Celos y reconciliación.
Ana recorre un lujurioso camino desde un ataque de celos hasta la reconciliación con su esposo.
Celos y reconciliación.
Aproveché de ir al baño mientras Tomás pagaba la cuenta de nuestra cena. El ambiente era cálido y la gente parecía disfrutar de la noche. Una noche mejor que muchas otras. Había salido de casa con el hombre que amaba y hasta el momento sólo había disfrutado. Todo era fantástico. Era una noche de romanticismo y caricias. Habíamos olvidado los problemas y las dudas en nuestra relación. La noche prometía.
Entré al baño de mujeres y me encerré en un cubículo. Me subí el minivestido verde, bajé mi pequeña tanga del mismo color y empecé a orinar. Había bebido bastante vino y una copita de jerez. Mientras la orina liberaba mi vejiga arreglé las medias de liga negras, acomodándolas en mis largas y femeninas piernas. Me sentía cansada luego de un día de trabajo en la oficina, pero necesitaba estar animada. Terminé mis necesidades básicas y luego quedé en silencio, pensativa. No parecía haber nadie en el amplio baño. Quizás había tenido algo de suerte. Fui a la puerta y la cerré con llave, luego de mi cartera saqué un espejo y en él deposité cocaína. Sólo lo hacía porque estaba cansada y necesitaba algo de energía. No soy una adicta , me dije. La necesitaba para continuar la buena noche con mi marido. Por su puesto, Tomás no sabía que consumía cocaína. Era mi pequeño secreto.
Aspiré y la sensación pasó a través de la nariz a la tráquea, desde ahí a mis pulmones y luego a la sangre. Noté el efecto casi de inmediato. Me miré al amplio espejo del baño. Soy hermosa, lo sé. Maquillé mis carnosos labios y repasé mi sencillo maquillaje. Especialmente, alrededor de mis ojos turquesas.
- Soy hermosa –repetí-. Y tienes un marido guapísimo. Hoy será una gran noche.
Acaricié mis grandes senos, acomodándolos en el sujetador y el vestido. Perfecto. Él no podrá decir no esta noche. Tomás no podrá negarse a estas curvas, pensé. Al espejo vi a una mujer alta, segura y sensual. Una mujer que ningún hombre podía resistir.
Salí del baño y caminé hasta nuestra mesa respirando confianza y derrochando sensualidad. Pude notar las miradas de media docena de hombres, especialmente a mis largas piernas o a mi trasero respingón. No me importó, yo era sólo de mi esposo esa noche. Yo le amaba y esperaba tener una gran noche con el hombre que me robaba los pensamientos. Sin embargo, cuando llegué a la mesa Tomás conversaba con dos mujeres. Pero no sólo era que les conversaba, sino que se reía con ellas… en complicidad. Sentí un calor que subió por mi pecho hasta mi rostro. Sentí que todos mis sentidos se nublaban. Me detuve y me tomé segundo. Un frío escalofrío se apoderó de mis músculos y mis sentidos. Mi visión se nubló y de pronto me encontré frente a mi marido.
- ¿Qué es esto? –dije con frialdad.
La voz me sonó más alta de lo que esperaba y mi mirada asesina sorprendió a mi esposo.
- Ana, mi vida –me dijo Tomás-. Recuerdas a Pamela y Lorena. Ellas fueron compañeras de la facultad… en la universidad ¿lo recuerdas?
Claro que recordaba a esas dos zorras que se comían con la vista a Tomás desde la universidad. Lo peor era que todavía lo miraban con ojos de depredadoras. Malditas.
No, no recordaba a tus “amigas” –mentí.
Hola –me dijo una, Lorena al parecer.
Hola –repitió la otra.
Las saludé (si es que se podía llamar saludo a lo que hice), manteniendo siempre una sonrisa forzada. Luego, dejé de prestarle atención y me fui a la barra para pedir una última copa.
- Voy por una copa al bar –les dije y me marché con apenas un gesto indolente como despedida.
Mi esposo pareció incómodo mientras me alejaba. Sin embargo, Tomás continuó cotilleando un poco más con las dos zorras. Yo pedí un whisky y mientras lo bebía tenía tanta rabia con Tomás que empecé a coquetear con el barmar primero y luego con un tipo que se sentó a mi lado. Mi esposo llegó poco después.
¿Qué pasa, Ana? –me dijo-. ¿No entiendo por qué te pones así? Sólo conversábamos.
Esas zorras te comían con los ojos –le dije en un tono acusador-. Y tú no dejaba de lanzarles sonrisitas.
Vamos –trató de convencerme-. Sólo estábamos platicando. No es para hacer un escándalo.
Mi rabia creció más. Bebí de mi copa y lo ignoré largamente mientras me hablaba. No quería escucharlo. Quería que sufriera por la humillación que me había hecho pasar. Vaya que dejarme botada por un par de zorras.
Vamos a casa, Ana –me pidió-. Esta era una buena noche. Estábamos pasando un buen momento.
Ándate tú –le dije-. Yo me iré en taxi un rato más.
Vamos, Ana… Amor… No es necesario ésto –me suplicó-. Vamos a casa y conversemos.
Tomás trató de convencerme largo rato, pero yo no di mi brazo a torcer.
No hagas una escena de celos, por favor –Tomás osó decirme.
¿Celos? –le dije con una frialdad que brotó de la médula de mis huesos.
Amor… -trato arreglar el entredicho.
Vete –le dije con voz fría como el hielo -. Nos vemos en casa un rato más.
Se marchó ante mi insistencia. Yo estaba endemoniadamente enojada y con ganas de matar a mi esposo. Pero sobretodo me sentía llena de rabia y terriblemente sola. Tenía ganas de llorar, pero me aguanté. Me marché al baño y aspiré más cocaína. La necesitaba. Volví a la barra y pedí otro whisky. De inmediato, llegó un tipo de camisa y corbata a mi lado. Se presentó como Pablo. Antropólogo y profesor de una universidad. Tenía el pelo oscuro, la tez blanca y los ojos color miel. Debía rondar los treinta y era atractivo. Conversamos un rato y luego de un evidente coqueteo me ofreció llevarme a casa. Acepté. Era mi forma de castigar a mi esposo por conversar con esas zorras. Yo lo amaba y él tenía el descaro de ponerse a hablar con un par de zorras.
Pablo me condujo afuera con una sonrisa que no podía disimular. Yo le dejé llevarme de la cintura. Caminé junto a él y esperamos un taxi. En ese momento, la razón volvió a mi mente y cuando Pablo me preguntó dónde íbamos le contesté que a casa.
Pero ¿Dónde? –preguntó algo confuso el antropólogo.
Voy a casa –le respondí-. Gracias por llevarme.
¿Podemos tomar una copa en tu casa? –me preguntó Pablo.
No lo sé –le contesté-. Estoy casada y mi esposo me espera en casa.
Él se quedó callado. Quizás algo mosqueado. Pero no se había dado por vencido.
Tienes que ver algo –dijo-. Hay algo especial que una mujer especial como tú debe ver.
¿Qué cosa? –pregunté curiosa.
Es algo especial -aseguró-. Está en mi oficina en la universidad.
¿Y quieres que te acompañe? –pregunté suspicaz.
El sonrió. Por alguna razón desconocida acepté. Marchamos rumbo a la Universidad Católica de Sudamericana. Entramos por una alameda y enfilamos entre edificios y aulas de clases. Bajamos del taxi y caminamos bajo una noche estrellada. La luz era escasa y, salvo algún guardia, los pasillos estaban vacíos. Mis tacos altos resonaban en los recovecos. Con sólo mi minivestido y una chaqueta corta sentí frio. Pablo lo notó y me abrazó. Caminamos los últimos metros como dos enamorados. Llegamos a una puerta que mi acompañante abrió y dio paso a una amplia oficina.
Pablo me hizo sentar en un mullido sillón mientras buscaba algo. Mis piernas enfundadas en las medias de liga quedaron bastante expuestas, pero lejos de cuidar mi apariencia dejé que mi acompañante gozara de la vista. Pablo volvió pronto y estiró la mano. En la palma había una piedra blanca y brillante. Era una cosa hermosa.
¿Qué es? –le pregunte.
Un diamante en bruto –me dijo.
Me lo ofreció y lo tomé en mi mano. Estaba tan embobada con la piedra preciosa que no vi el movimiento de Pablo. Se sentó a mi lado, muy cerca a mi cuerpo, ofreciéndome otras dos piedras.
- Un rubí y una esmeralda en bruto –me dijo.
Yo me quedé con las piedras en mi mano, admirada de la belleza de las pequeñas aquellos lujosos guijarros. Iba a preguntar de donde había obtenido las piedras preciosas cuando sentí una mano sobre mi muslo. Pablo acarició mi muslo sobre las medias negras. Su mano era suave y la caricia produjo un escalofrío en mi espalda.
¿Qué haces? –le pregunté tontamente.
Sólo aprecio tus piernas, algo más preciado y hermoso como esas piedras –me respondió.
Aquella respuesta me gustó y dejé que la mano siguiera ahí. De una pierna pasó a la otra, acariciando desde mi rodilla hasta la mitad de mis muslos. Yo seguí como una tonta con las piedras preciosas en mis manos. No sabía qué hacer. Me sentía culpable por lo que dejaba hacer a aquel desconocido, pero mi cuerpo no me respondía. No sólo eran los agradables escalofríos que producían las caricias de Pablo, sino también empecé a sentir una ligera excitación. Era una sensación, una presión en mi bajo vientre y una pequeña tensión en mis pezones.
Cerré mis ojos de forma involuntaria. Fue sólo un segundo, pero cuando me di cuenta él empezaba a subir por mis piernas, subiendo mi minivestido verde.
Por favor. Para –supliqué en un susurro-. Estoy casada. Amo a mi esposo.
Tranquila, preciosa –su voz también era un susurro-. No pasa nada. Sólo déjate llevar y disfruta.
El subió un poco más mi vestido, dejando a la vista casi la totalidad de mis muslos musculosos, largos y femeninos. También dejaba ver el comienzo de mis medias de liga y un trozo de mis muslos desnudos. Ya casi mostraba mi pequeña tanga de color verde.
- ¡Please! Let me free –le dije estúpidamente en inglés. Realmente estaba confundida.
Quizás era el alcohol, la cocaína o la rabia que sentía aún contra mi esposo. Pero dejé que el subiera un poco más mi vestido. Apareció mi entrepierna cubierta por la verde tela.
- Mira que belleza –dijo Pablo-. Es como una esmeralda perfecta. Una esmeralda que guarda un tesoro aún mayor.
No dije nada. El rozó el tanga y luego volvió a acariciar mis piernas desnudas, en la porción que iba desde la liga hasta mi pequeño calzón.
- Para, por favor –le pedí otra vez.
Pero mi ruego carecía de fuerza. Mi voluntad estaba sometida a aquellas peligrosas caricias que se acercaban cada vez más a mi entrepierna. Cuando empezó a acariciar mi coño (y digo coño porque en ese momento ya no era la vagina de una esposa leal, era un coño medio mojado de una perra en celo) le dejé hacer. La sensación dominó mi cerebro devolviendo impulsos por todas mis partes sensibles. Empecé a jadear, pero también hice un último intento por salir de aquel tortuoso y delicioso sinrazón en que me había metido.
- Te lo pido por favor… aaahhh… -le pedía entre jadeos y con la respiración entrecortada-. Déjame ir… aaaooh… por favor… soy una mujer casada… amo a mi esposo…. Dios… aaaahhh.
Pero la mano invasora seguía ahí, acariciando con mayor descaro. Incluso se atrevió a concentrar sus caricias en mi clítoris. Fue una sensación que me nubló la vista y me quitó el habla por un largo minuto.
- Aaaaaaahhhhh… dios mio.
Escuché mi propia voz y no la reconocí. Me pregunté quién era la otra mujer en la habitación. Mientras trataba de darme cuenta de dónde estaba y qué me pasaba, me di cuenta que tenía el rostro de Pablo frente a mi rostro. Su mano seguía acariciando mi clítoris y lo que hice me pareció lo más natural del mundo. Vi sus ojos observándome y sus labios estaban a sólo centímetros. Entonces, lo besé. No, besarlo era algo tímido comparado con lo que yo hacía. Lo morreé, le entregué mis labios y mis lenguas en un beso lascivo y malicioso. Tenía toda la intención de hacer pagar a mi esposo la humillación que me había hecho pasar, pero también estaba tentada a dejarme disfrutar.
El beso continuó. Pero la caricia de Pablo, que había sido por sobre la tela (ahora mojada) de mi tanga pasó ahora a ser una caricia directa sobre mi coño depilado.
- Estás toda mojada, putita –le escuché decir.
Yo sólo seguí besándolo, entregándole mi lengua. Dejando que sus dedos me penetraran y me arrancaran unos gritos que volví a desconocer en mi.
- Ooooaagggrrr…. Noooooo…. Aaaoooogggg… -había un eco en la habitación.
Hacía mucho que yo había dejado las piedras botadas en alguna parte y el tomó una de mis manos y la llevó a su abultada entrepierna. Era un pene grueso. Esa fue mi primera suposición. Lo acaricié con cuidado primero, tratando de medirlo y compararlo con los penes que me eran conocidos. Primero, con la hermosa verga de mi esposo. Después con las vergas de otros hombres. Aquel, el pene de Pablo, estaba por sobre la media que conocía. Eso me excitó. Empecé a tomar la verga con bravura, al ritmo que marcaba las penetraciones de sus dedos en mi coño.
- Vamos preciosa, chúpamelo –me ordenó.
Así lo hice. Me puse de rodillas frente a su entrepierna. Él se acomodó en el sofá y dejó que yo hiciera todo el trabajo. Le abrí el pantalón y aprecié el bulto en el bóxer blanco que usaba. Me gustó. Quería hacer algo con aquella erección. Primero la acaricié sobre el bóxer, mirando a los ojos a Pablo. El sonrió. Tenía una sonrisa agradable y picarona. Eso me impelió a besarlo larga y lascivamente antes de continuar con el trabajo que me había asignado. Saqué su pene debajo de la ajustada tela blanca. Era un pene grueso, como ya había supuesto, largo, pero no superaba los veinte centímetros. Estaba lejos de ser tan atractivo como el pene de mi esposo, pero si era grande y yo estaba caliente. Lo masturbé lentamente observando cómo era desnudado el glande. Observando las venas y el vello púbico. Admirando lo que muy pronto estaría en mi boca.
Me acerqué lentamente, mis ojos turquesas observando de reojo la mirada de mi nuevo amante. Entonces, pasé la lengua por el glande muy rápidamente. Una y luego otras tres veces. Lamí desde la base hasta la punta y luego de arriba abajo repetidamente. El disfrutaba y cerró los ojos. Yo aproveché para meter la mitad de la verga en mi boca y mantenerla ahí unos treinta segundos. Quería hacerlo sufrir. El tomó mi cabeza y me obligó a empezar la mamada. Yo no me resistí y empecé a subir y bajar en torno a ese grueso pene, metiéndome cada vez más adentro aquella bestia. Era una experta. Yo era una maestra a esa altura. Después de que mi belleza y sensualidad me permitieran gozar de diferentes hombres (y mujeres) en el corto tiempo en que había empezado a ser infiel a mi esposo, sabía muy bien cómo manejar una verga en mi boca.
- ¡Oh dios! Que bien lo haces, putita… así… sigué así –sus palabras fueron mi recompensa.
Seguí mamando aquella nueva verga. Profundizando la mamada hasta meterme gran parte de aquel pene en mi boca. Podía sentirlo muy profundo en mi boca y cerca de mi garganta. Sólo sacaba aquel delicioso pene cuando me faltaba el aire y, mientras boqueaba en busca de llenar mis pulmones del preciado gas, le masturbaba para mantener a Pablo excitado. El aprovechó esto para acariciar mis senos.
- Son grandes y fantásticos –me dijo-. Vamos muéstramelos. Quiero que pongas mi pene entre esas tetazas.
Yo saqué los tirantes hacia a un lado y bajé la parte superior de mi minivestido dejando a la vista un sujetador de copa verde que contenía mis grandes y firmes senos. Mi amante acarició mis senos sobre el sujetado de encaje y me sonrió.
- Vamos, Ana –me dijo con una sonrisa maliciosa-. Sácate eso.
Yo, en mi lujurioso estado, empecé a sacarme lentamente mi sujetador. Lo hice cuidando de tapar mis senos con mis manos y brazos, no quería darle el placer de ver mis senos de inmediato. El no aguantó y me quitó mis brazos de mis senos. Mis pequeños pezones rozados con el pezón mediano apuntando el techo quedaron al descubierto. Eran unos senos grandes y que gustaban a los hombres. Pablo se lanzó a lamerlos y besarlos como un becerro. Era una lástima que no tuviera una gota de leche. Hubiera sido excitante ver la leche manar y correr fuera de su boca, pensé. De todos modos aquellos besos en mis senos me excitaron aún más. Me mordí el carnoso labio y le tomé la verga para meneársela mientras él se divertía con mis tetas.
- Vamos, preciosa –la voz de Pablo era imperativa-. Pon mi verga entre esas fantásticas tetas.
Así lo hice. Me acomodé en su entrepierna y, luego de lamerla y escupir su verga, escupí también entre mis tetas. Aquello era increíble en la mujer elegante y pudorosa que solía ser. Pero desde hacía más de un año que las cosas habían cambiado. Yo ya no era inocente y cuando estaba caliente me asemejaba cada vez más a esas actrices porno que tanto le gustan a los hombres y que la mayoría de las mujeres solemos despreciar. Sin embargo, mi elegancia empezaba a ser abatida por mi propia vulgaridad. Escupí de nuevo entre mis tetas y acomodé la preciada verga de Pablo entre mis dos mamas. Me ayudé con mis manos para mantener capturada aquella bestia en aquel lugar, subiendo y bajando, aprovechando de lamer la punta de su verga o atraparla con mis carnosos labios cuando era posible.
- Dios… eres una belleza… pero pareces una puta de lujo –atestiguó Pablo.
Yo le sonreí y continué haciendo uso de mis mamas para darle placer. El se dejaba hacer, medio ido. Entonces, volví a meter su verga en mi boca, yendo y viniendo. Tragándome su verga hasta la garganta.
- Dios… nooooo –escuché el aviso de Pablo.
El muy imbécil se corrió. Saqué la verga de mi boca, pero ya era muy tarde. El semen en mi garganta me produjo un exceso de tos. Casi quedo sin aliento y por poco vomité todo sobre la alfombra y el sofá. Fue el peor final para una mamada. Aquello me enfureció. Me dio rabia que mi macho no aguantara hasta entregar placer a su hembra. Pero aquella situación enfrió mi calentura. Rápidamente la rabia dio paso a dar cuenta de la situación. Yo, una mujer casada, estaba encerrada en una oficina con un desconocido. Ágilmente, me coloqué mi sostén y subí mi vestido. Me arreglé y tan rápido como pude salí de la oficina. Sentí los gritos de Pablo, pero yo me apresuré a desaparecer. En el camino llamé un taxi y esperé en la entrada de la universidad.
Pablo apareció unos minutos después. Me suplicó que habláramos. Que volviera a su oficina. Pero ya la magia se había esfumado. Yo sólo quería volver a casa con mi esposo. El taxi llegó poco después y yo me subí a él para dejar a Pablo plantado en la entrada de la universidad.
- ¿Dónde vamos, señora Ana? –me dijo el taxista con una sonrisa maliciosa.
El taxista me conocía. Pero me molestó su falta de delicadeza.
- A casa –le respondí.
El taxista mostró algo de decepción en su rostro, pero por suerte calló y manejó con premura hacia mi hogar. Llegamos una media hora después, yo me había quedado media dormida en el taxi y el taxista había aprovechado para tomar nota de mis piernas y mi entrepierna. Lo dejé estar. Le pagué y entré a mi hogar.
Sentado en un sillón estaba mi esposo.
¿Dónde estabas? –me preguntó-. Te he estado esperando como un loco.
Lo siento, caminé por el centro y pasé a la oficina –mentí.
Dios mío, Ana –me dijo Tomás-, te pudo pasar algo. El centro es muy peligroso de noche.
Lo siento –volví a repetir-. Estaba molesta porque estabas con esas dos zorras.
Esas dos zorras no son nada –me aseguró-. Tú eres mi esposa. Te amo.
Vi que decía la verdad y me avergoncé de mis actos de esa noche. Los celos que sentía me volvían loca. Antes, hace poco más de un año, eran sólo rabia, llantos y una pelea ocasional con Tomás. Pero ahora, en la locura producida por la cocaína, el alcohol y mi actual lujuria podía hacer cosas muy tontas y sin sentido, pensé. Debía dejar de hacer eso, me dije.
- Lo siento –volví a decir mientras las lagrimas afloraban de mis ojos-. Lo siento mucho.
Realmente lo sentía. Me había comportado como una puta con otro hombre y sentir el abrazo de mi esposo, perdonándome mi estúpido comportamiento, sólo traía más lagrimas a mis ojos.
- Tranquila, amor –las palabras de Tomás Matías eran tranquilizadoras.
Me tomó en brazos, levantándome cual princesa. Con delicadeza me llevó por los pasillos de nuestro hogar y me depositó en nuestra cama matrimonial. Lo sentía tan cerca y se veía tan guapo como el primer día en que lo vi. Mi cuerpo reaccionó a su atractivo rostro, a sus ojos claros, a su cabello despeinado, a los musculosos pectorales y el abdomen marcado de mi macho. Lo besé como siempre lo quería hacer, de forma cariñosa y hambrienta. Como una loba en presencia de su macho alfa. El respondió mi beso con pasión, acoplándose a mi ritmo y mi deseo. Era increíble como Tomás lograba entrar en mi ritmo, como podía conocer lo que quería. Rápidamente, como si hubiera leído mis pensamientos, bajó a mi entrepierna y me sacó el tanga. Así, desnuda mi pelvis, empezó a lamer mi sexo. A lamer y a soplar mi clítoris, lamiéndolo de una forma exquisita.
- ¡Aaaaahhhh! –lancé un gemido casi explosivo.
Giré el rostro, avergonzada. Porque lo que me daba placer no era solamente esa lengua habilidosa de Tomás, sino el recuerdo de que esa zona había sido lamida hacía una hora atrás por otro hombre. Tomás, desconociendo lo que me pasaba, tomó esto como un aliciente a continuar sin descanso con su trabajo. Se concentró en mi clítoris y soplaba sobre él, volviéndome loca.
- Amor, te amo –le dije-. Penétrame. Hazme tuya.
El no se demoró. Por alguna razón el también quería penetrarme con premura. Nos desnudamos. El tenía un cuerpo tan marcado, con los músculos definidos y sin una gota de grasa. Me sonrió con esa sonrisa de dientes perfectos y blancos. Pero no era sólo la sonrisa lo que hizo latir mi corazón con fuerza. Ahí estaba, ese pene grueso y largo que me trastornaba. Amaba ese pene tanto como a mi esposo. Era largo, debía medir unos veintitrés o veinticinco centímetros, y grueso en la proporción justa. Me mordí el labio del gusto y antes que me penetrara no pude evitar cambiar de posición para lamer y besar aquella belleza.
- Dios, Ana –recitó mi esposo-. Eres una estrella… dios mío… me encantas.
Nada de puta. O la chupas como una perra. Mi esposo era puro amor y delicadeza. Sus palabras eran dulces. Me amaba y no me veía sólo como un objeto. Me sentí la mujer más afortunada del mundo, pero a la vez una parte de mi pensó que no estaría mal que me violentara con sus palabras. Aquello me horrorizó. Yo misma pidiendo ser vejada era algo que pedía ser tratado por un doctor por un psiquiatra, pensé. El dolor de aquel pensamiento debió transmitirse en mi cara.
¿Qué pasa, amor? –me preguntó mi esposo.
Nada… es que odio ser tan celosa –le dije, desviando mis palabras de los verdaderos motivos de mi dolor-. Me pongo como loca.
Amor… yo sólo te amo a ti –me dijo Tomás.
Las palabras fueron seguidas por un silencio que pareció durar mucho.
- Yo igual te amo –contesté finalmente.
Nos besamos con cariño primero, pero la pasión volvió a desbordar nuestros cuerpos. No tarde en besar y lamer la verga de mi esposo. Pero fui breve en mis caricias. Quería que me hiciera el amor y para eso me puse en cuatro, desnuda sobre la cama matrimonial. Luego, vi como tomás se me acercaba, acariciándome primero las caderas y probando mis glúteos.
Tienes un cuerpo que me encanta –confesó Tomás.
Tu igual me encantas, campeón –le contesté, deseosa de sentir su verga en mi coño.
Tomás se acercó y acarició mis labios vaginales con su glande. Hizo danzar su pene desde el clítoris hasta el otro extremo de mi coño. Era una tortura deliciosa. El sabía cómo incitarme y excitarme.
- Fóllame, amor –le pedí-. Métemelo, mi campeón.
El se detuvo en las puertas de mi vagina. Acariciando mi glúteos y mi espalda con sus manos. Acariciando mis senos y mis pezones, jugando con ellos. Su pene, un pene enorme, un pene que yo amaba, empezó a abrirme. Debo decir que he probado una buena cantidad de penes, pero sólo el de mi esposo me roba orgasmos nada más entrar.
- ¡Aaaaaahhhhh! ¡Dios! –grité.
Tomás empezó a penetrarme lentamente, dejando que el interior de mi cérvix se adaptara a su enorme pene. Era estar en el cielo. Aquel momento era igual a morir y despertar en el paraíso. Sentirlo moverse dentro mío era un privilegio. Un privilegio destinado sólo para mi cuerpo. La follada empezó a cobrar mayor rapidez. Las paredes de mi coño se tensaban ante la violencia de aquel pene, contactando cada fibra nerviosa y entregando un placer inigualable.
- Aahhh… más… más fuerte, amor… fóllame, Tomás –le decía-. Quiero que me hagas correrme. Quiero que te corras en mi… hazlo, amor. Dame todo… así.
Tomás empezó a taladrar mi coño. Su pene entraba a una velocidad increíble y luego volvía a salir. Era un maquina, mi dios personal del orgasmo.
- ¡Aaaaoooooohhhh! –exploté en un nuevo orgasmo.
Tomás salió de mi interior, dejándome vacía. Luego, se tiró en la cama.
- Vamos, Ana –me dijo mi excitado esposo-. Ven arriba. Quiero que me folles.
Así lo hice. Me puse sobre su erecto pene y bajé, ayudándome con la mano para guiar aquel hermoso pedazo de carne, en busca de la perfecta penetración. Sentirlo de nuevo me nubló la vista. Empecé a moverme mientras mi esposo acariciaba con una mano mi clítoris y con la otra jugueteaba con mis pezones y mi boca. Era hermoso. Me sentía en la gloria. Me moví, cada vez más rápido hasta que obtuve un tercer orgasmo. Llevábamos unos veinte minutos follando y yo ya llevaba unos tres orgasmos.
Con pesar dejé escapar el pene de mi esposo y me lancé como un cuervo sobre su carne. Me metí el pene en la boca y empecé una mamada de antología. Le masturbaba y le devoraba aquella verga como una salida, como la puta en que me transformaba a veces.
Dios, Ana –me dijo mi esposo, sorprendido-. ¿Qué te pasa?
Nada, amor –lo tranquilicé-. Sólo disfruta.
Continué con la mamada, dejándome llevar por mi lujuria. Quería ver el semen de mi esposo en mi cuerpo y para eso estaba dispuesta a dejar que viera la puta que existía en mi. Lamí sus testículos y me metí su verga hasta donde pude. Era muy largo para hacerlo entrar todo en mi boca. Luego, poseída por la puta que me dominaba a veces, le ofrecí lo que nunca le había ofrecido: mi cola.
- Amor… quiero que me cojas por la cola –le pedí-. Hazlo, por favor… me calienta que lo hagas.
Mi esposo me miró un poco descolocado. Lo habíamos intentado otras veces, pero por mi miedo no había resultado. Lo que no sabía Tomás era que me había graduado en esa asignatura con otros amantes. Ahora, estaba segura que podía soportar la verga de mi esposo en mi culo.
¿Estás segura, Ana mi amor? –me preguntó con los ojos brillantes por el deseo.
Si. Tómame, mi vida –le pedí.
Me puse de nuevo en cuatro, como una perra lista para ser penetrada por un musculoso mastín. Mi esposo se acercó por la espalda y jugó como siempre con mi clítoris mientras con un dedo acariciaba mi ano. Fue muy delicado en su acercamiento, preparándome con saliva y un dedo primero y luego agregando dos y tres dedos. Incluso, se detuvo un momento para buscar vaselina y ayudarse en la penetración. Como verán, a esa hora sólo quería ser follada. Me encantaba el sexo anal, pero no podía salir de la nada diciéndole eso a mi esposo. Sería motivo de sospecha. Así que aguanté su acercamiento cuidadoso. Cuando finalmente puso su pene en la entrada de mi ano, di un salto por la sorpresa.
Tranquila, cariño. Iré con cuidado –me aseguró.
Gracias, mi vida –le agradecí.
El empezó a penetrarme lentamente. La tensión en mi esfínter anal fue máxima. El dolor me nubló la vista. Respiré profundo y resistí las primeras embestidas. Sabía que era la peor parte y que si todo iba bien ahí el dolor pasaría en su mayoría y luego vendría el placer. Tomás masajeaba mi clítoris en tanto, como tratando de compensar el dolor con el placer que me entregaban sus dedos en mi coño. Al final, y casi sin darme cuenta, tenía alojado en mi recto buena parte de la verga de mi esposo. Tomás entonces empezó a moverse con cortesía, continuando con las caricias de sus dedos y animándome a resistir. No sabía que yo ya empezaba a disfrutar de la verga de mi esposo.
- Ay, amor… sigue así… está bien rica tu verga, mi vida… sigue… dale –le decía.
Quería que se animara y mi esposo respondió a mis palabras. Empezó a tomarme cada vez con más ritmo. Entraba y salía con más premura, haciéndome arder mi ano, pero entregándome también placer. Tuve un pequeño orgasmo cuando mi esposo metió dos dedos a mi coño y luego sentí que él estaba listo.
Me voy a correr, Ana –me avisó.
Muy bien, amor… ay… aaaaaahhhh… córrete…. Córrete en mi ano –le pedí.
Tomás apresuró “la marcha” de su follada. Era increíble cómo me taladraba con aquel enorme pene. Yo caía inconsciente en medio del dolor y de un orgasmo increíble. Justo en ese minuto lo sentí correrse en mis vísceras. Fue una corrida larga que llenó mi interior. Tomás salió de mi interior, regalándome los últimos chorros de semen sobre la piel de mis glúteos.
- Oh dios… Ana… eres maravillosa –me dijo mi esposo-. Amo todo de ti. Hasta tus celos.
Yo lo miré, coqueta. Agradecida.
- Y yo amo las reconciliaciones.
Nos besamos otra vez y nos abrazamos para dejar que nuestros cuerpos descansaran un momento. Esa noche no íbamos a dormir. De eso me aseguraría yo. Son las ventajas de las ventajas de ser un matrimonio joven. Son las ventajas de los celos y la reconciliación.