Cati, la malvada (5)

Esta noche me vestiré como una puta. Cati quiere entregarme...

Cuando el teléfono sonó el corazón me dio un vuelco. Hacía varias semanas que no sabía nada de Cati e intuí que era ella.

-¿Dígame?

-Hola preciosa, ¿cómo estás?

-Bbb..bien. Ahora mismo un poco ocupada, pero bien.

Sí, era ella. Sólo con oir su voz mi cuerpo se estremecía. No podía quitarme de la cabeza ese espléndido cuerpo que, después de haberme sometido a las más variadas depravaciones, se acababa retorciendo de placer sobre el mío.

Sus sonrosados labios vaginales, que hubiera lamido y comido sin fin, de los cuales manaban, cual fuente mágica, los efluvios dorados del amor y la sumisión, persistían, omnipresentes, en mi desordenado pensamiento

-Pues escúchame bien, Olga, - me dijo – esta noche nos vamos a ver y quiero que te vistas como una auténtica puta porque eso es lo que vas a ser para mí.

Te voy a vender al mejor postor.

Eres mía y sufrirás por mí.

A las nueve en punto en MarisCo. – Y colgó. –

Buff, y precisamente esta noche

Hoy era nuestro aniversario de bodas, de mi Amo y mío, y había preparado un suculenta cena especial para él

¿Qué iba a hacer? ¿Me inventaría una excusa para salir de casa? ¿Pero, cuál? ¿Dejaría tirada a Cati? ¿Y si le llamaba para explicárselo?

Tenía un poco más de dos horas para decidirme así que me preparé un gintonic de Hendrick’s, con rodaja de pepino incluída.

Unos cuantos sorbos después tomé la decisión.

-¿Teresa? Hola, soy Olga. ¿Cómo estás?

-Yo también, gracias. Oye, tengo que pedirte un favor. Quisiera que llamaras a casa, cuando yo cuelgue, sí, cuando haya colgado, y dejaras un mensaje en el contestador diciendo que un compañero está indispuesto y que debo hacerme cargo de su turno de guardia.

-¿Lo harás?

-Gracias. Y gracias, sobretodo, por no hacer preguntas. ¡Ya te contaré! Un beso.

Bien, ya está. Ya lo tenía arreglado. Ahora deprisa al armario a ver qué me podía poner.

¿Dijo como una puta, verdad?

No tenía mucho donde escoger pero revolviendo una antígua caja, olvidada en el fondo del armario grande del vestidor, encontré una falda roja de hace años. Me la probé y, caray, se notaba que los años no pasan en balde; me costó un horror subírmela y más aún abrochármela. Una vez "enfundada" en aquella cosa parecía una Mortadella di Prato pero era lo único que se me ocurrió en aquel momento.

Añadí unas medias de rejilla negras, con la costura a la vista, unos zapatos, también rojos, de altísimo tacón y una blusa de seda verde con una goma que dejaba mis hombros al descubierto.

Me recogí el pelo en un moño sobre la parte superior de la cabeza y tras un maquillaje extremado, al mirarme en el espejo me dio la sensación de que sí, efectivamente, tenía toda la pinta de una buena putarrona.

Faltaban pocos minutos para las ocho de la tarde y decidí subirme en el taxi que esperaba, solícito a mi llamada, frente a la puerta.

Oculté mi escandaloso atuendo con una larga gabardina negra y subí al coche.

De camino a la ciudad le di rienda suelta a la imaginación. Es uno de aquellos momentos mágicos en los que tu cuerpo sigue anclado a la tierra, diría que incluso con un leve exceso de gravedad que te proporciona una sensación de exagerada carga corporal, pero tu mente flota ya libremente por los laberínticos recovecos del espíritu.

El retorno al mundanal ruido fue estrepitoso: cuarenta y siete euros de carrera!

Entré en el restaurante y vi a Cati, en el fondo del mismo, que me hacía señales con la mano. Me acerqué. Estaba acompañada por tres hombres y dos mujeres.

Como la mesa era rectangular no me quedó otro remedio que sentarme en la cabecera, de tal modo que quedaban los tres miembros masculinos a mi derecha y las tres integrantes del sector femenino a mi izquierda.

-Amigos, os presento a Olga. Es nuestra esclava de esta noche. Es una mujer muy completa a la que podremos usar a nuestro antojo, con una salvedad: no puede ser penetrada vaginalmente, ni tan siquiera con dildos u objetos.-, introdujo Cati.

-Hola a todos y todas...-, contesté

-¡Cállate puta!-, respondió Cati enérgicamente. –Hablarás sólo cuando se te pregunte y contestarás siempre con "señor" o "señora" al final de cada frase. A partir de ese momento prohibido mirar a nadie a los ojos; mantén la mirada siempre baja, las piernas separadas y los labios entreabiertos y húmedos-

-¿Me has entendido?

-Sí, señora.-,contesté sin saber si pensar en la que se avecinaba o en el espléndido pica-pica que, paulatinamente, iba haciendo su acto de aparición en la mesa.

La duda fue breve porque me decanté rápidamente por la parte culinaria. A sabiendas de lo que, más o menos, iba a suceder en unas horas, pensé que la gula era un tipo de pecado que me sería perdonado con poca penitencia; así que me centré en los percebes, las navajas, el chanquete y, como contrapunto a la vertiente marina, en el excelente jamón, acompañado, como no podía ser de otro modo en Cataluña, por un también memorable pan con tomate que, aunque no lo parezca, también tiene su arte.

Tenía cerca el Torres Milmanda y, fresquito como estaba, decidí zambullirme en sus efluvios. Desde luego no era un Château d’Yquem pero este Chardonnay pasaba bien.

Al término de la primera degustación trajeron, a modo de segundo plato, un arroz caldoso de bogavante.

Uff, excepcional este arrocito. Aunque a decir verdad la degustación continuada del vino blanco estaba empezando a causar estragos en mi persona a modo de cúmulo-nimbo permanente entre ceja y ceja.

La voz de Cati me devolvió a la vida:

-Olga, bájate un poco la blusa y enséñanos estas anillas de tus pezones de las que estábamos hablando.

Giré la cabeza a lado y lado y habida cuenta de que estaba en un rincón, relativamente resguardada de miradas indiscretas, como una autómata, bajé con mis dos manos la blusa, tirando de la goma, y dejé mis dos pechos al descubierto.

-Preciosos-, inquirió uno de los presentes al tiempo que Cati jugueteaba un poco con las anillas tirando levemente de ellas y retorciéndolas hasta descubrir mis primeras muecas de desaprobación.

-Es suficiente.-, volvió a decir Cati y subí mi blusa hasta volver a taparlos.

Tras los postres y los cafés de rigor salimos del restaurante. El misterioso y envolvente manto de la noche había caído sobre la ciudad impregnándola de una atmósfera canalla.

Habiendo recorrido apenas unos metros Balmes abajo Cati se dirigió a mi:

-Quitate la gabardina, puta.-

-Sí, señora.-, y se la entregué.

A finales de Enero la temperatura en Barcelona, salvo elucubración cambio-climática, acostumbra a ser bastante baja y pronto empecé a sentir dichos rigores hivernales; sobretodo por un dolorcillo en los pezones producto de su endurecimiento y de su interacción con sus anillas. Las medias de rejilla tampoco contribuían mucho al intento de retención del calor corporal

Un par de calles más abajo, en un chaflán, se metieron todos en un bar.

-Tú te quedas ahí en la esquina, de pie, como buena puta que eres… -, dijo Cati

-Sí, señora.-, le contesté.

El frío era intenso y al poco rato ya empezaron a parar algunos coches.

-¿Un francés sin, cuánto? ¿Griego? ¿Nos la pelas a los tres y el que primero acabe, paga?

Por suerte, mientras aquellos tres chavales me estaban interpelando apareció Cati.

-¡Largaos, pandilla de imberbes, o llamo a los Mossos!

-Vamos Olga.-, me dijo. Y la seguí, tiritando, con la esperanza de refugiarme pronto de aquella pesadilla

Y, ¡Sí!, ¡Por fin!, casi en la esquina con Enrique Granados Cati se paró, llamó a un timbre y nos abrieron.

Subimos todos; ella primero, yo la siguiente y detrás todos los demás.

Las escaleras eran empinadas e interminables, típicas de esos pisos antíguos del ensanche barcelonés. Al llegar al segundo, previo entresuelo, principal y primero, estaba ya resoplando, cual ballena por babor

Entramos y nos atendió una señora. Elegante, entrada la cincuentena.

-Adelante, pasad y poneos cómodos.-, dijo.

-Tú no.-

-Ven conmigo.-

Y fui detrás de ella hasta una pequeña habitación. Al entrar y abrir la luz me di cuenta de que estábamos en un gabinete sado-maso, de esos que se anuncian por internet con amas y sumisas de alquiler.

Me quité toda la ropa y me ceñí bien las muñequeras y las tobilleras que me entregó la madame. Acto seguido me colocó ella misma un collar y unió a su argolla una cadena.

-Separa bien las piernas.-, me dijo. Y colocó entre ellas una barra de madera que, unidos ambos extremos con mosquetones a las tobilleras, me dejaron en una posición extremadamente incómoda. Ató una muñequera con la otra a mi espalda; rodeó una fina cuerda por mi cuello que dejó caer por la espalda y unió a ella mis muñequeras, alzadas hasta media espalda, de tal modo que si intentaba bajarlas la cuerdecita me medio ahogaba.

De esta manera, incomodísima y con los movimientos muy restringidos, agarró la correa y, tirando enérgicamente de ella, dijo: -¡Vamos!-

Discurrimos por el largo pasillo hasta llegar a la estancia principal de la casa; entreabrió la puerta y la oí que decía: -Ya está lista- ¿La paso?

Abrió las puertas de par en par. Me hizo pasar tirando de la correa y… ¡Oh! ¡Menuda sorpresa!

(continuará)

-