Cazado (I)

De esta forma fuí capturado y mi vida pasó a ser de ella. Mis intentos de resistencia poco sirvieron. Ahora soy suyo, transformado en su sierva sexual.

CAZADO

Soy un joven de 35 años, y la historia que les contaré me tiene todavía como protagonista.

La cosa empezó cuando decidí mudarme a una ciudad del interior de mi país, por motivos profesionales. En la gran ciudad me costaba encontrar un trabajo decente, así que me cansé y terminé trabajando como empleado ilegal en una farmacia de pueblo, en condiciones muy incómodas, y con dos títulos universitarios en mi haber. Vivía en una pensión de tercera categoría, pero tenía esperanzas de mejorar. Así fue que, una noche, decidí salir a bailar a uno de las pocas discotecas de la ciudad. Y ese fue el fatídico error que me llevó a caer en las garras de mi ama actual, la Srta. Silvia.

Cuando la vi por primera vez, apoyada en un rincón, me llamó la atención su altura: sobre sus zapatos rojos con taco era casi tan alta como yo, que mido 1,80 m. Lucía una cabellera rubia y un vestido gris oscuro que le cubría hasta unos quince cm por encima de la rodilla. Sus piernas aparecían enfundadas en unas medias negras de lycra.

No era flaca, pero tampoco le sobraban muchos kilos: ante mis ojos se presentaba como una hermosa mujer de 30 años. Me acerqué, y fuimos trabando conversación, hasta que terminamos en una de las mesas compartiendo unas cervezas. Me dijo que sus padres habían vivido muchos años en la zona, dedicados a actividades vitivinícolas, y que ahora ella estaba sola, pues se había separado de su marido, que volvió a Buenos Aires, su padre había muerto y su madre estaba internada afectada de demencia senil en un geriátrico de una importante ciudad cercana, por lo que había quedado desde hacía tres años a cargo de la finca. Y no le iba nada mal. Había logrado colocar sus vinos en el mercado europeo y pensaba montar una hacienda en España, donde tenía unas tierras que fueron de la familia de su padre.

Hablamos de todo un poco, incluso de temas relacionados con el sexo... Como me sentía tan bien, le hablé de mis fantasías: de mi afección por el sadomasoquismo y el travestismo, aunque dejé bien aclarado que me gustaban sólo las mujeres. Ella se rió y me dijo que comprendía, pues había conocido otros hombres con esas fantasías.

Creo que eso la motivó a cazarme. Pronto supo que estaba sólo en la ciudad, la pensión adonde vivía, etc. Y avanzó: me propuso cederme un lugar en su casa, que era muy grande, para así sentirse más segura. Del progreso de nuestra relación, dijo, el tiempo se encargaría. Yo acepté, pues me costaba bastante pagar el cuartucho de mala muerte que devino en mi morada. Quedamos en que al día siguiente yo debía esperarla en un bar cercano a la terminal de ómnibus, a las 21 horas. Y se fue.

Puntualmente, a la hora convenida me encontraba con mis bolsos en el bar. Cuando ya desesperaba, apareció, se acercó y me indicó que la esperara a la vuelta, en una calle poco transitada.

Enseguida se estacionó una 4x4 negra con vidrios oscuros y se abrió una puerta trasera. Desde adentro y sin bajarse, me dijo que tirara los bolsos en el asiento trasero y que subiera. Así lo hice. Me llevó por una avenida hasta la ruta que salía de la ciudad.

Como a los 20 km tomó por un camino polvoriento hacia las montañas. De pronto, paró la camioneta y me miró. Me dijo que le gustaba, y acercó su cara a la mía. Yo estaba a mil. Me dio unos besos alucinantes, metiendo su lengua hasta mi garganta. Entonces correspondí como caballero, amasándole sus lindas tetas y acariciando su conchita a través de su bombacha.

La calentura era enorme. Entonces me tomó de la cabeza y me llevó hasta su sexo: la bombacha mojada despedía un olor penetrante que me puso aún peor: corrí el obstáculo y la recorrí con mi lengua hasta que tuvo su primer orgasmo. En un instante y sin darme cuenta casi, movió sus manos hacia adentro de un bolsillo del asiento delantero y sentí casi de inmediato una descarga eléctrica que me dejó grogui.

Cuando desperté, me encontraba acostado en la parte trasera, en el piso, con los ojos vendados, las manos encadenadas a la espalda y unidas a los tobillos que tenía también atados con una tira plástica o algo así. Una frazada gruesa me tapaba por completo. Intente moverme, pero cuando quise levantar la cabeza descubrí que algo me ahorcaba cuando lo intentaba. Parecía que me habían puesto un collar de ahorque, como los que usan los perros.

Así anduvimos viajando un tiempo que me pareció interminable, pues estaba medio muerto de sed porque en el bar había tomado té con azúcar. De pronto la camioneta paró. Sentí que se abría una puerta y alguien bajó. Al ratito volvió a subir, avanzó unos metros y se detuvo, bajando nuevamente.

Yo ya estaba desesperado: intentaba librar mis manos, pero me hacía daño. Casi no podía respirar por la nariz porque estaba resfriado, tenía algo adentro de la boca que no podía escupir y la cadena del cuello me ahorcaba cada vez que el auto se movía por algún bache y tenía la mala suerte de alejarme de mi sujeción.

Anduvo unos minutos más hasta que se detuvo en lo que parecía un garage. Allí se abrió la puerta y sentí que destrababa la sujeción de la cadena de mi cuello. Liberó mis piernas y tiró suavemente, diciendome que me podía bajar. Así como estaba, atado y entumecido, tuve que ser ayudado por ella para que no me rompiese la nariz contra el piso. Me condujo por una serie de pasillos hacia el interior de la casa.

De pronto se detuvo y me dijo que me sentara, guiándome hasta que toqué algo con mis piernas. Me empujó y quedé sentado en algo mullido. Escuché cómo ataba la cadena a algo de metal y de pronto quitó mi venda, quedando encandilado por la luz. Pude apreciar cuando mis ojos se acostumbraron que me encontraba en una habitación pequeña, pintada de rosa pálido. Una puerta de hierro, ahora abierta, con una pequeña ventana cerrada por el mismo material en el centro comunicaba con el pasillo.

El piso era de baldosas coloniales. En la habitación había una biblioteca blanca laqueada con muchos libros en la pared ubicada frente a mí, una pequeña puerta al lado y lo que parecía ser un placard a continuación. El resto del mobiliario lo completaban una cómoda blanca, una mesa de luz también blanca, sobre la que había un velador encendido y la cama sobre la que estaba sentado, que también era blanca pero de caños, como las de los hospitales viejos. Entonces empezó a hablar: me dijo que ella también tenía desde hace mucho tiempo fantasías, y que se había propuesto secuestrar a un hombre para humillarlo y usarlo como su juguete sexual. Yo la escuchaba atentamente.

Parada frente a mí, con las manos apoyadas en su cintura, siguió diciendo que cuando confesé mis fantasías se decidió por mí. Que no me preocupara, pues estaría bien cuidado y atendido, pero que dejaba en claro que yo había perdido mi libertad para siempre. Me dijo que hiciera de cuenta que estaba casado con ella.

Claro que mi lugar sería el de su esclavo. También me indicó, con una sonrisita socarrona, que debería vestirme con la ropa de mujer que ella me daría a partir de ahora y que mi aspecto debería ser un poco más femenino. Por supuesto, quería que en lo demás funcionara como hombre, penetrándola, o más bien ella se aseguraría de esto. Me dijo que me portara bien, que no gritara, pues igual nadie me escucharía, que me iba a quitar la mordaza. Así lo hizo: sacó una media anudada de adentro de mi boca. De inmediato sentí una mezcla de miedo y bronca: ¿qué derecho tenía de quitarme así mi libertad? ¿Estaría loca? Le dije eso. Se rió. Me hizo notar que no estaba en una buena posición para discutir, encajándome una bofetada. Yo me enojé, y como tenía las piernas libres, le di un terrible patadón que la arrojó contra la biblioteca. Se cayó al piso. Yo entonces aproveché para tratar de zafar: las manos las tenía unidas a la espalda con una cadena y candados. La situación de la cadena del cuello tampoco me favorecía: estaba atada a la cama de metal mediante un fuerte candado.

En ese momento se levantó y salió de la habitación: yo me quedé gritando como loco. En un minuto estuvo de vuelta, llevando una especie de caño de cuya punta salía un lazo. Apenas tuve tiempo de darme cuenta cuando estaba enlazado. Tiró fuertemente del otro extremo del cordón y me empezó a ahorcar. Me dijo que no lo hiciera difícil. Yo me estaba ahogando. Rápidamente, comenzó a golpearme en la cara con sus manos. Yo entonces caí y me di un golpe terrible con la pared. No fue lerda, y aprovechó para atarme las piernas con una cinta de embalaje. Rápidamente, aflojó el lazo de mi cuello, y entonces respiré desesperadamente. Me dijo que la próxima vez que la golpeara así me mataría lentamente. En ese momento tomé conciencia de que no podría hacer mucho más por ahora, así que no opuse resistencia.

Del placard sacó una cadena y unió mis pies, dejando una separación de 30 cm aproximadamente. Por la mitad, unió esta cadena con uno de los barrotes del pie de la cama. Entonces se me acercó y me escupió en la cara, me encajó tres tremendos sopapos y me volvió a advertir. Dijo que ahora debería vestirme e instalarme, y que si intentaba algo, la pasaría realmente mal. Yo ya estaba preparando una nueva estrategia de fuga. Pero no sabía con qué clase de persona estaba tratando. Se fue y volvió con la picana que había usado en el auto. Me aplicó dos terribles descargas nuevamente, que me produjeron una sensación de muerte. Ahora sí estaba paralizado. Fue ese el momento que aprovechó para sacarme la ropa: primero me soltó los pies y sacó mis pantalones, medias y calzoncillos; medio paralizado y temeroso, apenas me moví.

Con una tijera, cortó mi remera: ahora estaba completamente desnudo. Con unas vendas, unió mis pies a los extremos, acortó la cadena del cuello, por lo que ya no podía separarme mucho de la cama, y se fue. Volvió con un tacho de cera depilatoria caliente: la muy desgraciada me depiló toda la parte de delante de mi cuerpo, provocándome gran dolor. Cuando terminó, dijo que debía darme vuelta y que me ataría de otra forma, por lo que debería extremar sus cuidados. Igual ya me daba cuenta que aunque lograra golpearla, estaba encadenado y no zafaría jamás. Decidí entregarme y buscar alguna otra oportunidad.

Me ayudó a darme vuelta, soltó mis manos de la espalda y esposó prolijamente cada una a un extremo de la cama. Me depiló los brazos y el resto del cuerpo. Me dijo que soltaría mis brazos, pero que seguiría encadenado a la cama por medio del cuello. Y que me vistiera.

Me alcanzó primero una bombacha negra, de lycra, muy grande, como para una embarazada. Cuando me la puse me indicó que debía ponerme un par de medibachas del negras y bastante gruesas, cosa que hice bajo su atenta supervisión. Cuando veía que hacía algo mal, me corregía dulcemente. Me parecía mejor así: no la enojaría más por ahora. Así vestido, me veía bastante ridículo. Sacó del placard una especie de body de una tela gruesa y fuerte, pero debía ponérmelo como una camiseta.

Como todavía tenía la cadena en el cuello, yo pensé que esa sería mi oportunidad de escapar. Estaba equivocado, pues encadenó ambos pies a los costados de la cama, en unas argollas. Me puse el body, que era bastante extraño: cuando lo tuve puesto, lo ajustó mediante unos cordones que había detrás. A la altura del cuello, quedaba terriblemente ajustado. Por detrás colocó un pequeño candado. Hizo lo mismo con la parte de abajo, que colgaba del lado de adelante: la pasó por mi entrepierna y la sujetó a la espalda con un cordón y luego cerró mediante otros dos pequeños candados.

Trajo un espejo: era un modelo antiguo, pero imposible de sacármelo por los arreglitos que le había incorporado. Entonces se dirigió al placard y sacó unas enaguas y un vestido tipo antiguo también, color gris oscuro. Me hizo poner las enaguas, que tenían un cierre más normal: la abotonó a la espalda. El vestido tenía un doble cierre: por dentro un cierre relámpago fuerte, que cerró en mi cuello, uniéndolo a una pieza del body con un candado. Luego con un cordón unió dos solapitas a los costados, de modo que el cierre quedaba oculto. Esposó mis manos a la espalda, encadenó nuevamente mis pies, a los que unió con una corta cadena con las esposas de las manos, y me dijo si quería tomar o comer algo. Le pedí un vaso de agua.

Cuando lo trajo, tomó un sorbo, y me hizo señas: abrí la boca y lo fue escupiendo dentro. Así hasta el final. Luego dijo que era la hora de dormir: me puso nuevamente la cadena en el cuello, dejándola tan corta que apenas podía separarme del colchón.

Con una soga unió las cadenas de los pies a los barrotes de abajo y me dijo que debía castigarme. Acto seguido, se sacó las medias que llevaba y que estaban corridas por la lucha anterior, haciendo lo propio con su bombacha. Se ubicó a horcajadas sobre mi cara, tomó la bombacha y la orinó, mojándome la cara. Luego la metió en mi boca, colocando una venda que me impedía escupirla.

Me puso las medias envolviendo mi cara, de forma que apenas podía respirar, apagó la luz y se fue, cerrando la puerta de mi celda. En ese ambiente, degustando sus orines y respirando a través de sus medias, pasé mi primera noche de cautiverio.

Me di cuenta que tenía una erección fenomenal. Pasé parte de la noche pensando en mi futuro: por un lado, la chica me gustaba; además, estaba cumpliendo parte de mis fantasías. Me sentía muy raro. Por un lado, quería escaparme, y por otro, deseaba fervientemente seguir esclavizado a ella. Al otro día comenzaría a ver todo lo realmente positivo y nefasto de mi nueva vida. CONTINUARÁ.