Cati, la malvada

En el transcurso de una velada BDSM en su casa Olga conocerá a una mujer que, probablemente, cambiará su vida...

Rozaba la treintena.

Alta, alrededor del metro setenta y cinco, con un cuerpo esculpido por las sesiones, diürnas, de gimnasio y, nocturnas, de Dry Martíni, vestía para mostrarse al mundo; zapatos siempre altísimos y de tacón fino que le proporcionaban una altura impactante, impropia de las féminas de estas latitudes y, habitualmente, trajes chaqueta gris o negro que permitían un escote muy largo y una falda muy corta.

Su larga cabellera rubia recogida en un moño y un maquillaje extremado hacían de Cati una de esas hembras que no dejan indiferente.

La vi por primera vez en una velada organizada en casa, un par o tres de meses atrás… Sí, aproximadamente a finales de verano porque recuerdo que la noche todavía era calurosa, con ese calor húmedo y pegajoso propio de la costa mediterránea.

Acudían a cenar dos parejas pero, en el último momento, se añadió una tercera.

Como siempre en estas ocasiones yo aguardaba en el primer piso mientras mi Amo recibía a los invitados aunque, esta vez, a sabiendas de la postrera incorporación, no pude evitar, en un gesto de incontrolable curiosidad, asomar un poco la cabeza entre la barandilla y el hueco de la escalera para observar a los nuevos invitados.

Él era alto, pelo cano y un poco barrigudo y desgarbado; y ella… Ah, ella

Cuando la orden llegó bajé los peldaños despacio, cual modelo cruzando una pierna tras la otra para exagerar la oscilación de las caderas. En el silencio de la noche el suave tintineo de las campanillas que colgaban de las anillas de mis pezones anunciaba, una vez más, el inicio de una sesión.

Me había arreglado para la ocasión; pelo largo alisado de peluquería, uñas francesas, ojos muy resaltados en plata y negro y los labios de un rojo insultante. El rasurado perfecto de la zona ano-genital dejaba bien a la vista mi anilla del clítoris y unas medias de encaje negro, quizás apretando la parte superior de mis muslos en exceso, complemento de unos zapatos negros de tacón inhumano propiciaron que las miradas, al llegar al rellano del salón, no repararan en el precioso collar de perra que mi Amo me había regalado la semana anterior.

Me quedé un momento inmóvil frente a ellos, con la cabeza erguida y la mirada fijada en la punta de mis zapatos, piernas ligeramente separadas, en la posición de sumisión y de ofrecimiento mil veces ensayada.

-Olga está preciosa, como siempre-, espetó uno de ellos mientras su esposa imprimía un giro de noventa grados a la anilla de mi pezón izquierdo. Ante la ausencia de respuesta giró noventa grados más hasta que de mi boca entreabierta se escapó un leve gemido, motivo de satisfacción de la señora, que la soltó inmediatamente.

Pasaron todos al comedor y yo a servir la cena.

Cada vez que me acercaba a la mesa no podía evitar cruzar furtivamente una mirada con la nueva invitada. Era una reacción recíproca puesto que ella parecía que también buscaba ese intercambio y, casi sin darme cuenta, empecé a excitarme. De vuelta a la cocina noté como, de forma ostensible, empezaba a rezumar de mi coño un flujo viscoso y blanquecino y justo antes de desaparecer por la puerta me giré un poco, para dar

mayor visibilidad a mi acción, y recogí con la punta de mis dedos todo este líquido de entre mis labios vaginales para traerlo a la boca y chuparlo con fruición.

Intuía, sabía, que ella me estaba mirando.

Después del ágape se sentaron todos en el salón para degustar una Poire Williams que ejercía a la perfección su cometido de agujero normando, así que, aliviados de los rigores estomacales subsiguientes a la copiosa cena, me tocó el turno.

Mi Amo suele ofrecerme a los invitados y son ellos los que escogen, dentro de lo pactado, cómo utilizarme.

Aquella noche me dispusieron sobre el artilugio que tengo reservado para las sodomizaciones. Se trata de una especie de bancada con una parte central elevada sobre la cual apoyo la barriga, una parte anterior baja donde apoyo las manos, al tiempo que unas correas sujetan mis muñecas y una parte posterior de una altura intermedia para situarme sobre ella arrodillada, piernas separadas y también sujetas por sendas correas.

Por la menor altura de la parte anterior respecto a la posterior mi culo queda sobreelevado y perfectamente expuesto.

Aunque es costumbre el uso de algún lubricante y la dilatación previa del ano mediante la introducción de dos o tres dedos o de un dildo, inexplicablemente, no fue así y el primer embate ya me arrancó un poderoso grito.

A pesar de haber sido sodomizada centenares de veces, y de conocer perfectamente las reacciones que me causa, aquellos bombeos salvajes y cada vez más profundos provocaron en mí una inusual sensación de desasosiego.

Cuando unos minutos y bastantes gemidos más tarde mi culo ya se estaba empezando a relajar, y antes de que aquella polla se corriera, pude levantar un momento la cabeza y, sí, la ví, a ella, a la nueva invitada, como había deslizado su mano bajo la falda y se estaba masturbando descaradamente mientras me follaban el culo.

Sin apenas descanso el segundo invitado se situó detrás de mí y la emprendió de nuevo con mi culo que, a aquella altura de la noche, se asemejaba más a la boca norte del Túnel del Cadí que a otra cosa.

Pero mi mente ya estaba en otro sítio. Me podría haber follado todo un regimiento de zapadores que ni me habría enterado. Sólo me preocupaba poder volver a dirigir mi mirada hacia la joven invitada

Justo un instante después de que el individuo acabase de correrse en mi culo apareció mi Amo con una fusta. Con su natural discurso pedagógico explicó a los presentes que durante las sodomizaciones me había excedido notablemente en mis manifestaciones contrarias a tal hecho, léase que grité en demasía, y que, como castigo, iba a recibir diez fustazos en las nalgas.

-¿Alguien tiene especial interés en azotar a la perra?-, dijo.

-Si no os importa…-, soltó la chica nueva al tiempo que se acercaba con el clic-clac de sus tacones.

Tuve sólo un instante para ver el fulgor de sus ojos clavado en mis nalgas antes de que se situase a mi derecha, pues era zurda, enfrentada a los invitados que, sentados en el sofá, se disponían a degustar el postre de mi sufrimiento.

Con la cabeza agachada podía ver, solamente, sus largas y espectaculares piernas finalizadas en sus estupendos zapatos de tacón.

Estaba esperando la primera tanda y noté como su mano recorría suavemente toda la superficie de mi culo hasta encontrar mi vulva y tras separar con delicadeza mis labios mayores introdujo primero uno, después dos y hasta tres de sus dedos en mi vagina

En aquel momento creí enloquecer, pero duró lo que dura una esclava en obedecer una orden porque un fuerte tirón de la anilla del clítoris me devolvió a este mundo y fue el detonante de la serie de fustazos.

Pegó con fuerza pero mientras mis nalgas respondían con calor, color y rubor a la agresión que estaban padeciendo yo notaba como el esfínter, poco a poco, iba recuperando su posición normal y, al cerrarse, expulsaba los restos de leche que se deslizaba, tíbia, por mis muslos provocándome un agradable cosquilleo.

Me dejaron atada ahí mismo unos minutos; mientras, los asistentes empezaban a recoger sus cosas e iniciaban los protocolos de despedida.

En el último instante la chica nueva que me había azotado indicó su necesidad de acudir al baño.

-¿Puede acompañarme la esclava?-, indicó, dirigiéndose a mi Amo.

-¡Por supuesto!-, le respondió él.

Así que me desató del aparato pro-sodomía y fijando una correa a la anilla del clítoris se la entregó a la invitada diciéndole:

-Toma, es toda tuya. El baño está al final del pasillo a la izquierda.-

Agradecí el hecho de poder ponerme otra vez de pie porque, después de tanto rato arrodillada, mis piernas estaban un poco entumecidas. Sin embargo el tirón brusco que, otra vez, le dio a la anilla me hizo pensar en un solo deseo: agarrar la correa y aliviar, de este modo, la tensión que producía. Sabía que no podía hacer semejante cosa así que caminé con paso enérgico tras de ella hasta llegar al baño. Una vez dentro me mandó arrodillarme y me dijo: -¡Quiero que te la bebas toda! ¡Abre la boca, perra!

Se levantó la estrecha falda de tubo contorneando sus caderas; con la mano izquierda separó a un lado las bragas de encaje negro que aparecían ya completamente empapadas por las más que seguras corridas de toda la noche y con dos dedos de la derecha separó sus labios para dirigir mejor el chorro hacia mi boca.

Soltó una meada de consideración que intenté engullir lo mejor posible y cuando las últimas gotas estaban despareciendo por su entrepierna me levantó tirando de las anillas de mis pezones y me dio un beso profundo en la boca, de tal modo que su lengua recogió los restos de su propia orina.

Sin tiempo para más, mientras se recomponía la falda, habiéndose dejado aquel precioso coño depilado a la vista por no volver las bragas a su posición inicial, me dijo:

-Me llamo Cati-, y se fue por donde había venido.

Aprovechando la soledad del momento, cerrada en el baño, me toqué inconscientemente con una mano mis nalgas doloridas y, todavía con el regusto agrio de su meada en la boca no pude impedir, con la otra mano, acariciarme para alcanzar, en brevísimos instantes, un orgasmo monumental, mientras, para mí decía: "estoy segura de que esto no acaba aquí, ni hoy…"

(Continuará)