Cautiva y Desnuda en África Ecuatorial
Una periodista española se enfrenta a un importante empresario guineano, y acaba trabajando desnuda en sus minas de oro en Guinea, donde es torturada y violada repetidamente.
CAUTIVA Y DESNUDA EN ÁFRICA ECUATORIAL
Por Alcagrx
I – Enfrentamiento y captura
“Buenas tardes, señor Owono, soy Ana Gálvez, de Noticias Centro; nos puede dar su versión sobre las graves acusaciones que pesan sobre usted, relativas a la utilización de esclavos en sus minas?” . Mi pregunta provocó, entre los presentes, el mismo efecto que una bomba: los periodistas me miraron con asombro -y algo de envidia, claro-, y la delegación guineana que daba la rueda de prensa puso cara de gran indignación. El interpelado me miró con fastidio; a él, Julio Owono Nchama, principal empresario de Guinea Ecuatorial y sin duda el hombre más rico del país -descontado el presidente, claro- aquella acusación le estaba perjudicando mucho en sus negocios en Europa y América. Lugares donde la gente, debía él pensar, están obsesionados con eso de los derechos humanos. Al no poder ordenar que me detuvieran y encarcelaran, como habría sin duda hecho de estar en su país en vez de en la “Madre Patria”, se limitó a farfullar una frase de manual sobre lo bien tratados que eran los trabajadores tanto en Guinea en general como en sus minas en particular, y el ministro hizo señal de pasar a otra pregunta. Pero yo no solté la caña tan fácilmente: “Señor Owono, si se lo pregunto es porque dispongo de evidencias indiscutibles de lo que acabo de afirmar: testimonios personales, fotografías, incluso vídeos. Mi intención es publicar un extenso reportaje sobre el tema pronto, y me gustaría incluir su versión de los hechos en él” .
Al ver la cara de Owono supe que había pinchado en hueso; la mención a “fotografías y vídeos” hizo que saltase en su silla como si una avispa acabara de picar su negro culo. Porque, la verdad sea dicha, era negro como un tizón, y además feo como un gorila. Puse de inmediato mi mejor sonrisa pícara, pues él no sabía que parte de lo que le acababa de decir no era verdad; y era justo la parte que más le había dolido, al parecer: mi futuro reportaje se basaría en testimonios, sí, pero yo no tenía fotografía o vídeo algunos para respaldarlo. Bueno, sí, tenía muchas fotos de paisajes de Guinea Ecuatorial, y vistas de alguna de las minas que allí había; pero ninguna que demostrase que Owono, o cualquier otro de sus socios, usaran a esclavos como mineros. Pero muchas veces meter miedo es una excelente forma de soltar una lengua… Y al parecer funcionó, pues Su Negritud me dijo “Señorita, aquí hemos venido para hablar de otra cosa, el proyecto de explotación petrolífera hispano-guineano; pero con gusto le daré, al acabar, una entrevista para aclarar esa sandez que circula por ahí” . Una vez satisfecha, dejé que continuase la rueda de prensa sin intervenir más, mientras me relamía pensando en mi sagacidad; no en vano a algunos compañeros les daba, a veces, por llamarme Ana “Pastor” -en vez de Gálvez-, reconociendo mi habilidad como interrogadora de personalidades.
La entrevista privada posterior fue, sin embargo, una decepción, pues no logré sacarlo de su postura oficial: el excelente trato a sus obreros, la enorme mejora que su nivel de vida estaba experimentando, y bla bla bla. De hecho, lo único que me sorprendió era que ni se molestase en disimular el gran interés que tenía en saber cuáles eran mis pruebas gráficas; llegó a insistir tanto en ello que, al final, parecía que él me entrevistaba a mí, y no al revés. Pero, claro, no solté prenda; entre otras cosas porque no había prenda alguna que soltar. Y al final perdió del todo los nervios, dejando salir al cerdo machista que llevaba dentro: mirándome con lascivia evidente, despacio y de los pies a la cabeza, me soltó: “No entiendo como una mujer tan hermosa se dedica a fastidiar a los hombres, en vez de a hacerlos felices” . Reconozco que, en mi trabajo, me gusta vestirme de un modo un poco más provocativo de lo nomal; faldas cortas, escotes algo más abiertos de lo que la decencia aconseja, …; cosillas así. Que, además, con los hombres funcionan de maravilla, sobre todo cuando son como Owono; y que a muchas mujeres les provocan unos ataques de envidia divertidísimos. Pero aquel animal no tenía derecho alguno a decirme una cosa así, y se llevó de inmediato su merecido; le miré del modo más gélido de que fui capaz, y le dije “Será difícil que ninguna mujer, ni siquiera la menos favorecida, esté dispuesta a hacer feliz a un gorila maleducado como usted, se lo aseguro” . Y, muy digna, me levanté y me fui de allí; entre los murmullos de desaprobación de los demás machorros que formaban su séquito, y que tanto se habían reído con su comentario.
La verdad es que no pensé más en el tema, pues los siguientes días estuve muy ocupada atendiendo otras noticias. De hecho, ni siquiera comenté la entrevista privada con nadie, pues no tenía ningún interés periodístico; era evidente que no íbamos a publicar la catarata de lugares comunes en la que consistían las declaraciones que me hizo el tal Owono “en privado”. Y menos aún lograríamos venderlas a ningún otro medio, por cutre que fuese. Pero, unos quince días después, al acabar mi jornada de trabajo tomé el ascensor de bajada al aparcamiento distraída con el móvil; y, aunque vi que venía ocupado con otras personas, ni me fijé en quienes estaban en la cabina. Unos pisos más abajo guardé el teléfono en mi bolso, y al levantar la mirada vi que me flanqueaban dos negros gigantescos, con sendos trajes que parecían a punto de reventar por las costuras. El más inmenso de ellos, situado en el mismo lado donde yo llevaba el bolso, me sonrió, dejándome ver una catarata de dientes blanquísimos; y en aquel mismo instante noté un pequeño pinchazo en el cuello. No tuve ni tiempo de ver que me había pasado, pues de inmediato perdí el sentido.
II – El vuelo
Desperté sentada en un butacón de cuero muy confortable, y una vez más recuperada me di cuenta de que estaba en un avión. Tenía la boca seca, y algo de dolor de cabeza, pero no podía dudar de donde estaba: tenía a mi lado una ventanilla pequeña, ovalada, por la que podía ver el cielo, el mar, y un ala del aparato, así como un motor cuya vibración también podía notar. No parecía un avión grande como los de pasajeros, pues la cabina era más bien estrecha, tipo jet privado; y en el sector donde estaba sentada solo había cuatro butacas como la que yo ocupaba, así como una puerta hacia lo que, lógicamente, debía de ser el resto del aparato. La puerta se abrió de pronto, dejándome ver al mismo negro que me había sonreído en el ascensor, aunque ahora tenía una cara más seria; al verlo le intenté decir algo, pero de mi boca no salió más que un sonido gutural, incomprensible. Él se limitó a hacerme señal de que me callase, y me cogió del brazo con una mano gigantesca, llevándome hasta la siguiente cabina. Era, sin duda, la principal, y lo primero que vi en ella, sentado tras una mesa y consultando papeles, fue a Julio Owono Nchama, como siempre vestido igual que si acabase de asistir a una audiencia de la reina de Inglaterra: traje caro, muy bien cortado, corbata elegante y zapatos de piel; también ingleses, seguramente. Cuando yo entré alzó la cabeza, y me dijo muy sonriente “Ah, señorita Gálvez, veo que ya ha despertado. Pero siéntese, por favor; ahora le traerán un vaso de agua, que debe tener la garganta seca” .
Mientras el otro gorila del ascensor se levantaba de una butaca y se acercaba a lo que parecía una barra de bar, yo me dejé caer en la butaca que estaba situada frente a la mesa de Owono; el cual continuó de inmediato con su discurso aparentemente amable: “Como vi su interés por mis trabajadores, me he tomado la libertad de llevarla a conocerlos; así podrá ver en persona como es el trabajo en mis minas” . Yo estaba, como es natural, en estado de absoluto shock; me parecía inaudito que aquel primate hubiera tenido las santas narices de secuestrarme, y tan pronto como recuperase la voz pensaba decirle cuatro frescas. Pero él aprovechó mi momentánea mudez para seguir, siempre sin perder la sonrisa: “Y no he olvidado que su principal interés era conocer las condiciones de esclavitud; no se preocupe, lo hemos preparado todo para que pueda usted experimentar en persona lo que siente un esclavo. Perdone, una esclava, no quisiera volver a ser acusado de machista” . Dejó por un momento que el anuncio hiciera en mí el efecto deseado, y continuó: “Pero antes de eso este gorila maleducado tiene un asuntillo pendiente con usted; así que, por favor, póngase en pie y desnúdese” .
Sus palabras me produjeron el mismo efecto que un calambrazo, y por primera vez me di cuenta de mi situación de absoluta vulnerabilidad. Estaba en manos de ese animal por completo, y no era fácil que la policía, una vez que se dieran cuenta de mi desaparición, pudiera relacionarla con Owono; dado que nadie conocía mi entrevista privada con él, yo no había vuelto a hablar más con mis compañeros del tema de Guinea Ecuatorial desde entonces, y la pregunta que le dirigí públicamente me fue contestada con educación. Difícilmente nadie podría pensar que Owono me iba a secuestrar por hacerle una pregunta en una rueda de prensa. Él pareció captar mis cavilaciones, porque me dijo “No tema, su desaparición ha quedado bien resuelta. Usted subió a este avión en una caja cerrada, que iba protegida de miradas indiscretas por la inmunidad diplomática; y poco antes de despegar envió con su móvil, desde el aeropuerto, un mensaje a su jefe diciendo que se marchaba de inmediato a Siria, porque tenía allí una nueva fuente de información que parecía muy interesante. Y lo hizo, sabe? Una mujer muy parecida a usted, con el pasaporte que había en su bolso, cogió unas horas más tarde un vuelo hacia Damasco; donde al llegar lo más posible es que desparezca. Ya sabe, esos sitios tienen mucho peligro…” . Al momento maldije mi costumbre de llevar siempre el pasaporte en el bolso, que por otra parte no era tan rara en la profesión; y ya casi había olvidado su orden anterior cuando le oí decir “Señorita Gálvez, va a desnudarse usted sola o prefiere que mis ayudantes la desnuden? Estarán encantados de hacerlo, sabe, pero ya le advierto que son un poco brutos…” .
Nunca antes había sentido un miedo tan atroz, paralizante. No porque sea una persona especialmente pudorosa, pues prácticamente siempre tomo el sol en topless, y en cuanto puedo lo hago sin nada; pero era inevitable suponer que si me quería desnuda era para, a continuación, violarme. Posiblemente no solo él, sino también sus gorilas. Una vez más pareció como si me leyese el pensamiento: “No tema, no vamos a hacer el amor. Sin duda que, en el futuro, ocasión habrá para que usted haga felices a mis hombres, o incluso a mí. Pero eso tendrá que ganárselo. Ahora mi intención solo es castigarla por haberme insultado hace unos días. Y no solo humillándola; ya verá que en eso soy muy imaginativo” ; lo que dijo con la cara muy seria, para acto seguido hacer una seña a sus matones, quienes hicieron ademán de acercarse. Yo logré emitir un leve grito, que sonó raro pero muy parecido a un “No!” , y para mi sorpresa se detuvieron; lo que aproveché para, antes de que cambiasen de idea, comenzar a desabotonar mi blusa. Una vez desabotonada me la quité, desabroché mi falda y la dejé caer a mis pies y, cuando iba a quitarme los zapatos, oí que él me decía “No, déjeselos” . Obedecí para, a continuación y con un gran esfuerzo de voluntad, desabrocharme el sujetador y quitármelo; quedándome allí en medio del avión en bragas y zapatos, con mis brazos cubriéndome el pecho tanto como pude.
No voy a negar que me siento orgullosa de mi cuerpo. A mis cuarenta años sigo teniendo una piel firme y tonificada, una musculatura ágil y trabajada, sin rastro de flaccidez -mis buenas horas de gimnasio me cuesta-, y mi aspecto general sigue atrayendo la mirada de los hombres: algo más de metro ochenta de estatura, unas piernas larguísimas y el pecho abundante y bien colocado, por supuesto natural. Además de una cara que yo creo agradable, enmarcada por una media melena negra; y lo que siempre he pensado que es mi mejor atributo: unas nalgas que, perdóneseme la inmodestia, me parecen perfectas. Pero una cosa es estar orgullosa de él y otra muy distinta verme obligada a lucirlo desnudo ante aquellos primates; por lo que dar el último paso me costó aún mayor esfuerzo. Pero, al ver que uno de los gorilas venía hacia mí otra vez, me armé de valor y, quitando los brazos de mi pecho, me bajé las bragas con ambos pulgares; cayeron al suelo y yo, de inmediato, volví a asumir la postura más pudorosa que la situación me permitía: una mano frente al sexo, y el otro brazo cubriendo como podía mis senos.
De inmediato sucedieron dos cosas: el gorila que se estaba acercando a mí cogió todas mis prendas y se las llevó a un armario próximo, y Owono me volvió a hablar: “No mujer, esa no es la postura adecuada. De momento, ponga las manos tras su cabeza y separe bien las piernas; después ya ensayaremos otras poses. Y más vale que se vaya acostumbrando a estar desnuda: salvo que alguna vez me apetezca ponerle algo, así va a estar siempre desde este momento” . Al oírle unas gruesas lágrimas empezaron a correr por mis mejillas, pues ya no pude soportar más la tensión; él me dejó llorar un rato, aunque no había obedecido aún la orden de cambiar mi postura, y cuando vio que yo me calmaba un poco me dijo “Vaya al baño a lavarse un poco la cara, y regrese luego aquí, adoptando la postura que le he ordenado. La verdad, he de admitir que en España me pareció mucho más valiente” . Le obedecí al instante y casi con alegría, pues su orden implicaba alejarme de él; y, sin saber muy bien como cubrirme -pues al girarme les mostraba mi trasero a él y a un gorila, y delante tenía al otro que me guiaba- fui hasta el baño. Donde mi acompañante, con un gesto tajante, me impidió cerrar la puerta, y se quedó allí mirándome.
Es difícil que quien no lo ha probado nunca entienda la sensación de vulnerabilidad, y de vergüenza, que produce estar desnudo en un lugar público no previsto para eso; sobre todo cuando, como era mi caso, tu desnudez está en manos de un desconocido -o, peor, de un enemigo- que tiene el poder de decidir exhibirte cómo, a quien y cuando quiera. Porque él es quien tiene el control sobre tus prendas, pues lo que verdaderamente produce la sensación angustiosa es el no tener posibilidad alguna de cubrirse; ya que todo el mundo está desnudo en público alguna ocasión, en la playa, en las duchas de un gimnasio o en el médico, por ejemplo, pero en esos casos siempre tiene a mano algo con lo que cubrirse. Y, sobre todo, sabe que puede hacerlo cuando quiera, sin que nadie pueda impedírselo; mientras que a mí no me quedaba más remedio que permanecer desnuda en adelante, pasara lo que pasara. Con estos pensamientos en la cabeza iba lavándome la cara, agradeciendo -lo que era, en mi situación, bien absurdo- el no llevar casi maquillaje; y, finalmente y con un suspiro, cerré el grifo, regresé al salón y, muy temblorosa, levanté mis manos hasta detrás de la cabeza y separé un poco las piernas.
Owono me contempló largo rato, incluso haciéndome dar media vuelta unas cuantas veces, para poder valorar también mi espalda y mi trasero. Él y sus gorilas, obviamente, pues yo estaba absolutamente expuesta a cualquier mirada; incluidas las de los pilotos, si les hubiese apetecido asomarse. Y roja como un tomate, por supuesto; en mi vida había pasado por una humillación así. Pero la cosa solo había hecho que empezar; cuando se cansó, Owono dijo “No está mal, buen culo, buenas piernas y muy buenas tetas. Ya me lo pareció entonces” y se levantó de su sillón, acercándose a mí. Yo hice un gesto como de retroceder, pero su mirada severa me frenó, y acto seguido comenzó a sobarme por todas partes: primero los pechos, luego la cintura y el trasero, … Necesité de todas mis fuerzas para reprimir lo que habría sido mi reacción natural: darle un bofetón que le hubiese saltado todos los dientes; pero por fortuna pensar en las barbaridades que aquellos tres salvajes podían hacerme me contuvo. Finalmente llegó a mi sexo, y cuando sentí su mano sobre mi pubis oí que decía “Habrá que quitar esto al llegar” , imagino que refiriéndose al escaso pelo que yo allí tenía, cuidadosamente rasurado en forma de pequeño triángulo. Siguió hacia mi vulva, que recorrió un rato con sus asquerosos dedos; en ocasiones incluso haciéndome un poco de daño, por lo que yo gemía y me agitaba un poco. Y de pronto la retiró, pero no había acabado; mientras se olía la mano me dijo despreocupadamente “Así es difícil encontrar el clítoris, claro. Suba a la mesa y separe bien las piernas” .
III – Primer castigo
La orden logró, por fin, paralizarme del todo; me quedé quieta, mientras un temblor me recorría el cuerpo, pero de inmediato sus dos gorilas decidieron que ya era el momento de ayudarme a obedecer. Y, cogiéndome cada uno de un brazo y una pierna, me tumbaron con la espalda sobre la mesa del avión, y con mis dos piernas flexionadas y separadas al máximo. Owono se sentó justo delante de mi sexo y, de nuevo, comenzó a hacerme tocamientos, al tiempo que se seguía quejando - “todas las europeas son unas guarras” decía- porque yo tuviera, como por otro lado tiene cualquier mujer adulta, pelo en mi bajo vientre. Tras manosearme un rato, con especial atención a mi clítoris, se le ocurrió otra indignidad más: sacando de un cajón un consolador que parecía enorme, al menos de veinticinco centímetros de largo por cinco de diámetro y con la superficie rugosa, imitando las venas de un pene erecto, me lo entregó y me dijo “Métaselo hasta que no le quepa más. Y no nos engañe; si dudo, seré yo quien compruebe personalmente hasta dónde llega” . Yo lo cogí con manos temblorosas, y lo acerqué torpemente a mi sexo; pero él me detuvo, y con una sonrisa dijo “Así en seco le va a hacer daño, mujer. Chúpelo primero un poco, para mojarlo, mientras yo la voy poniendo a punto” , mientras volvía a masajear mi clítoris. De inmediato empecé a llorar otra vez, de un modo incontrolado; pero con ello únicamente conseguí dos cosas: que Owono, después de escupir en el consolador y esparcir la saliva, me lo metiese él mismo; y que, haciendo un gesto de irónica galantería, me ofreciese un pañuelo de papel.
El dolor que me produjo el artefacto es fácil de entender, pues yo no estaba excitada en absoluto; más bien lo contrario. Y Owono me taladraba con creciente fuerza, sin que yo pudiera siquiera retirar mi sexo hacia atrás; ya que sus dos matones me tenían firmemente sujeta en la mesa. Así que mis llantos se convirtieron en quejidos de dolor, mientras el consolador iba avanzando hasta que lo noté llegar al fondo de mi vagina; y a partir de ahí en alaridos, pues Owono no dejó por eso de empujar. Cuando se convenció de que no lograría meterlo entero hizo un gesto de desagrado y lo soltó, dejando que la propia contracción de mis músculos vaginales sacara el consolador, y lo hiciera caer sobre la mesa. Pero ni con eso le pareció suficiente mi humillación, pues de inmediato noté que me estaba tocando la zona anal; y, cuando reuní fuerzas para mirar, vi que estaba a punto de meterme el consolador allí. Chillé como una loca, y pataleé cuanto pude; que fue casi nada, pues la fuerza de sus guardaespaldas era algo para mí completamente insuperable. De hecho, tenía la sensación de que cualquiera de ellos podría si quisiera romperme un brazo, o una pierna, solo con sus manos y sin el menor esfuerzo. Así que de nada sirvió mi resistencia, pues Owono colocó la punta del monstruo en mi esfínter y empezó a apretar cada vez con mayor decisión. Al principio mi reacción natural fue la de hacer fuerza, tratando de impedir el acceso al intruso; pero enseguida comprendí que, al final, el objeto vencería por su mayor dureza, aunque no sin antes hacerme daño, y opté por dejarme penetrar. Algo que el consolador hizo sin ninguna piedad, entrando hasta el fondo de mi recto y provocándome una sensación extraña; de mucho dolor en el esfínter y de gran incomodidad en el vientre, pero sobre todo muy humillante. Pues, además de tener a Owono justo frente a mi sexo, tenía a uno de sus guardaespaldas con la cara frente a mí, contemplando con curiosidad mis reacciones.
Esta vez, para mi sorpresa, el consolador llegó hasta el final, o al menos eso creo; pues él mismo lo sacó de mi interior, acercándolo de inmediato a mi boca mientras me daba una instrucción: “Límpielo” . Al principio ni siquiera le entendí, pero cuando vi frente a mi cara el puño de uno de sus gorilas, grande como un martillo pilón, me puse de inmediato a lamerlo y chuparlo como si en ello me fuese la vida. Al cabo de un poco lo retiró, y sus guardaespaldas me soltaron; pero yo me quedé sobre la mesa, sollozando, encogida en posición fetal. De inmediato Owono me reconvino: “No esconda el coño ni las tetas. Mientras sea mi huésped deberá usted cumplir varias reglas, de las que las más importantes son: obedezca sin chistar a cualquier hombre, no hable si no se le da permiso, no mire a los hombres a la cara y jamás, jamás, trate de ocultar su cuerpo. Si lo hace será castigada; su cuerpo ya no es suyo, es mío, y no quiero que nada me impida disfrutarlo” . Con un esfuerzo sobrehumano logré separar los brazos de mi cuerpo, y me estiré boca arriba sobre la mesa; para sentir de inmediato sus manos, no menos enormes que las de sus gorilas, en mis senos. Me quedé inmóvil, pues mis pezones siempre han sido muy sensibles y temía que me los fuera a retorcer; pero de momento se limitó a magrearme, soltando expresiones de admiración por el tamaño y dureza de mis pechos a cual más obscena; cosas como “Vaya tetas para una cuarentona, grandes y duras. Seguro que no ha tenido hijos, a mis mujeres se les caen enseguida cuando paren” , o “Esas tetas parecen hechas para recibir azotes. Y no les van a faltar, seguro” .
En eso estaba cuando sonó la megafonía del avión, y pude oír “Mister Owono, ninety minutes to destination” . Al oírlo dijo algo como que teníamos que apresurarnos, pues pronto llegaríamos y no iba a dar tiempo, e hizo un gesto a sus gorilas; los cuales me levantaron como a una pluma para darme la vuelta, y me colocaron en el lateral de la mesa del lado contrario a donde Owono estaba sentado; con el pecho sobre la tabla, las manos sujetando su otro extremo y las piernas bien separadas. Mientras notaba que ataban mis pies a las patas de la mesa, soldadas al suelo del avión, mi captor abrió un cajón y sacó una vara larga y fina, que parecía de un material plástico y medía cerca de un metro. La puso delante de mi cara, ahora muy cerca de él -de hecho, yo estaba notando el olor a orina que emanaba de su bragueta- y me dijo “Esto es una vara de fibra de carbono. Duele más que la de madera, pero causa menos destrozos que la de ratán. Ocasión tendrá de probarlas todas. Pero ahora vamos solo a ajustar las cuentas por su insulto. Grite cuanto quiera que a nosotros no nos importa, y la tripulación ya sabe que no ha de abandonar la cabina oiga lo que oiga” ; y acto seguido dejó su sillón a uno de los guardaespaldas, quien cogió mis dos manos y tiró de ellas hasta dejarme aún más aplastada sobre la mesa.
Vi marchar a Owono hacia mi parte posterior y, poco después, recibí el primer golpe. Lo sentí como si un objeto mal afilado desgarrase la carne de mis nalgas, y comencé a sacudirme como si una corriente eléctrica atravesase mi cuerpo, chillando de dolor y al borde de un ataque de histeria. Owono esperó pacientemente a que me calmase un poco y repitió el golpe, esta vez algo más arriba, más cerca de la grupa; aunque, la verdad, el dolor era tan intenso que no podía estar muy segura de donde impactaban los varazos: yo solo podía retorcerme, aullar de dolor y suplicarle gritando que parase. Pero no lo hizo, y continuó golpeándome lo que me parecieron muchas veces; de hecho fue solo una docena, y lo supe no por haber contado los golpes -hubiera sido totalmente incapaz, en mi mente no había nada más que el dolor- sino por las palabras de mi torturador al terminar: “Esta vez solo han sido doce, más que nada para que vaya conociendo la vara. Pero créame, en mi mina todas las infracciones tienen castigos mayores. Así que ya puede usted estarme agradecida; pues con poco doy por olvidada su ofensa” . Al instante el guardaespaldas soltó mis manos y se levantó, siendo sustituido otra vez por Owono; y éste, mientras el otro gorila desataba mis pies, me dijo con otra sonrisa “No se mueva de esta posición, se lo ruego; me encanta la expresión de su cara” .
IV – La llegada a la selva
Realmente la orden era fácil de cumplir, pues me encontraba agotada y sudorosa, como si hubiera completado una maratón; con la diferencia, claro, de que el dolor se concentraba en un único sitio: en mis nalgas. En mi vida había sentido un dolor parecido, mucho más intenso que el de muelas; en realidad en aquel momento estaba convencida de que nunca más me podría sentar, pues suponía que mi trasero había sido mutilado. Pero, como luego pude comprobar, no era en absoluto así; y, aunque la paliza me dejó unas marcas profundas, que tardaron días en desaparecer, con el tiempo -y para mi desgracia- aquel primer castigo quedaría como una anécdota en mi memoria, comparándolo con todo lo que después tuve que soportar. Aunque en aquel momento no lo sabía, claro, y tampoco había podido comprobar aún la enorme capacidad del cuerpo de la mujer para soportar cualquier agresión, y recuperarse de ella. Por lo que, sin duda, en el momento en que se encendieron las luces de aviso del cinturón de seguridad yo me sentía la mujer más desgraciada del mundo, y estaba llorando desconsoladamente por ello. A los gorilas, una vez más, les importaba poco, mejor nada; pues me levantaron de nuevo sin esfuerzo aparente, y me sentaron en uno de los butacones sin la menor delicadeza; haciendo que mi lacerado trasero emitiera nuevas, e intensas, señales de dolor al contacto con las costuras en el cuero. Y, una vez que me hubieron colocado el cinturón de seguridad, uno de ellos me separó las rodillas hasta lograr espatarrarme lo que el sillón permitía; haciendo a continuación un gesto de advertencia que tenía un significado evidente: acuérdate que has de estar siempre bien expuesta.
El aterrizaje fue suave, y mi primera impresión al mirar por la ventanilla fue que estábamos en medio de la selva; pues hasta donde alcanzaba la vista se veía bosque tropical. Mientras rodaba, el avión pasó frente a una terminal con aspecto muy moderno, en la que pude leer la palabra “Mongomeyén” , y al punto mi dolor de nalgas se vio acompañado de otro sufrimiento, éste psíquico; pues la sola idea de tener que cruzar la terminal desnuda, con mis marcas de vara en el trasero y ante la mirada de todo el mundo, casi me hacía más daño que los propios golpes. No fue así, aunque luego pensé que no precisamente para mi suerte; pues el avión se detuvo frente a un hangar, a un centenar de metros de la terminal, y Owono me dijo: “Bienvenida a mi provincia, Wele-Nzas, y a la ciudad de Mongomeyén. Lamento informarle que, por razones vinculadas al tipo de carga que usted representa, no pasaremos los controles de policía habituales. Aunque, en realidad, eso nada cambiaría: el ministro de Seguridad Nacional es mi primo hermano, y le encantan mis regalos… Más que nada, lo hago por evitarles a los agentes un momento embarazoso, no por usted. Pero siempre es mejor que ningún policía la vea, claro; podría haber quien pagase mejores sobornos que yo, aunque francamente lo dudo” . Dicho lo cual sus dos guardaespaldas procedieron a “prepararme” para bajar del avión: me quitaron los zapatos de tacón que aún llevaba, me esposaron con las manos detrás y, por último, me pusieron una capucha que me privaba completamente la visión. Lo que aún me hizo sentir más incómoda, pues si ya era duro estar desnuda, el hecho de no saber quien me estaba viendo en cada instante incrementaba aún más la sensación de desvalimiento.
Llevada de ambos brazos por los gorilas -el tamaño de sus manos era inconfundible- bajé del avión; a un calor inverosímil, inhumano, incluso estando por completo desnuda. De inmediato me sentaron en la trasera de un vehículo alto, que supuse un todoterreno, iniciándose la marcha; durante la cual mis dos escoltas, aprovechando quizás que tenía las manos atadas a la espalda, se dedicaron todo el rato a magrear mis pechos, a frotar mi vulva y a introducir, en ocasiones, algún dedo ocasional en mi vagina. Para poder hacer lo cual tan pronto subimos al vehículo me “recordaron” -mediante sendos cachetes en los muslos, y tirando luego de mis rodillas hasta espatarrarme- mi obligación de, además de permanecer desnuda, estar siempre accesible. Yo les dejé hacer, pues el temor a ser golpeada por ellos superaba, con mucho, la vergüenza que sentía; y, al fin y al cabo y como prefería pensar para consolarme un poco, no había ya ninguna parte de mi cuerpo que aquellos dos animales no hubiesen podido antes contemplar, y sobar, a su más absoluto antojo. Pero una vez más me equivocaba; pues, como con el tiempo podría comprobar, aun eran muchas las cosas nuevas que aquella gente podía llegar a hacerme.
V – En el campamento principal
Tan pronto se detuvo el vehículo me hicieron bajar, y alguien me quitó la capucha. Una vez me habitué al potentísimo sol pude ver que estaba en el lateral de un patio que rodeaban un montón de edificios bajos, y que haría más de cien metros de lado. Sobre el cual, en una pequeña colina próxima al de más altura, se levantaba un edificio con aspecto de castillo francés; que, en aquel lugar perdido en la selva tropical, no podía resultar más grotesco. Supuse enseguida que sería la mansión de Owono; y la verdad es que, de no estar desnuda y ser su prisionera, me hubiese dado la risa tonta. Él se me acercó sin que le viera y, mientras me sobaba el trasero hasta hacerme dar un respingo de dolor, me soltó “Bonito, verdad? Algún día le invitaré a visitarlo, y así me cuenta sus experiencias. Pero de momento tiene usted muchas cosas que hacer. Este es Renato, uno de mis capataces; él la acompañará en los trámites de ingreso” . Me giré hacia el lado del que venía su voz y vi que Owono estaba acompañado de otro negro, tanto o más grande que sus acólitos del avión e incluso más feo; pero este iba desnudo de cintura para arriba y llevaba, lo que era más inquietante para mí, un látigo de cuero enroscado, sujeto al cinturón. De inmediato me acordé de la prohibición de mirarle a los ojos y bajé la vista; él me tomó de un brazo y me llevó hacia uno de los barracones.
Lo primero que vi al entrar fue un sillón ginecológico, y hacia allí me llevó mi nuevo guardián; soltando una de mis esposas, que sujetó de inmediato a la montura lateral del artefacto, y haciéndome seña para que me sentara en la posición habitual en estos aparatos: completamente espatarrada, el trasero lo más adelante posible en la banqueta y el sexo exhibido del modo más amplio que imaginarse uno pueda. Al hacerlo enrojecí de vergüenza, pues nunca había estado así delante de nadie que no fuera médico; pero lo peor fue que, al cabo de poco, no estaba delante de un desconocido sino de al menos una docena. Imagino que correría la voz de mi llegada. Pero mi humillación aun no era nada, pues al rato entró otro negro grande -todos los capataces parecían ser enormes- con un equipo de afeitar, y se sentó en un taburete justo delante de mi sexo; para, durante la siguiente media hora, enjabonarme y rasurarme a fondo, quitando todos los pelos de mi sexo y de sus alrededores: la zona anal y la pelvis. Lo que hizo entre unas exclamaciones del público que me laceraban el alma; y obligándome en ocasiones a adoptar unas posturas que, para mi sorpresa, eran aún más obscenas que la normal en aquella silla. Pero además al acabar aún siguió buscando pelos; seguramente por prurito profesional, se colocó una linterna de cirujano en la frente y, usando unas pinzas, dedicó al menos otra media hora a arrancar todos los pelos que, con la crema de afeitar y la cuchilla, no había quitado aún. La mayoría, para mi desgracia, en los labios mayores y menores de mi vulva.
Para cuando por fin se marchó yo no podía mas de la vergüenza, tanto por las posturas como porque, curiosamente, sin el pelo de mis partes me sentía mucho más desnuda aún, como una niña pequeña; y por eso la llegada de quien parecía un médico me supuso un gran alivio. Pero el doctor, además de hacerme un chequeo estándar, me hizo unas cuantas pruebas más que parecían ideadas sobre todo para humillarme; principalmente medir -con dos fórceps de diferente tamaño, claro- la máxima dilatación que alcanzaban tanto mi ano como mi vagina, y con un consolador dotado de una escala calibrar la profundidad de esta última. Lo que, para mi mayor escarnio, hacía cada vez anunciando el resultado al público de viva voz; algo que provocaba toda clase de comentarios. Al acabar sus mediciones me puso una serie de inyecciones, supongo que de vacunas, y se fue; para ser substituido por otro negro con bata blanca que llevaba, en una bandeja plana, tres aros metálicos, cada uno de dos o tres centímetros de diámetro y un grosor de dos o tres milímetros. Al instante comprendí para qué eran, e hice inmediato ademán de bajarme de la silla; pero un gesto de Renato me detuvo: descolgó el látigo de su cinturón, y se puso a acariciarlo mientras me miraba fieramente.
Comprendí entonces que, si no me dejaba hacer, me iban a obligar igual entre todos, y además me iba a llevar un buen montón de latigazos; por lo que me quedé inmóvil, sudando mientras el enfermero untaba con todo cuidado mi pezón derecho de yodo, lo estimulaba para hacerlo mayor, colocaba en uno de sus costados un corcho, y procedía a atravesármelo limpiamente usando una aguja gruesa y hueca. El dolor fue instantáneo y agudo, pero muy breve; para mi fueron mucho peores otras dos cosas: la sensación de que me atravesaban el pezón de lado a lado -para mi desgracia absolutamente real- y, sobre todo, la vergüenza de pensar que estaba siendo anillada como una bestia de carga. Mi atormentador procedió, de inmediato, a hacer lo mismo con el otro pezón y, una vez que tuvo las dos agujas atravesadas, abrió dos de los aros, colocó un extremo en la punta de cada aguja y, con cuidado, retiró una después de otra; para que los aros sustituyeran, dentro del pezón, a las agujas. La sensación de que me atravesaban fue mayor esta vez, pues la sustitución se hizo con mucha más lentitud que el pinchazo; pero una vez acabado el proceso ambos pezones quedaron perfectamente anillados, tras cerrar él los aros de un modo que, por falta de algún mecanismo visible, parecía definitivo. Momento en que me di cuenta de que, en el aro de mi pezón derecho, había colgado una chapa con un número, de un diámetro de cuatro o cinco centímetros. El enfermero sonrió, y me dijo “Es tu identificación provisional, hasta que te marquemos. Eres la esclava 20166” .
La mención a que me iban a marcar me puso la carne de gallina, aunque esperaba que no fueran a hacerlo como si yo fuese una res. Pero lo que vino a continuación me distrajo enseguida de este pensamiento; pues el enfermero se acercó un momento a hablar con Renato, y al poco volvió a sentarse delante de mí y comenzó a masajearme el clítoris. Yo me agité en mi asiento, pues no podía ni hacerme a la idea de que fuera a anillarme ahí; pero él me dijo “Tienes el clítoris lo bastante grande, y sobre todo con suficiente prepucio. Podré poner la anilla ahí sin dificultad, pero has de estarte muy quieta. Piensa que, si me desvío al hacerlo, podría pincharte en el mismísimo clítoris; y te aseguro que nunca conocerás un dolor como el que sentirías” . Yo me quedé inmóvil como si me hubiera congelado, y noté como, con unas pinzas, tiraba un poco hacia él de la piel que cubría mi clítoris y, de inmediato, la taladraba con la aguja. El dolor fue algo mayor que con los pezones, pero tampoco mucho más, aunque no pude evitar un estremecimiento; no sé si por el dolor, por la sensación de que me estaba perforando ahí o, sencillamente, por la enorme vergüenza que sentí al darme cuenta, de pronto, de que con el pubis depilado todo el mundo iba a poder ver sin obstáculos no solo mi sexo, sino también la anilla colgando sobre él. El enfermero completó la operación sustituyendo la aguja por la anilla y cerrándola, y antes de marcharse me dijo “Ves, no ha sido para tanto. Te dolerán unos días; pero, en cuanto cicatricen, al menos la del clítoris me la vas a agradecer: ya verás, irás cachonda todo el día” .
Sus palabras no me hicieron, como es lógico, ni pizca de gracia, pues la sola idea de hacer el amor con alguno de aquellos negros me producía una repugnancia invencible. Y eso que, en mi fuero interno, me iba preparando para cuando sucediera, tarde o temprano; en el fondo, el mero hecho de haber pasado todo el día completamente desnuda y a merced de aquellos primates, sin que ninguno de ellos me hubiese violado aún, desafiaba el sentido común. Y sólo podía tener una explicación: que habían recibido órdenes expresas de no hacerlo. Pero claro, pensé, mejor cuanto más dure. Mientras rumiaba todo esto Renato se había acercado a la silla ginecológica para, tras hacerme bajar, esposarme otra vez pero ahora con las manos al frente; y dando un tirón de la cadena central de las esposas me llevó de aquel barracón a otro próximo. Donde me introdujo en una celda individual, con una puerta de barrotes hasta el suelo, y se marchó. Al poco vino otro negro con una bandeja de comida, y un gran garrafón de agua; en el momento que la olí me di cuenta de que tenía un hambre atroz. Así que comí y bebí; y, acomodándome como pude en el catre para no rozar las heridas de mis anillas, lo que no era fácil con mis manos esposadas, logré en poco tiempo quedarme dormida.
VI – El interrogatorio
Desperté que ya era de día, pues entraba luz por el ventanuco, y al punto me di cuenta de varias cosas: hacía mucho calor, alguien había entrado un plato con fruta a través de los barrotes, tenía ganas de orinar pero no había donde hacerlo, y me dolían mucho el trasero, los pechos y la vulva. Respecto de esto último, que para mí era lo que más urgente, hice una rápida inspección; descubriendo que la carne alrededor de mis tres anillas se veía aún inflamada, pero no había traza alguna de infección. Menos mal; aunque al andar el roce de mis muslos entre sí, y el bamboleo de mis pechos, incrementaban el dolor en los pezones y en el sexo. Y, en cuanto al trasero, poco podía hacer con mis manos esposadas, pues no alcanzaba a tocármelo; pero por lo poco que podía ver en los laterales de mis nalgas se estaban formando unos surcos violáceos, de la anchura de mi dedo índice, que parecían ir de un lado a otro del trasero, entrecruzándose entre sí. Una auténtica brutalidad, sí, pero -al menos en los extremos- tampoco se veían infectados. Me incorporé, bebí agua y me comí la fruta, de nuevo tumbada en el camastro; estaba muy buena, y poco después de terminarla apareció Renato frente a la reja de mi celda. Mi primera reacción fue la de hacerme un ovillo y cubrir cuanto podía de mi cuerpo, pese a las manos esposadas y por vergüenza de mi desnudez; pero de pronto recordé lo que me había dicho Owono y, con resignación, me puse en pie. Eso sí, agradeciendo en mi fuero interno que mis manos, por efecto ineludible de las esposas que las mantenían juntas, me cubriesen el sexo ahora tan obscenamente expuesto.
Renato abrió la puerta, y me hizo una seña para que le siguiera. Salimos al patio, donde el sol ya pegaba fuerte, y nos dirigimos a un rincón donde vi que había una manguera enrollada en la pared, y un espacio de terreno que se veía casi encharcado. Al llegar, él me dijo “Si tienes que mear hazlo ahora, antes de que te limpie” ; lo que, una vez más, logró sonrojarme hasta la raíz del cabello, pues la idea de orinar delante de él me parecía una humillación increíble. Pero lo cierto era que tenía muchas ganas; así que me acuclillé y, enrojeciendo aún más si cabía, me dejé ir. Él no dijo nada, como si fuera un espectáculo al que estuviera más que acostumbrado; y cuando acabé y me incorporé otra vez me ordenó levantar las manos lo más arriba que pudiese, y en el acto comenzó a regarme con la manguera. El agua era fría, pero con aquel calor y si no hubiera sido porque estar desnuda frente a él -o de cualquiera de aquellos animales, claro- me seguía provocando una horrible vergüenza hasta habría agradecido la ducha; excepto, quizás, cuando el chorro de agua tocaba alguna de las tres anillas y la movía. Lo que me causaba un dolor instantáneo y fulminante. Pero lo peor vino cuando el agua se detuvo; porque entonces Renato, cogiendo una pastilla grande de jabón, comenzó a enjabonarme a fondo todo el cuerpo. Y, claro, cada vez que con la dura pastilla tocaba mis pezones, o mi vulva -y estoy segura de que repasó esas zonas mucho más de lo necesario- yo pegaba un respingo de dolor, y emitía un gemido; algo que parecía divertirle. Cuando se cansó de enjabonar se aclaró las manos en el chorro de la manguera y, a continuación, volvió a regarme otro rato, hasta que me creyó suficientemente aclarada. Y al acabar me hizo seña de que saliese del charco a una parte más seca, pero sin bajar los brazos; dejándome allí secar unos instantes.
A los diez minutos lo único de mí que aún estaba húmedo era el pelo, y con aquel sol incluso empezaba a volver a tener calor. Pero Renato no me dio tiempo a sudar; cogiéndome de la cadena de las esposas me llevó a otro barracón, donde entramos en una de sus habitaciones. En la que sólo había dos cosas: una silla metálica bastante grande, con un agujero en su asiento que abarcaba toda la parte central y cuatro grilletes de cuero, colocados en los lugares donde habrían de ir muñecas y tobillos; y una mesa con varios cajones, sobre la que descansaba lo que parecía un aparato de radio. Él me ordenó sentarme en la silla, donde me quitó las esposas para luego amarrarme con los cuatro grilletes, y acto seguido me dijo “Antes de llevarte a trabajar a la mina, Su Excelencia me ha dicho que te haga una pregunta: dónde tienes las fotos y los vídeos con los que ibas a hacer tu reportaje?” . Me di cuenta al instante del lio en el que mi estratagema de hábil reportera me había metido: no solo me había condenado a soportar una vergonzosa desnudez permanente, a recibir mutilaciones, vejaciones y golpes, y a ser esclavizada en unas minas; ahora, además, iba a ser torturada para sacarme una información que no podía dar, porque no existía. Por si así evitaba males mayores le dije de inmediato “Está todo en mi ordenador de la oficina, y otra copia en el portátil de mi casa” ; lo que era estrictamente verdad, aunque lo que allí había no probaba nada contra Owono. Pero Renato no era tan fácil de convencer; se rio, y dijo “Eso ya lo han comprobado los hombres del jefe, pero no han encontrado nada de interés. Dime donde tienes las fotos y los vídeos de nuestras minas y te ahorrarás mucho sufrimiento, créeme” .
El resto del diálogo fue como cabía esperar: “No existe nada más, se lo juro” , “Alla tú, yo ya te he avisado” . Renato abrió un cajón de la mesa, sacó lo que parecían un montón de cables, pinzas y consoladores y, al instante, me di cuenta de que la radio no era tal; pues vino a mi memoria una película que años atrás vi, sobre las torturas que los militares argentinos infligían a la gente. Por si acaso él me lo confirmó: “Torturar con electricidad es estupendo, sabes? No deja marca alguna en el cuerpo, y sin embargo el dolor de la víctima es algo brutal, insoportable, … El único pero es que no se puede usar con enfermos del corazón, pero me dice el médico que tu lo tienes muy sano” . Lo que decía al tiempo que hacía sus preparativos: primero introdujo en mi ano una especie de consolador de punta metálica, redondeado y de unos quince centímetros de largo por dos de ancho; luego otro similar, quizás algo mayor, en mi vagina, y a continuación me colocó unas correas de cuero que sujetaban firmemente los dos consoladores, y me impedían -cuidando de no obstruir el cable que de cada uno de ellos salía- expulsarlos contrayendo los músculos pélvicos. Para acabar colocando una pinza dentada en cada uno de mis labios mayores, y conectar las cuatro cosas al aparato de la mesa. Me hacía daño, claro, sobre todo al rozar la anilla de mi clítoris constantemente; pero yo tenía tanto miedo que no me preocupaba eso. Una vez todo instalado me dijo “Es mi juguete favorito, sabes? Él mismo decide qué descarga darte, dónde y cuándo; a veces muy larga, otras corta, a veces muy dolorosa y otras realmente insoportable. Que te diviertas” ; tras lo que encendió el aparato, esperó hasta ver todas sus luces encendidas y se marchó de la habitación.
Durante unos diez segundos no sucedió nada. Pero de pronto un terrible puñetazo en el bajo vientre me cortó en seco la respiración, del dolor tan atroz que sentía en la zona inguinal, entre la vagina y el recto; era como un calambre muscular muy fuerte, pero en vez de ser en el músculo golpeaba mis órganos internos. No sé cuánto duró, no creo que mucho, pero cuando acabó noté que estaba sudando, y que jadeaba fuertemente; recuerdo ver como mis pechos saltaban arriba y abajo como locos. Y, sin embargo, no notaba el dolor en los pezones; supongo que ocultado por el que, mucho mayor, sentía en el vientre. Cuando estaba empezando a recuperarme llegó otra descarga, pero esta vez concentrada en mis labios vaginales; la sensación era como si estuvieran dándoles martillazos, y duró bastante más, pues la corriente circuló al menos durante cinco segundos. Enseguida vino otra, que volvió a nacer en los labios de mi vagina pero ahora llegó hasta mi ano; sentí de nuevo como si alguien estuviera estrujando mis órganos internos, y la cosa duró tanto que llegué a pensar que la máquina se habría estropeado, quedándose en la posición de descarga de un modo permanente. No fue así, por fortuna, pero me castigó al menos quince segundos; durante los que yo me retorcía de dolor, aullaba como una fiera enjaulada y trataba, vanamente, de arrancar de cuajo los grilletes que me sujetaban a la silla. Al poco otra descarga, y luego otra, y otra más… Para cuando, horas después, Renato volvió a la habitación yo estaba por completo destrozada; bañada en sudor, jadeante y balbuceando incoherencias entre grito y grito de dolor. Él detuvo la diabólica máquina, me miró y me preguntó “Me lo vas a contar ya, o seguimos?” . Yo me puse a llorar, y desde mi más absoluta desesperación le dije: “Por favor, tenga piedad. Le he dicho la verdad, no tengo nada más. Hágame lo que quiera, obedeceré en lo que sea, pero por favor pare esto ya” . Aunque, claro, de nada me sirvió; pues mientras yo le suplicaba se acercó al aparato, lo volvió a conectar y se marchó otra vez.
VII – La visita a la mansión
Cuando Renato volvió de nuevo yo había superado hacía rato el límite de mi capacidad de sufrimiento, y colgaba semiinconsciente de los grilletes que me fijaban a la silla como a un pedazo de carne, incapaz de pensar nada coherente; aunque, cada vez que la electricidad me atravesaba de nuevo, me sacudía con unas contorsiones puramente reflejas, acompañadas de chillidos cada vez más débiles. Recuerdo ver como él paraba la máquina y me soltaba de la silla, para enseguida volver a ponerme las esposas, pero no cómo me llevó hasta mi celda; pues mi siguiente recuerdo es haberme despertado sobre mi camastro, entre hipos y sollozos. Mi estado era de tal terror que, cuando un rato después Renato apareció frente a los barrotes, empecé de inmediato a temblar como una hoja, y ni siquiera recordé mi obligación de levantarme y ofrecer mi cuerpo. Pero a él no pareció importarle, pues solo dijo “Descansa y recupérate un poco. Ahora te traerán la comida, y luego te llevaré a ver al jefe. Quiere hablar un rato contigo” . Lo que hice sin demora, devorando la comida cuando me la trajeron y, poco después, volviéndome a dormir.
La segunda visita de Renato ya no me asustó tanto, pues me había advertido de lo que íbamos a hacer. Así que me puse en pie y separé un poco las piernas, en un esfuerzo por convencerle de lo obediente que yo era; y él entró en la celda, se me acercó y, abriendo una de mis esposas, me juntó las manos a la espalda y volvió a cerrarla sobre la muñeca que acababa de liberar. Así sujeta me llevó de nuevo al rincón de duchas, donde me regó a conciencia pero sin enjabonarme; supongo que para quitarme el sudor que se me había pegado por todo el cuerpo, y sobre todo en mi pelo. Y, sin esperar a que me secase, emprendimos el camino hacia la colina donde estaba la mansión de Owono. Caminamos quizá media hora, lo que me permitió dos cosas: secarme del todo y darme cuenta de lo difícil que era andar descalza por allí; pues todo el rato me clavaba en las plantas de los pies piedras, ramas, o cualquier otra cosa lo bastante dura que hubiera en el suelo. Algo que, hasta entonces, no había sufrido, pues el patio y el piso de los barracones estaban bastante limpios. Pero, con las manos esposadas a la espalda, poco podía hacer por evitarlo, más allá de frotar el pie herido en la otra pierna; y aún eso era difícil, pues el ritmo de nuestra marcha lo marcaba Renato. Quien, si veía que me retrasaba, de inmediato me cogía de un brazo y me hacía seguir adelante. Pero finalmente llegamos frente a la puerta del “castillo” de Owono.
Nos abrió un mayordomo vestido de librea, por supuesto también negro como el carbón, quien nos dijo que Su Excelencia estaba en la piscina. Hacia allí nos dirigimos, y al llegar pude ver tanto a Owono en una tumbona, bajo un parasol enorme, como sobre todo que no estaba solo; alrededor de la piscina, y en el agua, habría por lo menos una docena de chicas. Todas ellas negras, muy jóvenes, con unos cuerpos espectaculares y, como yo, completamente desnudas. Incluido el depilado integral. Mi captor, al vernos, hizo seña de que nos acercásemos, y al llegar donde él estaba me dijo “Señorita Gálvez, qué amable es usted al visitarme! Como verá no suelo estar solo, pero la presencia de una mujer de su talento y educación siempre se agradece. Pero tome asiento, por favor; y no se olvide de mantener sus piernas bien separadas, no me perdonaría nunca que Renato tuviera que castigar a una de mis visitas” . Mientras le escuchaba me venían unas ganas enormes de explicarle lo que pensaba de él, de su grotesco castillo y de sus impostadas cortesías; pero el recuerdo de mi reciente tormento me hizo ser prudente, y me senté en una silla frente a él bien espatarrada. De inmediato Owono se las ingenió para aumentar exponencialmente mi vergüenza: “Estas joyas que le han puesto le sientan de maravilla. Acérquese si no le es molestia, que quiero verlas mejor” . Le obedecí, claro, aunque notando un calor en mis mejillas que me delataba; y él dedicó unos instantes a mirarse mis anillos de cerca y, para mi gran dolor, a juguetear un poco con ellos. Así como con mis pechos; pues le divertía levantarlos y dejarlos caer, observando como se balanceaban hasta recuperar la normalidad. Algo que, además de ser muy humillante, hacía que mis pezones enviasen constantes señales de dolor a mi cerebro; sobre todo el derecho, que además de la anilla llevaba colgada la chapa con mi número.
Cuando se cansó hizo seña de que le siguiéramos, y nos dirigimos a lo que parecía su despacho; mesa de caoba, librería repleta de ejemplares caros -aunque yo dudaba que aquel animal hubiera leído un libro en su vida-, sofá chéster de cuero y lo más ridículo de todo: una chimenea de mármol labrado. En un lugar en el que nunca bajábamos de los treinta grados centígrados, era una incongruencia que decía mucho de él; sobre todo de su concepto del buen gusto. Pero enseguida me sacó de mis cavilaciones, por otro lado tan absurdas como su casa; pues yo estaba a su merced, desnuda, anillada y repetidamente torturada, y aun no sabía si, antes de mandarme a hacer de esclava en una mina, pensaba torturarme más. Por lo que valorar sus gustos decorativos era, para mí, un lujo estúpido; pero, la verdad, era todo tan grotesco que no podía evitarlo. Owono me miró, como de costumbre sonriendo, y empezó: “Señorita Gálvez, voy a confiar en usted por una vez; espero no arrepentirme. Me dice Renato que, salvo que sea usted una agente de la CIA, del Mossad o del FSB muy bien entrenada, con los voltios que él ha hecho circular por su cuerpo ya habría confesado lo que fuera. Y no me parece usted una agente secreta, la verdad. Así que voy a dejar que siga con el tour de mis propiedades; aunque si en los próximos días aparecen en la prensa fotos o vídeos de mis minas va usted a tener un buen disgusto, se lo aseguro” . Debió de ver en mi cara el enorme alivio que inmediatamente sentí, pues optó por amargármelo al minuto: “Antes de que se vaya queda una cosa más. Renato me ha dicho que, antes de entregarla, le gustaría hacer el amor con usted; y yo no suelo negar nada a mis mejores colaboradores. He intentado convencerle de que, con su anilla del clítoris tan reciente, a usted le iba a doler mucho, y lo he logrado; así que, en atención a su bienestar, ha aceptado hacerlo por su puerta trasera, por decirlo finamente. Qué amable, verdad? Enhorabuena, es usted una conquistadora…” .
Al instante mi cara cambió a una de horror, pues el momento que tanto temía había llegado; y encima iban a penetrarme por vía anal, algo que yo nunca permití a ninguna de mis parejas. Con su sorprendente capacidad para leerme el pensamiento, continuó hablando: “No me diga que por ahí es virgen! Renato, qué maravilla! Seguro que hace tiempo que no desflorabas a nadie, las mujeres hoy día son mucho menos recatadas que antes. Pero no les distraigo más, procedan cuando gusten” . Al momento Renato me cogió de los hombros y me hizo arrodillar, y tras bajarse los pantalones -no llevaba ropa interior- me puso el miembro frente a la cara, y me dijo “Chupa!” . Mi primera reacción fue el lógico asco, pues aquel pene fláccido -no muy largo, pero sí ancho- olía a orina y no parecía muy limpio; pero enseguida comprendí que una felación rápida podía evitarme la penetración anal, si lograba hacerle eyacular en mi boca. Lo cual, siendo un muy magro consuelo, era siempre preferible a la sodomía; así que me puse de inmediato a la tarea con mis mejores capacidades; que no eran pocas, pues confieso que siempre me gustó chupar penes. Aunque de chicos guapos, limpios y oliendo bien, claro; no como aquel. Tras unos minutos pude comprobar que el pene de Renato tenía, por así decirlo, truco; pues cuando logré su erección completa comprobé que era mucho más grande de lo que al principio pensé: al menos unos quince centímetros de largo, y ancho como una manguera. Y también, desgraciadamente, que mi plan no iba a salir bien; pues tan pronto como se notó bien erecto Renato retiró su pene de mi boca, y con las manos esposadas a la espalda yo no tenía modo de evitarlo.
Al instante me levantó de mis rodillas y, dándome la vuelta, me dobló sobre el respaldo del sofá desde su parte trasera, de manera que mi torso quedó apoyado sobre el espaldar del asiento; para, a continuación, separar de una patada mis piernas y, sin más preámbulo, penetrarme de un fuerte arreón. La sensación fue estremecedora, pues por un lado el dolor que sentía en el ano era lacerante -de hecho, di por roto mi esfínter- y por el otro la presión en mis intestinos me provocaba retortijones en todo el vientre; pero mi violador no se contentó con un ataque, y comenzó a bombear como un pistón, retirando el pene hasta casi sacarlo y volviendo a meterlo hasta tocar mis nalgas con sus testículos. Así una y otra vez, a toda máquina, hasta que perdí la cuenta de las penetraciones; mientras, yo no podía hacer más que sudar, gemir y esperar a que eyaculara de una vez. Y para mayor ofensa veía frente a mí como Owono nos miraba con una sonrisa de comprensión, casi paternal, como quien contempla a dos niños jugando. Al cabo de lo que me parecieron horas Renato emitió un gruñido, y descargó su semen en mi recto; tras lo que se retiró de mi interior y, volviendo a ponerme de rodillas, puso otra vez su miembro justo frente a mi cara y me dijo “Límpialo!” . A punto estuve de vomitar solo de pensar en lo que me mandaba, y me quedé inmóvil; pero me bastó con ver como una de sus manazas iba hacia mi pecho para ponerme a ello con gran energía, pensando en acabar cuanto antes. Renato mantuvo el pene en mi boca hasta notarlo fláccido; luego lo sacó, se puso el pantalón, me cogió de un brazo y me llevó hacia la puerta del despacho, mientras yo oía a Owono decirme “Buen viaje!” .
VIII – Viaje a las minas
El viaje de vuelta al campamento me trajo otra indignidad, pues mientras caminaba el semen de mi violador iba escapándose de mi ano, y descendía por mis piernas; sin que yo pudiera hacer nada por detenerlo, desnuda y con mis manos esposadas a la espalda. Al llegar a los barracones vi que nos esperaba un jeep descapotado, con el motor en marcha y dos negros sentados en su parte delantera; uno de ellos bajó, me subió al asiento -levantándome como si yo no pesase nada- y, de inmediato, arrancamos hacia mi nuevo destino. Lo que, para mi sorpresa, hicimos sin que me volvieran a colocar la capucha, supongo que por un descuido; pero de todas maneras lo único que veía era una selva tupida, densísima, y a veces algún poblado del que no aparecía el nombre en lugar alguno. Al cabo de como una hora de camino el jeep se detuvo y mis dos acompañantes bajaron, sacándome a mi también del asiento; para, una vez fuera, ponerme de rodillas y quitarse ambos el pantalón. Iban, como parecía ser la costumbre de lugar, sin ropa interior, y el que conducía se me acercó el primero; me puso su pene delante, y me dijo “Ahora nos la vas a chupar a los dos. Y te lo tragarás todo! Como se te escape una gota probarás nuestros látigos” . Lo que me llevó a fijarme en dos cosas: ambos llevaban al cinto látigos como el de Renato, y el pene de aquel guardia era, incluso, más sucio que el de mi anterior torturador. Pero me puse a la tarea de inmediato, y en menos de diez minutos había hecho eyacular al primero; lo que me ayudó a que su descarga no fuese tan copiosa. Me la tragué rápido, con evidente asco, pero el segundo se había olido la maniobra; tan pronto como tuve su miembro dentro de la boca -y éste era bastante más grande- miró el reloj y me dijo: “Si haces que me corra antes de media hora probarás el látigo” . Lo que me obligó a desplegar todas las técnicas que conocía, y había usado tantas veces para que mis parejas me durasen más: breves lametones bajo el glande, y a lo largo del miembro, pequeños sorbos, etcétera; hasta que el hombre no pudo más y me llenó la boca de semen. Con gran pavor por mi parte, pues creí que mi boca desbordaría; pero no fue así, y supongo que tampoco hice corto con el tiempo. Pues se vistieron otra vez, me subieron al vehículo y arrancamos.
Unos cinco minutos después de la parada vi el único cartel de todo el camino: estaba en un cruce, y señalaba que la carretera que no tomamos iba a algo así como “Altos de Nsork” . Seguimos circulando entre media y una hora más, y de pronto llegamos a un puesto de control, con policías uniformados y armados. El corazón me dio un vuelco, pues pensé que quizás podría por fin librarme de mis secuestradores; pero los “agentes” ni siquiera nos pararon: al ver que nos acercábamos levantaron la barrera, y cuando pasamos saludaron a sus compañeros. Dedicándoles, además, grandes silbidos de admiración; lo que sólo podía significar que habían visto la carga que llevaban y les gustaba. Quince minutos más de trayecto nos llevaron a un campamento muy similar al que había sido mi encierro hasta entonces: un buen número de barracones alrededor de gran un patio central. Justo en aquel momento empezó un diluvio torrencial; mis escoltas bajaron del vehículo a toda prisa, y el más grande de ellos, supongo que para abreviar, me levantó, me cargó sobre su hombro como a un fardo y echo a correr hacia un barracón, donde entró llevándome en esa obscena posición. Lo que digo porque me había cargado con mi cabeza hacia atrás; y seguro que, al entrar en el barracón, lo primero que de mí se pudo ver fueron mis piernas, mis posaderas marcadas y los labios de mi sexo.
Cuando me devolvieron a la posición vertical pude ver que estábamos en una especie de oficina, y que delante de mí, sentado tras una sencilla mesa de despacho, había otro de aquellos negros gigantescos. Separé un poco mis piernas, para evitarme castigos, y el gorila me dijo “Bienvenida a la mina de oro de Nsork. Aquí rigen las mismas reglas que ya conoces,no hablar sin permiso, no mirar a los hombres a la cara, obedecerles siempre y no ocultar tu cuerpo. Pero los castigos por no cumplirlas son mucho más severos, eso sí. Tendrás dos tareas, ambas igual de importantes: extraer oro y, como lo diría, descargar de tensiones a los hombres de la guarnición. Yo soy Matías, el capataz jefe. Alguna pregunta?” . La verdad es que en aquel momento hubiera hecho una sola: “Cuándo me soltarán?” , pero me pareció tan evidente que no me la iba a contestar que preferí decir que no, y seguir mirando el suelo. Matías se puso entonces en pie, se acercó a mí y me dijo “Deja que te vea” ; tras lo que me sometió al magreo más intenso, y más prolongado, que yo nunca había sufrido. Hasta que, yo creo, se le cansaron las manos, dejándome aún más dolorida de lo que había llegado hasta allí, sobre todo de los pezones y de la vulva; y más humillada aun, no solo por el abuso físico sino, sobre todo, porque al descubrir en mi ano restos de semen sonrió, y me dijo “Ya veo que no has perdido el tiempo antes de llegar. No te preocupes, aquí vas a follar hasta cansarte, no te faltarán pollas. Y, lo que no te cansen mis hombres, lo hará la mina” . Para de inmediato, y dirigiéndose a mis escoltas -que seguían riéndole la broma al jefe- decirles: “Lleváosla con las otras” . Lo que ellos hicieron, no sin antes cambiar mis manos esposadas, soltándolas de su posición atrás y volviendo a unirlas en la parte frontal.
IX – La jaula de las esclavas
Salimos otra vez al exterior, donde el diluvio seguía con toda su fuerza, y mis escoltas me llevaron hacia la parte de detrás de los barracones, al lado contrario del patio por el que habíamos llegado. Aunque la visibilidad era muy escasa, pues la cortina de agua era intensa, vi que nos dirigíamos hacia una especie de empalizada rodeada de vallas de alambre de espino, de como tres metros de altura; y, al llegar a su puerta de acceso, descubrí con asombro que en su interior, y empapándose bajo el diluvio, había lo que parecía ser una gran cantidad de mujeres. Todas ellas exactamente igual que yo: completamente desnudas, anilladas en su sexo y en sus pezones, esposadas con sus manos delante y de aspecto europeo; y cada una con un número de cinco cifras bien visible en su bajo vientre derecho. Mis acompañantes abrieron la puerta, me empujaron a su interior y, tras volver a cerrarla, se marcharon corriendo a resguardarse del diluvio. Yo me quedé allí quieta, sin saber muy bien qué hacer; pero las otras se me acercaron enseguida, con sus pelos mojados y sus caras de cansancio, dolor y espanto. La primera que llegó hasta mí apoyó su cabeza en mi pecho, y yo comencé a llorar como una tonta, mientras las demás me rodeaban y sonreían tímidamente. Al tenerlas cerca me di cuenta, con gran espanto, de que el número que todas llevaban en el vientre estaba grabado a fuego, como la marca de una res; y comencé a temblar como una hoja. Pero ellas me sonrieron en silencio, y así estábamos cuando, minutos después, dejó de llover tan de golpe como había comenzado.
Me llevaron hacia una parte del terreno que, por estar algo más elevada, no se había encharcado; y allí nos sentamos todas en el barro. La que parecía dirigir el grupo, una rubia de casi mi altura y algo más joven, que llevaba el número 17222 en el vientre, comenzó a hablar : “Pobre chica, 166 ya este año; no entiendo como lo hacen. Supongo que, como a todas, a ti también te habrán secuestrado, no? Y veo que aun no te han marcado… En este agujero de mierda no vas a hacer otra cosa que matarte a trabajar, verás; además, si no cumplimos la cuota nos castigan, y es difícil de cumplir. Nos tienen viviendo aquí como animales, comiendo mierda; y lo único distinto de trabajar que hacemos es servir de putas a estos salvajes. Yo ya llevo aquí tres años, pero las hay aún más antiguas. Y no se te ocurra desobedecer, los castigos son terribles! Pero no hay manera de escapar: las pocas que lo han intentado han sido devueltas enseguida, y acto seguido despellejadas a latigazos delante nuestro. Si me quieres hacer caso en algo, ni lo intentes!” . No bien había acabado de contarme eso vi como dos guardias se acercaban a la empalizada, abrían la puerta y elegían a varias chicas que se marcharon con ellos. “Ves? Lo que te decía, lo mejor que les puede pasar a estas pobres es ser violadas. Y los muy cabrones ni siquiera nos dejan pasar la noche con ellos; en cuanto se han cansado de follarnos, o de pegarnos, nos devuelven aquí” .
La conversación se fue apagando, pues ya era tarde y todas querían descansar un poco. Yo me recosté en el fango, como un animal, y en aquel momento me di cuenta de que no había comido nada desde Renato terminó de torturarme; pero allí no había nada de comer, con lo que me resigné a irme a dormir con el estómago vacío. En esos pensamientos estaba cuando la primera mujer que se me acercó al entrar vino, y se tumbó a mi lado, muy próxima; llevaba el número 18041, y era una morena pequeñita, bastante delgada, con unos pechos respingones y rasgos finos. En un susurro me dijo “No te quiero molestar, no te enfades, pero aquí el único consuelo que nos queda es hacer el amor entre nosotras; al menos así recibimos un poco de cariño. Si quieres, puedo hacerlo ahora contigo, te aliviará la tensión” . La miré con extrañeza, y mi primer pensamiento fue que era una loca; me alucinaba que pudiera pensar que, en aquellas circunstancias, me iba a apetecer probar el lesbianismo por primera vez. Pero no quise ser ofensiva con ella, pues tenía toda la razón en lo del cariño; así que le dije educadamente que estaba muy cansada, le conté mis torturas, y ambas nos dormimos una junto a la otra, pero sin llegar a practicar sexo en ningún momento.
Desperté con la primera luz del día, y de lo primero que me di cuenta fue de que estaba rebozada en barro; supongo que durmiendo iría cambiando mi posición, y me había cubierto toda de él. Mientras me miraba oí la voz de 18041, diciendo “No te lo quites, si sale el sol te protegerá de quemaduras. Al acabar el día ya nos limpian” . Le hice caso, e instantes después vi venir a un grupo numeroso de vigilantes con unas grandes cajas; se pararon justo al lado de la valla y comenzaron a tirarnos, por encima de ella, lo que parecían unos bollos. Enseguida se formó una algarabía de mujeres desnudas, más o menos cubiertas de barro; yo me acerqué y, pese a la dificultad que suponían las manos esposadas pero gracias seguramente a mi estatura, logré atrapar uno. Al volver a mi sitio vi que 18041, más bajita, volvía con las manos vacías, y le ofrecí compartir el mío; la cara de alegría que se le puso fue, seguramente, la primera cosa buena que me había pasado desde que me desperté en el avión de aquel malnacido.
X – El primer día de trabajo
Cuando acabó el reparto llegaron muchos más guardias, encabezados por Matías, y se abrió la puerta de la empalizada. Las mujeres empezaron a salir como autómatas, sin que nadie les tuviese que decir nada; y una vez fuera emprendieron un camino que se alejaba del campamento. Yo hice lo mismo, acompañada de 18041, y marchamos media hora bajo un sol que empezaba a apretar, protegida nuestra desnudez por las pellas de barro, hasta llegar a lo que parecía un enorme claro en la selva; donde, por lo que yo veía, las mujeres que me precedían parecían desparecer, como si se las tragara por la tierra. Al acercarnos vi porqué: la mina era un enorme agujero abierto en el suelo, que en su parte superior tendría casi un kilómetro de diámetro; y en su interior había una especie de graderías, con una anchura cada vez menor conforme se acercaban al fondo. Entre cada gradería había una rampa de acceso, y otra que conectaba la primera con la superficie; y mis compañeras accedían por ahí al agujero, y se ponían -parecía- a escarbar las paredes. De pronto un guardia me separó de la fila, y me llevó junto a otras dos mujeres que, al igual que yo, llevaban la chapa con su número en el pezón derecho; a las que las demás esclavas también habían aleccionado, por lo que veía, pues estaban como yo cubiertas de barro.
Matías se nos acercó, y nos explicó en qué consistía el trabajo. “Esto es una mina de oro al aire libre. Las paredes contienen pepitas de oro, que están enganchadas en la pared arenosa; vuestra labor consiste en ir arañando la capa superficial y, cuando encontréis una pepita, ponerla en una bolsa que os entregarán en la rampa. Estaréis dentro todo el día; se os repartirá comida y agua, pero no está permitido salir de la mina hasta que demos la señal. Y al salir comprobaremos dos cosas: que no os llevéis oro escondido, y que hayáis cumplido la cuota diaria, que son 50 gramos puros por persona. Pero cuanto más saquéis mejor, no vayáis a parar porque tengáis ya la cuota; los guardias vigilan, y la que no trabaje lo bastante tendrá un castigo; igual que la que no la alcance. Y no os digo ya la que trate de sacar oro escondido” . De inmediato los guardias nos llevaron hacia la rampa de acceso, nos dieron una bolsita a cada una del tamaño de un pañuelo y nos hicieron bajar al interior. Yo comencé a caminar buscando una cara conocida, y en el tercer nivel encontré a 17222; con las manos esposadas arañaba la pared, que parecía blanda, y miraba con cuidado los terrones que caían, en busca de oro. O eso suponía. Yo me puse a hacer lo mismo unos metros más allá, y así estuve horas y horas, sin encontrar ni un solo gramo. Trajeron la comida, hicimos un pequeño descanso mientras comíamos y bebíamos, y seguimos buscando; pero yo no encontraba nada de nada. Escarbaba cada vez más deprisa, porque pensaba que se me acababa el tiempo, cuando 17222 me habló bajito, para que los guardias no la oyesen: “Acércate y coge un par de pepitas de mi bolsa, yo seguro que tengo bastantes de más” . Casi con lágrimas de agradecimiento metí las manos esposadas en su bolsa; pero justo cuando lo hacía sonó un silbato, me giré, y pude ver que un guardia del otro lado del pozo nos estaba mirando, mientras lo hacía sonar. Enseguida vino corriendo, se apuntó nuestros números, y volvió a marchar; dejándome en lo más profundo de la desesperación.
Cuando Matías hizo por fin sonar el aviso de que concluía la jornada las mujeres empezaron a desfilar hacia la salida, y pude ver que se formaba un pequeño tapón; pero al llegar mi turno comprendí porqué. Pues cada una de nosotras, una vez entregada su bolsa, debía subirse a una mesa que había al lado, ponerse bien espatarrada y dejar que un guardia, armado con un fórceps y una linterna de cirujano, revisase a fondo sus tres aberturas: boca, vagina y ano. Y, acto seguido, continuar unos metros hasta donde otro guardia, armado con una manguera a presión, limpiaba la esclava de toda la suciedad que había acumulado; barro, polvo o sudor incluidos. Pasé como todas el proceso, claro, no sin ruborizarme otra vez al subirme a la mesa; pero el guardia solo se rio, y le hizo un comentario a su compañero de la manguera: “Mira, nos han traído a toda una señorita, qué fina ella” . Para a continuación, claro, seguir hurgando en mis interioridades. Cuando se dio por satisfecho pasé a la “ducha”, antes de echar a andar hacia la empalizada, y al llegar entré en ella; encontrándome que, allí mismo, un guardia nos repartía a cada una la cena: un pan abierto, con una especie de pescado encima, y una fruta de aspecto tropical que yo no conocía. Me senté en un rincón a comerla, y para cuando había acabado ya no entraban más mujeres al recinto; pero sí entró Matías con una lista, y las llamadas por él comenzaron a salir. Por supuesto 17222 y yo estábamos en la relación, y no nos quedó más remedio que sumarnos al grupo, de unas diez o doce mujeres; a las que los guardias nos llevaron hasta el patio central.
Allí, en un rincón, nos situaron cada una a unos cinco o seis metros de la otra, nos hicieron extender las manos y pasaron un cable recio por el interior del arco que formaban nuestros brazos; para acto seguido tensar el cable con una polea, a unos dos metros del suelo, y dejarnos a todas con los brazos extendidos hacia arriba. Y, en mi caso, con los pies firmes en el suelo, pero no sucedía lo mismo con las más bajitas. De inmediato Matías tomó la palabra, y empezó a desgranar números; indicando a continuación cuál había sido la infracción. En nuestro caso solo dijo “17222 y 20166, os han pillado haciendo trampas, así que es como si las dos no hubieseis cumplido la cuota” ; tras lo que oí como 17222 me susurraba “Seis” . Cuando acabó, un guardia se situó frente a cada una de nosotras, preparó su látigo, y comenzaron a llovernos los latigazos. Supongo que el primer latigazo es algo que se recuerda por siempre jamás, pues es distinto a todo; lo más parecido es la sensación que provocaría un corte con un instrumento no muy afilado en el que, de inmediato, alguien echa sal. Pero, cuando es un látigo largo -y el que usaban los guardias era, seguro, de más de dos metros, quizás tres- no solo provoca esa sensación donde golpea, sino además otras dos: un impacto muy fuerte, como una coz, derivado de que al ser muy pesado te desplaza, de un modo violento, hacia el lado contrario al que ha recibido el golpe. Y la peor: la sensación de que el impacto te envuelve y nunca termina; pues el extremo del látigo, si está bien manejado -y sin duda mi torturador sabía lo que se hacía- se enrosca alrededor del cuerpo, haciendo que en ocasiones la marca que deja lo rodee entero. Eso por no hablar del daño que causa su punta, pues en esos casos es la parte del instrumento que golpea el cuerpo a mayor velocidad; ya que se acelera más mientras el resto del látigo va enroscándose alrededor de su objetivo. Lo comprobé cuando uno de los latigazos se enroscó en mi espalda, con tan mala fortuna -para mí- que la punta terminó golpeándome en el pezón izquierdo; el dolor fue sencillamente indescriptible, y mi sorpresa fue al ver que no me había arrancado la anilla.
Supongo que, como me había dicho 17222, sólo fueron seis latigazos, pero cuando al fin aflojaron el cable y nos soltaron yo estaba sollozando entre jadeos, agotada tanto por los golpes como por lo que me había llegado a retorcer, tratando en vano de escapar del látigo; y tenía una sensación como si me hubieran arrancado la piel, y después hubiesen echado algo irritante en la carne despellejada. Al mirar a 17222 pude ver que su cuerpo estaba cruzado por seis estrías rojas, de como un dedo de grosor cada una y que ya mudaban a violáceas, alguna de las cuales le rodeaba el cuerpo por completo; y en el mío podía ver perfectamente como el trallazo que me impactó en el pecho izquierdo había dejado, antes de llegar a él, un rastro perfectamente dibujado en estómago y cadera. Casi tan gruesa como la marca más profunda de mi cuerpo: la que me rodeaba por completo a la altura de las nalgas, la cintura y el bajo vientre, con la marca de la punta en el lateral de mi nalga derecha. Pero, para mi sorpresa, casi no había sangre; y por mis sensaciones al recibir los golpes hubiera esperado encontrarme cubierta de ella, mientras que solo veía unas pocas gotas pequeñas. Parecía, pues, que el látigo que empleaban los guardias causaba mucho más dolor que lesiones; lo que, claro, era muy magro consuelo. Renqueando regresamos todas a la empalizada, entramos, y nos acurrucamos en el suelo a dormir; en mi caso con la inmediata compañía de 18041, quien vino a acomodar su desnudez a mi lado.
XI – La marca al rojo
A la mañana siguiente amaneció diluviando, pero eso no cambió ni un ápice la rutina diaria; si acaso, hizo que nuestros desnudos cuerpos estuviesen limpios de barro al poco de estar trabajando en la mina. Al menos de tobillos para arriba, claro. Y, quizás también por efecto del torrente de agua, que fuese más fácil encontrar oro: en las cerca de diez horas que estuvimos dentro de la mina logré encontrar media docena de pepitas, cuyo peso con toda seguridad excedía de la cuota; y, por las expresiones de alegría que oía a mi alrededor, no fui la única. Por eso, cuando al regresar a la empalizada Matías leyó mi número -entre otros, claro- me quedé, más que asustada, sorprendida; pues no recordaba haber cometido ninguna infracción. Pero al cruzar la puerta empecé a sospechar porqué me llamaban, pues allí estábamos cinco mujeres con una característica en común: todas llevábamos la chapa con el número en nuestros pezones derechos, y ninguna estaba marcada. Los guardias nos indicaron que les siguiéramos, y al llegar al patio central vimos que allí habían colocado cinco aparatos parecidos a potros de gimnasia, grandes y con un montón de correas, ideales para inmovilizar a alguien. Cada guardia se ocupó de una de nosotras: la llevó hasta un potro, soltó sus esposas y, acto seguido, la colocó allí boca arriba; cuando yo me tumbé en él observé que la postura, algo curvada hacia afuera, dejaba mi vientre tenso, en el centro del aparato y algo más alto que el resto del cuerpo, en una posición destacada. Y también, claro, a mi sexo exhibido del modo más obsceno, pues la postura obligaba a tener las piernas separadas, con los pies a algo menos de un metro uno de otro; aunque estaba claro que ese no era el motivo principal de colocarnos así. Sin embargo el guardia que se ocupaba de mí no parecía pensar lo mismo, pues mientras me iba sujetando firmemente -con un montón de correas, casi una cada quince o veinte centímetros de cuerpo- se dedicaba a lo que él debía pensar que era una masturbación: frotaba mi vagina, y de vez en cuando me introducía uno de sus dedos hasta el fondo.
Cuando me tuvo completamente sujeta al potro marchó un instante, para regresar con lo que parecía un infiernillo de gas y un objeto alargado en la otra mano. Lo dejó todo a mi lado, encendió el infiernillo y me mostró el objeto: un hierro como los de marcar animales, de fundición y unos treinta centímetros de largo, con mango de madera y, en su parte frontal, los números 20166 escritos como si se vieran en un espejo, y en relieve. De un tamaño que, al momento me di cuenta, era el mismo que las marcas que todas mis compañeras llevaban en sus vientres: cada cifra mediría unos tres centímetros de altura, y la anchura total de la marca serían como ocho centímetros. Mi captor la puso al fuego, y me dijo “Es importante que te estés muy quieta si no quieres que la marca te quede borrosa. No querrás que tengamos que repetirla…” mientras sonreía con crueldad; y se quedó esperando a que el hierro se pusiera al rojo vivo. Al rato, y mientras yo temblaba del miedo, Matías hizo una ronda por los cinco potros; y debió de comprobar que todos los hierros brillaban con un rojo intenso, pues dijo “Preparados!” . Mi guardia cogió el suyo por el mango de madera y se acercó, dejándome ver el brillo maligno de los cinco números; y cuando oyó “Ahora!” lo aplicó sobre mi vientre. En la ingle derecha, más o menos donde el apéndice; y luego dejó que el hierro candente penetrara en mi piel durante al menos cinco segundos, para retirarlo con cuidado pasado ese tiempo.
Nadie ignora el dolor brutal que produce una quemadura, pues todo el mundo se ha quemado alguna vez por accidente. Por ejemplo al tocar el tubo de escape de una motocicleta, o algo que acaba de salir del horno; pero, con ser altamente dolorosos, siempre son contactos instantáneos, pues a ninguna persona sensata se le ocurriría apoyar la ingle desnuda en un tubo de escape ardiendo, y dejarla allí durante cinco segundos. A partir de medio segundo, incluso quizás menos, el dolor se hace tan insoportable que la víctima haría cualquier cosa por escapar al contacto con la fuente de su sufrimiento; y si la quemadura se hace más profunda el dolor excede todo lo imaginable, pues no es ya que los nervios se contraigan. Es que, literalmente, se queman también, pues su terminación no está tan lejana a la epidermis. Pero en aquel instante, claro, yo no podía hacerme todas estas reflexiones, pues solo luchaba -sin ningún éxito, claro- por librarme de aquel monstruo que me estaba taladrando el vientre; y lo hacía de la única manera que mi situación permitía: tensar todos mis nervios y tratar de romper las correas al precio que fuera, incluso si tenía yo que romperme algo para hacerlo. Lo que por supuesto no logré, en absoluto. Y, mientras, emitía unos aullidos de dolor casi más animales que humanos, durante los que fueron los cinco segundos más largos de mi vida. Cuando el hierro se apartó por fin de mi vientre todo mi cuerpo estaba cubierto de sudor, y yo no podía articular ningún sonido humano; así que me quedé jadeando, desnuda y tumbada en aquel potro, recuperando el aliento mientras notaba que alguien soltaba las correas que me sujetaban.
Para cuando el guardia me levantó del potro yo ya había recuperado un poco el sentido, porque recuerdo que me dijo “Te voy a esposar con las manos atrás, no quiero que te toques la quemadura” . También que me llevó hacia un barracón en el que había literas, y que me tumbó en una de ellas sobre mi lado izquierdo -el contrario a la marca- sin quitarme las esposas. Me pareció ver que mis compañeras de tormento también estaban allí, pero entre mi estado de semiinconsciencia y la postura no podía ver gran cosa. Al cabo de un rato se acercó otro guardia, con una bata blanca, y me soltó una de las esposas, para de inmediato colocarme boca arriba y atarla al cabezal de la cama; hecho lo cual comenzó a untar una crema espesa en mi quemadura que me alivió de inmediato buena parte del dolor. Creo que le sonreí, y él me dijo “Vas a estar unos días aquí, hasta que la marca cicatrice lo suficiente. Algo que, con esta crema, será bastante rápido” . Así fue, y durante casi dos semanas tanto mis cuatro compañeras como yo vivimos allí, en aquella enfermería, mientras nos íbamos recuperando; recibiendo varias dosis diarias del ungüento mágico, hasta que el dolor desapareció por completo y la marca -como las de los seis latigazos que recibí poco antes de ella- empezó a verse cicatrizada. Lo que el guardia con bata certificó entonces, quitándonos los pequeños apósitos que las cubrían - “Ya no te hará falta” , me dijo-; y Matías ratificó con un gesto que, supongo, para él era como un símbolo: vino al barracón y, una por una, fue comprobando que la marca era legible, y que presentaba buen aspecto. Tras lo cual sacaba cada vez unos pequeños alicates de su bolsillo, con los que cortaba el eslabón que sujetaba la chapa con nuestro número a la anilla del pezón derecho; y, tras enseñársela a su hasta entonces usuaria, procedía a guardársela en un bolsillo.
XII – La primera relación lésbica
A mi regreso a la empalizada, por supuesto otra vez esposada con las manos delante, me esperaba un recibimiento cariñoso de mis compañeras; en particular de 18041, quien no se separó de mí en ningún momento. Aquella tarde, mientras descansaba tumbada en el suelo con mi compañera al lado, me di cuenta de que no sabía su nombre, ni ella el mío; pero cuando se lo pregunté me dijo “Es mejor así, tenemos prohibido decirlo; si alguna vez nos llamáramos por el nombre, y ellos nos oyesen, seríamos castigadas con dureza. Aquí solo somos un número” . A la mañana siguiente me incorporé a la rutina habitual, yendo con mis compañeras hasta la mina y pasando horas allí en busca de oro; pero en el camino de regreso, y después de que me hubieran sometido al denigrante tratamiento usual -husmear bien en todos mis agujeros teniéndome espatarrada sobre una mesa, y luego limpiarme con una manguera a presión- comencé a tener una sensación muy inesperada: para mi sorpresa cada vez estaba mas excitada. En mi situación me parecía absurdo, pero lo cierto es que mi mente navegaba entre imágenes de alto contenido erótico, y yo sentía en mi sexo el inconfundible calorcillo que tan bien conocía. De pronto, me acordé de lo que me había dicho el guardia que me colocó las anillas, e incluso de algo que había leído tiempo atrás: el contacto permanente del metal de la anilla con el clítoris provocaba excitación sexual a la mayoría de las mujeres, y yo no era una excepción. Y el roce aumentaba con el movimiento; por lo que al llegar a la empalizada yo estaba, literalmente, muy excitada.
Una vez que todas estuvimos dentro de nuestra jaula, Matías se acercó con su lista de víctimas, que nos leyó; como ya esperaba yo no estaba en ella, pero sí 18041, que no había alcanzado aquel día la cuota. Marchó con cara triste, para volver al cabo de como una hora como iba yo, supongo, el día que me tocó el castigo: gimoteando, y con su pequeño cuerpo desnudo cruzado por seis estrías violáceas, alguna de las cuales la rodeaba por completo. Y de las que una en concreto debió de ser muy dolorosa, pues cruzaba de lado a lado sus dos pechos, y había dejado una gota de sangre en la base de la anilla de su pezón derecho. Me tumbé junto a ella y, pasando mis brazos esposados por encima de su cabeza, la abracé muy fuerte, pegando mi cuerpo a su espalda; al cabo de un rato dejó de gemir, y me dio las gracias. En aquel momento mi estado de excitación aún era mayor, supongo que por el contacto físico con un cuerpo desnudo, y no pude reprimir un gesto: acercando mis manos a su sexo, comencé a acariciarlo; algo que a ella, pese al dolor de sus heridas, de seguro le gustó, pues separó bastante más sus piernas. Yo continué masturbándola, del mismo modo que hacía conmigo misma: froté con toda suavidad los labios de su vagina, rozando solo muy ocasionalmente el clítoris -que ella no llevaba anillado, pues le habían colocado la anilla en la parte más alta de uno de sus labios-; y, cuando noté que comenzaba a lubricar, empecé a introducir poco a poco mis dedos en su vagina: primero uno solo, luego dos, … Hasta que tuvo un estremecimiento y emitió un gemido; y noté que, sin duda, había alcanzado un orgasmo. Pero nada más sucedió, porque al punto se quedó dormida.
Al día siguiente la rutina continuó; y trabajamos de sol a sol, como era habitual, en la mina. Quizás la única diferencia fue que, a media mañana, cayó uno de aquellos chaparrones torrenciales que por allí eran tan habituales; me acordé de que en el colegio me habían enseñado que aquel tipo de vegetación se llamaba “pluviselva”, y comprendí porqué. Pero lo peor fue que, después del diluvio, salió un sol que achicharraba; lo que, una vez que la lluvia se había llevado de nuestros cuerpos desnudos todo el barro, nos hizo pasarlo aún peor de lo que era habitual. Pero seguimos, claro, qué podíamos hacer; y al volver a la empalizada tuvimos una novedad nada agradable: justo al lado de la puerta habían instalado una cruz, como las de los antiguos romanos. Y en ella había una mujer de mi edad, con el cuerpo tan lleno de marcas de latigazos que, aún completamente desnuda, no se le veía ni un centímetro de piel sana. Como en tiempos de Roma, la habían clavado en la cruz por manos y pies, y la pobre emitía unos gemidos de dolor desgarradores. Matías se colocó al lado de ella, y nos dijo “Ésta es la esclava que huyó hará cosa de un mes. La encontramos ayer en la selva; y esta vez no se salvará, pues es su segundo intento. Os recuerdo las reglas de la mina: si os intentáis escapar, la primera vez solo os arrancaremos la piel a latigazos. Si lo hacéis otra vez… en fin, no hace falta que os lo diga, lo podéis ver vosotras mismas” .
Cuando me tumbé, para intentar dormir algo pese a oír los gemidos de la pobre desdichada, noté que seguía excitadísima; no podía más, realmente, y comencé a masturbarme. 18041 llegó a mi lado justo cuando yo comenzaba a notar los efectos de mis propias caricias, y sin decir una palabra se tumbó, con cuidado de que su cara quedase frente a mi sexo; y, apartando mis manos, comenzó a lamer mi vulva arriba y abajo. Yo me estremecía con una sensación placentera que ya había olvidado; y cuando su lengua, después de introducirse suavemente en mi vagina varias veces, comenzó a acariciarme el clítoris, tuve el mayor orgasmo de toda mi vida: todo mi cuerpo se tensó como una cuerda de violín, y un espasmo de placer lo recorrió de arriba abajo, durante un buen rato. Al recuperar el sentido intercambiamos de inmediato las posiciones, y dediqué los siguientes minutos a recorrer su sexo con mi lengua; cuando noté que había llegado al orgasmo me detuve, y ambas nos dormimos satisfechas.
XIII – Usada por los carceleros
A la mañana siguiente la pobre crucificada seguía allí, pero ya no emitía sonido alguno; y, por la posición de su cuerpo, era evidente que había perdido el conocimiento. Marchamos como siempre a trabajar a la mina, y al volver por la tarde descubrimos que la cruz, y su ocupante, ya no estaban; era imposible saber si era porque había muerto o si, simplemente, habían decidido dejar de atormentarla. Tras la cena Matías leyó, como siempre, la lista de desdichadas; o mejor de más desdichadas, porque no se podía decir que la situación de las otras fuera precisamente afortunada. Un rato después y como de costumbre vinieron varios guardias a llevarse unas cuantas mujeres, y esta vez me tocó a mí: el guardia que, el primer día, se había reído cuando enrojecía al subirme a la mesa donde nos revisaban vagina y ano, se acercó a mí y solo dijo “Ven” . Yo le seguí hasta un barracón donde, al entrar, vi que había como una docena de guardias; y de inmediato me hizo arrodillar, se bajó el pantalón y me puso frente a la cara el miembro. No me hizo falta más; de inmediato me la metí en la boca, y comencé a chupar, pero una vez más de nada me sirvió mi intento de acabar deprisa, pues él me dijo “No corras, tenemos tiempo. Y no olvides tragártelo todo” . Obedecí, y al cabo de como un cuarto de hora eyaculó en mi boca; tras lo que, y una vez me hube tragado el semen, me hizo abrirla para comprobar que obedecía. Satisfecho, me llevó donde un compañero suyo, con quien me dejó diciéndole “La chupa bien” .
Mi nuevo violador, sin embargo, no se iba a conformar solo con eso; empezó, sin levantarse del asiento, por sacarse el pene del pantalón y decirme que se lo chupase. Pero solo hasta que la tuvo dura como una estaca; entonces salió de mi boca y me dijo “Siéntate en mi polla” . Yo me levanté, me di la vuelta y, con cuidado, me senté en su regazo, dirigiendo con mis manos esposadas su miembro hasta mi vagina; lo que, sobre todo, hice para evitar que decidiera usar mi otro orificio. Una vez que su miembro estuvo dentro de mí él me empujó por los hombros, hasta que estuve completamente empalada; lo que, para mi sorpresa, pudo hacer con gran facilidad y sin hacerme daño, pues yo estaba bastante lubricada. Sin necesidad de que me dijese nada yo comencé a cabalgarle, y en pocos minutos noté que eyaculaba con un gruñido; me separé y me quedé de rodillas a su lado, hasta que un tercer guardia me levantó y me llevó con él. Así durante horas; no podría decir cuántos guardias me violaron, o cuantas felaciones hice, pero seguro que más de una docena de cada. Suerte, pensé, que llevas un DIU hormonal; porque en caso contrario, con tanto esperma y de tanta gente… Aunque de mis violadores casi la mitad optaron por penetrar mi ano; en particular uno cuyo pene era, con mucho, el mayor que yo había visto en mi vida, y que me hizo muchísimo daño en el esfínter.
Cuando se cansaron de usarme uno de ellos me dijo que fuera a la parte de atrás a lavarme; lo que sus compañeros acogieron con gritos de burla, pues por lo visto no era usual dejarnos lavar. Pero yo no esperé a que cambiase de idea, y me fui corriendo al baño; que estaba al final del pasillo donde, en su primera puerta, estaba el salón del que yo venía. Mientras me lavaba me di cuenta de que, pese al estado de permanente excitación en que me encontraba por causa de la anilla de mi clítoris, ninguna de las penetraciones de aquellos animales me había llevado al orgasmo; lo que agradecí en silencio, pues para mí hubiera sido muy humillante hacerlo allí, ante ellos y como consecuencia de sus abusos. Salí del baño un buen rato después, cerré la puerta y, cuando ya volvía hacia el salón, vi de reojo lo que me pareció un mapa. Estaba en una mesa, en la habitación anterior a la sala donde estaban aquellos gorilas, y en el acto pensé que, pese al riesgo que corría, era mi oportunidad de saber dónde estaba; y, quien sabe, de estudiar una posible huida. Así que entré procurando no hacer ningún ruido, y me acerqué a mirarlo. Enseguida me di cuenta de que estábamos en la esquina suroriental de Guinea Ecuatorial, a poca distancia de la frontera de Gabón; quizás unos cinco o diez kilómetros, siempre que por la selva fuera posible andar en línea recta hacia el este. Memoricé rápidamente cuanto pude del mapa, y regresé al salón justo en el momento en que uno de aquellos primates salía de él hacia el baño. Me sonrió, me dio un cachete en la nalga izquierda con su enorme mano, y siguió su camino sin inmutarse.
XIV – La huida del campamento
Tan pronto me devolvieron a la jaula le expliqué a 18041, muy excitada, mis descubrimientos; y el plan de huida que, desde que vi el mapa, se había empezado a formar en mi cabeza. Era muy sencillo: aprovechar el camino de regreso de la mina, internarnos en la selva cuando los guardias no mirasen, y cruzarla hasta llegar a Gabón. El de regreso y no el de ida, pues la única vez que aquellos salvajes comprobaban que no faltase ninguna de nosotras era cuando nos recogían las bolsas de oro; lo que quería decir que, si nos íbamos poco después de eso, tardarían casi veinticuatro horas en descubrir nuestra ausencia. Y para entonces, según mis cálculos, ya estaríamos en Gabón. Mi compañera me escuchó en silencio, y enseguida vi que tenía más miedo que esperanza; pero mi insistencia y sobre todo mi seguridad, que nacía de haber visto un mapa y no solo del mero optimismo, acabaron por convencerla. Con lo que nos dormimos las dos, después de habernos acariciado mutuamente hasta los respectivos orgasmos, con la alegría pintada en nuestras caras.
Poco antes de amanecer cayó otro chaparrón, que no se detuvo hasta la hora del desayuno; y, por el aspecto del cielo, no iba a ser el único del día. Nos fuimos al trabajo con un tímido sol, pero ambas llenas de ilusión; y, como las dos terminamos con nuestras cuotas cumplidas -lo que era esencial para poder escapar, pues de no ser así habrían descubierto nuestra ausencia al poco rato, cuando nos hubiese llamado Matías para el castigo- nos dejamos inspeccionar, y lavar, conteniendo nuestras sonrisas. En el camino de vuelta íbamos juntas, en un grupo con varias mujeres más, y observé que entre el guardia que venía detrás nuestro y nosotras habría por lo menos veinte metros. Al girar un recodo del camino, que transcurría rodeado de selva impenetrable, vi que habíamos quedado fuera del campo visual del guardia; así que advertí a 18041 y ambas, solo con dar media docena de pasos hacia un lado, quedamos envueltas por la vegetación, y fuera de la visión de quienes transitaban por el camino. De inmediato nos quedamos inmóviles en nuestra posición, mientras el resto de la comitiva terminaba de circular; y pudimos comprobar cómo, pese a que todos pasaban a escasos diez metros de nosotras, ninguno de los guardias -ni de nuestras demás compañeras, claro- reparaba en nuestra presencia.
Una vez que se fueron todos salimos las dos de nuevo al camino, y pude comprobar que mi cuerpo desnudo tenía bastantes arañazos, debidos sin duda a la espesa maleza donde nos habíamos ocultado. Pero me importó muy poco: por primera vez desde que Owono me secuestró era dueña absoluta de mi destino. Al instante me puse a valorar nuestra situación: a favor teníamos que disponíamos de veinticuatro horas hasta que comenzaran a buscarnos, que Gabón estaba a menos de diez kilómetros de allí y que sabíamos hacia donde teníamos que ir: hacia el este. En contra, que no teníamos ni agua ni comida, que íbamos descalzas, desnudas y con las manos esposadas, y que aquella selva era realmente espesa, prácticamente imposible de atravesar. La verdad, visto así no resultaba muy esperanzador; pero de pronto me acordé de que, en la pista que llegaba hasta el campamento y un rato después de ver la señal de los “Altos de Nsork”, habíamos pasado junto al inicio de otro camino que iba en sentido contrario al de los altos; es decir hacia el este, porque desde el aeropuerto hasta llegar a la mina habíamos circulado en dirección sur. Algo que, sin el mapa, nunca hubiese sabido, pues he de reconocer que no fui lo bastante sagaz como para fijarme en la posición del sol entonces; pero al menos sí que me fijé -seguramente porque eran muy pocos- en los caminos que cruzábamos en la ruta hacia la mina.
Cuando le expliqué a Elena -pues lo primero que hice al salir al camino fue preguntarle su nombre, y esta vez sí que me lo dijo- mi nuevo plan aún tuvo más miedo; pues antes de alcanzar el camino al este teníamos que cruzar el campamento, andar por el camino principal un buen trecho hasta la garita de vigilancia que había visto al llegar, y esquivar a sus guardias antes de seguir otros cuantos kilómetros. Pero una mirada a nuestros cuerpos desnudos, llenos de arañazos tras recorrer solo los primeros diez metros de vegetación, y otra a la selva espesa, la terminaron de decidir. Así que, teniendo mucho cuidado, reemprendimos el camino hacia la empalizada, hasta llegar al pie de la colina donde estaba; allí nos detuvimos, ocultas, a esperar que se hiciese de noche por completo. Cuando al cabo sucedió vimos que habría poca luz, pues aunque había algo más de media luna estaba muy nublado, y con frecuencia quedaba oculta por un jirón de nubes. Con mucho cuidado salimos de nuestro escondite, nos arrimamos a los edificios que rodeaban el patio y fuimos siguiéndolos -en uno de ellos oímos el ruido de una juerga, como la que el día antes yo había tenido que soportar- hasta llegar al último antes de la entrada al conjunto. Allí venía la segunda dificultad, pues aunque no había ningún guardia en la puerta la entrada era visible desde todo el patio; por lo que teníamos que andar unos cien metros al descubierto hasta alcanzar el camino, expuestas a que cualquier guardia que saliese del barracón nos viera. Pero tuvimos suerte, porque en aquel momento comenzó otro chaparrón violento; así que nos levantamos, y caminamos hasta la entrada sin ser ni vistas ni oídas. Y el chaparrón tuvo otra ventaja, pues embarró el camino; descalzas y desnudas, nos era mucho menos doloroso caminar sobre una capa de barro no demasiado espesa que hacerlo sobre el suelo seco, lleno de piedras, ramas y otras cosas cortantes.
Aunque yo había calculado, por el tiempo que tardamos y la velocidad del jeep, que la garita de guardia estaría a menos de diez kilómetros, el caso es que tardamos mucho en llegar; supongo que ir descalzas y andar en el barro no favorecía precisamente el hacer un buen promedio de velocidad. Pero al cabo de unas tres horas vimos un resplandor de luz eléctrica que venía de detrás de la siguiente curva del camino; y, arrimándonos a la pared vegetal de uno de sus lados, continuamos hasta tener a la vista el control. Desde nuestra posición a unos cien metros parecía haber allí dos vigilantes: uno estaba fuera, junto a la barrera bajada, y se veía además asomar la cabeza de otro dentro de la casamata. Lo que concordaba con mis recuerdos, pero yo había pasado por allí de día, y hacía ya semanas; con lo que el dato en mi memoria no tenía demasiado valor ahora. Aunque parecía muy difícil pasar por allí sin ser vistas, pues el que estaba junto a la barrera controlaba absolutamente todo el campo visual, y hacía rato que ya no llovía; así que la única solución parecía ser internarse en la selva, y no salir hasta pasada la siguiente curva, otros cien metros más abajo de la garita. Una vez más, sin embargo, la suerte vino en nuestra ayuda, pues cuando ya íbamos a internarnos vimos a lo lejos la luz de unos faros; y por el camino que venía del aeropuerto apareció un camión de aspecto militar. Que siguió hasta detenerse frente a la barrera, donde -para mi alegría- paró el motor y cambió sus luces a las de posición; con lo que dejó de iluminar el tramo de camino por el que íbamos a pasar.
XV – Llegada a Gabón
Estaba claro que era entonces o nunca, así que salí de mi escondite y eché a andar hacia la garita, tan pegada como pude a la vegetación del lateral del camino y seguida de Elena. Íbamos por el lado en el que estaba la caseta, y cuando estuvimos más cerca vi que el vigilante de la barrera estaba hablando con el conductor del camión, y que el otro seguía dentro; así que si pensarlo dos veces pasé por detrás de la garita y seguí caminando hacia la seguridad de la siguiente curva, cada vez mas deprisa pero sin hacer ruido, detenerme o girarme. Y lo conseguí; pero tan pronto como llegué a la oscuridad de la curva me giré para comprobar que nadie nos seguía, y al hacerlo me di cuenta de que Elena no estaba conmigo. De inmediato asomé un poco la cabeza, con cuidado de no ser vista, para intentar comprobar donde estaba; pero mientras la buscaba oí un grito desgarrador, que de inmediato fue contestado por todos los pájaros de aquel tramo de selva, formando una enorme algarabía. Y pude ver como el guardia de la barrera acercaba a Elena hasta la luz de la farola, tirando de sus pelos y arrastrando su cuerpo desnudo por el suelo. Me quedé helada, pero poco podía hacer; así que permanecí agazapada viendo como los tres -pues el de la garita había salido de ella, y el del camión se había apeado- golpeaban a la pobre chica, dándole golpes de porra y patadas hasta que dejó de moverse. Para a continuación levantarla, doblarla sobre la barrera, abrirle las piernas con brusquedad y penetrarla por turnos; lo que hicieron mientras Elena emitía unos gemidos de desesperación que me encogían el ánimo. Cuando se cansaron, la subieron a la caja del camión y la encadenaron dentro con otro par de esposas; para, a continuación, empezar una maniobra que me dejó helada del susto: provistos los tres de sendas linternas, uno de ellos comenzó a inspeccionar los alrededores de la garita, mientras que los otros dos hicieron lo mismo, uno recorriendo el camino hacia la mina, y el otro… viniendo directamente hacia mí!
Era evidente que yo solo tenía una opción, si no quería ser descubierta: internarme lo bastante en la selva como para que no me viese siquiera con la potente luz de la linterna. Y tenía que hacerlo ya, pues el vigilante cada vez estaba más cerca; así que, sin pensarlo más, me lancé a toda prisa hacia el interior de la espesura, corriendo entre zarzas que me laceraban el cuerpo desnudo. Al cabo de un minuto paré, y me tiré al suelo conteniendo un grito, pues al hacerlo sentí como si me arrancasen el pezón izquierdo; y al poco vi el haz de luz de la linterna, que aunque ya débil llegaba hasta donde yo estaba. Recuerdo que pensé que el vigilante era un cabrón meticuloso, porque el haz iba desplazándose muy lentamente, como lo haría el de alguien que cree que ha visto algo; y para mi desgracia así era, pues oí como llamaba a su compañero de la garita, que ya habría terminado de mirar los alrededores de ésta. Al llegar el otro, escuché que le decía “He visto moverse algo por este lado, estoy seguro” . Pero su compañero, por suerte, no era tan meticuloso, y le contestó “Déjalo, no seas burro; será cualquier animal, que con el berrido de esa puta se habrá asustado. Anda que no hay bichos por aquí” . Tras lo que se apagó la luz, y oí sus pasos alejándose; para, poco después, escuchar el motor del camión, cada vez más débil conforme iba hacia la mina llevándose a la pobre Elena. Una vez regresó el silencio comprendí que debía de apresurarme, pues las veinticuatro horas que yo creía tener se habían esfumado; ya que lo lógico era pensar que, tan pronto llegase el camión a la mina, comprobarían que no les faltase ninguna esclava más. Y a no mucho tardar se percatarían de mi ausencia, pues yo había calculado que, en total, no seríamos más de cien las mujeres de empalizada.
Procurando no hacer ruido, y muy despacio para no herirme más, volví al camino; comprobando, al llegar, que los efectos de la jungla sobre mi cuerpo desnudo eran comparables a los del látigo. Aunque la luna había vuelto a salir la luz era mediocre, pero aún así pude ver como estaba llena de arañazos y heridas; y, en mi pezón izquierdo, como la anilla estaba medio arrancada y cubierta de sangre. Eché a andar alejándome de la garita, y antes de llegar al cruce del camino que buscaba aún tuve que internarme otras dos veces en la espesura; no tanto como antes, pero lo bastante para evitar que dos camiones más pudieran verme al pasar. Y, claro, que volver a arañarme toda, pues las dos veces tuve que hacerlo deprisa, sin poder ni mirar a dónde me metía. Al cabo de otra hora de marcha llegué al cruce, y tomé el camino a mi derecha; era mucho más estrecho y pedregoso que el principal, y se notaba que por allí no pasaba gente casi nunca. Cuando llevaba andado un cuarto de hora o así me asaltó un pensamiento poco esperanzador: me estaba internando en la selva virgen por un camino abandonado, sin tener agua ni víveres, descalza, desnuda y esposada. Es decir, que era muy posible que no sobreviviera a la aventura. Pero la alternativa era ser capturada por los gorilas de Owono, que me arrancarían la piel a latigazos y luego me devolverían a la mina; para pudrirme allí hasta que ellos o alguna otra cosa -un animal venenoso, por ejemplo- me matase. Me parecía evidente que era mejor morir luchando por mi libertad; así que superé mis dudas, y traté de olvidar en lo posible el escozor de mis muchas heridas.
Pese a mi agotamiento, seguí adelante; y para cuando el sol empezaba a despuntar llegué a un sitio en el que el camino terminaba abruptamente, rodeado de selva por todas partes. Me detuve un momento a descansar, y decidí que no me iba a mover de allí hasta que el sol estuviese algo más alto, y pudiera indicarme el este; pues de momento no lo veía aún. Al cabo de una media hora asomó por entre las copas de los árboles; y, metiéndome otra vez en la espesura, eché a andar en dirección a él. El avance era lentísimo, y muy fatigoso, aunque al ser ya de día podía evitar la mayoría de los peligros para mi carne desnuda; no todos, claro, pues de pronto empezó a escocerme el pubis y, al mirar, vi que tenía en él -y en los muslos- lo que parecían un montón de picaduras de insecto, que formaban ronchas del tamaño de una moneda de pequeño tamaño. Y lo que no podía evitar de ninguna manera era lacerarme los pies, pues la densísima vegetación algunas veces ni siquiera me permitía ver el suelo; pero cada vez que podía, por pequeño que fuera el claro, me sentaba en algún sitio y masajeaba mis pies un rato, quitándoles aquellas cosas que se les hubieran clavado. Lo que hacía rodeada del guirigay de miles de aves, y de otros animales; recuerdo que pasé por una zona en la que unos monos que parecían mandriles me miraban, desde los árboles, con la lógica curiosidad; pues seguro que era la primera vez que veían por allí una mujer europea desnuda, descalza y esposada.
Persistí, y seguí avanzando, lamiendo la humedad de las hojas que iba encontrando en mi camino para así hidratarme un poco; lo que, en ocasiones, era no poca agua, pues encontré algunas hojas que superaban el metro de longitud por casi otro tanto de anchura. Hasta que, mientras descansaba en uno de los pocos claros que encontré, de pronto oí unas voces de hombres, un grupo de al menos seis o siete. Me acerqué con cuidado hacia el lugar del que provenían, reptando por el suelo -lo que, desde luego, no agradecieron nada mis pezones- y, cuando llegué a un lugar desde el que la espesura permitía ver un poco más, vi como a cien metros un camino, y un vehículo de aspecto militar detenido en él. Me fui acercando con todo cuidado, reprimiendo las ganas de gritar de dolor; pues el roce del frontal de mi cuerpo, y sobre todo de mis grandes pechos, con el suelo me hacía ver las estrellas. Conforme me iba separando menos distancia de ellos pude ver que los hombres estaban sentados junto al vehículo, iban vestidos con uniformes militares, o al menos de camuflaje, y estaban fuertemente armados; y ya a poca distancia oí a dos de ellos que hablaban entre sí en una lengua que no comprendí, pero que por su sonoridad sin duda era africana. De pronto se acercó quien parecía ser el jefe, pues se levantaron todos de inmediato; les dijo algo en lo que me pareció francés y, mientras lágrimas de alegría acudían a mis ojos, pude comprobar que en su hombro llevaba la bandera verde, amarilla y azul de la República Gabonesa.
XVI – El cuartel de Bissok
Venciendo mi vergüenza por estar desnuda salí de mi escondite, y bajé hasta donde estaban los soldados; los cuales al verme tuvieron una reacción muy curiosa, al menos para mí: no se sorprendieron. Yo hubiera apostado, antes de vivir aquello, a que si un grupo de soldados patrullando la frontera entre dos países del África ecuatorial se topaba, de pronto, con una mujer blanca desnuda, descalza, esposada, con una marca al fuego en su vientre y cubierta de arañazos y de marcas de latigazos se llevarían todos, sin duda, la sorpresa de su vida. Pero no fue así: uno de los soldados me apuntó con su arma, mientras sus compañeros ni se movían de sitio, y me dijo con desgana “Stop!” ; y, cuando me paré, se quedó mirando al que parecía el jefe, el cual se me acercó y me dijo algo en la misma lengua extraña que había oído hablar a los soldados. Como no le entendía, me indicó por señas que me subiera al vehículo -una especie de blindado con seis ruedas-, mientras decía “Bissok” y “Commandant” , entre otras muchas cosas que yo no entendía. Deduje que me iban a llevar a ver a su comandante, y opté por subirme; lo que de inmediato hicieron también todos los soldados, cerrando la puerta y arrancando el motor. Mientras nos poníamos en movimiento uno de los soldados me ofreció agua, que bebí con gran avidez; pero cada vez que les hacía un gesto para que me diesen algo con que cubrirme, o de que me quitasen las esposas, me decían que no con la cabeza mientras sonreían.
Al cabo de menos de una hora de marcha pasamos un poblado, y justo a continuación una señal que, con mi poco francés, traduje como que era terreno militar, y que estaba prohibido el paso; para, a los diez minutos, pasar por un puesto de control y entrar en un terreno rodeado con una alta valla, lleno de soldados y material militar. Un cuartel, pensé. El blindado se detuvo frente a la enfermería del cuartel -lo supuse porque había una gran cruz roja en el techo inclinado- y uno de los soldados me acompañó a su interior, donde me recibió el que parecía un médico militar: de uniforme y con dos galones dorados en el pecho, pero con una bata blanca encima. El cual me llevó a una sala de curas próxima donde, con la ayuda de un enfermero, me limpiaron y cuidaron mis heridas; pero, una vez más, sin hacer el menor ademán de cubrirme, o de desatarme, y sin parecer sorprendidos por la brutalidad que representaba mi marca. Es más, en un determinado momento yo cogí una toalla de la estantería del material, y traté de envolverme con ella, algo que las esposas hacían bastante difícil; pero el médico, con una leve sonrisa, me la quitó de las manos y la volvió a colocar en su sitio, mientras me hacía otra vez el gesto de negar con la cabeza. Al cabo de un rato trajeron algo de comer, y me lancé sobre la bandeja; pero al médico, aunque no parecía preocuparle mi desnudez, sí que le preocupaba mi salud. Pues con ademán enérgico me indicó que no corriera, que me sentaría mal, y me hizo comer más despacio.
Al terminar el doctor me cogió de un brazo y me llevó hacia otro edificio, de aspecto más noble y que supuse el de jefatura; lo que hizo pasando ante cantidad de soldados que, por lo visto, estaban la mar de acostumbrados a las mujeres desnudas y esposadas. Lo que por un lado era bueno, pues junto con el “entrenamiento” que había tenido en la mina me permitía pasar mucha menos vergüenza al ser exhibida desnuda; pero por otro me hacía pensar que allí había, como se suele decir, gato encerrado. Cuando entramos, un soldado que estaba sentado en una mesa relevó al doctor, y me acompaño hasta el fondo del edificio; donde llamó a una puerta y, tras oír algo, la abrió, me empujó suavemente dentro, y volvió a cerrarla. Era una habitación bastante grande, con un mobiliario de aspecto colonial, y detrás de la mesa de despacho que había al fondo vi sentado a un negro de mediana edad, calvo, regordete, bajito -lo que pensé porque la mesa le llegaba a medio pecho- y de uniforme, con cuatro galones dorados sobre los hombros. El hombrecillo se levantó, lo que confirmó mi teoría sobre su estatura, y se acercó hasta mí; me dio la mano muy ceremoniosamente, como si no viera ni mi desnudez ni mis esposas, y me indicó que me sentase en un sofá que había junto a la mesa de despacho, delante de un ventanal que daba al patio. Él se acomodó en un butacón que estaba contiguo al sofá, y antes de decirme nada miró con fijeza a mis rodillas; hasta que yo entendí el mensaje y, con un gesto de derrota, abrí las piernas tanto como pude y adelanté el trasero, exhibiendo abiertamente mi sexo.
“Bienvenida a Bissok, yo soy el Commandant Makinda, y en este cantón no hay mayor autoridad que la mía” ; lo que dijo en un español extraño, aunque comprensible. Como vio mi cara de sorpresa, continuó: “Mi madre era del otro lado, de Guinea; por eso hablo perfectamente español” . Supongo que, pese a mi situación de desnudez, las curas y la comida me habían levantado el ánimo, pues al oír eso no pude reprimir una sonrisa. Él frunció el ceño, y me dijo “Si yo estuviera en su lugar desde luego no me reiría tanto. Dado que no lleva usted documentación, y que está esposada, tengo que deducir que es una fugitiva de la justicia guineana; es decir, entregarla a ellos. Precisamente hay un puesto de control militar cerca de donde mis soldados la encontraron, en la carretera que va a la mina de Su Excelencia el Gobernador Owono. Allí la llevaremos, y por mi parte asunto resuelto” . Efectivamente, he de reconocer que me cortó la risa en seco, pues el puesto del que hablaba era el mismo donde habían violado, y molido a palos, a la pobre Elena. Al poco, sin embargo, recuperé el control de mis emociones, y comencé a explicarle toda mi historia, desde que desperté en el avión de Owono hasta el encuentro con sus soldados. Él me escuchó con toda atención, y cuando terminé solo me hizo una pregunta: “Señorita, usted tiene dinero? Mucho, bastante, poco?” .
Lo cierto es que me pilló por sorpresa, y no supe qué decirle; pero tras pensarlo un poco decidí que lo único que no podía hacer era decir la verdad: que, muchos meses, el banco me avisaba de que estaba en descubierto hacia el día veintitantos, y que no tenía más propiedad que un coche viejo. Pero no me dio tiempo a contestarle: “Mire, señorita, le voy a ser muy franco. Por cada mujer que le devuelvo Owono me paga cincuenta mil dólares. No será usted la primera, ni siquiera la décima; a todas se les ocurre escapar hacia aquí. Será por lo de tener la frontera tan cerca. Pero si me paga más; no, qué digo, mucho más que Owono, igual no me entero de que usted ha pasado por Bissok” . Al instante se me ocurrió una idea, y le dije “No hay problema, con que llame a mis padres y les diga la cuenta y el importe, en pocos días tiene usted el dinero aquí” . Pero la cosa no iba a ser tan fácil; pues Makinda receló enseguida: “Me imagino que, como las demás “empleadas” de la mina, usted debe figurar en su país como desaparecida. Así que, si hace eso y sus padres lo denuncian a la policía española… Comprenderá que no puedo correr ese riesgo. Pero hay otra forma: si me dice usted con quien hemos de hablar, mis contactos se pondrán en comunicación con esa persona discretamente” . Lo cierto era que mis padres aún tenían menos dinero que yo, o sea que no representaba solución alguna decirles nada; pero mi director era otra cosa. Pues, por un lado, la empresa era de las mayores de España, así que podía pagar lo que pidiera el comandante; y por otro el infalible instinto del jefe detectaría al instante una historia que, de seguro, les iba a compensar de sobras el dinero que gastaran en rescatarme. Mientras pensaba esto me di cuenta de que Makinda hacía rato que solo tenía ojos para mi sexo, lo que me produjo otro “subidón” de vergüenza; pero cuando le expliqué mi idea le pareció que se podía intentar.
Allí mismo me entregó papel y bolígrafo, y me dijo que escribiera una carta a mi jefe, explicándole lo que me había pasado pero sustituyendo toda referencia geográfica por la expresión “en un lugar de África”; y que le pidiera un cuarto de millón de dólares. Yo lo escribí todo despacio, pues las esposas tampoco me permitían otra cosa, y mientras lo hacía sentía la mirada de aquel hombrecillo en mi entrepierna; pensaba que, en algún momento, alargaría la mano, pero no lo hizo. Cuando acabé revisó la carta y la aprobó, diciendo “He de advertirle que no es usted la primera a la que le hago este gran favor, y la cosa siempre ha acabado igual: el dinero que no llega, y la chica que vuelve a la mina; con lo que al menos me gano mis cincuenta mil. Le daré, como a ellas, un mes de tiempo; durante el cual vivirá usted en el cuartel, como han hecho las que antes de usted vinieron. Y, mientras esté aquí con nosotros, obedecerá las mismas reglas que en la mina: no hablará sin permiso, no mirará a los soldados a la cara, les obedecerá siempre y no ocultará su cuerpo. Estamos de acuerdo?” . Lo que dijo mientras alargaba una de sus pequeñas y fofas manos; se la estreché y él guardó la carta en un cajón, volvió donde yo estaba y, sin decir una sola palabra, comenzó a sobarme los pechos y la vulva mientras yo bajaba la mirada al suelo.
XVII – La espera
El mes que pasé en aquel cuartel, descalza, desnuda y esposada como siempre, puede resumirse así: en aquel lugar coincidimos más de un centenar de negros jóvenes y ansiosos de sexo, y una mujer obligada a aceptar todo lo que quisieran hacerle. El resultado fue que prácticamente no hice otra cosa que ser penetrada, día y noche; me sería imposible decir no ya cuantas veces me violaron en total, sino siquiera cuántas en un mismo día. Y menos aún cuantas fueron por la boca, cuantas por el ano y cuantas en la vagina. Pues era raro que pasara más de una hora entre que terminaba un soldado y empezaba el siguiente, y a veces se llegaba a formar larga cola frente a mi cubil. Pero, aun llevando mi anilla en el clítoris, la cual a ratos -sobre todo al andar- me ponía frenética de excitación, ni una sola vez aquellos brutos me llevaron al orgasmo; lo que, sin duda y para mí, significaba que mis facultades mentales no estaban afectadas por el cautiverio. Salvo en un aspecto, claro: cada vez me importaba menos estar desnuda delante de la gente. Y ni siquiera tuve derecho a una habitación: me llevaron a las cuadras donde tenían los animales, me pusieron un collar de hierro y me encadenaron a la pared en una especie de porquera, con el suelo cubierto de paja; allí me traían la comida, hacía mis necesidades en un cubo y me “visitaban” los soldados. No volví a salir en todo el mes más que de vez en cuando para ser lavada; lo que hacían por el método que tan bien conocía de primero regarme usando una manguera, y a continuación enjabonarme ellos mismos. Aunque con una singular diferencia: como aquellos soldados no estaban tan acostumbrados a sobar mujeres desnudas como los capataces de la mina, la ducha siempre acababa convirtiéndose en otra sesión de sexo. Sin embargo, Makinda no apareció por mi rincón en todo el tiempo; de hecho, el único de mis visitantes que parecía tener algo de mando era el médico. El cual, he de decirlo en su honor, nunca me violó, y venía casi cada día a cuidar de mis heridas; con otro de aquellos ungüentos africanos que yo ya había conocido en la mina. Y a traerme tubos de la que se convirtió en mi mejor herramienta de trabajo: la vaselina.
En realidad sí hubo una ocasión en que me sacaron de mi encierro al patio para algo que no fuera lavarme; fue uno de los primeros días, y para castigarme. En presencia de Makinda, además. Uno de los soldados que abusó de mi tenía -como luego pude comprobar a menudo- una especial predilección por mis pechos: me hacía dar saltos para ver como se movían arriba y abajo, los apretaba, los mordía, … Cualquier cosa que fuera posible hacer con ellos, él la probaba. Yo le dejaba hacer, temerosa de sufrir más castigos; pero un día decidió quemármelos con el cigarrillo que fumaba, y no pude más. Soporté la primera quemadura, aullando de dolor, incluso una segunda; pero cuando me acercó la brasa del cigarrillo al pezón tuve una reacción instintiva, y le solté un rodillazo en los genitales. Lo que no me evitó el tormento, claro, pues llamó a varios compañeros para que me sujetasen, y siguió lo que había comenzado hasta dejarme ambos pechos llenos de quemaduras. Pero me ganó un castigo ejemplar, como dijo Makinda luego en el patio: “Señorita, ha golpeado usted a una de las personas que le dan comida, cobijo y compañía. Esto es intolerable. El soldado Kanto le enseñará a comportarse con sus anfitriones, vaya que sí. Doce golpes con la vara, Kanto” . Me habían colocado doblada sobre un potro de gimnasia, en el centro del patio; con los pies atados a las patas de un lado, y mis manos esposadas sujetas al otro. Kanto -el que yo había golpeado, claro- se acercó, y me mostró la vara: parecía de un material similar a la madera, pero más flexible; y Makinda, atento a mis reacciones, me dijo enseguida “Es de ratán, ya verá cómo le gusta…” .
A su señal, Kanto se situó detrás de mí y descargó el primer golpe. De inmediato tuve la sensación de que la caña se adaptaba a todas las curvas de mi trasero, pues noté el impacto en todas partes; no como sucede con las cañas de madera o fibra, que impactan sobre todo en el centro de cada nalga. Pero lo peor fue el dolor que vino a continuación: una especie de quemadura que me recorría las nalgas de lado a lado, incluso en la hendidura intermedia, y que me recordaba el que había sentido cuando me marcaron, pero en forma lineal. Duró unos segundos, interminables, y enseguida fue substituido por la sensación que yo ya conocía tan bien: la de la sal entrando en la herida. Que, además, crecía y crecía, en vez de ir desvaneciéndose; y parecía avanzar cada vez más hacia el interior de las nalgas, como si me las hubieran cortado por la mitad. Hasta al cabo de unos minutos no recobré la respiración, pues entre el dolor y el aullido que solté mis pulmones se habían quedado vacíos; y cuando lo hice me di cuenta, con horror, de que me quedaban once más. Comencé a implorar que parasen, que haría lo que fuese, que… Pero mi súplica quedó a mitad, pues Kanto descargó el segundo. El terrible dolor se repitió, esta vez un poco más abajo, y yo volví a chillar y debatirme como una posesa, mientras sentía mi trasero otra vez abierto en canal por un fino hierro candente; y así una tercera vez, una cuarta, y hasta doce veces. Cuando terminaron, yo estaba dispuesta a quemarme a mi misma los pechos con un cigarrillo, o incluso a ponérmelo encendido en cualquier otro lugar de mi cuerpo, con tal de no volver a recibir ni un golpe con aquella vara.
Más allá de esto, y de las constantes violaciones, la verdad es que no me atormentaron excesivamente; o quizás es que yo ya llevaba tanto tiempo sufriendo vejaciones que, igual que me pasaba con la desnudez, empezaba a acostumbrarme. Recuerdo, por ejemplo, que a otro soldado le gustaba azotar mi sexo: me hacía abrirme de piernas, me vendaba los ojos -para que no viera cuando caían los golpes- y luego, con una especie de látigo muy corto, formado por diez o doce tiras de cuero, me azotaba la vagina. El dolor era muy molesto, claro, pero no era comparable con la caña de ratán; lo peor era que, cuando se cansaba y decidía penetrar mi para entonces irritada vulva, me hacía mucho más daño de lo normal. Pero a veces era amable, y me untaba él mismo un poco de vaselina antes de penetrarme; supongo que le servía de excusa para magrear mi sexo un poco. A otro le gustaba hacer que me metiera en la vagina y en el ano vegetales cuanto más duros y grandes mejor; por lo común lo hacía con uno parecido a un calabacín, pero que yo no había visto antes en mi vida. Y, cuando yo ya tenía ambos orificios llenos a rebosar, me hacía sentar en la postura del loto, lo que impedía salir a mis invasores y aún me los empujaba más adentro; para, estando así, someterme a una felación. Pero quizás el que más daño me hacía era uno que disfrutaba colgando pesos de mis anillas; no sé cuánto peso alcancé a soportar, pero muchas veces pensé que me acabaría arrancando los pezones y el clítoris.
XVIII – La despedida
Un día, tras desayunar, me soltaron el collar y me llevaron al despacho de Makinda; y, ya solo de entrar, pude ver que estaba muy contento. Me hizo sentar, obviamente de un modo que dejó mi sexo obscenamente expuesto, y enseguida me dijo “Para mi sorpresa, el dinero ha llegado. La verdad, es la primera vez que me pasa; su empresa debe valorarla mucho. Dentro de un rato vendrán a buscarla, una persona que sabe como sacar gente del país sin llamar la atención. Es muy importante que haga usted todo lo que le diga; piense que, si se ve en un apuro por su culpa, se deshará de usted al instante” . Yo, la verdad, no cabía en mí de gozo, y hubiera hecho lo que el mismo diablo dijese por irme a casa; así que le sonreí y le di las gracias. Él me dijo “No me las de a mí, déselas a quienes hayan pagado el cuarto de millón. Pero, antes de que se vaya, quisiera pedirle un pequeño favor: ya debió notar que sus pechos me fascinan, sobre todo ver como se agitan cuando usted se mueve. Le importaría que les diera ahora unos golpes, para ver cómo reaccionan a la vara?” . Yo no sabía si reír o llorar, pues aquella era la petición más absurda que me habían hecho jamás; además de que, claro, allí desnuda y esposada, sometida por completo a su voluntad, no sé cómo podía yo contestarle que no. O, mejor aún, qué hubiese evitado con eso. Así que opté por seguirle el juego, y adelantando mi busto hacia él dije “Por supuesto, comandante, haga usted con mis senos lo que le plazca” . Él se deshizo en agradecimientos; y, tomando de un cajón una vara de madera no muy larga, menos de un metro, descargó el primer golpe sobre la parte superior de mis pechos.
Al instante comprendí que debía haber dicho que no, pues aquello no se podía soportar voluntariamente. Makinda golpeó con todas sus fuerzas, y vi como mis dos pechos se hundían hacia abajo, como si quisieran posarse en mi regazo. Para, de inmediato, salir disparados hacia el techo, y seguir botando y bamboleándose hasta que, como un minuto después, se quedaron quietos. Pero esto era solo la parte que a Makinda le interesaba, y no la que a mí me importaba: un dolor lacerante, intensísimo, que me cruzaba ambos pechos, y de inmediato una fea marca roja, de un dedo de ancho, de un lado al otro de mi escote. Comencé a llorar y gimotear, pero él ni me oía, fascinado como estaba con los movimientos desesperados de mis senos; y siguió golpeándolos una y otra vez, siempre sobre el escote, para poder contemplar aquel espectáculo. Así hubiésemos seguido eternamente de no ser porque, muchos golpes después y seguramente porque yo no me estaba quieta, uno se desvió de su objetivo usual; y fue a caer sobre mis pezones, justo en la parte superior de ambas areolas. Yo no pude más, y caí al suelo gritando de dolor; y, Makinda, supongo que porque tendría otras cosas que hacer, se volvió a su mesa de despacho. Diciéndome “Puede retirarse, ha sido un placer hacer negocios con usted. Fuera la espera un coche para llevarla a su destino” .
Efectivamente así era, pues a la puerta me esperaba un jeep antiguo, descapotado, con un negro en camiseta y pantalón corto al volante. El cual, como al parecer toda la gente de por allí, encontró la mar de normal que una mujer blanca desnuda, y esposada, subiese al asiento del acompañante. Ni me miró, ni me saludó; arrancó, y nos fuimos. El viaje nos llevó casi el resto del día, comiendo y bebiendo de las cosas -frutas y agua- que llevaba en el jeep mi conductor, pero sin detenernos; y solo tuvo para mí dos momentos tensos. El primero porque, tras algo más de una hora de marcha, vi que llegábamos a un puesto de control; y, al acercarnos, me di cuenta de que volvíamos a Guinea Ecuatorial. Comencé a llorar, a suplicar como una histérica, y a punto estuve de tirarme del jeep en marcha; pero mi chófer me detuvo diciendo, en el escaso español que sabía: “No quedar Guinea. Ahora entrar. Poco luego salir” . Así que llegamos al control, donde -esta vez sí- los guardias se sorprendieron mucho; pero el conductor sacó de debajo del asiento un gran sobre, que entregó al que parecía dirigir el puesto. Y este, tras inspeccionarme a fondo por el método de sobarme los senos -mientras emitía silbidos de admiración por mis marcas de golpes, ya violáceas- y la vulva unos minutos, hizo levantar la barrera y nos dejó pasar. Yo, aun con lo que me había dicho el chófer, estaba muy asustada, pues temía ver aparecer en cualquier momento a Owono y sus gorilas. Pero no fue así, y tras rodar quizás media hora por territorio guineano llegamos a otro control; donde, una vez cumplido el mismo protocolo -entrega de sobre con dinero, y manoseo del jefe de la guardia a mis pechos y mi sexo- volvimos a entrar en Gabón.
Mi segundo susto vino un buen rato después, cuando me di cuenta de que cada vez estábamos más cerca de Libreville, la capital; pues una cosa era circular desnuda por el campo, en un jeep descapotado, y otra hacerlo por la ciudad. Pero, cuando ya no quedarían más que unos veinte kilómetros para la capital, nos desviamos a la derecha; en dirección hacia un sitio que se llamaba Cocobeach, según ponía en el cartel. Donde llegamos cuando ya anochecía, deteniéndonos algo antes de entrar al casco urbano; en un lugar justo al lado del océano. El chófer me hizo señas de que me apease, y me acompañó hasta la playa, donde nos quedamos los dos sentados en la arena; esperando. Era una playa preciosa, de arena fina rodeada de selva; y recuerdo que yo pensaba en las veces en que yo había estado desnuda en un lugar así, con algún chico, y lo muy distintas que fueron a aquella. Cuando ya era plena noche se oyó de pronto un motor fueraborda, y mi chófer se levantó, sacó su teléfono móvil y encendió la linterna; al poco el bote llegó frente a nosotros, conducido por otro negro joven al que, como al conductor, tampoco parecían sorprenderle las mujeres blancas desnudas y esposadas. Sin bajarse, me sujetó por la cadena de las esposas y me hizo subir al bote, para luego arrancar de inmediato. Tras navegar largo rato pude ver que nos dirigíamos hacia un carguero que estaba fondeado frente a la tal Cocobeach, y al alcanzarlo me di cuenta de que, con mis esposas, sería mucho más difícil subir la escala de cuerda que colgaba de una borda. Así que le mostré las manos a mi acompañante, haciéndole gestos de que me las quitara; pero él me contestó en perfecto español “No tengo la llave. Hable con el capitán” y me empujó a subir. Lo que hice no sin esfuerzo, ayudada por sus manos que no desperdiciaban ocasión de tocarme el sexo; y al llegar arriba me recibió quien parecía ser el capitán.
XIX – La travesía
“Bienvenida a mi humilde nave, señorita. Será usted mi huésped durante los quince días, más o menos, que dura la travesía hasta España. Supongo que Makinda ya le habrá dicho como funciona esto; por si acaso se lo recuerdo. Usted está aquí sometida a las mismas reglas que en el cuartel: no hablará sin permiso, no mirará a los marineros a la cara, les obedecerá siempre y jamás ocultará su cuerpo. No tendrá problemas para entenderse con ellos, pues todos somos de Cocobeach; y allí se habla español también. Una última advertencia: si no obedece, será castigada en proporción a la falta. Pero ya le aviso que la pena por las más graves es sencilla: tirarla por la borda” . Cuando concluyó su explicación yo ya había perdido todo interés en pedirle ropa, o que me soltase las esposas; pues era claro que me quedaban al menos otros quince días de indignidades. Pero la idea de que, al acabar, estaría en casa me reconfortaba; así que asumí mis obligaciones casi con alegría. Y descubrí, para mi fortuna, que los marineros del barco eran como una docena, y bastante más viejos que los soldados del cuartel; lo que me supuso mucho menos esfuerzo. Además, me dejaron circular libremente por los camarotes y la cubierta; me curaron las heridas del trasero y del pecho, me dieron de comer lo mismo que ellos, y no me golpearon ni una vez. Lo único que tuve que hacer a cambio fue satisfacer todos sus caprichos sexuales; los de los subordinados durante el día y, por la noche, los del capitán en su camarote. En el cual, por primera vez en mucho tiempo, pude dormir en una cama.
Pasadas más o menos unas dos semanas el capitán me dijo un día “Ya hemos llegado a Canarias. Esta noche la bajaremos a tierra, pero la dejaremos a las afueras de un pueblo. No quiero que le de tiempo a avisar a la policía, y que ellos nos pudieran alcanzar. Con unas horas tengo bastante; piense que ni conoce el nombre de este barco -y era verdad, al subir a él no pude ver que llevara cartel alguno- ni sabe dato ninguno de él; así que, si para cuando llegue usted a una comisaría estamos ya en pleno corredor marítimo hacia España y en aguas internacionales, no habrá modo de que nos localicen entre tanto barco” . Yo le di mi palabra de que no le denunciaría a la policía, pero él me miró con una sonrisa irónica y, seguro, no me creyó. Al caer la noche arriaron el mismo bote de mi llegada, bajé a él por la escalerilla con un marinero y emprendimos la marcha; para como una hora más tarde llegar a lo que parecía una playa muy rocosa. Yo le pregunté varias veces donde estábamos, pero no me lo dijo; y al llegar cerca de la playa me empujó para que bajase del bote. Caí al agua, aunque no habría más de medio metro de fondo, y caminé por ella hasta la arena. Y, al llegar a tierra firme, me di cuenta de que seguía desnuda y esposada.
XX – Epílogo
Lo que antecede es la narración de mis aventuras en África que hice a la empresa, en un programa especial de televisión y en muchas intervenciones posteriores en otras cadenas y países; y con la que, hasta donde yo sé, aún están ganando dinero a espuertas por todo el mundo. Y haciéndomelo ganar a mí, claro; ayer mismo supe que han firmado un contrato, con un prestigioso productor de filmes para adultos, para llevar mi historia al cine; y, lógicamente, para la autora de las memorias en que se basará el guion habrá una cifra con bastantes ceros.
El frente policial, sin embargo, fue un auténtico desastre: Owono lo negó todo, los gaboneses más aún, y las autoridades de ambos países se negaron a investigar lo que llamaron “los delirios de una periodista frustrada”. Tampoco la búsqueda del barco dio resultado alguno; por lo que comprendí que el capitán, después de dejarme tirada en una playa de la isla del Hierro, se marchó hacia cualquier lugar que no fuese España. Aunque es cierto que, para cuando logré llegar a la comisaría de Valverde, ya habían pasado casi doce horas desde que desembarqué en la isla. Eso sí, la influencia de mis jefes logró que yo tuviese escolta policial; solo pensar en que los gorilas de Owono podrían querer volver a visitarme me provocaba escalofríos y pesadillas.
Personalmente me he recuperado bien, y ya vuelve a darme vergüenza estar desnuda frente a desconocidos en otro lugar que no sea una playa. Mis heridas han curado del todo; y la marca de mi vientre ha casi desparecido, gracias a la cirugía estética. Sólo hay una cosa que no he querido eliminar: las anillas en mis pezones y en mi sexo. Ésta última porque sigue provocándome una excitación que, en ocasiones, hasta me pone en apuros; y las tres porque a veces, cuando al anochecer estoy sola en la terraza de mi casa, me gusta desnudarme, descalzarme, ponerme unas esposas y recordar las hermosas noches africanas...