Celda de Castigo (III)

Cuento carcelario. Narrado en primera persona por una prisionera. Tercera entrega.

Celda de Castigo (III)

Sigo esperando sentada y mirando mis manos veinte minutos después. No puedo parar de agobiarme con preguntas, ¿Cuál será el castigo?, ¿Al volver seré el “punching bag” de todas las guardias, me castigarán a la mínima? Sin llegar a traer a las chicas aquí, a veces nos privaban del patio, a alguna la dejaron toda la tarde y toda la noche esposada a su cama. A ella misma la hicieron trabajar toda una tarde, limpiando los baños. Algunas chicas trabajan limpiando, otras en cocina pero cuando quieren poner un castigo, siempre hay algún trabajo asqueroso que hacer.

Tengo que pensar en otra cosa… Llevo mi mente al pasado… Muy al pasado. Nací hace 27 años aquí… en la isla y república de Norlandia, entre madeira y la Gran Bretaña. Frío y lluvia en invierno, calor en verano… Sin embargo es un país próspero, la Suiza del Atlántico.

Ufff… el año que nací empezó la peor guerra de la historia humana. La tercera guerra mundial. Mi país intentó mantenerse neutral sin éxito. Población diezmada, un retroceso tecnológico de casi cincuenta años. Una consecuencia fue la vuelta, en todo el mundo a sistemas judiciales y penales mucho más duros. Recuerdo que en mi primera votación, estrenando mayoría de edad, apoyé a un candidato que prometía exactamente eso y ganó.

¿No iban a ser recuerdos positivos? Sí, los hay… Mientras todo se reconstruía fui una adolescente feliz. No tuvimos comodidades de antes pero tuve buenos amigos y buenos padres. Estudié… después de juergas universitarias y también de exámenes, obtuve un título universitario.

Y justo en ese momento: 22 años cumplidos tuve la oportunidad de mi vida… ir a trabajar a América Latina. El futuro del mundo. La región con mejor crecimiento y recuperación tras el desastre. Allí me fui, ejecutiva en un banco, aquello sí fue positivo.

Entonces apareció Jorge. Perfecto… alto, guapo, de una gran familia local, empresario de éxito. Siempre me pregunté cómo me pudo hacer caso a mí, a una chica normal, poco agraciada, bajita, con eternos problemas de peso.

Nunca había tenido problemas para ligar, la simpatía hace mucho. Conocía el sexo y el cariño, pero nunca había tenido una relación seria. Uff… ahora no me vendría mal un poco de cariño y/o de sexo.

Los dos primeros años fueron insuperables. La relación fue a más. Sus negocios tenían éxito. Me convenció para dejar el banco y trabajar con él. Por supuesto, qué podría salir mal.

Todo fue mal… Los negocios empezaron a ir mal. Demasiados riesgos asumidos, demasiada confianza en facturaciones que nunca llegaron. Ante la situación Jorge empezó a comportarse de manera extraña, a llegar tarde, a verse con gente nueva de aspecto estrafalario, a mentirme… No sabía cómo empezó a traer dinero a casa, dinero en efectivo. Bueno, yo sí sabía cómo pero no quería creerlo…

Fue entonces cuando me ofrecieron trabajo en mi país. Jorge me animó a ello, puede que creyera que iba a estar mejor alejada de él. Un día antes de viajar a una entrevista (que esperaba que continuara con un contrato) me pidió que trajera un paquete en la maleta.

Yo no sabía que llevaba allí… Miento, sí que lo sabía. No lo abrí, no quise creer la evidencia o quise hacerle un último favor. Oí varias conversaciones telefónicas cuando él me creía dormida. Si ese paquete no llegaba a destino, tendría problemas. Tenía que llamar en el aeropuerto y se presentaría alguien a buscarlo.

Antes de meterlo en la maleta, Jorge roció el paquete con un spray. Dijo que era para conservarlo, pero yo sabía que era para engañar a los perros. En los aeropuertos despegaban  y aterrizaban aviones de hélice y turbo-hélice, los rayos-X y arcos detectores eran muy precarios, pero seguía habiendo perros entrenados.

Pasé los controles en Bogotá y no detectaron nada. Hasta que el avión despegó, tenía un horrible nudo en la garganta… Cuando estuvimos volando me tranquilicé y pedí un Gin-Tonic. El spray iba bien… qué podía salir mal.

Salió mal… una tormenta obligó al avión a parar en Tenerife. Nos dieron de comer y nos metieron a todos en un hotel sin siquiera bajar las maletas de la bodega. Yo no sospechaba ningún problema. Continuamos viaje al día siguiente. A las ocho de la tarde aterrizamos en mi país… en el aeropuerto “Conde Ademar” de Ciudad Océana.

Enseñé el pasaporte con cara de despreocupada, volvía a casa. En aduanas la cosa se complicó.

  • Algo que declarar -preguntó una agente con cara inexpresiva.
  • No -respondí.

En ese momento, creo que había olvidado el maldito paquete. La agente se paró un momento y leyó el código de la maleta. Levantó la mano y aparecieron dos agentes a mi espalda. Eran dos hombres jóvenes y fuertes. La chica dijo que debía acompañarlos para un registro aleatorio.

Desde ese momento supe que la había liado y mucho… La escala debió provocar que el spray dejara de ser efectivo. De registro “aleatorio” nada, aquellos dos armarios estaban allí esperando. El perro marcó la maleta y no me esperaba nada bueno.

Me llevaron a una sala contigua a la aduana. En la puerta ponía simplemente “Policía”. Al entrar vi a una joven latina (dominicana, colombiana, no sé…), pequeña pero hermosa, piel de chocolate, pelo largo azabache y ojos de fuego. El oficial delante de ella, con un librito en la mano dijo secamente.

  • Señorita, no hay duda, el pasaporte es falso, manos en la nuca.

Ella obedeció y una agente femenina la esposó con manos a la espalda y la cacheó metiéndole mano sin ningún pudor. Mientras me invitaban a caminar con mi maleta, oí como rompía a llorar mientras mascullaba palabras ininteligibles.

Me llevaron ante otro oficial más mayor, que parecía iba a dirigir aquello. Le acompañaba una agente pelirroja, alta, de piel muy blanca y llena de pecas. A una señal suya, los dos hercúleos agentes nos abandonaron. Él señaló una alargada mesa baja que había frente a él.

  • Ponga ahí la maleta en el lado izquierdo, ábrala y vaya colocando todo en el lado derecho.

No me quedaba más remedio que obedecer. Fui lentamente sacando ropa, dejándola doblada sobre la mesa. Dentro de mí, tenía ilusiones imposibles, el paquete desaparecía o al abrirlo se trataba de algo legal.

Por supuesto que nada de eso pasó, llegué al paquete, lo puse sobre la mesa, intenté seguir sacando cosas.

  • Abra ese paquete -gritó el hombre.

Lo abrí… realmente no lo había visto. Sabía lo que era pero miré para otro lado. De hecho, lo abrí mirando para otro lado, no queriendo ver el contenido. ¿Soy culpable?, ¿Soy una gran delincuente? o ¿Soy culpable de ser inocente?, ¿Soy sólo culpable de amar a un imbécil? Me he hecho esas preguntas incontables veces. Formalmente soy culpable. Ellos hicieron su trabajo, aplicaron la ley, la siguen aplicando, la ley dice que deben enterrarme en vida. A lo mejor, tienen razón, esa droga hubiera arruinado a jóvenes, desesperado a padres y madres.

  • Vaya, ¡¡¡Qué tenemos aquí!!! -dijo el hombre con voz sonora mientras yo acababa de abrir el paquete.

Logré no ver el contenido al abrirlo mientras mi mente generaba preguntas tontas, tontas porque todas son básicamente inútiles. El grito del agente hizo que mirara al paquete. Allí estaba, un polvo blanco. Me gritaron que me apartara y obedecí. La robusta chica se situó a mi espalda, vigilándome como un perro guardián. En ese momento reparé en que llevaba guantes. El hombre tomó una pizca de polvo con un deco y lo llevó a la boca, inmediatamente lo escupió.

  • Las manos en la nuca -me dijo firmemente.

Obedecí… Inmediatamente, la agente pelirroja me esposó. Grilletes unidos con bisagra, manos a la espalda, palmas hacia afuera. Sabía poco de esposas en ese momento pero sí notaba la presión. El hombre me habló más pausado.

  • Formalmente no estás detenida… al menos todavía.

A mí me extrañó tal declaración pero siguió hablando.

  • El olor y el sabor son inconfundibles, señora. Pero debemos hacer una prueba estándar. En un rato nos traerán un reactivo. Le hemos puesto grilletes sólo por seguridad.

Miró a la chica y le dijo “Registro”. Ella me cacheó por todas partes, sin delicadeza. Me metió la mano hasta palpar las bragas y el sujetador sin ningún pudor. Yo llevaba un vestido de tela vaquera y sólo la ropa interior debajo. No encontró nada porque todo estaba en una pequeña mochila que yacía en la mesa junto a la maleta.

Yo me quedé allí de pie, helada, aterrada. Intentaba no mover las manos, non intentarlo siquiera para no sentir dolor ni incomodidad. Yo no sabía qué era eso, pero antes del cacheo, la chica antes del cacheo dijo algo de bloquear los cierres y hurgó en las esposas un momento.

Nunca me habían esposado… Con algún chico jugué un poco con esposas de sex-shop… pero yo me empeñaba en ser la policía. Ahora iba en serio… estas esposas no tienen botón de liberación. Allí de pie pensé que, al menos en mi caso, no sólo sujetan las manos sino todo mi ser: cuerpo y mente. En ese estado era incapaz de resistirme a nada, me sentía en indefensión absoluta frente a aquellos uniformados y no me gustaba pero me repetía una y otra vez que ya la había cagado bastante y que era mejor obedecer a todo.

Esposas de juguete. Suelen tener un botón lateral que libera al prisionero.

La agente cogió una a una mis prendas bien dobladas y las volvió a poner en la maleta. Era una mujer cuidadosa y/o no tenía prisa. Después registró mi mochila. No encontró nada raro, maquillaje, cartera, una navaja suiza. ¡¡¡Una navaja suiza!!! Se detuvo, la abrió, midió la hoja y llamó al hombre.

  • 11 centímetros, esto es posesión de arma blanca, dijeron.

¿Estaban intentando aumentar mi condena? Aquello lo llevaba mucha gente y nadie lo interpreta como arma. ¿Puede serlo? Sí, como un destornillador o un martillo. La dejaron junto al paquete. La mochila la cerraron y la metieron en la maleta. “No quiero cargar dos bultos cuando la lleve a detención”, dijo ella.

Yo seguía allí de pie. Se habían llevado a la detenida morena. Mientras esperaba, miraba como una tonta el paquete abierto y la navaja abierta… las pruebas de cargo. La chica me acercó una silla. Me senté, no era cómodo sentarse con las manos en la espalda, te obliga a inclinarte un poco hacia adelante pero yo iba a obedecer a todo.

En ese momento entró una chica rubia. La típica chica que llama la atención de todos. Metro sesenta aumentados por los tacones, falda corta, melena larga, ojos claros… Lo malo era que no estaba en su mejor momento. Tenía las manos esposadas delante y un agente la conducía tirando de las esposas.

Oí la conversación. La cogieron robando carteras. Riñeron al policía por no esposar sus manos a la espalda… “Es el estándar”. “Hice lo que pude”, dijo él. Le pusieron las esposas atrás y la cachearon con la habitual delicadeza. Se la estaban llevando cuando oí otra vez la voz del agente.

  • Ya tenemos aquí el líquido mágico.

Un agente joven traía un maletín. Al volverse, ví que en la espalda de su camisa ponía “Narcóticos”. Tomó un poco de polvo con una chucharilla, echó el líquido con cuenta gotas. El polvo se volvió azul.

  • Señora, está usted detenida por tráfico de estupefacientes -me dijeron inmediatamente.

Yo seguía allí en la silla. Ví como pesaban la droga, hacían fotos, cubrían papeles.

  • Debe usted estar presente en todo este proceso -me dijeron.

Al terminar, la chica pelirroja me agarró firmemente. Su mano derecha en mi codo izquierdo. Con la mano izquierda cogió el asa de la maleta. Era un trolley de dos ruedas. Me sacó de la sala llevándome a mí en una mano y la maleta en la otra. Al salir oí al hombre de narcóticos.

  • Me llevo la droga al incinerador. La ley obliga a destruirla cuanto antes.

Salimos al exterior, de hecho bajamos al nivel de la pista por una rampa. Caminamos un rato por una especie de acera y llegamos a otra rampa. Al llegar a la puerta sobre ella ponía una leyenda poco agradable: “Centro de Detención”. Un guardia nos abrió la puerta cuando ella enseñó el formulario que traía. Me llevaron a una sala que parecía una sala de espera (el letrero de la puerta “ingreso - mujeres” no presagiaba nada bueno).

Según entramos, otra chica vino a nuestro encuentro. Recogió el papel, dijo “muy bien” y se volvió. En su espalda ponía “ingresos”. Volvió un momento después con esposas de cadena en la mano. La pelirroja se situó a mi espalda y me soltó, primero una mano que la otra agente engrilletó de inmediato, después la otra. La agente de ingresos cogió la maleta preguntando “¿Objetos personales?”, la pelirroja asintió. Después se dirigió a mí…

  • Necesito llevarme tu cinturón y tus zapatos.

Estaba menos gordita que de costumbre, por eso llevaba un cinturón de cuero sobre el vestido de denim. Me hizo levantar las manos, esposadas al frente, y me lo quitó. Después me mandó sentar en un banco rudo de madera y estructura de hierro que había junto a la pared. Llevaba unos zuecos de tacón, suela de madera y empeine de ante. Se agachó y los cogió. Se llevó todo. La pelirroja seguía allí esperando algo. En un momento, la otra agente volvió y le dio un papel, la acompañó a la puerta. Aunque cerraba “de portazo” había que abrirla con llave. Se fue diciendo, sin mirarme.

  • Ahora te procesamos.

No entendía muy bien la expresión pero no me tranquilizó nada. Se fue y allí quedé, sentada en el banco, descalza (bueno, tenía medias de cristal, un toque coqueto que no me iba a servir de mucho) y, por supuesto, esposada. Comprobé que las manos delante y las esposas de cadena eran menos incómodas. Eso sí, las había apretado hasta el límite. Afortunadamente, también bloqueó los cierres.

Me sentía como el ladrón medieval amarrado a la picota, humillado por sus pecados y a punto de ser castigado, azotado, llevado a la mazmorra. Suponía que se iban a ir sucediendo una serie de humillaciones y no me equivocaba.

Vino de nuevo la mujer con una extraña tira de cuero. La acompañaba otra con una especie de maletín de herramientas. Me fijé que ninguna de las dos llevaba pistola, sólo porra y esposas. No lo sabía pero eso es normal dentro de las cárceles… por si un prisionero roba un arma y la lía.

Extendió la tira de cuero y empezó a hablar.

  • Collar de identificación. Código: M0314159265.

Vi el número grabado en el collar. Lo puso en mi cuello y midió la longitud necesaria para meter sus dos dedos índice y anular en la holgura que quedaba. Marcó por donde debía cortar con un lápiz. La otra mujer cortó la tira con una cuchilla e hizo cuatro agujeros (dos por extremo) con otra herramienta. Sacó dos remaches dorados, seguramente de latón (metal blando pero resistente a la corrosión), similares a los que protegen los cinturones herrados. Usó los remaches y una herramienta para aplastarlos. El collar quedó asegurado alrededor de mi garganta. Sí, me sentí como un animal marcado a hierro. Bueno, tampoco  tanto. Pero sí como un perro…

Una de las mujeres guardó de nuevo las herramientas. La otra sujetó las esposas por la cadena. Tiró de ellas con poca suavidad y yo no pude evitar levantarme y chillar un poco de dolor.

  • Vamos a continuar el proceso. Hay mucho que trabajar -dijo, al tiempo que me arrastraba hasta una especie de mostrador. Había estado ahí desde el principio pero sin mucho uso.

Me enseñaron mi documentación y un formulario donde habían copiado mis datos. Me dijeron que era el formulario de identificación del detenido y que debía firmarlo. Obedecí… me dieron un boli cutre y firmé con las esposas puestas… me costó un poco pero pude.

Después dijeron que tenían que catalogar todo lo que llevaba, “objetos personales”. Abrieron la maleta y fueron sacando todo, apuntando y haciendo un montón. Hicieron lo mismo con la mochila. Apuntaron al final: mochila, maleta, zapatos, cinturón. La primera mujer apuntaba y la segunda escribía a máquina a increíble velocidad. Los ordenadores eran muy escasos desde la guerra, había vuelto la mecanografía y las máquinas de escribir.

Me obligaron a sacar los pendientes, una cadena de oro.. apuntaron. La mujer vio unas esposas que era imposible sacar con las esposas. Le dijo a su compañera: ve a buscarle ropa. Talla G (Grande)...

  • Te veo un poco entrada en carnes, compañera -dijo, yo no contesté.
  • Yo también un poco, no creas.

Mientras una fue a buscar la ropa, la otra me ordenó decirle lo que todavía llevaba encima. Pensé un momento y dije:

  • Pulsera, vestido, bragas, sujetador, medias…
  • Quítate medias y bragas -respondió sin más.

De mala gana pero lo hice, igual que todo lo apuntó y lo guardó en una bolsa. “La ropa que traes encima se lava y se une a la otra”. Vino la otra chica y puso la ropa sobre el mostrador. Una braga blanca, una camiseta gris y un bañador de hombre del mismo color. Sin sujetador. Dejó unas chanclas de piscina baratas en el suelo, también grises. “Número 36, igual que los zapatos”, dijo.

Por un momento me quitaron las esposas y me obligaron a desnudar por completo (sí, pulsera también) y a vestir esa ropa. La que parecía la jefa me volvió a esposar de inmediato. Apuntaron todo y me hicieron firmar la declaración.

Después, me tomaron las huellas, con las esposas puestas es bastante incómodo. Una a una (diez dedos), se moja en tinta y se impresiona en papel. Me dieron un paño mojado en alcohol para lavar los dedos.

Como no, me hicieron posar de frente y de perfil para las fotos de la ficha. No pusieron el número en la foto.

El último documento que firmé fue la declaración de conocer los derechos y deberes: puedo guardar silencio, puedo avisar a una persona de mi situación, puedo contratar abogado o pedirlo gratuito. Debo obedecer a los/las guardias. Ellos usarán restricciones (esposas/grilletes) cuando crean oportuno y siempre por mi seguridad. Estoy detenida. Eso puede durar hasta una semana… en ese tiempo el fiscal debe decidir si me procesa o me libera. Me van a llevar a un calabozo individual. Permaneceré allí hasta la decisión del fiscal. En ese momento me trasladarán a la cárcel del distrito. Desde allí seré llevada a juicio. Si resulto absuelta se me devuelve todo, se corta el collar con el número y salgo a la calle. Las condenas leves (hasta seis meses) se cumplen directamente en la cárcel del distrito. En otro caso… en otro caso seré llevada a un penal. Que yo sepa, sólo hay un penal en este país (por lo menos es el que se oía siempre en los noticieros, allí acaban los malos/malas): “isla maldita” en la ciudad portuaria de “Bahía Pequeña”, en la otra esquina de la isla.

Firmé y leí… en ese orden. Realmente, debe hacerse al revés lo sé. Pero había entrado en una espiral de sumisión sin límite. Estaba llegando al final cuando noté un tirón de las esposas. La primera de las guardias acababa de agarrar la cadena y estaba tirando para llevarme con ella.

  • Ya lo firmaste -dijo.

Me llevó hacia un pasillo mal iluminado, mal pintado de blanco. La otra mujer nos acompañó. Fue ella la que abrió la puerta enrejada que daba paso al pasillo. A ambos lados había estrechas puertas metálicas. Estaban numeradas en el marco superior, como en un hotel, un hospital…

Nos paramos ante la número cinco. La otra mujer abrió la puerta, la cerraba un grueso cerrojo, no estaba asegurado con un candado ni con nada; sin embargo, desde dentro sería imposible abrir.

Sólo en ese momento, la guardiana jefa soltó las esposas. Se puso a mi lado y señaló hacia adentro. Dijo “por favor” con un poco de sorna. No me quedaba otra, entré. Empecé a sentir una terrible congoja porque aún llevaba las esposas y me parecía terrible que ni siquiera encerrada allí dentro me las quitaran.

Tras de mí se cerró la puerta. Mi oído acababa de activar su mayor sensibilidad. Oí correr el cerrojo. Oí algo más, hurgaban con algo y acabó con un click metálico, seguramente lo acababan de trincar con un candado. Después vino un fuerte golpe metálico y una voz autoritaria.

  • Date la vuelta, acércate.

En la mitad superior de la puerta había un ventanuco, lo acababan de abrir. Me acerqué, mis ojos llegaban por poco al borde inferior. La ventana estaba tapada por una malla de alambre metálico, como de gallinero, soldada en todo el borde.

  • Esta es la ventana de comunicación, cuando la abramos, te acercas y haces lo que se diga - dijo la oficial.

Después abrió otra ventana. Como a un metro del suelo había una ventana rectangular pequeña… de ancho podría pasar una caja de pizza mediana.

  • Esta abertura se usa para pasar comida y otras cosas -dijo.
  • Saca las manos por ahí -continuó.

Obedecí… Me quitó las esposas y por primera vez sentí un poco de alivio. “Ahora te traemos algunas cosas” dijeron…. Cerraron las dos ventanas y oí como se iban. Me día la vuelta y examiné mi nuevo “hogar”. Era una habitación estrecha y alargada, no debía llegar a los dos metros de ancho. Extendí los brazos en cruz y vi que sólo sobraba un poquito. En la pared izquierda había una cama estrecha… podía ser de noventa centímetros. Era una estructura de hierro con cabecero y pie iguales del mismo material. Eran barras gruesas, como cañerías. El colchón era estrecho y mugriento, no había sábanas. La cama tocaba la pared lateral y también la frontal (si me daba la vuelta veía la puerta a la izquierda y el cabecero a la derecha). Quedaba un pasillo minúsculo, del ancho de la puerta. En la pared derecha había un objeto atornillado que parecía una mesa plegada. Probé… era una simple tabla vertical que se podía soltar y giraba hasta la horizontal, quedaba como una mesa cercana al centro de la cama. Se podría comer sobre ella sentándose en el colchón. Bueno… vi también una banqueta de tres patas entorpeciendo el paso al final del pasillito. A fondo había una cortina, como las de ducha, colgando de una barra metálica, más o menos a la altura de una puerta (unos dos metros). Descorrí la cortina, no sin algo de miedo, y ví una pileta enana en una esquina y un inodoro en la otra. La cisterna colgaba de la pared y se accionaba con cadena. El “baño” era como el último metro de profundidad de la celda. Dos metros de ancho (escaso), dos metros de cama (escaso), un metro de baño… Aquello era un rectángulo de 3x2 metros… 6 metros cuadrados. El techo era bajo… no debía llegar a los dos metros cincuenta, en la pared del fondo, junto a la cisterna había un ventanuco. Un marco de madera con un cristal sucio me aislaba del aire exterior, me tuve que subir a la banqueta para abrirlo. Por supuesto al abrirlo ví las rejas: dos fuertes barras verticales y otras dos horizontales. Acerqué la cara al cuadrado central… apretando contra los barrotes sentí aire fresco. Desde el aterrizaje de las ocho había pasado mucho tiempo, debía ser medianoche, no pude distinguir nada por la ventana, todo era negro.

  • Qué haces, ven aquí... -una fuerte voz me despertó de mi fútil anhelo de libertad. Habían abierto la ventana superior de la puerta y me gritaban desde ella.

Me dí la vuelta en el banco y casi me caigo. La cortina seguía descorrida, quien me llamara me vio allí encaramada, como el pájaro que picotea en los barrotes de su jaula.

Llegué a la puerta, abrieron la portezuela. Era la segunda guardiana (la ayudante). Me pasó sábanas y papel higiénico.

  • Hace calor, ¿No quieres manta o sí? -preguntó.
  • No -respondí, realmente me moría de calor.
  • ¿Te traigo algo de comida? -continuó.
  • Sí, por favor - por primera vez me dí cuenta de que tenía hambre.

Antes de irse me dio un vaso metálico y me dijo que el agua del grifo se puede beber. Hice la cama, me llevó como media hora porque no pude evitar llorar a mares, mientras lo hacía. Al terminar sentí sed y bebí dos vasos de agua. Sería potable pero no sabía bien. Al terminar, fue cuando apareció la guardiana y me trajo un bocadillo incomible. Lo devoré (lo que hace el hambre) sentada en la banqueta para no llenar la cama con las migas.

Estaba acabando cuando se abrió una vez más la ventana de comunicación…

  • Te he dejado la luz hasta ahora porque entraste tarde pero ahora hay que apagarla, lo normal es apagarla a la diez.

La única iluminación era una bombilla colgada del techo. Se podía apagar y encender en una llave junto a la puerta, me dirigí a apagarla pero no llegué. Se apagó antes. Entendí que la podían apagar desde fuera. A tientas probé a intentar encenderla, no encendía.

Me tumbé en la cama… mi cabeza era un volcán… mi cuerpo era un volcán. Me quité la camiseta, me quité el pantalón… Intenté dormir, me revolví… Sin ser muy consciente empecé a acariciar lentamente mis pezones. Eso me relajó un poco… Al rato quise más, me quité la braga y me acaricié, lo más suavemente que pude. Al correrme rompí a llorar de nuevo… Pasé la noche entre lágrimas, sueños de algunos minutos y auto-tocamientos. Cuando debía estar próxima la mañana, logré un sueño un poco más largo. Me desperté con las primeras luces. Las sábanas bajo mi cara estaban empapadas de lágrimas. Toda la cama olía a una fuerte mezcla de sudor y fluido vaginal.

Me levanté renqueando, me vestí, volví a encaramarme a la banqueta. Por la ventana se veía la pista de despegue. En aquel momento un avión enfilaba la pista a toda velocidad. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió en el horizonte. Por supuesto deseaba ir en aquel avión a donde fuera…

Me bajé llorando de la banqueta y me senté en el inodoro. Hice un poco de todo, me limpié. Al tirar de la cadena la noté atascada, no…. qué más puede pasar. Bajé la tapa y cerré la cortina, pero aun así noté como el olor de mi propia mierda llenaba aquella infame habitación. Me acerqué a la puerta… no vi forma de avisar a nadie… la golpeé suavemente, como pidiendo perdón. La hubiera golpeado fuerte con el vaso para hacer mucho ruido pero temía algún castigo por ello.

Al rato, oí actividad en el pasillo. Estaban llevando el desayuno a las celdas, una a una. Oí voces de otras mujeres, seguramente encerradas como yo. Recordé a la chica latina y a la rubia, no pude precisar si estaban allí o no.

Me llegó el turno. Se abrió la ventana y oí una voz con tono de bronca.

  • ¿Por qué estabas golpeando la puerta?
  • La cisterna no funciona -respondí.
  • Vale, me llega un poco el olor. Ahora desayuna, después lo resolvemos -respondió.

Por la portezuela me pasaron un plato metálico con un bollo de aspecto horrible y un vasito de leche. A pesar del aspecto y de los olores comí todo. No sólo tenía hambre, también pensaba que debía acumular todas las fuerzas posibles.

A la media hora oí que estaban recogiendo platos y vasos. Todo metálico, el vidrio se puede romper e incluso convertir en un arma. Me llegó el turno.

  • Devuelve plato y vaso. Después siéntate en la cama, junto al cabecero y no te muevas -dijeron.

Obedecí. En estas situaciones creo que hasta el peor pandillero se vuelve obediente. Abrieron la puerta. Entró la guardiana esposas en mano. Me esposó la muñeca derecha al cabecero. Se fueron dejando la puerta abierta.

Al minuto entró una señora de unos cincuenta con una bata que ponía “limpieza”. Llevaba un cubo de agua y lo vació en la taza del váter. Se fue sin mediar palabra, yo quedé allí sin saber qué iban a hacer pero agradeciendo que el olor se fue disipando y que la puerta abierta permitía cierto flujo de aire.

Pasó casi una hora… Yo intentaba estar lo menos incómoda posible pero no era fácil. El desayuno hizo algo de efecto y mi cuerpo pedía volver a orinar. Además tenía sed. Finalmente vino una guardiana acompañada de un hombre en ropa de trabajo. El hombre avanzó hasta la cisterna con una caja de herramientas. Usó el taburete para ver el mecanismo desde arriba.

  • Lo de siempre, mecanismo atascado. Ahora lo arreglo -dijo.
  • Menos mal -respondió la guardiana, que se había quedado de pie a mi lado-, ya pensé que la teníamos que cambiar de suite. Avísame al terminar.

La guardiana se fue. El hombre sacó las herramientas y empezó a trabajar. Yo lo veía y oía los ruidos metálicos. No parecía mala persona pero ni me miraba… aparentaba que yo no estaba allí. Cuando terminó, probó la cisterna y empezó a guardar las herramientas. Entonces me atreví.

  • Me muero de sed -dije con voz muy bajita, y con el brazo libre señalé al vaso que estaba sobre la pileta.

El hombre me miró… se veía la duda en su cara. Guardó las últimas herramientas y cerró la caja. Despacio, con miedo, llenó el vaso y me lo dio. Lo bebí de un trago y dije “Gracias”... Él volvió el vaso vacío a su sitio y cogió su caja. Salió, al pasar a mi lado dijo, bajito y sin mirarme.

  • Soy el encargado de mantenimiento y necesito este trabajo. No debo mirarte y mucho menos hablarte. Si se enteran de lo que acabo de hacer podrían echarme.

Se fue… volví a susurrar “Gracias”... Me quedé allí un buen rato. Sí, claro, a dónde iba a ir. Allí las esperas por las guardias siempre eran largas. Cada vez notaba más el pinchazo de la vejiga y me sentía horriblemente humillada. Tenía el baño arreglado allí mismo y no lo podía alcanzar… Me sentía como el perro al que atan en la entrada de las tiendas. Un perro por lo menos podría orinar. Sólo tenía puesto un grillete pero apretado a tope, involuntariamente movía el brazo derecho continuamente como si hubiera olvidado que estaba amarrada a la cama.

Por fin llegaron dos guardianas. Empezaron diciendo “ni se te ocurra mover un músculo”. Una se quedó en la puerta, la otra entró a liberarme. “Quédate ahí sentada” me gritó. Ví la puerta cerrarse pero no me atreví a levantarme. Cuando oí que se iban, corrí al retrete.

Al poco ya trajeron la comida. La calidad habitual… Esta vez me costó comer. Ya no tenía hambre y aunque me intentara obligar aquel potaje daba arcadas. Bebí mucha agua. Sin saberlo estaba empezando una dieta que me llevaría a bajar, por fin, de sesenta kilos.

Pasé la tarde tumbada en la cama… Me intenté tocar pero estaba irritada. Por momentos dormí un poco. De hecho, me despertaron para la cena. Al devolver la vajilla de zinc (creo que era zinc) me dieron un regalo de postre.

  • La fiscalía ha decidido que te acusa formalmente, mañana te trasladan a la cárcel del distrito -dijo.

Me pasó una hoja informativa y añadió.

  • Desde que recoges esta hoja pasas a ser presa preventiva. En Norlandia no hay libertad condicional ni fianzas. Se te informará de la fecha de juicio.

Leí la hoja. Se me acusaba de tráfico de estupefacientes en gran cantidad (1 kilo de cocaína pura) y también de posesión ilegal de arma blanca potencialmente mortal. La hoja también informaba de las penas previstas en la ley vigente: entre veinte años y perpetua por la droga y entre uno y cinco años por la posesión de “una navaja suiza”.

Obviamente no pasé buena noche… Di vueltas. Dormí o creo que dormí algunos minutos. Bebí agua hasta sentir la barriga hinchada. Me toqué con cuidado, seguía irritada, aun así logré correrme una vez. Al final de la noche logré dormir como una hora o dos. Me despertaron aporreando la puerta.

  • El desayuno -dijeron.

Abrí los ojos, me molestó la luz. Me levanté con dificultad. Estaba desnuda y me escocía enormemente el clítoris. Busqué la braga… La ventana grande estaba abierta, me estaban viendo.

  • Coge la bandeja que ya te he visto el potorro, límpiate un poco y vístete, en media hora vas a traslados -continuó.

Me limpié como pude. Busqué la ropa, me vestí… llevaba un día y dos noches con esa braga. Comí un poco del bollo y me sorprendí de que hubiera podido engullirlo entero el día anterior. Bebí la leche. Abrí la cama e intenté dejarla para que la limpiaran fácil. Me senté en el colchón.

En media hora no vino nadie. Había pasado casi una hora entera y empecé a oír actividad. Estaban recogiendo bandejas. Pero también oí que sacaban a una persona esposada de otra celda. El sonido de las esposas al cerrarse me era ya inconfundible. Siguió la recogida de vajilla. Al menos sacaron a otra chica, oí las esposas y la oí quejarse. Acento caribeño.

Me llegó el momento. Abrieron las dos ventanas.

  • Entrega plato y vaso -dijeron, obedecí.
  • Ahora date la vuelta -obedecí-. Pegada a la puerta, saca las manos por la ranura.

Me costó hacerlo de espaldas pero saqué las manos. La oficial me las giró para poner las palmas hacia afuera. Inmediatamente sentí las esposas. Las de bisagra, parecía que iban en serio. Abrieron la puerta y me llevaron a una sala que ponía “traslados”. Al entrar vi un banquillo de madera con patas de hierro. Había dos mujeres sentadas allí, con las manos a la espalda como yo. Eran la chica rubia y la latinoamericana. Me sentaron junto a ellas.

Frente a nosotros estaba una mujer gruesa pero fuerte de expresión muy dura. En una mesa baja tenía un amasijo metálico. Ví cadenas y grilletes pero no entendí muy bien como los iba a utilizar.

La mujer tenía un papel, lo acercó a su vista y gritó:

  • “Lydia Gálvez”, en pie.

La rubia se levantó muy asustada. La mujer cogió una de las cadenas. Ví como se arrodillaba delante de ella y colocaba grilletes en sus tobillos. Era un grillete redondo, de tamaño fijo sin trinquete, oí los clicks metálicos al cerrarse. La cosa no acabó ahí, la mujer se levantó con algo en la mano. Ví que la cadena de esos grilletes estaba conectada a otra. Al final, en las manos de la mujer había lo que parecían unas esposas de cadena. Una de las oficiales que nos trajo liberó una mano de Lydia, ella intentó masajear la muñeca contra la ropa pero la ruda mujer cogió su mano con fuerza y engrilletó la muñeca. Siguieron con la otra mano y aplicaron doble cierre en los grilletes de las manos, en los tobillos no era necesario porque son de posición fija.

La mujer llevó a empujones a Lydia hacia una puerta al fondo de la sala. En su espalda se leía “traslados”. Oí murmurar a una de las otras agentes.

  • Los de traslados son los peores. Ésta se llama Vanesa, alias “la hiena”.

No pude evitar pensar que las hienas son carnívoros extremadamente crueles con sus presas. La “hiena” siguió su trabajo. El siguiente nombre fue “Liliana Ochoa”, la chica latina se levantó y recibió el mismo tratamiento.

Me tocó a mí: “Estefanía Aranda”, me levanté sumisa y dejé que hiciera su trabajo. Me quedé mirando a mis pies. Los podría separar no más de medio metro. Me iba a costar andar. Imposible correr, nadar, darle un puntapié a esta puta sádica que es lo que me apetece ahora…

Estaba pensando en eso cuando me ordenó avanzar… Al no obedecer a la primera asió las esposas con fuerza y tiró con toda su alma. Entre el susto y el dolor casi me caigo, empecé a andar lentamente. La “hiena” me regaló un empujón y un comentario cariñoso…

  • Mueve el culo gorda.

Más gorda estaba ella, pero cualquiera se lo dice. Se dirigió a las otras oficiales diciendo “listo”. Cogió un walkie y dijo “listo”.

Abrieron la puerta. Daba a una rampa que bajaba a lo que debía ser un camino de servicio cercano a las pistas. Nos esperaba una furgoneta vieja con la puerta trasera abierta y un guardia junto a ella.

Fuimos bajando lentamente, lastimeramente… Nos obligaron a subir sin ayuda… Habían puesto un pequeño taburete de madera. Engrilletadas de pies y manos todo era difícil. Nos sentaron en bancos laterales. Era una furgoneta normal adaptada, los bancos eran tablones con patas metálicas soldadas al suelo. Había dos ventanucos, uno a cada lado, con rejilla metálica por fuera.

Amarrados a los laterales había cinturones de cuero que harían las veces de cinturón de seguridad. Nos los ciñeron a la cintura, había tres de cada lado, quedaban tres libres. Yo iba al lado de Liliana y enfrente de Lydia.

Me fijé que el hombre iba armado. La “hiena” comenzó a decirnos que nos portáramos bien o la cosa iría a peor. El hombre trajo una cartuchera con revolver y se la dio a la mujer. La enganchó al cinturón mientras decía:

  • Estamos en la calle y en la calle los guardias vamos armados. Ante una fuga estamos autorizados a disparar a matar.

Después de ese “cariñito” cerraron una puerta de reja que convertía el habitáculo en una jaula móvil. La verja la habían añadido por dentro de la puerta original como parte del “equipamiento”. La cerraron con un cerrojo giratorio y la aseguraron con un candado. Después cerraron el portón de la furgalla. Se hizo la oscuridad. Sólo entraba algo de luz por los ventanucos. Mis compañeras se apoyaron en las paredes intentando descansar. Yo hice lo mismo. No parábamos de mirarnos pero nadie se atrevía a hablar.

Después de cinco minutos eternos oímos el motor arrancar y el vehículo comenzó a moverse.

Grilletes fijos para tobillo.

Combinación de tobilleros y esposas (restricción a 4 puntos).

Cadena de conexión (los grilletes sólo pasan abiertos).

CONTINUARÁ