Cementerio

ReflexiÓn sobre la muerte.

CEMENTERIO

No me gustaba aquel lugar. Ahora, tocado por la lluvia, se me antojaba aún más solitario. Desprendía un olor a nostalgia olvidada.

Caminé, sabiéndome observada, pero sola igualmente, con el único pensamiento de salir de allí lo antes posible. Atravesé la puerta de hierro, crujiendo mis pies sobre las lágrimas de arena. Los campos, de color trigueño, despidiendo vapor de nubes, parecían envolverlo todo. Como siempre. Nada había cambiado.

Las cruces se apelotonaban como hierbas que surgieran libremente de aquella tierra muerta de color naranja. Flores, cruces, colores, se entremezclaban como en un huerto. Y había trozos de piedra, losas. Y debajo del suelo, la muerte. Yo sabía que estaba allí. La sentía. Por más que no pudiera verla con los ojos, la imaginaba, reptando bajo tierra, acariciándonos los talones con sigilo, como en un intento vano de recordarnos que no es para siempre. Esto se acaba. Ya, ¿y qué?

Mi abuelo no estaba allí. Le busqué pero no estaba. Sus manos gruesas y arrugadas no podían tocarme. No veía su cuerpo en aquella piedra. Sólo estaba su nombre, escrito. Y un versículo de la Biblia que hablaba del pecado. Ya, ¿y mi abuelo?

A mi abuelo no podía gustarle todo aquello. Seguro que en cuanto le llevaron allí, decidió marcharse por su propio pie. No le gustaba mojarse con la lluvia. Y la lluvia en mi pueblo es una humedad que cala hasta los huesos, que se mete bajo el abrigo de paño y te llora por dentro.

Me quedé ahí parado como un árbol más. Mis pies casi no cabían entre tanta losa. A mi abuelo le habían puesto flores. Pero ya estaban marchitas. Pensé que eso era lo más triste de todo. Les llevábamos vida y colores del mundo de los vivos, pero de un perfume tan etéreo que morían al primer suspiro. Cuando todas esas personas se marcharan del cementerio, otra vez se quedarían los muertos solos, con sus losas de mármol y sus flores muertas y podridas. ¡Qué absurdo!

Mi abuelo no está allí, joder. ¡Qué puta manía de buscar a las personas en los ojos! Quiero ver a alguien que ya no está y corro a buscar su cuerpo, con la imagen de sus arrugas como bandera. Mi abuelo es más que eso. Mi abuelo no era frente, arrugas, pies, ojos… Mi abuelo era una sensación que impregnaba el aire, un trozo de eso tan eterno que llamamos memoria, un olor a tabaco que envolvía su voz.

Ya se van los vivos. Deben ser más de las tres. El cementerio se ha cubierto de olor a primavera con las flores que han dejado. Los muertos desde abajo se ríen, porque no pueden ver las flores; y sin embargo, se empapan de lluvia bajo sus losas mojadas. ¿No os dais cuenta de que los vivos tenemos que aferrarnos a algo, sentir que aún podemos acordarnos de vosotros, hacer algo por vosotros? Poner flores en la piedra. Limpiarla. Rezar. Pisar la arena. ¿Acaso podemos hacer otra cosa?

Yo sí voy a hacer otra cosa. Adiós, abuelo. Digo, adiós, piedra y flores. Me llevo mi ramo de margaritas para protegerme de tanta soledad. ¿Te acuerdas abuelo de este árbol, aquí, cerca de la era? Cuando nos llevabas a jugar, solías sentarte a vigilarnos desde su tronco. Aquí, junto a sus raíces, esparzo las flores, porque es aquí donde yo te recuerdo, donde yo te busco, donde yo te siento. Es aquí donde nunca estarás solo, porque siempre tendrás la brisa y un trozo de alma para sentirla.