Cazadora de brujas 6

La cazadora de brujas tiene una noche divertida. No hay sado en este relato, pero digamos que es un breve paréntesis.

Domio escuchó gritos en la oscuridad de la noche. Se estaba acercando al ayuntamiento cuando los oyó. Inconfundibles sollozos femeninos y groseras risas de forasteros.

De uno de los tragaluces que daban al sótano del edificio salía un resplandor, y los gemidos surgían de allí. Con algo de temor se acercó, con una mezcla de fascinación y confusión por lo que estaba sucediendo. Nunca antes había ocurrido algo así en su pueblo, al menos que pudiera recordar. Y lo que más le turbaba era que estaba seguro que la quejumbrosa voz que sollozaba era la de Neila, aunque las únicas palabras que había conseguido captar eran un incomprensible susurro suplicante.

Absorto en sus pensamientos, casi tropezó con una figura que se interponía entre él y el tragaluz. Plantada allí con firmeza, cubierta por una capa, una mujer forastera lo miraba con desdén.

  • ¿Qué haces aquí, niño?

  • No… no soy un… yo…- balbuceó Domio.- Quiero hablar con quien esté al mando. Esto es un error. Neila… La joven que han capturado es inocente. No hay brujas en estos lugares y…

La expresión dura y despectiva de la forastera lo hizo enmudecer. Lo estaba mirando como un lobo observaría a su presa antes de devorarla. Al cabo de un instante su expresión cambió y reveló una extraña sonrisa.

  • Quieres hablar con quien esté al mando.- Repitió la mujer.- Sígueme.

Andra, la cazadora de brujas, caminó hacia la entrada del ayuntamiento sin volverse para comprobar si el muchacho la seguía. Éste dudó un instante, turbado por la presencia de aquella mujer, por los ruidos que salían del sótano y medroso ante la idea de entrar en un edificio tomado por esa tropa extraña. Pero fue solo un instante, y la siguió subiendo los pocos escalones y atravesando la puerta.

A la luz del interior pudo comprobar que la forastera iba vestida como un hombre, lo que le resultó especialmente chocante, y más aún al descubrir que iba armada. Iluminado su rostro, se sorprendió al comprobar que tenía bellas facciones y que era una mujer joven. Confundido, sin decir ni una palabra, se limitó a seguirla escaleras arriba hacia la planta superior, y luego por un pasillo. Ella abrió una puerta y aguardó a que el muchacho llegara y pasara delante de ella.

Cuando estuvo dentro, Andra cerró la puerta y se quedó un instante con la espalda apoyada en ella, observando con rostro burlón la turbación de su presa. Aquello era una alcoba, con una cama, una mesa y una lamparita que lo iluminaba tenuemente todo.

  • Bien, -dijo la mujer.- Ya estás ante quien manda aquí. ¿Qué querías?

Domio estaba anonadado. No sabía por qué estaba allí ni qué decir realmente. Cuando salió de su casa pretendía hablar a favor de su amiga y creía que debían hacerle caso, porque estaba convencido de decir la verdad. Pero ahora estaba en un edificio lleno de torvos soldados y ante una extraña mujer que hacía que su garganta se secase.

  • Yo… Sí…- consiguió tartamudear.- Neila es una muchacha inocente. Ella nunca le ha hecho daño a nadie…

Pero enmudeció en cuanto la mujer se acercó y colocó su rostro casi pegado al suyo. Retrocedió pero ella lo siguió, hasta que una pared en su espalda le impidió huir más. Los labios femeninos se torcieron en una sonrisa exenta de humor y unas manos expertas hurgaron en su cinto y le desabrocharon los pantalones.

  • Continúa.- Ordenó.- ¿De qué crees que esas brujas son inocentes?

  • ¿Brujas? ¡No! Ellas… ¡Oh!

Una mano suave pero firme se había escurrido bajo su ropa y ahora agarraba sus testículos sin hacerle daño, pero con decisión.

  • Señora, yo…

La mano acarició sus partes y pasó a masajear su miembro viril, mientras sentía el aliento de la mujer en su cara.

  • Tú ¿qué?- Le espetó ella, sin dejar de clavarle la mirada. A pesar de que Domio se sabía más alto y fuerte, estaba aterrado y se sentía inmovilizado por aquella forastera.

Andra cayó muy lentamente hasta quedar de rodillas, sin apartar la mirada de los ojos de su presa. Terminó por bajar los calzones del muchacho y quedó con la cara a la altura del pene que estaba masajeando. El miembro se endurecía con rapidez con cada pequeño pero diestro movimiento de los dedos de la cazadora de brujas. En un instante estaba enhiesto y duro como una roca, y Andra no pudo evitar arquear las cejas algo sorprendida por su tamaño.

Paralizado de terror, Domio tan solo pudo lanzar una leve exclamación cuando los labios de la mujer tocaron su glande. Ella acarició el rosado y palpitante extremo con sus húmedos labios, pasó la punta de la lengua por la abertura de la que salía una pequeña gotita viscosa, pero sin perder un instante más se la introdujo entera en la boca.

Domio sintió que le temblaban las piernas y debió hacer un esfuerzo para no caer. No sabía lo que estaba pasando y por qué le sucedía a él. La forastera metía y sacaba el miembro erecto de su boca, moviendo la cabeza y los labios con habilidad, mientras hacía algo con su lengua. Ni siquiera supo cuánto duró aquello. Al cabo de un instante se sintió explotar. Un impulso incontrolable le hizo cerrar sus dedos sobre los cabellos de la mujer y aferrar su cabeza con fuerza. Lanzó un gemido de placer al tiempo que eyaculaba dentro de aquella boca con la potencia de una riada. No le importó el forcejeo de ella intentando retirarse ni el sonido de ahogo que escapó de su garganta.

Cuando el último espasmo de su miembro hubo pasado, la realidad volvió a la mente del muchacho, y rápidamente soltó la melena desordenada de la forastera. Apartó sus manos como si se acabara de percatar de que estaba tocando una serpiente venenosa.

Andra se sacó la verga húmeda y pringosa de la boca y lentamente se puso en pie, conteniendo una tos. Con el dorso de la mano se limpió los fluidos que chorreaban por sus labios y su barbilla. No había demasiado. Domio imaginó turbado que se había tragado casi toda su semilla, sobre todo porque su verga había alcanzado sin duda la garganta de la mujer. La cazadora de brujas lo miró un instante y sin decir nada le propinó una fuerte bofetada que le hizo ver las estrellas.

  • Asqueroso campesino,- le espetó con voz firme pero sin alzarla.- ¿Cómo te has atrevido?

Domio permaneció con la espalda pegada a la pared, en pie, los calzones bajados y el miembro expuesto, sin atreverse a mover un músculo. Observó a la mujer alejarse de él y mirarlo pensativa un instante. Al cabo del mismo, con deliberada parsimonia, se desabrochó los correajes de los que pendían sus armas y se sacó las botas de cuero. Seguidamente se desprendió de la gruesa capa y por fin se sacó la camisa.

El muchacho contuvo un suspiro. La piel de la mujer era blanca y con la apariencia de la suavidad del pulido mármol. Su cuerpo era delgado pero los músculos podían imaginarse bajo la piel con cada movimiento. Y sus pechos eran grandes y turgentes, dos hermosas formas que era incapaz de dejar de mirar. Andra dejó caer por último sus calzones y quedó completamente desnuda ante el aterrado muchacho. Con calma, dio un paso atrás y se sentó en el borde de la cama.

  • ¿Qué te pasa, campesino?- casi susurró.- ¿No sabes qué hacer con una mujer? Quítate esos harapos y ven inmediatamente.

Domio obedeció como si fuera el mismo rey quien se lo ordenaba. Con torpeza se despojó de sus ropas y avanzó hacia la cama convencido de que no debería estar allí. Cuando llegó, la mujer pasó una mano sobre su cuello y lo atrajo para sí. Pegó los labios a los suyos y su lengua se introdujo entre ellos como un animal vivo. Sabía a semen y a sudor.

Lo aferró de los cabellos al tiempo que se echaba sobre la cama, arrastrándolo con ella. El muchacho se dejó caer sobre la mujer y hundió su rostro en la suave piel. La lamió. La besó. No sabría decir cómo había acabado con su rostro entre esos pechos increíblemente hermosos, esos pezones enhiestos que entraban en su boca mientras unas manos más fuertes de lo que cabría esperar de una joven, lo aferraban del pelo y lo manejaban como un muñeco. Chupó de ellos, los mordió, lamió las areolas como si fuese un animal hambriento, y fue arrastrado más abajo.

Pasó por el ombligo, donde saboreó la mezcla de sudores de ambos, y seguidamente su boca se llenó de unos pelos rizados a medida que un olor muy particular se iba abriendo paso por su nariz. Y por fin se hundió de lleno en un mundo blando y húmedo. Sus labios y su lengua se movieron desenfrenadamente sin saber exactamente lo que debía hacer. Nadie le había explicado aquello ni lo que se esperaba, pero de alguna manera sabía que debía lamerlo de alguna forma.

Los muslos aferraron su cabeza y unas manos que enredaban fuertes pero finos dedos a sus cabellos, lo dirigían de un lugar a otro del sexo femenino. Con sus oídos tapados por las piernas de la mujer podía oír a duras penas los gemidos que escapaban de los labios de su captora. Chupó, lamió, se retorció para no asfixiarse con la boca y la nariz tapados por el sexo, los fluidos y los vellos de la mujer, que se retorcía como una serpiente, con sus ojos cerrados y que gemía sin control.

Al cabo de un rato, los espasmos cobraron violencia la espalda se arqueó al límite y los gemidos se transformaron en un suspiro sostenido. La cara del muchacho fue hundida con fuerza contra el coño de la cazadora de brujas mientras ésta disfrutaba del éxtasis. E inmediatamente quedó lánguida y jadeante, tumbada boca arriba como una doncella desmayada. Pero sus ojos aún lo miraban.

Domio comenzó a retirarse, pero notó la presión en su pene. Lo sentía de nuevo tan duro que parecía a punto de estallarle, y bajo él, el cuerpo de la mujer expuesto, jadeante, en apariencia indefenso, con las piernas separadas, ofreciéndose. Sin pensarlo se tumbó sobre ella y con la punta del falo buscó la entrada al país del placer. Empujó con violencia en varias ocasiones sin encontrar el coño, hasta que una mano suave agarró la verga y con habilidad la guió hacia dónde debía.

El miembro viril entró sin dificultad en aquella cueva húmeda y cálida. Andra soltó un quejido al sentir la penetración y sus caderas comenzaron a moverse, al tiempo que rodeaba el cuerpo del muchacho con sus brazos. Éste comenzó un frenético movimiento de sacar y clavar su pene en el seno de la joven, gimiendo en cada embate.

  • Calma semental.- Susurró ella entre suspiros.- Vas a acabar demasiado pronto.

Pero Domio no era dueño de su cuerpo y con un gemido prolongado, se corrió en el interior de la mujer, que dejó escapar un quejido de fastidio.

  • Te lo dije, torpe campesino.- Le espetó.- Y no te conviene dejarme insatisfecha.

Lo empujó antes de que el joven pudiera recobrarse, éste cayó boca arriba sobre el jergón y ella se abalanzó sobre él, con las piernas a ambos lazos como un jinete. Agarró el miembro viril y lo masajeó, antes de que se pusiera flácido, tratando de mantenerlo erecto, y cuando creyó conseguirlo, se sentó sobre él, introduciéndoselo de nuevo en su coño.

Andra comenzó a cabalgarlo lentamente. Movía sus caderas haciendo que el falo estuviera a punto de salir, y lo introducía de nuevo hasta el fondo, al tiempo que frotaba su clítoris con el vello púbico del joven. Él aferró las caderas de la mujer, clavando sus dedos como garras en sus glúteos, y al cabo de unos instantes subió una de ellas para agarrar uno de los pechos que caían sobre su cuerpo.

  • Con calma, semental,- exclamó ella tras un gemido de dolor.- con suavidad ahí.

Domio alzó su cabeza sin hacer caso a lo que se le decía y buscó el pezón del pecho que aferraba para atraparlo con su boca. Lo chupó de nuevo con ansia, mientras temía perder la cabeza por la cabalgada de la mujer. De nuevo sentía su miembro duro, aunque mucho más sensible. Mordió los pechos y los pezones, uno y luego otro, y luego de vuelta al anterior, mientras las acometidas de la cazadora de brujas se iban haciendo más violentas. Andra volvió a retorcerse mientras sentía subir por su cuerpo las oleadas de placer. Aquella polla grande y dura bombeando rítmicamente en su interior, al tiempo que su clítoris se excitaba contra el cuerpo masculino, y sus pechos eran trabajados con rudeza…

El orgasmo recorrió el cuerpo de la cazadora de brujas como una ola incontrolable y brutal. Todo su cuerpo se debatió sin control, y Domio sintió su verga ser aplastada por las contracciones de la vagina, que le hicieron venirse de nuevo con una andanada de placer mayor aún que la anterior.

La cazadora se dejó caer sobre el cuerpo del muchacho, jadeante y fláccida. Durante un rato, ambos permanecieron allí tumbados, inmóviles. Recuperando el resuello. Él incluso comenzó a quedarse dormido.

Un instante más tarde, Andra se incorporó y comenzó a ponerse los calzones. Domio la imitó, de nuevo sintiéndose intimidado.

  • ¿Qué querías?- Le preguntó ella.- ¿Qué hacías a estas horas husmeando por la calle?

  • Yo…- Musitó.- ¿Qué… Qué va a ocurrirles a Neila y Deidra?

  • ¿Las brujas?

  • ¡No... no son brujas!

  • Como si son las reinas de las hadas. Mañana colgarán de una soga. Dos bonitos adornos a la entrada del pueblo. Bonitos hasta que empiecen a pudrirse, claro.

  • ¡No! ¡Son inocentes! ¡Neila es inocente!

Las protestas de Domio se interrumpieron cuando Andra le arrojó sus ropas a la cara.

  • Cállate estupido campesino. Largo de aquí. Me aburres.

-Pero… Intentó seguir él.

  • Fuera de aquí, - cortó ella desenvainando un enorme puñal.- Y no se te ocurra volver a dirigirme la palabra sin mi permiso. No quiero volver a tenerte ante mi vista.

Domio agarró su ropa y salió de la estancia todo lo deprisa que pudo. Ni siquiera se detuvo a vestirse para salir a la calle. De todas formas, sabía que a aquellas horas no habría nadie que pudiera verlo y ya se vestiría de camino a su casa. Hizo un esfuerzo por no mirar siquiera el tragaluz del sótano del ayuntamiento, donde sabía que continuaba la agonía de su querida Neila y corrió hacia la oscuridad.

Arriba, en la habitación, la cazadora de brujas se recostó de nuevo en la cama y dejó escapar una sonrisa. No había sido una mala noche, después de todo.