Cati, la malvada (y 6)

Olga acudirá a un gabinete sado-maso dónde le espera una monumental sorpresa.

Cuando entré en aquella sorprendentemente amplia habitación fue como si un flash-back existencial me asaltara. No sabría decir cuántas personas había pero mi sensación era de multitud. Una multitud silenciosa que me observaba entre indiferente y lasciva.

De pronto ya no sentía incomodidad por la extremada apertura de mis piernas ni dolor por la posición elevada y antinatural de mis brazos atados a la espalda; ni tan siquiera me percataba que iba a ser, probablemente, objeto de las más variadas y maquiavélicas torturas.

La estancia era grande, cálida gracias a la importante presencia de madera, tanto en el suelo como en las paredes y albergaba toda suerte de artilugios característicos del bdsm; una cruz de San Andrés, una par de jaulas –una rectangular, en el suelo, y una vertical, suspendida-, potros varios, desde el clásico (como el que usábamos en el cole para saltar, pensé) hasta algunos más complicados con curvatura –y un agujero en forma de corazón- o uno tipo cepo para la cabeza y los brazos e incluso otro muy curioso con una inclinación de cuarenta y cinco grados por el cual debías introducir, imagino, primero las piernas por sus orificios inferiores, después el cuerpo por un gran orificio central y, finalmente, los brazos por los superiores de tal forma que casi la totalidad del cuerpo quedaba a un lado de la madera inclinada, como mirando hacia abajo y en la otra parte sólo aparecía el culo, bien separado y perfectamente expuesto. Había también aparatos para la suspensión y, por supuesto, adornando las cuatro paredes, infinidad de látigos, fustas, paletas, cuerdas y cordajes, pinzas, velas, dildos… Hasta llegar al rincón distal izquierdo dónde se insinuaban, sobre un carro metálico con ruedas, todas las máquinas de electricidad, con sus correspondientes accesorios y todo lo necesario para una sesión medical.

La luz era muy tenue, tanto que tenía que fijar bien la mirada para intentar reconocer unos rostros que emergían, cual imágenes fantasmagóricas, de la penumbra.

Situada en el centro exacto de la habitación, un foco en posición casi vertical caía a plomo sobre mi cabeza, iluminando perfectamente mi cuerpo pero sin dar ninguna sombra. Al fondo tres grandes ventanales dejaban pasar las intermitentes y multicolores luces de la noche y al ritmo de sus reflejos, de forma muy lenta, empecé a recorrer los rostros de los presentes; de izquierda a derecha, aguantando por unos segundos, deliberadamente, sus miradas.

En aquel momento ya no era la Olga esclava, sumisa entregada en cuerpo y alma, ferviente seguidora de las teorías de la dominación y de la sumisión hasta el punto de hacer de ellas su modus vivendi. En el preciso instante en que les reconocí, a todos, me transformé en Montse, aquella mujer universitaria cargada de ideales, con enormes inquietudes culturales y sociales que desembocaron en una brillante carrera judicial

Sí, estaban todos. No faltaba nadie. Sentados en semicírculo, en una especie de sillones barrocos, (¿Cómo habrían conseguido tantos?) me miraban en silencio; un silencio sobrecogedor, desgarrador. Un silencio que resumía una trayectoria vital

María y Esteban, Carme y Joan, Esther y Paco, las tres parejas de amigos de siempre ante los cuales me desnudé por primera vez en mi vida, en señal de sumisión.

Recuerdo su cara de sorpresa cuando mi Amo les explicó que les habíamos escogido para ser cómplices de mi primera manifestación pública como esclava.

Tardé un buen rato en decidirme y cuando me presenté ante ellos, desnuda, en el salón, mi corazón latía desaforadamente. Después, al rato, reconfortada por las sabias prácticas de mi Amo, me sentí tremendamente bien comprobando cómo había sido capaz de vencer mis reticencias y doblegar mi voluntad.

Ellos, estos amigos, fueron testigos presenciales y copartícipes a la vez de mi larga y constante evolución como esclava. ¡Cuántas cenas les serví, cuántas de sus manos llegaron a azotar mi culo y cuántas veces les llegué a satisfacer sexualmente!

A continuación vi a Teresa, a Rosó, a Carlos y a Ignacio. Cuatro de mis compañeros de promoción

Aquella noche la recordaré siempre mientras viva. Mi Amo me había dicho que me preparara, que había sesión, y me mandó esperar en silencio en nuestra habitación. Cuando subió a buscarme, extrañamente, me cubrió los ojos –él que nunca lo hacía- para llevarme hasta el salón. Una vez allí sentí como las manos de los presentes inspeccionaban todo mi cuerpo, como se metían por todos los recovecos hasta que mi culo empezó a recibir las primeras y bruscas embestidas de aquellas pollas que parecían querer abrirse camino por mi recto al tiempo que los coños peludos y húmedos se acercaban hasta mi boca en busca del placer que mi lengua iba a proporcionarles.

Después de inacabables momentos de vorágine sexual, cuando parecía imponerse un receso, mi Amo me retiró la venda de los ojos y el mundo se me vino encima. Mis cuatro mejores compañeros del juzgado acababan de violarme, de usarme como una puta, de vilipendiarme… Ante esta situación sólo me quedaba una alternativa, la entrega total y absoluta. Así que arrodillándome ante ellos, en un gesto mil veces aprendido, abrí mi boca de par en par, cerré mis ojos y levanté mi pelo con ambas manos hasta formar un moño en mi nuca. No tardó ni diez segundos en aparecer la primera meada dirigida a mi boca; era cálida y dulzona, con algún grumo de leche entremezclado, superviviente de la última corrida. Las demás vinieron por añadidura. Los hombres, siempre más distantes, se conformaban con mearme. Las mujeres, intentando ahondar en el factor de la prepotencia, me empujaban la cabeza hacia ellas intentando que no se escapara una sola gota de sus meadas y después me ordenaban que las limpiara con la lengua.

Para mí, beber la orina de los invitados ha sido siempre la muestra más evidente de mi sumisión porque, más allá de recibir castigos corporales o de ser usada sexualmente, ser obligada a saborear lo que es su producto de desecho me parece la mayor de las humillaciones.

Estaba realizando una especie de recorrido iniciático que ya no podía detener. Creo que incluso empezaba a confundir los rostros de los allí presentes. Por un momento me pareció reconocer al Dr. Monsonet, el cirujano plástico que me implantó las anillas de los pezones y del clítoris y que, de paso, previa autorización de mi Amo, me sodomizó allí mismo, en su despacho de la clínica, bajo la atenta y displicente mirada de su vieja secretaria; también estaban todas las compañeras del gimnasio, fijos sus ojos en mis pechos anillados y en mi coño rasurado; y Javier, el camarero del bar de la esquina, dónde siempre, invariablemente, voy a desayunar, alucinando, de forma discreta , eso sí, por la abundante pelambrera negra que asoma por mis sobacos y por el olor, producto de la ausencia de desodorante, que desprenden; y el Dr. Argüelles, mi ginecólogo, tan minuciosamente profesional en sus exploraciones y tan descarado en sus comentarios, con su polla siempre a punto de explotar tras el reconocimiento de rigor.

Los que seguro que estaban eran los invitados de la última cena; y los chicos jóvenes y la Mistress veterana de aquella noche loca en el 1898; y el barman y los dos camareros del Dry Martini; y las dos alumnas de Cati… ¿Cómo demonios mi Amo había sido capaz de reunirles a todos allí?

De repente giré la cabeza a la derecha y el corazón me dio un vuelco tremendo al tiempo que el pulso se me aceleraba rápidamente hasta notar los latidos del corazón en mi cuello:

¡No, no era posible! ¡Ellas también estaban en la habitación!

Fue mi última frontera, el límite inalcanzable, el nec plus ultra de mi vida como esclava al servicio de mi Amo.

Ahora empezaba a ver las cosas más claras, a comprender, a encontrar respuestas a todos los porqués que durante meses me habían estado impidiendo dormir; y esa falta de sueño reparador estaba haciendo mella en mi maltrecha psique, me impedía razonar, trabajar, relacionarme… Vivir, en definitiva.

Sin apenas darme cuenta me habían desatado las manos de la espalda para volver a amarrarlas, cada una, a ambos lados del collar. Me habían quitado también la barra de madera de los tobillos aunque en este caso la punzada aguda en las ingles, provocada por la prolongada separación de las piernas, sí me recordó la incómoda postura a la que habían estado sometidas durante largo rato.

Una cadena que descendía del techo, unida a una polea, se unió también a mi collar y, tirando de la primera, me quedé, cuello estirado, casi de puntillas.

El lubricante que chorreaba de mi ano fue el preludio de la inserción de un gordo plug de metacrilato con dos terminaciones metálicas en su extremo y dos en su base. Noté como el esfínter se cerraba sobre su parte más fina dejándolo bien insertado. De la parte externa del mismo pendían dos cables que iban conectados a un aparato depositado en el suelo y de él salía a su vez otro cable que terminaba en una suerte de mando que, seguramente, debía activar el dispositivo.

Habían sido dos meses muy duros, estos últimos.

Llega un momento en la vida en que las personas se plantean si el camino que han escogido es el correcto. O mejor que el correcto, que eso de la corrección tiene muchos matices y, por ende, muchas interpretaciones, el deseado.

Yo tenía alma de esclava, el cuerpo era lo de menos. El cuerpo se adapta a los fustazos; se contornea, se enrojece, se rebela (quizás), pero se adapta. La boca engulle, el culo se dilata, los labios del coño se hinchan; y luego todo se relaja, se recompone.

Pero… ¿Y el espíritu? El espíritu es la base. Es la chispa primigenia sin la cual el posterior fuego no es posible. Y tener esa consciencia, autoanalizarse y pensar "Sí, es lo que quiero porque da sentido a mi vida" es lo que me había empujado, día a día, a superarme, a derribar barreras, a cruzar límites y aceptar lo inaceptable para satisfacer a mi Amo

Es curioso, acerté a pensar, que una mujer como yo, avezada y obligada a tomar continuamente decisiones que afectaban, y mucho, la vida de los demás, tuviera esa necesidad imperiosa de sentirse absolutamente dominada; de entregar su voluntad – y su cuerpo- a un amo para que hiciese con ella según su antojo.

Y recordé entonces un viejo cuento de Pere Calders. El de unos soldados que creían ciegamente en su capitán. Tanto que si les hubiera ordenado saltar de un avión sin paracaídas lo habrían hecho sin dudarlo ni un instante. Hasta que un día se lo ordenó, de verdad.

Desertaron todos.

Habían perdido su fe en él

Absorta como estaba por mis pensamientos no me percaté que Cati se acercaba a mí. Me besó dulcemente en la boca mientras con su mano empujaba el plug anal para comprobar que estuviese bien colocado.

Me desató la mano izquierda y susurrándome al oído me dijo:

-Ahora vas a masturbarte delante de todos; les vas entregar todo tu ser. He dispuesto la máxima potencia para que, cuando cada uno de los presentes accione el dispositivo, recibas en tu interior la mayor descarga eléctrica posible. Quiero oírte gritar, quiero ver cómo te convulsionas, colgada del techo, al ritmo de las contracciones de tu recto, quiero que tus lágrimas de dolor se entremezclen con tus efluvios de placer.-

Como un robot, como casi siempre que Cati me daba órdenes, empecé a acariciarme.

Primero un poco los pechos, apretándolos suavemente y buscando enseguida la respuesta de los pezones erguidos a los leves tirones de sus anillas; un poco más abajo la barriga y el ombligo –una de mis zonas erógenas preferidas- hasta llegar al pubis, presionándolo con toda la palma de la mano y después al coño, pellizcando con dos dedos los labios mayores para iniciar, después, el roce de mi dedo anular con el capuchón del clítoris. Y de pronto ¡Zas! Llegó la primera descarga eléctrica que provocó la automática tensión de los glúteos. Aparté mi mano, en un gesto instintivo, de mi coño y solté un espeluznante grito.

Y fue el eco de ese grito el que, traspasando las gruesas paredes de aquella habitación, me hizo sentir, por primera vez, desnuda. Desnuda en la noche, desnuda en la vida.

Ese grito no era ya de dolor sino de impotencia, de desesperación, de abatimiento, de derrota.

Y montada en él, cual corcel cabalgando en el espacio-tiempo, mi mente se situó, más o menos, dos meses atrás

La tarde era desapacible, como lo había sido el resto del día, ventosa y fría.

Llegué temprano del juzgado, aunque traía bajo el brazo la inefable redacción de varios considerandos con la sempiterna intención de resolución mediante una exégesis clara y prudente.

Subí a la habitación para ponerme cómoda de ropa y me lo encontré allí, sentado en el sillón del vestidor con una copa de vino tinto en la mano.

-¿Qué haces aquí tan temprano? ¿No me habías dicho esta mañana que tenías mucho jaleo en el bufete y que llegarías tarde?-

-Hay cambio de planes. Desnúdate y prepárate, dentro de una hora tenemos sesión-, contestó mi Amo.

-¿Cómo que sesión? Hoy tengo un trabajo espantoso. Justamente he salido un poco antes para

-¡Cállate!. ¡Y prepárate!-, me gritó.

Parecía que sus ojos quisieran salir de sus órbitas, sin embargo su mirada era distante, lejana, ausente.

Me asusté un poco y con esa mala sensación en el cuerpo me fui al baño, a cumplir con el protocolo establecido. Perfecto rasurado de la zona anal y genital, enema templado para limpiar el canal rectal, maquillaje facial y corporal –aureolas de los pezones y (último capricho de mi Amo) contorno externo del ano-, zapatos de tacón alto y collar. Y a esperar

Durante esos escasos quince minutos de espera, después de cerciorarme que estaba en perfecta orden de revista, intenté imaginar qué estaba sucediendo; tenía el presentimiento de que algo no saldría bien pero era incapaz de determinar el qué.

Cuando, de pronto, su voz potente interrumpió mis pensamientos: -¡Olga, baja!-

Descendí lentamente por las escaleras hasta el salón y al llegar allí me quedé completamente sorprendida. Sobre una base de madera de, aproximadamente, un metro y medio cuadrado se levantaba una cruz latina. Tenía dos tobilleras unidas a su base por una corta cadena y dos muñequeras, una en cada extremo del brazo horizontal de la cruz.

-¡Súbete ahí!, me ordenó mi Amo.

Y acto seguido procedió a sujetarme fuertemente muñecas y tobillos de cara a la cruz, de tal modo que quedé con el culo completamente expuesto. Me enseñó un descomunal dildo terminado en una larguísima cola de caballo negra y me dijo:

  • ¡Chúpalo, puta!

Enseguida comprendí que esa, mi saliva, iba a ser el único lubricante que usaría así que me esmeré en hacerlo bien aunque a medida que iba chupando y lamiendo una angustia empezaba a recorrer todo mi cuerpo porque nunca había tenido en la boca ni, por supuesto, en el culo, nada de semejante tamaño.

Cuando acabé de lubricarlo, intuyendo el próximo movimiento, le supliqué a mi Amo:

-Por favor mi Amo, muy poco a poco.-

Empezó a introducírmelo y al cabo de unos segundos el dolor era tan intenso que no tuve otro remedio que pedirle que me lo quitara:

-Te lo ruego, mi Amo, no puedo soportarlo.-

Como respuesta obtuve un bestial empujón que me colocó el dildo hasta el fondo.

-¡Aaaaaaaaah! Ay, ay, ay! ¡Por favor, no me siento nada bien, quítamelo!

No pude evitar empezar a llorar. El culo me dolía enormemente; notaba como el esfínter hacía el esfuerzo natural para cerrase pero se quedaba abierto, presionado por aquel descomunal bicho negro, y me mandaba intermitentes punzadas agudas.

Justo cuando el lloro se había convertido en sollozo oí el timbre de la puerta.

Se abrió y escuché como mi Amo decía:

-Hola, bienvenidas, pasad un momento a la cocina. Ya os llamaré.

-¿Bienvenidas?-, pensé. Eran mujeres, claro. Pero, ¿Cuántas? ¿Y quiénes?

Y conocidas, porque habían accedido a la cocina sin problemas…-

Mi Amo se acercó y me cambió el collar por uno especial, mucho más ancho, que sujetó a una argolla que sobresalía, a la altura de mi cuello, en la intersección de la cruz.

Me colocó un antifaz de cuero negro y lo apretó tanto que no sólo impedía cualquier tipo de visión sino que apretaba mis ojos con tal fuerza que me pareció que iban a estallarme. En aquellos instantes, con el dolor del culo ya un poco atenuado, amarrada a la cruz con los brazos separados y las piernas juntas, privada de visión, con el roce continuo de la cola de caballo contra el suelo que me transmitía ligeras vibraciones cosquilleantes y con la incertidumbre de la identidad de las invitadas… empecé a excitarme.

Aquella plataforma de madera tenía ruedas y noté como mi Amo la empujaba moviéndome hacia no sé dónde exactamente, aunque, pensándolo bien, sólo podía estar en el salón así que debió colocarme frente al sofá principal.

-Ya podéis pasar. Sentaos y poneos cómodas-, les dijo.

Por el clic-clac de los tacones sobre el parquet deducí que eran dos. ¿Pero quiénes serían?

-¿Qué os parece el espécimen? ¿A que nunca la habíais visto así? Vais a ver cómo disfruta. Es una auténtica zorrita caliente que goza como una loca exhibiéndose y corriéndose delante de los demás?-, les comentó.

En eso último tenía razón, pensé, pero me conocen porque les ha dicho que nunca me habían visto como hoy, luego me han visto en otras circunstancias y lugares… Pero, es raro, no les he oído articular ni una sola palabra.

Todavía me rondaban estas cuestiones por la cabeza cuando recibí el primer fustazo. Un golpe inusualmente fuerte para ser el primero que consiguió de mí el primer grito. Y a aquel golpe le siguieron muchos más, a cuál más fuerte. Empecé a desesperarme. No recordaba haber recibido un correctivo tan severo en mi vida. Cada vez que la fusta impactaba en mis nalgas me daba la sensación de que estaría arrancándome la piel a tiras. Y grité. Y lloré. Y supliqué. Y entonces mi Amo se detuvo, tras inacabables minutos golpeándome las nalgas. Se acercó y me dijo:

-¿Quieres que me detenga, putarrona?

-Sí mi Amo, por favor, detente ya.-, le contesté, mientras notaba cómo empezaban a flaquearme las piernas.

-¿Y a qué estarías dispuesta para que no te azote más, eh? ¡Contesta!

-¿Estarías dispuesta a que te follen el culo cien pollas, hasta que salga el sol?

-¡Sí, mi Amo!

-¿Aceptarías comerte todos los coños que te pongan delante de tu boca?

-¡Sí, mi Amo!

-¿Te masturbarías delante de tus mejores amigos hasta correrte de gusto y te relamerías los dedos impregnados en tus propios efluvios?

-¡Sí, mi Amo!

-Dime, ¿estarías dispuesta a lo que sea con tal de que no vuelva a pegarte con la fusta?

-¡Sí, mi Amo!

-Dilo, estaría dispuesta a lo que sea-

-¡Sí mi Amo, estoy dispuesta a lo que sea, a lo que tu ordenes! Ya lo sabes, soy tuya. Haré siempre lo que tu mandes. Por favor, mi Amo, no me pegues más.

-De acuerdo. No te pegaré más porque tú lo has dicho: haré lo que sea.

Me desató de la cruz. Las piernas casi no me sostenían. Intenté tocarme un poco el culo con las manos y al simple tacto noté un terrible dolor agudo. Lo tenía muy hinchado y endurecido y percibía al roce de mis dedos los surcos en relieve que la fusta había dejado grabados. ¡Dios mío!, pensé, no voy a poder sentarme en semanas. ¿Qué voy a hacer?

De pronto mi Amo se acercó y me dijo:

-Contornéate, mueve esa colita de caballo y empieza a masturbarte que voy a quitarte el antifaz.

Empecé a tocarme, moviendo rítmicamente las caderas para conseguir una oscilación continua de la cola y mi Amo me quitó la máscara.

La verdad es que, después de tanto rato con los ojos cerrados y apretujados veía todo completamente borroso y no podía distinguir a las dos mujeres que, sentadas en el sofá, un poco alejadas, contemplaban mis movimientos. Y tampoco podía intentar obtener ningún placer masturbándome porque el dolor del culo era tal que era imposible que me concentrase.

Pero seguí tocándome pues esa era la última orden recibida. Parecía que paulatinamente los estímulos en el clítoris empezaban a causar efecto y decidí avanzar un poco para, llegado el momento, poder correrme más cerca de las invitadas.

Y de repente… Las reconocí.

Estupor, desesperación, mareo.

Los brazos me cayeron a plomo y, en cascada, también caí arrodillada y mi cabeza se inclinó hacia adelante. Noté cómo me faltaba el aire para respirar y con esa sensación de ahogo empecé a balbucear palabras ininteligibles.

-Ppp… pe, pe… cco, ccom, mm.. porq, qqq…-

En aquel preciso instante regresó mi Amo y me dijo:

-Ya está. Ya está hecho. Un triunfo más en tu vida. Un nuevo eslabón unido a esta interminable cadena que te forjas tú misma, con mi ayuda, día a día.

Levántate, vamos a brindar por ello.-

Incapaz de pronunciar ni una sola palabra, ni siquiera de realizar un solo gesto, intenté erguirme cual jirafa recién nacida, temblorosa, frágil, insegura, dependiente

Mi Amo me acercó una copa y casi no tuve tiempo de ponérmela entre las piernas cuando solté una impresionante meada que la desbordó de inmediato. Seguí meando hasta formar un enorme charco y cuando percibí que había acabado me dejé caer sobre él recostando una cadera hacia un lado.

Las lágrimas corrían abundantes, tibias, amargas, mejilla abajo dónde se juntaban con los mocos que, como si tuviesen vida propia, salían raudos por mi nariz.

Levanté la cabeza y sin mediar palabra las miré a ambas fijamente a los ojos. Ellas también tenían una copa, de Champagne, en la mano, e imitando el movimiento de los brindis, primero alzando la copa en su dirección y, después acercándomela a la boca bebí de un solo trago todo su contenido.

Quise incorporarme pero al comprobar que era físicamente imposible decidí alejarme del lugar a gatas. Subí como pude los escalones hasta la habitación y, en un esfuerzo casi sobrehumano, me tumbé sobre la cama.

Las primeras luces del alba me despertaron. Mi Amo no estaba en la habitación y no parecía que hubiera dormido allí. Siguiendo el instinto fui al baño y al intentar sentarme me di cuenta de que todavía llevaba el gigantesco plug de cola de caballo en el culo. Ni lo notaba, pero cuando quise quitármelo un dolor terrible me sacudió. A pesar de ello debía hacerlo. Tantas horas con aquello metido habían, seguramente, provocado algún desgarro importante y cuando lo conseguí fue seguido de un importante chorro de sangre.

Taponé como mejor se me ocurrió la herida, con mucho papel higiénico, y me duché.

Mientras el agua corría libre sobre mi cuerpo recordé, paso a paso, todas las escenas vividas en la anterior tarde-noche y, de inmediato, me entraron unas terribles arcadas que desembocaron en el vómito.

Estaba completamente deshecha. Debía ir a un hospital. Llamé por teléfono a urgencias y a los pocos minutos una ambulancia del SEM se presentó en la puerta de casa. Destino: Hospital Clínic i Provincial, de Barcelona.

Y el intenso ulular de la sirena me devolvió, en el camino de regreso espacio-temporal, a la amplia habitación del gabinete sado-maso.

Y sí, ellas dos también estaban allí. Dos meses después de pasar por la trascendental experiencia de descubrir, en mi misma casa, quién era Olga, quién había sido durante muchos años y quién quizás –o quizás no- seguiría siendo durante toda su vida Mamá y Charo, mi hermana pequeña, también estaban allí contemplando cómo de puntillas, moviéndome al ritmo de las descargas eléctricas que las pulsiones de los presentes enviaban hacia mi interior más íntimo, intentaba desesperadamente masturbarme para alcanzar el clímax y concluir con el suplicio.

Habían pasado dos meses justos desde el día en que alcé la copa de mi propia orina ante mi madre y mi hermana para bebérmela como si de cicuta se tratase.

Después de aquello, durante muchas semanas, Olga desapareció para dejar paso a Montse. Una Montse que descubrió, sorprendida, qué significa la palabra familia: comprensión, ayuda, apoyo. Una Montse que tardó en recuperarse de las heridas, las físicas, pero que quiso conservar algunas, las emocionales, para no caer otra vez en las mismas trampas, en los mismos errores.

Seguí recorriendo con mi mirada la fila curva de los presentes y fue entonces cuando caí en la cuenta de que faltaba alguien.

Sí, de entre lo que yo percibía como multitud, de entre estos cien ojos, como cien Argos, que me ruborizaban y me rigorizaban, faltaba un amo.

¿Un amo? ¿Quién dijo amo?

Cuando vi que el mando del plug eléctrico llegaba a las manos de Mamá y de Charo, que lo agarraban las dos, al unísono, y que ambas esbozaban una leve sonrisa yo estaba ya muy mojada, pero me faltaba el punto final, la cima, el apogeo. Y al sentir la enésima descarga eléctrica recorriendo mis entrañas creí morir de placer. El más fuerte de los orgasmos jamás experimentados acababa de ocurrir.

Colgada por el cuello del techo, exhibiéndome, como en los mejores tiempos, casi de puntillas… Montse estaba presente, pero Olga había vuelto.

Barcelona, 15 de julio de 2010.