Celia ii
Celia sabe que me encanta mirarla, imaginar qué lleva debajo de los vestidos ligeros con los que combate el calor del verano. Le dibujo unas braguitas blancas escondiendo su conejito,
Celia sabe que me encanta mirarla, imaginar qué lleva debajo de los vestidos ligeros con los que combate el calor del verano. Le dibujo unas braguitas blancas escondiendo su conejito, y le pongo un sostén blando, sin copas para que sus pezones demuestren su presencia cuando mi tía se excite. Estamos sentados a la sombra del toldo verde, en la terraza de la casa de mi abuela. Celia se ha puesto un vestido verde, que se cierra por delante con un montón de botones pequeños. Lleva sueltos los más cercanos a su esbelto cuello, por donde corre, de vez en cuando, una gota de sudor. El pelo castaño, casi rubio, está recogido en una coleta alta, para que no le moleste mientras se recuesta en la tumbona. De cuando en cuando, Celia se abanica, abriendo el escote para aliviar a las chicas del calor de Agosto. Ni qué decir tiene que yo tengo la tienda de campaña montada desde que ocupé la tumbona cercana. Mi abuela dormita cerca, imposibilitando cualquier acercamiento carnal. Cosa que no sé si a Celia excita o molesta.
-Dani-, susurra Celia. Creo que me está mirando, pero no puedo jurarlo porque las gafas de sol velan su verde mirada.
-¿Hmm?-.
-¿Me traes una cervecita? Fría, por favor. He metido unas pocas en el congelador-. Celia se abanica el rostro. No puedo evitar que mis pupilas recorran el vestido verde, ni que se demoren un instante en los bultitos reveladores.
-Voy-, contesto, poniéndome en pie con lentitud. Con este calor no es bueno moverse rápidamente. Al pasar por su lado, Celia estira la mano y me roza el muslo. Sé que es porque está juguetona. Me pongo un poco nervioso, y al mismo tiempo, la vista se me nubla. La abuela está ahí al lado, roncando suavemente, pero la vieja tiene la costumbre de abrir el ojo al menor ruido.
-Gracias-, sonríe Celia. Ahora sí me mira, por encima del borde de las gafas de sol. A mí, y a mi paquete.
Aprovecho el frío del congelador para meter la cabeza y dejar que me enfríe las emociones. Tengo el corazón a mil por hora, porque no veo la hora de que caiga la noche y la hora de irse a la cama. Las promesas de mi tía son muchas, y las tentaciones, aún más. Cojo una lata de cerveza para Celia y una de naranja para mí. Recoloco la polla para que se pueda expandir a gusto y regreso a la terraza. La abuela sigue dormitando.
-Toma, Celia-, digo, entregando la helada lata a mi tía.
-Gracias, Dani-, contesta ella. Antes de abrirla, se la pone en la frente, dejando escapar un suspiro de auténtico placer. Muy parecido a los que suelta cuando me folla. Me pongo frenético. Ella lo sabe, y juega conmigo. Veo, mientras abro mi propia lata, que Celia se suelta un par de botones más. Casi puedo ver el nacimiento de sus pechos, la suave curva inferior y el valle que los separa. Lanzo una rápida mirada a la abuela, y con disimulo, me recoloco la picha. Celia esboza una tenue sonrisa al descubrirme. Y separa un poco las rodillas. Desde mi posición no puedo ver nada, solo imaginar. Y no sé qué es peor: si ver los escondrijos de Celia o hacerme una idea de sus bragas empapadas y de su chochito jugoso. Celia da un trago a la cerveza. Su nuez se mueve arriba y abajo, en el cuello blanco y expuesto. Un par de gotas de sudor corren por él, y me descubro con la boca abierta, extasiado. Celia coloca el bote helado en el cuello expuesto, y sus pezones se erizan al instante. Los noto bajo el vestido verde, y los imagino tal y como los veo por las noches. Delicados y apetitosos.
-Dani, cierra la boca-, me dice Celia, sonriendo a medias. –Que se te van a meter las moscas-.
”¡Clap!” Cando la mandíbula al darme cuenta de que Celia tiene razón. Ojalá no estuviera ahí mi abuela, ojalá fuera de noche. Ojalá me atreviera a acercarme a Celia para cubrirla, montarla como merece: a cuatro patas, con el vestido abierto y mi polla profundamente enterrada en su coño casi rubio. Entonces sí sudaríamos a gusto. Parece que mi tía me lee el pensamiento. Celia sube el orillo del vestido, hasta por encima de la rodilla. Sigue jugando conmigo. Tiene las piernas morenas y fuertes, igual que los muslos. El moreno desparece en sus zonas prohibidas, ya lo sé, y allí su piel es blanca, con un lunar en la cara interna del muslo izquierdo que es como una invitación a penetrar en su templo. El culo también es blanco, pálido y al igual que sus piernas, fuerte. Apenas tiembla cuando me posee, y aunque hay algo de piel de naranja en él, cuando la tengo encima desaparece como por arte de magia.
Le doy un trago a mi lata, sin apartar los ojos de la piel expuesta de Celia. Casi me atraganto. Las burbujas del refresco y las patas de Celia se me cruzan en la garganta.
-¿Te pasa algo, Dani?-, pregunta Celia, dejando su lata en la mesita. Al hacerlo, descubro su pecho, sin duda alguna. Coronado por el endurecido pezón. Por si quedaban dudas, Celia sigue mi mirada hasta su escote, y pérfida, mantiene la posición. Incluso se menea un poco, para que sus melones se balanceen delante de mis pupilas. La oigo sonreír, bajito, para que la vieja no despierte. -¡Uy! Sí, creo que sí te pasa algo-, constata Celia. Vuelve a acostarse, pero esta vez, separa las piernas, una a cada lado de la tumbona. Se ofrece, lasciva como una gata en celo, sabiendo que el gato no puede montarla. Su vestido verde sube por sus muslos hasta casi, casi, mostrar la ropa interior. Trago saliva, preguntándome cuándo tendré valor para hacer lo que me apetece hacer. Celia suelta un botón más, para abanicarse mejor las tetas. Estoy a punto de correrme.
-¿Puedo ayudarte?-, susurra Celia, putísima. Sus labios no sonríen, pero sé que sus pupilas verdes sí lo hacen detrás de los cristales negros. Lleva sus manos al orillo del vestido, dejándolas muertas ahí, torturándome. “¿Subo o bajo?”, sé que me pregunta. Veo que afianza las plantas de los pies contra el suelo, sus manos desaparecen debajo del vestido y rápidamente, sus bragas rojas están deslizándose por sus muslos. Es tan rápido que no veo el plumaje de Celia. La prenda cae en mi regazo. Celia vuelve a estar igual que hace un segundo, con las manos muertas en el orillo del vestido, dispuesta a subirlo o a bajarlo. Pero ahora sí sonríe con labios, boca y dientes. Está disfrutando con el juego.
Sin pensar en lo que hago, mis manos recogen las bragas rojas y me las llevo a la nariz. Veo que Celia compone un gesto de desagrado que inmediatamente se convierte en uno de lujuria. Sus dientes blancos muerden la comisura de sus labios rojos, y tres dedos de su diestra desaparecen bajo el vestido verde. La abuela resopla, cambiando de posición, amenazando con reventar el momento. Escondo las bragas de mi tía detrás de la espalda, y Celia saca la mano rápidamente, cerrando lo que puede las rodillas. Entonces sí veo la raja, brillante, deseable, invitadora.
Celia comienza a jadear un par de segundos después. Yo sigo con el corazón en un puño, latiendo a mil por hora, seguro de que mi abuela nos va a descubrir en este juego poco inocente. Mi mano sigue a mi espalda, empuñando las bragas rojas de Celia. Cuando escucho los gemidos quedos de mi tía, apenas puedo reaccionar. Alucino. Trago saliva. Evito mirar, pero me es imposible. Celia aprieta las rodillas, encerrando entre sus muslos una diestra que se hunde ahí, justo en el lugar donde me gustaría meter la cabeza y la lengua. La boca de Celia se abre mientras sus ojos se cierran. Las gafas de sol reposan en la punta de la nariz, y mi tía se está haciendo un dedo delante de mí, que estoy que reviento de ganas.
-¡Dani!-, musita, acelerando el movimiento de los dedos. No veo la masturbación, sólo el meneo de su mano debajo del vestido. Y sus pezones erizados, y la mano libre que se ocupa de uno de ellos. Paralizado, solo puedo atender a esos detalles que se graban en mi retina, y al temblor de mi verga. Y a la respiración fuerte de mi abuela, que se acompasa con los jadeos de Celia. Se va a despertar en cualquier momento, pienso, acojonado. Y terriblemente cachondo. -¡Dani!-, repite Celia, abriendo los ojos para mirarme, resoplando, machacándose el higo con dedos ágiles, tocándose como solo ella sabe tocarse. Descubro el orgasmo de Celia extasiado, alucinado, acojonado y excitado como lo que soy, un puto adolescente lleno de hormonas. Jadeo al ver los labios mordidos de Celia, y su gesto implorante, mirando al cielo, atravesada por el éxtasis. Intuyo la tortura que sufre su pezón, retorcido y fustigado por los voraces dedos de Celia, y mi mente se nubla, al igual que mi vista. Necesito alivio, necesito expulsar los demonios que Celia acumula en mis cojones. Me toco el nabo por encima del pantalón, olvidando por un instante a mi abuela y a sus ronquidos. Solo tengo ojos para el gozo de Celia y manos para mi placer.
-Dani...-, murmura Celia, soltando el pezón y sacando la mano de entre sus piernas. Sus dedos están brillantes, y su pecho sube y baja como el fuelle de un herrero. Gotas de sudor resbalan por su pecho, y veo el reflejo del sol entre sus tetas.
-Celia...-, jadeo. Tengo la garganta seca y la voz ronca. Celia extiende su mano hacia mí. La abuela ha dejado de existir. Lamo los dedos que Celia me tiende, descubriendo el jugoso sabor y el preciado aroma de su almeja en ellos. Me entretengo hasta que Celia los aparta. Me parece que sigue cachonda. Mi tía es de sangre caliente, y seguramente un dedo no calmará su celo. Sus ojos verdes me prometen una noche inolvidable...