Celebraciones familiares (ll)
El cumpleaños de mi sobrina: Cuando la hija de Maria-Luisa descubrió a su Tita Piedad mamándome la polla, entre las piernas de la joven Carla prendió el inquietante ardor de la sexualidad.
Unos meses antes había tenido lugar la boda del primo Sebastián. A pesar del opíparo banquete, hubo mujeres que se quedaron con hambre.
(Ver Celebraciones Familiares (l): La Boda de Sebastián).
Hagamos un repaso de las personas que, de una forma u otra, intervinieron en aquellos emocionantes días de invierno.
Carla era una chica de dieciséis años responsable y aplicada en los estudios, una joven madura para su edad. No era de extrañar, puesto que su madre la había educado casi como lo hiciera la abuela con ella misma, con severa disciplina.
Corría el mes de noviembre y pronto sería su diecisiete cumpleaños de Carla. A pesar del frío propio de esa época del año, su padre se había empeñado en celebrarlo en el campo.
Aquella casa de labor llevaba siglos en la familia pasando de generación en generación. Antaño, allí se trasladaba toda la familia cada temporada de siembra y cosecha, pero ahora su uso principal era el de hospedería para cazadores los días de montería. Sin embargo, poco a poco la vieja casa iba acumulando desperfectos.
Aunque Alfonso era un ingeniero de esos que nunca había empuñado un destornillador, Maria-Luisa, su esposa, sabía a quién pedir ayuda cuando necesitaba a alguien que hiciera esas pequeñas reparaciones cotidianas.
Como siempre decía mi difunto padre: “En la vida, hay que saber hacer de todo”. Fue él quien se esmeró en enseñarme lo básico para hacer arreglos de electricidad, fontanería, albañilería, etc.
Me llamo Alberto, soy el marido de Teresa y manitas oficial de la familia. Mi mujer es a su vez prima de Alfonso y Piedad.
Teresa ― Alberto
Piedad ― Paco
Sebastián ― Montse
Alfonso – Maria-Luisa y, Carla (hija de ambos)
Teresa, Piedad, Sebastián y Alfonso son primos.
― Buenas tardes, Alfonso. ¿Cómo vas? ―dije al entrar en el salón, donde el primo de mi esposa leía atentamente el periódico.
― Aquí, descansando un poco ―respondió.
A Alfonso le gusta descansar tal y como hacía aquel día, sentado en el sillón frente a la chimenea y lejos de sus cuatro hijos, claro está . Por lo que yo sé esa es su única afición. Por suerte para él, siempre viajan acompañados de “Nani”, una niñera rumana que a veces incluso se queda a dormir en su casa. Espero de corazón que, cuando Alfonso muera, Dios mande su alma al cielo junto con la de todos los niños.
― Perdona, ¿tú sabes dónde tengo que poner el enchufe? ―pregunté con tono resentido.
― ¡Luisa! ―gritó éste sin levantar la mirada del periódico― ¡Mira a ver qué quieres del muchacho!
Su hermosa mujer no tardó en aparecer por la puerta que daba a la terraza, debía estar fuera con los críos. Alfonso y Maria-Luisa tenían cinco hijos, dos de los cuales eran aún muy pequeños. Ella vestía de manera formal de acuerdo a su condición de madre de familia numerosa, no como otras que siguen vistiendo como si aún tuvieran veinte años. Luisa llevaba un jersey recio, falda de algodón oscura y medias de abrigo. La verdad es que en la calle hacía un frío acorde al mes de enero en que estábamos. Menos mal que la abuela instaló la calefacción poco antes de pasar a mejor vida, como ella misma decía.
No, Caridad Castillo, no estaba muerta. Una vez que falleció su esposo y que todas sus hijas e hijos se independizaron, la matriarca de aquella gran familia ingresó voluntariamente en una institución geriátrica vinculada a la Iglesia. Es decir, una asilo de ancianos regentado por monjas. El de San Antonio, para más señas.
La abuela había tenido cuatro hijos: Sebastián, Alfonso, Piedad y Rosario. Ninguno de ellos se opuso a la decisión de su madre de terminar sus días en un asilo, no estaban dispuestos a cuidar de la insufrible mujer por mucha herencia que les fuera a dejar. De hecho, la menor de los hermanosapenas se hablaba con su madre. Rosario, o Charo como todos la llamaban, se había marchado a vivir a la costa, y no se había ido buscando el buen tiempo, sino un lugar donde vivir en paz. Charo era lesbiana, algo del todo incompatible con la doctrina católica que regía la casa de Caridad Castillo.
Aún cuando vivía su esposo, sargento de la Guardia Civil, siempre había sidola madre quién había llevado las riendas de la casa. De tal modo que Caridad decidió que sus hijos acudirían la mismo colegio católico al que había ella misma. Así, con mano dura, Caridad había educado a las Villalaín, siguiendo todos los dogmas de la fe cristiana. Como se suele decir: “A Dios rogando, y con la vara dando”.
― Hola, Alberto. No pensaba que vendrías tan pronto ―me saludó Maria-Luisa con aquella sonrisa a estrenar, pues hacía poco que le habían quitado el aparato corrector de los dientes.
― “Al que madruga, Dios le ayuda” —sonreí— ¡Por fin te han quitado el aparato! ¡Qué bien te han quedado!
― Sí, estoy muy contenta, la verdad ―dijo con gesto sincero— Ya estaba harta de llevarlo, pero al final creo que ha merecido la pena.
― Desde luego que sí, estas guapísima —afirmé delante de su esposo, pero éste no pareció inmutarse.
― Gracias por el piropo. Siempre tan halagador ―puntualizó Luisa, cogiéndome del brazo con mirada pícara.
La acompañé como un perrito mientras me explicaba las tres reparaciones que quería que hiciera. Confieso que hube de esforzarme para escucharla al mismo tiempo que le miraba el culo. Luisa poseía un pandero generoso que, embutido a presión en aquella tosca falda, clamaba a gritos unos buenos azotes.
En total eran tres los arreglos que tendría que realizar aquella mañana. Poner un enchufe en una habitación, colocar burlete en varias ventanas y sustituir la junta de goma del grifo de la cocina para que éste cesara de gotear.
Comencé pues por instalar el enchufe en la habitación de Carla, la hija mayor del matrimonio. La estancia ya contaba con un enchufe donde había conectada una regleta. En ella se amontonaban uno tras otro los enchufes del radiador, el ordenador portátil, el cargador del móvil y la lámpara del escritorio. Aquello era un peligro, dada la antigüedad de la instalación eléctrica de la casa.
Tras revisar las conexiones, decidí que lo mejor sería guiar un cable nuevo desde el registro del pasillo. De modo que le pedí a Luisa la escalera que iba a necesitar. Desde abajo, la esposa de Alfonso me indicó donde podría encontrarla, pero cuando bajé le dije a Luisa que de todos modos tendría que subir a echarme una mano.
―Necesito que me pases las cosas mientras estoy en la escalera.
― ¡Carla, suelta el teléfono y ayúdale a tu tío! ―gritó Luisa desde la cocina— ¡Estoy preparando las lentejas!
Carla apareció con cara de pocos amigos. Probablemente habría tenido que dejar a medio una importante conversación por Whatsapp. Carla era una chica de dieciséis años tan alta ya como su madre. Delgada sin llegar al extremo, la muchacha solía llevar el pelo recogido en una cola de caballo alta como la mayoría de las chicas de su edad. Carla era bastante vergonzosa y callada, una chica formal y estudiosa que a todos recordaba a su Tita Piedad. Además de sacar buenas notas en el instituto, la chica asistía a clases de francés y alemán. No se le conocía novio, aunque era tan reservada que quizá estuviese saliendo con algún chico sin que nadie lo supiera.
Tal y como su madre le había pedido, Carla estuvo dándome las piezas y herramientas que le fui solicitando desde lo alto de la escalera, todo ello evitando mirarme a los ojos. Yo sabía la razón por la que la muchacha se sentía tan incómoda y quise zanjar el tema de una vez por todas
― Oye Carla. ¿Qué pasa? ¿Es qué he hecho algo para que estés mosqueada conmigo? ―pregunté.
― ¿Eh...? Da igual. No importa ―dijo eludiendo la respuesta.
― Okey, me alegro, pero qué es lo que no importa.
Carla pareció barajar sus opciones.
― Pues que te acuestes con Tita. No te hagas el tonto ―dijo reprendiéndome.
Para ella estaba tan claro el delito como mi culpabilidad, y por fin lo había soltado. Yo suponía que debía ser eso, pues Carla había visto a su Tita mamándome la verga aquel verano en la boda de Sebastián y, desde aquel momento, la muchacha se había mostrado distante conmigo. Tita, como todos la llamábamos, no se enteró de nada ya que Carla y la otra muchacha nos observaron en la distante penumbra de la discoteca.
― Carla, eso son cosas de mayores. Te habrán contado mil ideas sobre el amor y el sexo, y pronto tú misma sacarás otras mil. Para mí, el sexo es placer. El amor es otra cosa más profunda y duradera. Yo amo a mi esposa y me encanta estar a su lado. No la abandonaré por nada ni por nadie. Lo que hice con Tita fue sexo, nada más ―aclaré.
― ¡Para ti, no te fastidia! ―replicó Carla enojada ― ¡Eres un cerdo!
No le contesté inmediatamente, quería evitar que los ánimos se caldearan y termináramos teniendo una bronca. Enseguida Carla hizo ademán de irse. Entonces se me ocurrió probar otra estrategia.
― Todavía eres una chiquilla ―comenté sin mirarla, mientras clavaba las grapas que guiaban el cable.
― ¡Y una mierda! ―respondió furiosa desde la puerta.
Desde luego había logrado irritar a la muchacha. Ahora me tocaba avivar su curiosidad.
― Mira Carla, a las mujeres les gusta complacer a los hombres del modo que viste hacer a Tita, y lo mismo nos ocurre a nosotros ―declaré solemnemente― Pronto descubrirás que las cosas entre hombres y mujeres son complicadas.
La muchacha se había quedado en el quicio de la puerta.
― A las mujeres maduras les gusta divertirse con hombres atentos y divertidos con una buena polla ―continué con convicción― Tu tía se siente atraída por mí, y pienso darle todo el placer que me pida. Eso no es malo, siempre y cuando no se confunda qué es amor y qué sexo. Ah, y espero que me guardes el secreto.
Carla se marchó sin decir nada.
Terminé con el enchufe y fui a buscar el burlete, una cinta esponjosa que evita que el frío se cuele por las juntas de las ventanas.
― ¡Luisa! ―grité.
― ¿Sí? ―la oí responder desde la cocina.
― ¿Qué ventanas hay que sellar? ―pregunté alzando la voz.
―Espera, ya voy.
La mujer de Alfonso apareció al instante. Sofocada por el calor de la cocina, se había quitado el jersey. Gracias a Dios y al gasoil, la calefacción había empezado a vencer al helor de aquel caserío.
La verdad es que habría sido mejor que no hubiera subido, ya que al ver como contoneaba el culo empecé a ponerme malo. Maria-luisa llevaba puestos unos zapatos con medio tacón que hacían resonar sus pasos sobre las baldosas. No era una mujer delgada y, al llevar tacón, sus piernas lucían torneadas y su culo tremendo. Afortunadamente, la madre de Carla regresó enseguida al piso de abajo y pude trabajar tranquilo.
Menos mal que había comprado en el bazar chino un montón de burlete. Las ventanas eran viejísimas, en algunos sitios las rendijas eran tan grandes que tuve que poner burlete tanto en la ventana como en el marco para lograr taparlas.
Después de almorzar, vi que mi mujer, Piedad y Maria-Luisa salían a andar por el camino que daba acceso a la casa. No habían salido de paseo, sino a andar a paso ligero. Todas se habían cambiado de ropa y lucían atléticas con mallas y zapatillas. Todos los niños seguían jugando en el patio, vigilados por la niñera que estaba sentada al sol.
Casi sin darme cuenta, me quedé embobado mirando a las señoras alejarse. El trasero de Tita se sacudía a cada paso. Piedad tenía un buen pandero, sí señor. Mi mujer lo tenía más chiquito y firme en comparación, apenas le temblaba al caminar. En cambio, Maria-Luisa poseía unas caderas generosas y un culazo acorde a la cantidad de niños que había parido, no podía ser de otra manera. De las tres, era ella la que tenía el culo mayor, claro que también era la más alta de todas.
― ¡No os peleéis! ―el grito de la niñera me hizo salir de mi embelesamiento.
Algo se estiraba dentro de mi pantalón. Las señoras de la casa me la habían puesto dura, y hay que estar en lo que se está cuando andas subiendo y bajando de una escalera.
El problema de las casas viejas es que por cada cosa que arreglas, descubres que hay otras dos que están mal. Puertas que chirrían o rozan en el suelo, manivelas que se atascan, bombillas fundidas, etc.
Los críos jugaban en el patio, mientras yo iba pasando de una habitación a la de al lado para sellar cada ventana. De pronto me pareció escuchar un rumor extraño atenuado por el griterío de los niños. Me quedé quieto y guardé silencio, tratando de verificar lo que creía haber escuchado. Cuando ya pensaba que mi propia excitación me había jugado una mala pasada…
¡Aaah! —ahí estaba otra vez. Sí, un gemido, un débil gemido de mujer.
Como un perro de presa, rastreé la procedencia de aquel murmullo. Me acerqué caminando de puntillas, sin hacer ni un solo ruido. Lógicamente, sólo podía tratarse de Montse y Sebastián, ya que las demás mujeres habían salido a andar. Seguramente, la pareja intentaba lograr la fecundación antes de que se les pasara el arroz, pues habían tardado demasiado en decidirse a buscarlo. Era mediodía, unas horas un poco raras para el sexo.
Pronto identifiqué la habitación de donde salían los gemidos. Ahora que estaba pegado a la puerta podía diferenciar con más claridad esos murmullos que delataban a una mujer sumida en la excitación, aproximándose al orgasmo.
¡Um! ¡Um! ¡Ummm!
A medida que los sollozos se acentuaban, la excitación crecía dentro de mí. Recordé una experiencia similar que había vivido en una infancia ya lejana. Aquella noche de verano en la que salimos en pandilla a merodear por los caminos de la urbanización. En un apartado rincón descubrimos a una pareja haciendo el amor dentro de su coche con las ventanillas bajadas. A juzgar por cómo se movía el coche y los quejidos de la chica, más que hacer el amor, estaban follando como salvajes.
En efecto, allí faltaba ruido. Ruido de muelles, de choques de un cuerpo contra otro, sollozos y gruñidos. Montse y su esposo eran demasiado silenciosos. Incluso estando junto a la puerta apenas sí se oían los gemidos.
Cuando los sollozos cesaron del todo, hice ademán de regresar a la habitación cuya ventana había dejado a medio reparar. Sin embargo, me apetecía verlos salir de la habitación y burlarme un poco de ellos, de su desenfreno e indiscreción. Así que me puse a revisar el ventanal que había al fondo del pasillo a la espera de que salieran Montse y Sebastián.
Al oír que se abría la puerta, me quedé perplejo…
― Carla, ven un momento.
Al escuchar su nombre, la muchacha se sobresaltó. Había tomado la dirección contraria y no me había visto. Carla se llevó tal susto que tardó unos segundos en reaccionar. Estaba visiblemente sofocada, sus mejillas lucían un intenso tono rosado. La chica se acercó eludiendo mirarme a los ojos, confirmando así lo que yo sabía. Acababa de masturbarse.
― Ayúdame, anda. Ve dándome eso de ahí y así no tengo que estar subiendo y bajando de la escalera.
Debería haber ya unos veinte grados de temperatura en la casa. Carla llevaba puesta la misma falda colegial, las mismas medias de algodón y la misma sudadera azul marino que unas horas antes. No era un trabajo de sudar, pero con el sofoco que llevaba y la calefacción a toda máquina, la muchacha pronto comenzó a sudar y se desprendió de la sudadera. No me extrañó ver su sonrisa al hacerlo, ya que la fina blusa que la chica llevaba debajo dejaba a la vista un formidable escote. No en vano, Carla era digna hija de su madre, ya que la muchacha tenía bastantestetaspara lo delgada que era.
Llevábamos media hora o más colocando burlete, y la muchacha se iba poniendo descarada. Haciéndose la despistada se colocaba justo debajo de mí para enseñarme el escote.
“Condenada cría”, pensé. Yo seguía a lo mío tratando de ignorarla, reclamando lo que me iba haciendo falta: lija, cinta, tijeras, etc. Los rollos de burlete estaban en el suelo y al agacharse Carla no doblaba las rodillas, sino que se reclinaba de forma que se le subiese la falda por detrás. Lo hacía aposta, obscena y juvenil, dándose perfecta cuenta de que me enseñaba sus preciosas braguitas cada vez que se agachaba.
La cosa se estaba poniendo muy fea. Mi polla cobraba vigor a un ritmo vertiginoso y no tardaría en ponerse dura como una estaca. Así que decidí alejar el peligro.
― Gracias, Carla. Ya puedes irte.
― Prefiero quedarme ―respondió con picardía.
― Carla ―la miré ceñudo— No seas mala.
― No soy mala, es que estoy aburrida.
La muchacha, sabiéndose atractiva y poderosa, pretendía pasárselo bien a mi costa.
Sin darme cuenta de lo que hacía, me imaginé a Carla tal y como habría estado sólo unos minutos antes, desnuda sobre la cama con las piernas bien separadas y gimiendo con la boca abierta, frotándose apasionadamente el coñito mientras estrujaba uno de sus pezones, decidida a alcanzar el orgasmo con sus dedos.
Aunque no pude evitar mostrar mi desconcierto por su decisión de quedarse allí, no estaba dispuesto a permitir que una cría se riera de mí. Hasta ahí podíamos llegar. Aunque yo nunca he sido de esos a quienes les gustan las jovencitas, como se suele decir: “A nadie le amarga un dulce”. No obstante, no era justo que fuese sólo ella quien se divirtiera. Por eso reté a la muchacha para saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Carla me estaba mirando complacida e insolente, la verdad es que tenía unas tetas perfectas, como correspondía en una muchacha de su edad.
― ¿Es que tienes calor, Carla?
― Sí, un poco.
― Pues quítate las bragas ―la desafié burlón.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ―se echó a reir.
― Es donde más calor tienes, ¿no? ―inquirí mirándola fijamente a los ojos.
Entonces ocurrió.
Yo no lo esperaba, pero tras mirar de soslayo al final del pasillo, Carla metió las manos bajo su falda y se sacó las bragas.
― Ten, te las regalo ―me dijo sosteniendo sus braguitas delante de mis narices.
Arrebaté rápidamente la pequeña prenda que colgaba de su dedo índice y, tras un intercambio de miradas desafiantes, le entregué un trapo y le ordené que se subiese a la escalera. Aquella niñata se había pasado de la raya.
― Empieza a limpiar los cristales —ordené— Verás que contenta se va a poner tu mamá.
En cuanto Carla estuvo encaramada en el segundo peldaño, comencé a acariciar el interior de sus muslos. No había tiempo que perder, así que en seguida pasé mis dedos por su sexo. Como era de esperar, la muchacha estaba mojada y, gracias a ello, no tuve problema al introducir un dedo en su interior.
― ¡Aaagh! ―sollozó de la impresión.
A pesar de ir a un colegio católico, la hija de Maria-Luisa no debía ser virgen.
El lento mete-saca no tardó en hacer que la chica empezase a jadear como una perrita con las manos apoyadas en la ventana. Visto el entusiasmo con que Carla acogía mi dedo índice dentro de su sexo, decidí añadir también el dedo corazón.
Presa de la agitación, las rodillas de Carla se doblaron y la muchacha hubo de agarrarse repentinamente a la escalera para no caerse.
Vi entonces una gota de líquido transparente deslizarse entre sus muslos. Apenas habían sido necesarios dos minutos para hacer que un súbito orgasmo sacudiera a la muchacha. Tuve que sujetarla en brazos para que no cayera al suelo. No hay nada como la juventud, y Carla debía estar en plena efervescencia juvenil.
― Tranquila… Te sujeto ―le dije mientras dejaba que se fuera escurriendo entre mis brazos hasta posarse de rodillas en el suelo.
Aproveché el aturdimiento de mi sobrina, por así llamarla, para bajarme la cremallera del pantalón y sacar mi erección a través de la abertura.
― Limpias muy bien, muchacha —la felicité— Prueba ahora con esto.
Obviamente me refería a los dieciséis o diecisiete centímetros de polla que ya sobresalían fuera de mi pantalón. No tuve que insistir, Carla me miró intentando recuperar el aliento. Valiente, la muchacha agarró mi verga por la base y pasó su ardiente lengua desde la base a la punta. A continuación se metió en la boca todo mi glande. Carla dio unas cuantas mamadas arriba y abajo mirándome a los ojos de manera lujuriosa y, tras dedicarme una fugaz sonrisa, me lamió los huevos con sumo cuidado.
Nunca me habría imaginado que una jovencita tan aplicada y responsable tuviese tiempo de adquirir ese tipo de habilidades. A sus dieciséis años, mi sobrina era ya una avezada felatriz. Lo peor de todo era que a la muchacha le hiciese tanta gracia mi cara de idiota al verla mamar de aquella forma tan alucinante.
― ¿Dónde has aprendido? —inquirí— ¿Quién…?
― Mi profe ―sonrió.
― ¡Se la chupas a tu profesor!
― Es mi profesor de Alemán. Me da clase en casa todos los martes, a doce euros la hora ―respondió, le costaba aguantarse la risa.
― ¡Qué cabrón! ―exclamé.
La joven tan pronto pasaba su pequeña lengua arriba y abajo por los lados de mi rabo, como absorbía el abultado glande dentro de su boquita y lo chupaba igual que si fuera un gran caramelo. Siempre que se sacaba mi verga de la boca, me la meneaba con una mano y se ponía a chuparme los huevos, primero uno y luego el otro.
Carla me dedicó una nueva sonrisa antes de volver a mamar mi verga. Hacía chocar el glande contra una mejilla que, al combarse, delataba que había algo muy gordo que la empujaba hacia afuera.
La muchacha rio abiertamente antes de morder suavemente mi glande con aquellos dientes perfectamente alineados, y volvió a mamar con ganas al tiempo que me masajeaba los huevos. Carla me regaló todo tipo de lametones y besitos alrededor del amoratado capullo. Quién hubiera sospechado tal destreza de una colegiala tan modosa y educada.
― ¿Te gusta mi polla? ―le pregunté.
Carla me miró y afirmó con la cabeza.
Yo tenía la polla para reventar y, percatándose de ello, la muchacha me pajeó con brío. Sacaba la lengua con la boca abierta como un pajarillo esperando alimento.
―Todavía no, guapa ―le dije— Sigue, que lo haces muy bien.
Al mamar arriba y abajo, a la pobre muchacha se le iban todos los pelos a la cara y, el instinto me pudo. Empuñe su lacia melena y la follé oralmente sin preocuparme siquiera de si ella podía o no respirar. Entonces me incliné, metí la mano bajo su blusa y agarré una de sus tetas.
― Enséñamelas ―dije, en un tono más de orden que de petición.
Mi sobrina no se lo pensó dos veces y, aprovechando que su blusa era de cuello amplio, tiró hacia abajo de su escote. Me mostró unos senos firmes cuyos pezones apuntaban al techo.
Por su manera de menearme la polla, me di cuenta de que Carla comenzaba a impacientarse.
― Tienes sed, ¿eh, chiquilla? —inquirí maliciosamente.
― Sí, quiero toda tu leche.
― Así no se piden las cosas ―protesté― ¡Hazlo con educación!
La hija de Maria-Luisa se quedó un poco pillada.
― Por favor, tío Alberto. Dame tu leche ―suplicó con cara de pedigüena.
― Eso es, la educación ante todo... Por supuesto que te la daré, te la has ganado, chiquilla ―la tranquilicé― Pero deja que te folle otro poco esa boquita.
No tuvo tiempo de replicar. Sujetando su cabeza con una mano y mi miembro con la otra, le ensarté la polla hasta la campanilla.
Aún gocé de su boca durante otro par de minutos. Con delicadeza al principio permitiéndole sorber mi rabo, y con brutalidad al final, ignorando sus quejas, sus arcadas y lágrimas.
Sí, lo confieso. Aunque sé que no es lo correcto, me aproveché de la golfa de mi sobrina. Follé su delicada boquita exactamente igual que hubiera podido hacer con su sexo o con su culito. En ese instante sólo me importaba mi placer. De modo que, al notar que iba a eyacular, saqué mi verga de entre sus labios y, decidido ya a dispararle a bocajarro en toda la cara, apunté.
― ¡¡¡DIOS!!! ―exclamé.
Unos segundos más tarde, Carla sonreía orgullosa de haberme dejado fuera de combate. Mi sobrina succionó mi entumecida verga, resuelta a apurar el mismo líquido que adornaba su pequeña nariz, sus mejillas, su frente, su pelo, en fin, toda su jodida cara.
― ¡Déjalo ya, por Dios! ¡Carla! ―exclamé por aquel insufrible tormento. Me dolía.
Antes de guardarme la polla, recogí con un dedo el chorretón de esperma más espeso que cubría su rostro y se lo di a chupar.
― ¡Ummm! ―murmuró, saboreándolo.
Le di más, todo el que pude recolectar. Después mi sobrina recogió sus braguitas y, guiñándome un ojo, entró, esta vez sí, en su habitación.
A duras penas logré retomar la faena. Por la tarde se celebraría la fiesta de cumpleaños de aquella zorrita, de modo que sólo tenía esa mañana para hacer los arreglos que me había encargado su madre y, si hay algo que no soporto, es decepcionar a una mujer.
CONTINUARÁ. (A partir del 7 de agosto de 2021)
Celebraciones familiares (lll): La fiesta de Maria-Luisa.
Durante una acalorada discusión, alguien le dice a la madre de Carla que es una amargada y que no disfruta de la vida. En ese mismo instante, Maria-Luisa comprende que a sus cuarenta y cinco años no puede seguir perdiendo el tiempo.