Cazada como antilope (Clara 5)

Irene era una compañera de los primeros semestres de mi paso por la vocacional. Debo decir que era una chica interesante, evidentemente lesbiana (aunque a nadie le constaba), no bonita aunque de cara agradable. Eso sí: tenía un cuerpo que cualquiera podría envidiarle ya que era de esas chicas adicta

Como chico siempre fui un miedoso, un cobarde sumiso completamente dominable y por eso mismo para ella fue muy fácil diseñar y ejecutar la historia que les voy a contar.

Irene era una compañera de los primeros semestres de mi paso por la vocacional. Debo decir que era una chica interesante, evidentemente lesbiana (aunque a nadie le constaba), no bonita aunque de cara agradable. Eso sí: tenía un cuerpo que cualquiera podría envidiarle ya que era de esas chicas adictas al GYM.

Ella y yo realmente nunca nos volvimos amigos debido a que yo siempre intenté por todos los medios posibles ocultar mis deseos, pero algo debió intuir -el instinto gremial que le llaman algunas, “el radar LGBT”-. De eso pude darme cuenta después de todo lo que pasé con ella y de la forma en la que me dio caza. Todo debió verse más o menos como documental de Discovery Channel, de ésos programas donde puede verse a un tigre acechando primero y después devorando un antílope sin que este pueda ejercer demasiada resistencia.

Lo peor que ha traído a mi vida la disforia de género es la desmotivación: por muchos años no tuve verdaderos deseos o metas en la vida. Por ello, en la voca acostumbraba volarme clases. Por aquel entonces ocupaba mis pretendidas horas de escuela en irme de pinta y recorrer a pie cualquier lugar que se me ocurriera de la ciudad, concluyendo generalmente entrando a una o dos clases finales, o bien pasándomela acostada en las jardineras de la explanada de mi plantel.

Uno de esos días que me quedé en la explanada, Irene bajó llorosa y triste. Se sentó al lado mío y comenzó a hacerme la plática. Yo intenté empatizar un poco con ella y consolarla.

Faltaban un par de horas para que terminaran las labores en la escuela y -al sonar la campana-, antes de siquiera intentar volver al salón de clases, Irene retomó la palabra ahora un poco más enfadada que triste:

- Siempre te la pasas en la calle ¿Por qué no me acompañas a dar una vuelta y platicar? Realmente no me siento bien...

Obediente y sumiso obedecí. Sólo atiné a ponerme de pie, la tomé de la mano y con cinismo nos dirigimos a la puerta alegándole al vigilante que Irene tenía un problema en su casa y que me había pedido acompañarla. Le rogamos que nos permitiera salir sin gestionar ningún tipo de permiso con los prefectos. El policía nos vio con una mirada de complicidad que daba a entender que comprendía más de lo que nosotros (o al menos de lo que yo) estábamos pensando. Con una media sonrisa y ojos de lujuria viendo el bien formado cuerpo de Irene, nos abrió la puerta y sólo dijo “ Sale ”.

Caminamos al metro dirigiéndonos a ninguna parte. Nuestra primera escala fue en la estación del Metro Canal del Norte. De ahí nos dirigimos a la estación Jamaica donde transbordamos.

Fue en Jamaica donde, mientras esperábamos el tren, Irene me puso contra la pared en un tierno pero firme abrazo. En ese momento ella me inspiró más ternura que deseo. Acaricié su espalda con ternura en mi casi nula experiencia y besé su frente y sus mejillas.

El convoy llegó a esa estación casi vacía, pero cuando me disponía a despegar nuestros cuerpos con la finalidad de abordar, ella me abrazó más firmemente por la cintura y me plantó el beso más dominante que había recibido en los labios hasta entonces. Con sus manos recorrió toda mi espalda hasta llegar a mis nalgas y las acarició. Yo reaccioné empujando mi pelvis hacia adelante. Nuestras entrepiernas se tocaron y se rozaron por encima de la ropa. Entre excitada, derretida y confunda, no atiné a más que dejarme hacer.

El silbato que anunciaba un segundo convoy me despertó de esa sensación. Ésta vez Irene se separó de mí y me arrastró al vagón. Ella se recargó en la puerta que no abre y nos colocamos en una postura tipo cuchareo de pie, debido -tal vez- a que era ligeramente más alta que yo. Lo disfruté mucho, como sea, y disfruté como complementó ese abrazo con besos en los lados de mi cuello.

Llegamos a la Estación Chabacano, donde transbordamos a la línea azul. Ahí Irene sugirió acercarnos al rumbo de Coyoacán, el “Chapultepec” de los niños de prepa.

Cuando llegamos al Metro Portales Irene me pidió que bajásemos a fisgonear en los puestecillos de ropa alrededor de la estación. No soltándome nunca de la mano, Irene aprovechó para comprar unas medias negras y una blusa un poco larga. Caminamos recorriendo casi todos los puestos, en ocasiones me besaba y me abrazaba.

Fuimos sobre calzada de Tlalpan hasta casi llegar a la estación Ermita y llegamos justo frente a la puerta del entonces hotel Cibeles. De manera casi autoritaria se paró frente a mí y me preguntó si me gustaría “ que estuviéramos juntos ”. Abobado, respondí que sí.

Pedimos una habitación. Ya que estuvimos en ella, Irene ya no permitió que la besara más y se limitó a sentarse en la mesita que estaba en la habitación.

- ¿Sabes? No sé qué estés pensando de mí o qué esté pasando por tu mente en estos momentos pero quiero empezar por platicar y conocernos un poco más-, dijo.

- No hemos ido lento, precisamente-, contesté.

- Si… Bueno. Quiero que sepas que tuve la curiosidad de conocerte más y de repente caminando fue que me dieron ganas de besarte y abrazarte… Pero creo que no es un secreto para ti que esto no puede ser porque, pues… Soy lesbiana-, dijo sin tapujos.

En un intento torpe por empatizar con su declaración (que en verdad no era un secreto), le confesé que yo siempre había tenido dudas de mi sexualidad, que siempre me había sentido como chica -que al menos tenía debilidad por la ropa- y, como quien pica con una aguja un globo lleno de agua, ella explicó su punto.

Comenzó induciéndome la idea de que por eso hacíamos buena química. Continuó diciéndome que tenía el trasero femenino. Acarició mis piernas mientras me plantaba otro beso en la boca. Por fin, me acercó la bolsa donde venían las medias y la blusa y -con una actitud dominantemente felina, me dijo:

- Ya puedes ponerte tu regalo.

Excitadísima, comencé la media transformación, calzándome las medias y poniéndome la blusa. La excitación me hizo adoptar una actitud femenina. Completamente dominada por ella comencé a besarla y a tocarla pero con miedo y respeto. Irene jugaba con mis nalgas, abriéndolas, acariciando mi ano, besándome la boca y el cuello, haciéndome elevar la temperatura y la excitación al mil.

Yo no hacía más que tocarla torpemente. Ella se dio cuenta de mi poca experiencia y comenzó a quitarse la ropa sin dejar de acariciar mis piernas, mi espalda, y sin dejar de besar mis inexistentes pechos y mi cuello. En todo momento ella me decía “gatita”, pues yo no era un hombre con quien estaba teniendo intimidad, sino una esclava a la quien ella había dominado. Para este momento había adelgazado la voz lo más que pude, externándole entre jadeos el agradecimiento por haberme llevado a esta situación.

Excitada y confundida por una experiencia cuasi-lésbica/cuasi-hetero, justo antes que siquiera intentara retirarse las pantaletas, se apartó de mí y se dirigió a su mochila. Sentí confusión, excitación y mucho, mucho miedo. Ella sólo se rió mientras me mostraba el strap on. Mi cara debió ser un poema por todo lo que imaginé en el momento que vi ese falo de plástico frente a mí.

- No te asustes minina-, me dijo-. Es para ti pero no como tú lo deseas… O al menos no en este momento, a menos que me lo pidas….

Llevó ese falo a mi boca y me lo dió a lamer. En sus ojos se notaba el placer de la dominación. Me besó dejando el falo en medio de nuestras bocas y siguió acariciándome, pidiéndome que le besara los pechos. En cierto momento me dijo que era hora que la penetrara y yo me llené de miedo pues no tenía protección. Tontamente se lo dije con el tono más imbécil y miedoso que salió de mis labios.

Ella soltó la carcajada y en un tono burlón casi me gritó.

- Ni creas que me vas a meter tu cosita inservible. Las gatitas no tienen eso que tú tienes. Me lo vas a hacer con el strap on.

Humillada, pero de algún modo súper excitada, me sometí a su deseo. Le permití que me pusiera aquel calzón de cuero con pene, la dejé que aprisionara mi excitado miembro en ese claustro de cuero. Se tumbó sobre la cama y con una mirada y voz que aún de recordarlo me excitan, me dijo “ Ayúdame a sentirme mujer ”.

Empecé jugando en la entrada de su vagina. Me ordenó ocupar mis manos para tocarla, prohibiéndome explícitamente intentar tocar mi pene. Poco a poco la penetré. A intervalos, ella frotaba su clítoris en círculos con un vaivén hipnótico mientras me ordenaba como amarla.

- Bésame… Tócame… Así…. Métemela duro… Mira mi vagina… Sé que tú quisieras estar como yo, tú no deseas penetrarme, tú deseas ser penetrada, tú eres una gatita obediente, tú eres una mujer obediente…

Aún retumba en mi cabeza por lo hipnótico de sus ordenanzas mientras mi humillación y excitación crecían.

De repente, todo su cuerpo empezó a temblar. Ella sólo gemía entrecortada y ahogadamente, pidiéndome que me detuviera. Al final, con la voz quebrada, me dejo en claro que yo no le había servido como hombre, sino como esclava.