Celda de Castigo (IV)
Cuento carcelario. Narrado en primera persona por una prisionera. Cuarta entrega. Estefanía es conducida a la temida celda de castigo. Con la mente muy revuelta duerme un poco y tiene un mal sueño recordando sus experiencias cuando fue arrestada y juzgada.
Celda de Castigo (IV)
Ehhh… ¿Qué pasa?
Abro los ojos, me duele un poco el cuello y la espalda, intento estirar… ¡¡¡Ayyy!!! Las esposas. Me hago cargo, sigo esperando en el banco, iba a declarar sobre la “ducha” a la mierdosa de Marga. Me quedé dormida… Acabo de revivir la detención en el aeropuerto, vaya recuerdo feliz.
El oficial me acaba de despertar. Lo debe haber hecho con una mínima suavidad, pero yo no he despertado muy bien. Tengo la cara y el cuello de la camiseta empapados, he debido llorar dormida. El hombre me da un pañuelo, me limpio un poco. Él me mira y me dice…
- Me he retrasado un poco. Ahora estoy listo. Voy a dejar la puerta abierta y puedes entrar cuando te sientas capaz. ¿Vale, Estefanía?
No lo puedo creer. Me ha mirado a los ojos y me ha llamado por mi nombre. Normalmente miran hacia otro lado y gritan 265. ¿Ha mirado el expediente? Seguro que sí… Me recompongo un poco y me levanto. Levantarse esposada no es tan fácil como parece. No puedes apoyar las manos a los lados, al menos no una a cada lado. Si tus manos están en la espalda se complica más. Cuando las guardias quieren parar una pelea usan las porras al grito de “al suelo”, si una presa se tira al suelo no le pegan más pero la engrilletan con las manos a la espalda. Después las van levantando una a una para llevarlas a aislamiento, tumbada boca abajo y esposada a la espalda es muy difícil levantarse. Yo nunca me peleé… desde el arresto he sido sumisa.
El tipo me sienta delante de su mesa y él se pone frente a la máquina de escribir. Me pide que cuente lo que pasó. Lo hago… insisto en que fue sin querer, que cuando me dí cuenta ya había expulsado el agua, tal vez culpa mía por beber con mucha ansiedad pero sin intención.
Cuando hube acabado, él lee la declaración entera. Me la pone delante y posa un bolígrafo encima.
- Léela y si estás de acuerdo firma… Y si no dime qué hay que cambiar -dijo.
La leo despacio, por una vez no me meten prisa. Firmo, esposada, con dificultad pero ya tengo algo de experiencia. Él recoge la hoja y la guarda.
- Supongo que hoy por la tarde recibiré la declaración de la otra parte. Las dos pasarán al juez y decidirá. Unos días en la celda de castigo van a ser inevitables -dijo.
- ¿Y no cuentan para la condena? -pregunté yo.
- No, pero aún te queda mucho -dijo.
Bajo la mirada porque sé que era cierto. Vaya, ahí fue un poco cruel el oficial.
- Perdón -dijo muy bajito.
- Te tengo que llevar a una celda de castigo -dijo levantándose.
Yo me levanto y camino lentamente hacia la puerta del despacho. Desearía alargarlo, no quiero quedarme sola en un calabozo inmundo. No me importaría quedarme todo el día con este hombre.
Al salir del despacho, él me señala la puerta enrejada. Voy hacia ella. La Nazi o Amarga me llevarían tirando de las esposas, no voy a dar motivos porque si no él también lo hará. Abre la verja y entramos en un pasillo sucio. Me recuerda enormemente a los calabozos del aeropuerto… tengo el recuerdo fresco. Me lleva hasta el último. No veo candados en ninguno. ¿Están todos vacíos?
- Vienes un día de poca ocupación -dice mientras abre la puerta.
- Los últimos están menos usados y, por tanto, en mejor estado -añade.
- ¿Cuántos días me caerán?, ¿Qué es lo peor que podría pasar? -pregunto, no sé si realmente lo que quiero es alargar este momento.
Piensa un momento y dice:
- Faltar al respeto a un guardia está muy castigado. Aunque fuera sin querer puedes estar aquí un mes. Lo peor sería que Marga te denuncie por agresión y se considere delito, entonces serías llevada a juicio… Eso no creo que pase porque ella no tiene heridas.
Para qué habré preguntado… Entro lentamente, con el corazón latiendo a mil. Oigo “cierro” y oigo la puerta cerrándose. Oigo el click del candado. Él abre la ventana y me dice que ya me trae las cosas. Se va dejando la ventana abierta.
¡¡¡Sigo esposada!!! ¿Se ha olvidado? Examino el calabozo, es idéntico al de aeropuerto: cama estrecha de hierro, banqueta de madera cutre, mesa plegable y cortina al fondo. Descorro la cortina y veo pileta y retrete. También hay un ventanuco. Cojo el taburete para abrirlo. Casi me caigo al subir esposada. Cuando logro abrir miro por la ventana, sólo se ve un patio vacío y una valla al fondo.
En ese momento me llaman, me pasa lo de siempre: sábanas, papel higiénico, vaso. En ese momento protesto:
- Perdón… tengo que seguir con las esposas.
- No, de momento, no.
Saco las manos y me libera. No puedo evitar preguntar:
- “De momento”?
- La “condena” en la celda de castigo puede ser: sin grilletes, con grilletes de tobillo o “de pies y manos”. No eres peligrosa, no creo que obliguen a esposarte todo el día -responde él.
- ¿Te traigo algo de comer? -pregunta.
- Sí… -contesto con poco ánimo.
Me siento sobre la cama… el corazón quiere salir de mi pecho. Un mes encadenada de pies y manos sería horrible. El oficial es optimista pero no sé si quiere tranquilizarme. Intentando olvidar, hago la cama. Me trae una especie de sandwich no tan asqueroso como de costumbre. No tengo hambre pero empiezo a comer. Como no sabe mal, voy comiendo más hasta que lo termino.
Me siento en la cama… poco a poco me voy tumbando. Intento dormir, intento no pensar….
De repente, volví a la furgoneta de traslados. ¿Estoy durmiendo?, ¿Recordando?
La furgoneta conducía brusco muy brusco. Allí íbamos tres infelices amarradas con cinturones y encadenadas. El cinturón sólo lo cerraba su hebilla. Podríamos soltarlo pero mejor no hacerlo porque en cada curva sentíamos la inercia intentando echarnos del banco.
Continuamente nos mirábamos a la cara… En penumbra pero nos mirábamos y ninguna se atrevía a decir nada. Tras unos minutos decidí hablar.
- Soy Estefanía. Soy de aquí mismo aunque viví tres años en Colombia. Mi novio me pidió que le trajera un paquete. No me dijo lo que era y no lo pregunté. Lo suponía pero no quería creer… El spray anti-olor no funcionó. Os podéis imaginar el resto...
Ante el arranque de sinceridad, ellas también se sinceraron, o algo así.
- Lydia, soy Lydia. Estaba en el bar del aeropuerto. Hablaba con un tipo trajeado que me tiraba los tejos sin parar. Lo acabé mandando a paseo y di media vuelta, al segundo empezó a gritar que no tenía su cartera señalándome. Un policía novato me paró, me obligó a vaciar la mochila y apareció la cartera del tío con su documentación y otras dos más. El novato me esposó y me arrastró a la comisaría del aeropuerto.
Un poco sarcástico pero nos hicimos una idea. Luego supimos que llevaba tiempo haciéndolo en cafeterías concurridas, hoteles, estaciones, aeropuerto… Se creía tan buena que guardaba las carteras para revenderlas y la documentación para vendérsela a estafadores y falsificadores.
Liliana fue más sincera.
- Soy dominicana. Intentaba entrar en el país. Compré un pasaporte falso con el nombre de una señora fallecida. Hice escala en bogotá sin problemas. Aquí el aduanero dudó, cuando me registraron el bolso y encontraron un carnet de conducir con mi verdadero nombre, comprendí que la había cagado bien.
Todas la habíamos cagado bien… Yo la que más. Abierta la veda dijeron los rangos de pena que podrían sufrir. Lydia de cinco a 10 años, Liliana de uno a cinco. Yo sumaba entre veintiuno e infinito.
Después de casi una hora, el vehículo paró por unos quince minutos. No parecía una parada de tráfico. Las puertas se abrieron y allí estaban la “hiena” y su compañero. Abrieron la reja y, una a una, la “hiena” soltó nuestros cinturones y nos ordenó bajar. Su compañero nos condujo a la puerta de un edificio donde entregó un papel a un guardia. Miré como pude alrededor… estábamos en una especie de patio, formado por un edificio en forma de C y una valla alta que cerraba el cuarto lado.
Mientras examinaban los papeles, ví a dos hombres con una escalerilla. Entonces me fijé que a la furgoneta le habían adosado una especie de cajón trapezoidal sobre el techo, como una baca pero soldado. Acababa, por detrás, encima de la puerta y, por delante, al llegar al techo de la cabina, justo antes de la sirena. Los hombres lo abrieron por detrás y sacaron ¡¡¡Mi maleta!!! Ví como la metían en una enorme caja de cartón y escribían mi número en letras grandes sobre ella. También sacaron una mochila pequeña (tal vez de Lydia) y otra maleta (seguro que de Liliana).
Fue entonces cuando nos gritaron que entráramos… Fuimos lentamente porque era la única manera. Nos llevaron a una “sala de ingresos”. Allí, formalmente, la custodia pasaba de “traslados” al personal de la cárcel. La “hiena” nos quitó los grilletes y se fue. Para mi sorpresa, las guardias de la cárcel no nos esposaron, al menos de momento. Nos llevaron a una sala de duchas, como el vestuario de un gimnasio barato.
- Ropa fuera, tiradla en esa cesta y a ducharse. Tenéis tres minutos de agua caliente -gritó una guardia.
No me hacía gracia desnudarme delante de dos guardias, aunque fueran mujeres, pero obedecí. Todas obedecimos. La ropa apestaba y la palabra ducha era como una promesa celestial. El agua era más bien tibia… pero no importaba. Me enjaboné bien y me quedé debajo del chorro, al minuto y medio estaba aclarada pero esperé… dijeron tres minutos… Al poco tiempo el chorro se cortó sin más. Salí y me señalaron un toallero. Una de las guardias controlaba los tiempos con un reloj y varios grifos en la pared… rudimentario, pero funcional.
Me quedé allí ya seca, envuelta en la toalla. Una guardia señaló a un banco donde había ropa. “El tuyo a la derecha, talla grande”, gritó.
Me vestí… braga blanca, camiseta, pantalón y chanclas, esta vez “azules”. Una de las guardias nos informó:
- Arrestados en comisaría, color gris. En la cárcel del distrito es azul. Devolveremos la mierda que habéis traído para que la laven ellos.
El último comentario tal vez sobraba… Nos indicaron por donde debíamos salir. Uff… Ya ví que una guardia nos espera con un manojo de esposas. Efectivamente, manos al frente, cadena de dos eslabones, podría ser peor. Nos llevan a una especie de sala de espera y nos sientan en un banco. Llaman a Lydia, entra por una puerta. En media hora llaman a Liliana. Siempre esperando y yo siempre de última. ¿Qué pasará ahí dentro?
Me llaman. Me vuelven a informar de mis derechos. Me piden los datos de un familiar para informar, preferiblemente residente en el país… Mi padre murió, mi madre no me habla desde que conocí a Jorge. Doy los datos de mi madre. Me explican que la informarán. Que, si ella quiere, podrá llamarme en el horario establecido. Yo no puedo llamar. Sólo me avisan si llama ella. Pueden ponerse otras personas pero ella tiene que iniciar todas las llamadas.
Me preguntan si necesitaré abogado gratuito. En Colombia no nos queda dinero, mi madre no creo que llame ni que quiera ayudarme. Respondo:
- Sí, por favor.
Me explican que en el juicio es mejor no utilizar ropa de la prisión. Tengo derecho a elegir ropa de entre los efectos personales incautados o un familiar podría traerme. Les digo que la elegiré de la maleta que tienen ellos. El oficial al mando (esta vez un hombre) pide que la traigan. No tardan mucho, debía de estar allí al lado.
Al abrir la maleta veo mi mochila ocupando lo que fue el rincón del paquete maldito. Mi vestido vaquero, mis medias, mis zuecos, está todo arriba. Tengo la tentación de elegir ese vestido, me sienta bien, pero no. Voy a hurgar en la maleta y una guardia me para.
- Ahora no puedes tocar. Dinos qué quieres -dice el jefe.
Otro guardia va cogiendo las prendas y colocándolas sobre una mesa. Lo hace con cierto cuidado. Elijo el traje sastre que traía para mi entrevista de trabajo. Me dicen que puedo llevar las bragas blancas de la cárcel… De eso nada, seguimos hasta encontrar braga y sujetador negros de encaje. También hay zapatos negros de tacón. Con ellos, rozo el metro sesenta y cinco… Sí, los quiero.
Apartan todo lo elegido en otra caja y se llevan todo. El oficial informa:
- Después del juicio esa ropa volverá a la caja grande. Sea cuando sea te la devolveremos intacta.
- ¿Sea cuando sea? -no pude evitar preguntar.
- Podría ser ahora, si eres absuelta, pero podría ser dentro de treinta años -respondió.
Para qué pregunto. Tras la entrevista de bienvenida me llevaron a un módulo. Un módulo es una especie de salón rectangular rodeado de celdas de seis metros cuadrados. Las celdas son del mismo diseño que la del aeropuerto pero con dos literas de hierro. En el salón hay sillas, mesas… Naipes para jugar, ajedrez y damas para lo mismo. Libros…
En un par de días nos hacemos a la rutina de la cárcel. Por la noche cierran las celdas y dormimos encerradas. Por la mañana, abren las celdas, debes levantarte y hacer la cama o te pueden castigar.
Después debemos cambiarnos, pasar por una especie de vestidor donde tiras la ropa usada y una guardia te da otra igual pero pasada por la lavandería. Pasas todo el día en el salón central, allí comemos, hablamos, discutimos… Al ser preventivas no hacemos ningún trabajo. Hay módulos de condenados a penas menores y pueden trabajar en lavandería o cocina. Puedes ducharte una vez cada dos días… siempre por la noche, no sé por qué pero es así como lo hacen. Hay que hacer cola pero merece la pena. Si dan las nueve, ya no puedes… hay que ir a la celda a que te encierren. A las diez se apaga la luz, sí o sí.
En resumen… en un módulo estamos veinte mujeres enterradas en vida, comiendo mierda e intentando pasar el tiempo sin matarnos entre nosotras.
No ví a Lydia ni a Liliana en este módulo. Otras presas me dijeron que solían ponernos por la gravedad de los delitos y, sí, este módulo es de delitos graves. Mi compañera de litera es una robusta mujer pelirroja que, según dice, un día se enfadó mucho y acuchilló a su novio.
Pasé allí cerca de dos meses, realmente fue muy aburrido. Aunque pasaron algunas cosas.
El segundo día a media mañana una guardiana se dirige a mí.
- 265, tienes que venir conmigo.
Al tiempo que hablaba sacó las esposas del cinturón y espetó “manitas hacia mí, muñecas juntas”. Me engrilletó bien apretado con esposas de bisagra. Delante es casi tan incómodo como detrás. Las manos no se pueden separar ni juntar. Si las aprietan no se pueden girar las muñecas.
Esposas de bisagra colocadas delante.
Me llevó fuera del módulo… Al menos no tiró de las esposas. Se me ocurrió preguntar muy bajito:
- ¿A dónde me llevas?
- Reconocimiento médico obligatorio -respondió.
- Estas esposas son más incómodas que las otras -me atreví a decir.
- No has venido aquí a estar cómoda -respondió enfadada.
Mas calmada me explicó por el camino que en el cinturón siempre llevan las de bisagra (las esposas de “arresto”), porque son fáciles de plegar y llevar en cartuchera y porque restringen mucho a una persona recién arrestada. A las otras (las de cadena), les llaman “grilletes de prisión” y sólo se usan en cárceles y traslados. Como la avisaron con poco tiempo, no fue a buscar las de cadena.
Llegamos al servicio médico y, cómo no, tuve que esperar sentada en un banco. La guardiana se quedó allí de pie a mi lado moviéndose continuamente. Quería acabar cuando antes, realmente yo también. Cuando aprendí alguna cosa más sobre los guardias, supe que si esposan a un prisionero con los grilletes de su equipo individual es su responsabilidad hasta que se transfiere a otro guardia y hay cambio de esposas.
Una médico con bata empezó a examinarme. Me preguntó por operaciones, enfermedades, medicación… Me midió y me pesó, yo seguía esposada, intentando girar las muñecas para aliviarme un poco. Miró el fondo de ojo, la boca, los oídos. Al final de esa parte pidió que me soltaran las muñecas. La guardiana puso cara de fastidio pero obedeció.
Una enfermera me sacó sangre…
- No podías hacer eso con los grilletes puestos -preguntó la oficial.
- Con los de la cadenita sí, con estos no -respondió ella.
La médico me mandó tocar el suelo con las manos y otras pruebas de elasticidad y reflejos. Después me pidió que me quitara la camiseta, me dio reparo porque no llevaba sujetador pero lo hice. Me palpó la barriga y las tetas. Ante todas las pruebas apuntaba pero no decía nada.
La enfermera sacó un frasco diciendo:
- Muestra de orina y habremos terminado.
Eso es cosa mía, dijo la guardiana, cogió el frasco con la mano izquierda y mi brazo con la derecha. Me llevó detrás de una cortina… era un metro cuadrado separado del resto de la sala. Allí sólo había una banqueta en el rincón.
- Desnúdate del todo -dijo.
Ante mi cara de estupor hizo ademán de coger la porra… Yo me quité lentamente el pantalón. Se lo dí y ella lo tiró al suelo.
- Vamos más rápido -siguió.
La enfermera le pasó la camiseta por el borde de la cortina. La tiró al suelo encima del pantalón. Con el pie colocó ambas prendas lejos del taburete, en otra esquina del “reservado”.
Con una mezcla de miedo, vergüenza, humillación y no se qué más me quité la braga. Ella con cara de impaciencia me la quitó y me dio el frasco abierto. Dejó caer la braga sobre el resto de la ropa.
- Tienes que mear en el frasco, y lo tienes que hacer en mi presencia -dijo.
- La orina se usa para la prueba de droga y ya ha habido casos de “cambiazo”.
Aquello ya era demasiado… acerqué el frasco cerré los ojos y lo intenté, ni gota. Volví a intentarlo, esperé un poco, nada…
- Yo quiero acabar y tú también. Un culín llega -dijo la guardiana.
En ese momento me veo en una cama estrecha, me levanto de golpe para escapar, hay una puerta metálica, intento abrir, cerrada. Golpeo la puerta, grito: socorro, abrid, sacadme de aquí…
Sigo golpeando la puerta, me duelen las manos… Se abre una ventana.
- ¿Qué pasa? -dice un hombre intentando aparentar calma.
- Sácame de aquí… tengo que escapar -respondo.
- Abro la puerta si te tranquilizas, respira profundo y muy despacio -responde él.
Intento obedecer… ¿Obedecer? A la tercera o cuarta inspiración empiezo a situarme. Estoy en la celda de castigo, visto el uniforme amarillo del penal, me agobiaba el posible castigo. El sueño me llevó de nuevo a aquel momento horrible. Acabé orinando (una micción minúscula) después de cuarenta minutos y cinco vasos de agua. En el camino de vuelta empecé a notar una enorme presión en la vejiga y la muy cabrona se inventó no sé qué excusa para dejarme una hora a la puerta del módulo, me esposó a las rejas de la puerta por el lado de fuera, apretó los grilletes como nunca.
Al verme más calmada, el oficial me hace varias preguntas típicas en caso de crisis nerviosa: ¿Cómo me llamo?, ¿Mi edad?, ¿Dónde estoy?, ¿Por qué? Respondo todo bien. Él dice:
- Mucho mejor, pero te voy a hacer caso, vas a salir de la celda.
Abrió la portezuela inferior. Yo lo entiendo y con miedo saco las manos. Él me pone los grilletes, los saca de su funda (sí, de bisagra) y esta vez los aprieta más. No puedo girar las manos.
Me lleva al despacho donde estuvimos antes. Me ordena ponerme mirando a una pared, obedezco. Veo de reojo que va hacia unos cajones.
- Mira a la pared -grita.
Obedezco. Oigo abrir el cajón y luego cerrarlo. Viene hacia mí con un tintineo metálico. Me pone una mano firmemente en el omóplato izquierdo, pegándome a la pared.
- Levanta el pie derecho -dice.
Obedezco, la presión de su brazo izquierdo contra la pared evita que me caiga, el tintineo aumenta y noto algo en el tobillo. Oigo click.
- ¿Puedo bajar el pie? -pregunto.
- Sí, y sube el izquierdo -contesta.
Obedezco, al bajar el pie ya noto el grillete en el tobillo. Se repite lo mismo para el pie izquierdo: tintineo y click.
- Baja el pie y date la vuelta -me dice, al tiempo que relaja la presión en mi espalda.
Me doy la vuelta, miro mis pies. Grilletes de tobillo, iguales a los de traslados pero sin la cadena de conexión. Me dice que me puedo sentar en un sofá que hay a la entrada, junto a la puerta. Obedezco pero pregunto:
- ¿Te he asustado?
- Sí, y por eso vamos a pedir un examen psiquiátrico -contesta.
Nooo… Nooo… El módulo psiquiátrico debe estar aquí al lado, en la zona común. Se dice que es como las cárceles de distrito pero que tienen costumbre de encadenar a los presos y presas. Los psiquiatras te hacen pruebas y te medican como les da la gana.
- No, por favor, fue un mal sueño, no volverá a pasar -suplico.
- Llévame encadenada a la celda pero el pabellón psiquiátrico no -continúo.
CONTINUARÁ