerqué a su coño. Abrí la boca y lo rodeé con los labios. Al cerrarla de nuevo pude sentir como su jugo se posaba sobre mi lengua. Lo saboreé, cerrando los ojos, sin perderme ni un matiz. La besé así de nuevo varias veces, escuchando sus gemidos por encima de mi cabeza. Pero mi lengua no quería escuchar, solo quería chupar, lamer. Yo quería que se mojase más, bebérmela a través de su coño. Puse la lengua blandita y la pasé por toda su vagina, subiendo y bajando. Puse la lengua dura y sacudí con ella su endurecido clítoris, de izquierda a derecha. Y fui alternando estos movimientos mientras mis manos sentían como sus piernas temblaban, se tensaban, se abrían un poco más para mí.

Perdí la noción del tiempo comiéndomela. Solo podía pensar en darle placer, en ponerla aún más caliente, en retrasar su orgasmo lo máximo posible. Levanté la cabeza, miré alrededor y vi que no había nadie cerca, así que me atreví a dar un paso más. Alcé aún más sus piernas, las abrí todo lo que pude y así quedó expuesto ante mí el agujero entre sus nalgas. Me lancé a chuparlo rápidamente, sin darle opción a decir nada. A juzgar por su grito de sorpresa, no se lo esperaba. A juzgar por los gritos que se sucedieron después, le gustó... y mucho. Animado al escuchar su respuesta, seguí chupándola con más intensidad, metiendo un poco la lengua en el interior de su ano. Puso ambas manos sobre mi cabeza y me apretó contra su culo para que profundizara más. Cuando paré respirábamos agitadamente, excitadísimos. Nos miramos un segundo y ella, con sus manos todavía en mi pelo, me besó en la boca de la forma más húmeda que se pueda imaginar. Su lengua se introdujo en mi boca casi con violencia, buscando la mía, como si quisiera que se abrazasen con la fuerza con la que nos sentíamos atraídos en ese momento. Fue en beso larguísimo, fruto del anhelo cosechado durante meses.

Cuando conseguimos despegarnos me disparó una frase: “Vamos a mi casa”, dicha de una forma que mostraba la urgencia que teníamos de amarnos, de fundirnos, de follarnos.

Nos acercamos a la carretera para tomar un taxi, abrazados y riéndonos como dos tontos. Cada dos pasos, un beso. Cada beso una caricia. Cada caricia, otra más y otra. Hasta que recordábamos a donde íbamos y nos entraba la prisa de nuevo por encontrar un taxi.

Cuando al fin encontramos uno, subimos rápidamente al coche. Ella dijo la dirección al taxista y, mirando por la ventanilla, alargó la mano, me desabrochó el pantalón, introdujo la mano y me agarró el pene. La frescura de sus dedos contrastaban con el calor de mi polla. Se sentía delicioso.

Y así agarrada estuvo todo el trayecto. No me masturbó ni la acarició. Solo la tenía cogida, como si quisiera estar segura de que era real, de que estaba allí para ella, mientras miraba hacia otro lado como si no estuviese haciendo nada especial.

Cuando ya estábamos llegando a nuestro destino me miró de reojo, sonrió un poco y me soltó. Noté como si me hubiesen robado algo en mi interior, algo que era mío de forma natural. Necesitaba que me tocase, ser su mundo, su centro de atención.

Llegamos a su portal y, mientras abría la puerta, me dijo que vivía en el ático y que no tenía ascensor. Así que tendríamos que subir escaleras. Era un quinto piso. Ella iba delante de mi, subiendo poco a poco, lanzándome miradas que yo no sabía interpretar. Cuando llegamos al primer piso entendí a qué jugaba: se agachó, me bajó la bragueta de un tirón, sacó mi polla y se metió el glande en la boca. Le dio dos o tres chupadas y la volvió a guardar.

En el segundo piso la chupó un ratito más. En el tercero la felación fue un poquito más larga y profunda. En el cuarto se la metió toda en la boca mientras con sus manos me aferraba las nalgas y me apretaba hacia su boca. Luego me chupaba despacio, con cariño, dulcemente... Hasta que se la metía de nuevo entera y se quedaba así, la cabeza quieta mientras su lengua repasaba mi pene.

En el quinto piso, ya en la puerta de su casa, me bajó los pantalones, me separó las piernas y me chupó suavemente los testículos mientras su mano me masturbaba lentamente, con el índice y el pulgar acariciándome la punta, aprovechando lo que yo goteaba.

Un rato después se levantó, abrió la puerta y me invitó a pasar. Me subí los pantalones y entré. Su casa era como ella, sencilla y acogedora. La decoración, como su ropa y maquillaje, reflejaba un gusto simple y armónico, sin excesos ni defectos. Me invitó a salir a la terraza, cogió una caja de madera y me la entregó. Al abrirla vi que era marihuana. Me pidió que liase un porro mientras me cogía de la mano y me acompañaba a una hamaca que tenía colgada junto a unas palmeritas. Me senté a liarlo y se tumbó a mi lado, mirando al cielo. Mi cerebro hizo una foto de sus rostro en ese instante, radiante, feliz, en paz. Una foto para siempre.

Me tumbé a su lado y fumamos en silencio. Los efectos no tardaron en llegar, como una magia de otro mundo. Nos tomamos de la mano y jugamos con nuestros dedos, entrelazándolos, soltándolos, apretándolos y acariciándolos. Los dos giramos la cabeza al mismo tiempo y nos miramos. Y fue entonces cuando el mundo saltó por los aires y dejó de existir. Rodeados de magia, de luces, de sensaciones, empezamos a besarnos de nuevo. Nos faltaban manos para acariciarnos como hubiésemos querido hacerlo. Quería tocarla toda a la vez, su pelo, sus labios, sus tetas, su espalda, su culo, su coño... Sin saber cómo, estábamos desnudos, envueltos en ganas de sexo, de amor. Se tumbó boca arriba y me tumbé sobre ella. Abrió las piernas y me dejé caer lentamente sobre su sexo. Entré tan fácilmente que ambos nos excitamos aún más. Moví mi pene dentro de ella, rápidamente, sin poder pensar, tan solo sintiendo su suavidad y su calor. A las pocas embestidas ella gritó su orgasmo mientras apretaba sus labios contra mi hombro. Cuando me gritó que me corriese dentro mi respuesta fue inmediata. Gritando, yo también me derramé en su vagina, apretando mi polla contra su coño, mis testículos contra su culo.

Cuando el largo orgasmo cesó, me quedé quieto, tumbado sobre ella y todavía en su interior. Ella me abrazaba en silencio. Podía sentir su respiración sobre mi hombro. Estaba tranquilo, relajado, extenuado y todavía erecto. Creo que ella también se dio cuenta de mi erección porque enseguida empezó a moverse de nuevo, contoneando sus caderas, follándome. Quería más sexo, quería más polla. Y yo estaba deseando dársela otra vez.

Y así fue como de nuevo estaba entrando y saliendo de ella, esta vez mucho más despacio, saboreando la sensación de tener el pene envuelto en la seda más suave del mundo. Ella me rodeó con sus piernas, entrelazando sus pies justo encima de mi culo, acompañando el lento bombeo con ellos. Poco a poco fue apretando más cuando mi pene le llegaba al fondo, así que cada vez la embestía con más fuerza pero sin aumentar el ritmo. Cada vez que la empujaba de esta manera soltaba un pequeño grito que me animaba a apretar un poco más en el siguiente envión. Y de esta manera, sus gritos fueron aumentando hasta que me pidió que la follara más rápido, más rápido, más rápido... Hasta que con un alarido me hizo saber que se estaba corriendo de nuevo, pero no por eso iba a dejar de darle polla. Así que se corrió una vez más. Y al rato, otra más.

Me pidió que parase, que ya no podía más. Así que me apreté todo lo que pude hasta lo más hondo de su coño y ahí me quedé quieto, esperando a que pidiese que continuara. Sentía el temblor de sus piernas, que seguían rodeándome las nalgas, abrazándome fuertemente para no dejarme escapar.

Para mi sorpresa me dijo que saliese de ella, que me bajase de la hamaca y me quedara de pie. Pensé que quería descansar un rato, que necesitaba espacio... Iluso. Ella también se levantó, se acercó a la barandilla que rodeaba la terraza, apoyó los codos, curvó la espalda y giró la cabeza para mirame. “¿Quieres seguir?”, eso fue lo que me preguntó. Sonreí, le miré el culo y no pude pensar más. Me acerqué a ella, separó las piernas y curvó un poco más la espalda, ofreciéndome sus nalgas abiertas, su dilatado coño por la follada anterior abierto para mi.

Me agarré el miembro y con la punta acaricié su clítoris. Estaba tan mojada que pronto mi polla estuvo húmeda también. Orienté el glande hacia su coño y entré en él muy despacio. Ella se giró, me miró a los ojos y me dijo “no me he puesto así para esto”. Con un movimiento rápido de las caderas se la sacó de dentro. Sin darse la vuelta, alargó la mano y me agarró el pene. “Ábreme el culo”, me dijo, y se apretó la polla contra su agujero. Después me soltó y, con las dos manos, separó sus nalgas para ayudarme a entrar. Cuando estuve dentro y empecé a moverme, ella soltó su trasero, apoyó una mano en la barandilla y con la otra comenzó a masturbarse. Pronto se puso a gritar mientras se corría, lo que me animaba a darle polla cada vez con más fuerza, de forma más salvaje. Y cuanto más le daba, más gritaba y más se corría. No sé cuántas veces acabó mientras le follaba el culo. Creo que ella también perdió la cuenta.

Cuando estaba a punto de correrme, bajó las caderas y se sacó el miembro de su interior. Esto me cortó y me excitó a partes iguales. Se dio la vuelta y, por su forma de mirarme, creo que sabía que estaba a punto de acabar. Me agarró suavemente del pene y me llevó de nuevo a la hamaca. Me sentó con los pies en el suelo, se arrodilló, me abrió las piernas y me la chupó mientras sus dedos acariciaban mis testículos. Se la sacó de la boca y se la puso entre las tetas. Cogiendo sus pechos con las manos, me masturbó. Paró, me la chupó y luego continuó follándome con sus tetas. No sé cuánto rato me tuvo así. Lo único que recuerdo es que empezaba a amanecer cuando me la agarró con la mano y empezó a masturbarme rápidamente, con decisión. No tardé ni un minuto en correrme. Al principio el semen salió disparado sobre mi pecho, pero luego cayó lentamente sobre sus dedos. Ella gimió un poco y supe que se estaba excitando de nuevo. Cuando paré de correrme, la tumbé en la hamaca, cogí sus dedos regados con mi semen y se los metí en el coño. Chupé mi dedo corazón y se lo metí en el culo. Yo estaba de pie al lado de ella. La miré a los ojos y moví el dedo, despacio, con cariño. Ella hizo lo mismo, pero no tardó en moverlos cada vez más rápido. Con la otra mano se acarició el clítoris y los orgasmos no tardaron en llegar, uno tras otro hasta perder la cuenta otra vez.

Después de esto, me tumbé a su lado y nos quedamos dormidos.

Las semanas siguientes nos seguimos encontrando en el trabajo. Hablábamos poco. Nunca hicimos referencia a esa noche que pasamos juntos. Cuando nuestras miradas coincidían podía ver cómo sus ojos brillaban con cariño y pasión. Podía sentir cómo los míos reflejaban lo mismo. Algunos compañeros fueron capaces de sentir el aura que surgía de nosotros cuando estábamos cerca o cuando hablábamos juntos, pero nunca nadie dijo nada. Creo que sabían que era algo nuestro y solo nuestro, y lo respetaban.

Un día me encontré una nota encima de mi mesa:

“Aquella noche pasó algo especial, mágico, único. Ambos lo supimos en ese mismo instante, mientras sucedía. Por eso es necesario que no se repita. Quiero que ese recuerdo quede en nuestra memoria como un pequeño milagro, un regalo de la vida para nosotros.

Por eso me voy de la ciudad. Sé que si me quedo intentaré volver a vivir lo que viví contigo esa noche y eso es imposible. Sé que me comprendes.

Sentí todo tu amor y me acompañará toda la vida. Con eso tengo más de lo que nunca imaginé que tendría.

Sé que tú sientes lo mismo, por eso me voy tranquila.

Te quiero”

Por supuesto que la entiendo. Yo también sentí su amor, también me acompañará toda la vida. Claro que siento lo mismo. Ve tranquila. Te quiero.