Celda de Castigo (II)

Cuento carcelario. Narrado en primera persona por una prisionera. Segunda entrega.

Celda de Castigo (II)

La Nazi continúa llevándome, no sé adonde. Está un paso detrás de mí. Me agarra firmemente el codo derecho, me empuja con fuerza, como quien quiere rendir a un animal rebelde. Duele un poco y eso que no me resisto. Me cuesta seguir su ritmo, anda rápido.

Salimos al patio… es un cuadrado (una plaza) de cincuenta metros de lado. Ahora está desierto, por la tarde está lleno y todas las guardianas vigilan en la acera del borde. Tenemos prohibido pisarla sin permiso.

El patio está rodeado por varios edificios de planta baja, tipo nave industrial. El más grande es el taller, enfrente está el comedor, en los laterales los barracones. Todo el conjunto está rodeado por un enorme muro. Tres metros de cemento y otros tres de alambrada. Hay torres de vigilancia cada veinte metros. Este ha sido mi mundo desde que me trajeron. Lo es para cerca de 500 mujeres, compartimos una hectárea de infierno. Durante más o menos dos meses pasé por detención, cárcel preventiva, juicio, traslados… Me esposaban un día sí y el otro también. Desde que llegué aquí no había vuelto a “disfrutar” la presión de los brazaletes de acero en mis muñecas. Tampoco salí del recinto ni una sola vez.

Me lleva hacia la puerta de salida… Éste es el patio de mujeres. Hay otro más grande, el de hombres a poca distancia. Entre ambos hay un par de edificios, le llaman la zona de dirección. Está entre los dos muros (el de hombres y el de mujeres) y se separa del resto por una valla de tres metros (bueno, dos vallas a ambos lados, arrancan apoyadas en los muros y no sé muy bien si son necesarias). El resto de la isla (sí, esto es una isla en la bocana del puerto, por eso disfrutamos de humedad todo el año) está ocupado por edificios de servicio para los guardianes: residencia, lavandería… Todo el maldito islote está vallado. Hay un puente de cien metros que lo une a la costa, el acceso al mismo está fuertemente vigilado veinticuatro horas.

En este lugar hubo una cárcel medieval, no sé cuando fue destruida. La prisión actual se creó sobre unos antiguos almacenes de pescado. Todas pensamos que aún huele a pez podrido. Las paredes blancas necesitan una mano de pintura urgente aunque las manchas de moho debidas a la humedad las hacen menos aburridas.

Al llegar a la salida del recinto, la Nazi explica a las guardias que he cometido una falta grave y me lleva a la zona de aislamiento. Las celdas de castigo. Todas oímos hablar de ellas en el patio, aunque no se trabaja nadie quiere ir. El tiempo que pases allí no cuenta para la condena.

Rellenan una ficha y salimos. Ella sigue agarrándome firmemente con la mano izquierda, lleva el papel en la derecha. Entramos en uno de los edificios, habla con un guardia a la entrada y me llevan a una sala cercana. Nos recibe un guardia de unos cuarenta años, o es que tiene más y los lleva bien. El tipo no es alto, roza el metro setenta pero sí es fuerte, veo sus hombros y sus brazos robustos. Su cara no parece tan severa como la de las guardias femeninas. Me sorprendo a mí misma sintiéndome un poco atraída por este hombre. En todo caso sigo aturdida y asustada, centrándome en no resistirme y en explicar que lo ocurrido fue sin querer.

El hombre me toma del codo, lo hace con menos fuerza que la Nazi, me lleva a un banco que hay junto a la pared y me pide que me siente. Se reúne con la Nazi, hablan, no puedo escucharles. Cubren otro papel y recoge el que trae ella.

Ambos vienen hacia mí… Él lleva un par de esposas de cadena en la mano.

  • En pie, por favor - me dice. Obedezco…. ha dicho: “por favor”.
  • Te acusan de agresión a una guardiana. Eso puede ser muy grave - sigue, el tono es seco pero no sádico, no disfruta con esto.
  • Tenemos que recabar declaraciones de todas las implicadas -mira a la Nazi.
  • Tráeme la declaración escrita de Marga. ¿Tú lo viste?
  • Realmente no, cuando actué ya había pasado - responde ella, me parece dura pero justa, de Amarga no me fío un pelo. Y sí, la van a creer a ella.
  • Luego te tomaré yo declaración -se dirige a mí.
  • Cuando esté completo, el juez penitenciario resolverá el expediente -continúa.
  • Estás fuera de tu recinto. Cuando estés fuera de las celdas tendrás que llevar las esposas - termina.

La Nazi se coloca tras de mí y suelta el grillete de mi mano derecha. Me sujeta ambas manos atrás hasta que él se coloca delante con las otras esposas en la mano. Ella me suelta la mano derecha, yo la froto contra el costado, intentando masajearla un poco. Él me deja por dos segundos, después dice:

  • Por favor, señora, acerque la mano derecha.

En dos años es la segunda vez que me piden algo “por favor”… Y la primera vez que me llaman “señora”. Engrilleta mi mano… no aprieta tanto como la Nazi, comprueba que mi mano no puede liberarse pero creo que podría girar la muñeca. La Nazi me suelta el otro grillete, pongo la mano izquierda delante y el oficial cierra el grillete sobre ella con similar presión. Él aplica el doble cierre, mientras dice:

  • Siéntate en el banco.

Acompaña a la Nazi hasta la puerta. Yo quedo allí mirando la cadena de dos eslabones de las esposas. Son más cómodas que las de bisagra, bueno menos incómodas. Puedo separar las manos menos de diez centímetros, tampoco estamos para lujos. Al estar menos apretadas noto como las muñecas vuelven a vida poco a poco. Giro a un lado y otro para masajearlas un poco. Este tipo de esposas se usan cuando “la víctima” va a llevarlas durante tiempo prolongado. “Disfruté mucho de ellas durante traslados y juicio”. El hombre vuelve, desde un par de metros me dice:

  • Soy el oficial de guardia. Encargado de la zona de aislamiento. Te tomo declaración dentro de un rato, tienes que esperar a que termine otra gestión.

Entra en un despacho y cierra la puerta. Hay otra puerta enrejada que debe llevar a las celdas. Por supuesto está cerrada. Aun esposada podía llegar a la puerta por la que entramos, no creo que sea buena idea… Veo la cerradura de lejos, no hay pomo, sólo llave, no se puede salir sin ella. Me quedo sentada. Miro mis manos y las esposas, no lo puedo evitar. Veo los orificios de la llave mirando hacia mí, lejos de las manos. No sé si teniendo la llave me podría soltar. Los llamados “escapistas” siempre escapan con la llave… el mérito, básicamente, es usar contorsionismo y, a veces, habilidad con la boca para lograr abrir los grilletes. Me intento tranquilizar… pensar en otra cosa...

Las esposas de cadena tienen los dos grilletes unidos por una cadena, normalmente de sólo dos pequeños eslabones. La unión entre grillete y cadena, normalmente es una pieza giratoria. El prisionero tiene más “libertad” que con unas de bisagra y, sobre todo, menos incomodidad. Muchas veces, los agentes agarran firmemente la cadena para trasladar al preso. Si se tiran de la cadena, no quedan más opciones que dejarse llevar a donde sea.

CONTINUARÁ...