Cati, la malvada (4)

Olga y Cati se dirigen al hotel. La primera no puede imaginarse lo que allí le espera...

Había dejado de llover y saliendo del restaurante decidimos airearnos un poco, así que bajamos las cuatro juntas, a pie, hasta plaza Cataluña. La ciudad estaba espléndida; el bullicio callejero daba la nota cálida en una tarde post-lluviosa que el viento del Norte se había encargado de enfriar considerablemente. Las aceras mojadas ejercían de improvisados espejos dónde se reflejaban la mayor parte de los cuerpos y algunas de las almas que transitaban no ya por la urbe sino por la misma vida. En algunos momentos del recorrido me quedaba ligeramente rezagada para poder observar a Cati. Su forma de andar era majestuosa, con paso acompasado y armonioso. Se había soltado el moño y lucía su preciosa melena al viento mientras movía su cabeza a lado y lado, complemento a sus siempre medidas palabras, en la conversación informal que mantenía con sus alumnas. Era como si estuviera inmersa en una de esas escenas de película en la que los protagonistas avanzan a cámara lenta mientras una música ad-hoc subraya el momento. Y yo sentía que formaba parte también de este todo como una pieza imprescindible

Unos quince minutos más tarde llegamos a la plaza.

-Despedíos chicas, Olga y yo tenemos todavía algo pendiente.-, les dijo Cati.

Se acercaron a mí y, cuando esperaba sus besos, como si de un ritual se tratara, ambas me pellizcaron fuertemente al unísono los dos pezones. No pude contener un leve grito y, de inmediato, de forma instintiva, me giré para observar si algún transeúnte se había percatado de la situación.

En absoluto. La gente seguía deambulando a mi alrededor, entre indiferente e ignorante.

La sonrisa pícara de las alumnas mientras aflojaban sus dedos-pinza quedó momentáneamente grabada en mis pupilas al tiempo que una aguda punzada estremecía mis pezones.

Todavía dolorida y conteniendo el acto reflejo que me incitaba a acariciarme los pechos en busca de una pizca de alívio seguimos Ramblas abajo y, habiendo recorrido apenas unos metros ,llegamos al 1898, un elegante hotel ubicado en el antíguo edificio de la Compañía General de Tabacos de Filipinas.

Cati entró con decisión y avanzó hasta el mostrador.

-Buenas tardes. Tengo una habitación reservada a nombre de Catalina Argensola.-

-Un momento, por favor… Sí, efectivamente, aquí está.-, dijo el recepcionista observando la pantalla del ordenador.

-Aquí tiene. Es la 408. Por el ascensor del fondo. Ya han subido su equipaje.-

-¿Su equipaje?, pensé. Íbamos a pasar sólo la tarde, ¿de qué equipaje estaba hablando?-

La seguí hasta el ascensor y al llegar a él nos detuvimos para esperar su llegada, momento que Cati aprovechó para acercarse a mi oído y decirme: -¡Arrodíllate!

-¿Cómo?, contesté.

-¡Que te arrodilles, puta!, me susurró de nuevo, mientras esbozaba la mejor de sus sonrisas.

No sé qué extraño poder ejercía esa mujer sobre mí que me llevaba a obedecer casi sin rechistar todas sus órdenes; así que, ajena a cualquier posible mirada, me arrodillé junto a ella.

Cuando la puerta del ascensor se abrió me agarró del pelo y, tirando bruscamente de él, me arrastró tras de ella y me soltó: -¡Bésame los pies!

Como si de un autómata se tratara empecé a pasar mis labios por encima de sus lustrosos zapatos negros, besándolos suave y repetidamente. De pronto, el ascensor inició un movimiento de desaceleración hasta que se paró y el "ping" sonoro que indica la apertura de sus puertas se clavó en mi cerebro cual aguja vergonzosa.

No me estaba atreviendo a girarme para ver quién entraba cuando Cati, inclinando ostensiblemente su pie hacia adelante, me mostró su tacón y, esta vez de viva voz, me dijo: -¡Chúpalo!

Y seguí sus indicaciones, chupando con fruición aquel tacón como si del manjar más exquisito se tratara.

El ascensor se detuvo y, de reojo, vi como dos pares de piernas se alejaban. Con un fuerte tirón de pelos Cati me obligó a levantarme y la seguí hasta la habitación. Buff, vaya lujo. Era una Junior Suite espléndida, amplia, luminosa, con un gran balcón que daba a la calle.

-¡Desnúdate!-, me indicó con voz poderosa.

Me desabroché uno a uno todos los botones del vestido, en sentido ascendente, y lo dejé caer al suelo escurriéndoseme entre los brazos, de tal forma que quedé desnuda frente a ella, piernas ligeramente separadas y boca entreabierta en inequívoca posición de sumisión y ofrecimiento.

-¡Las manos detrás de la nuca!-, siguió ordenándome.

Y al separar los brazos, hasta alcanzar los codos una posición equidistante y paralela al tronco, percibí el olor agrio e intenso que despedían mis sobacos. La ausencia de uso de desodorante, antígua pero vigente norma impuesta por mi Amo, unida a mi frondosa pelambrera hacían de mis axilas un deleznable espectáculo al cual, por otra parte, debido a su obligada exhibición, ya me había acostumbrado.

-Puaff, ¡qué mal hueles! ¡Eres una guarra!

-Pero…-, intenté justificarme.

-¡Te voy a dar tu merecido!-, insistió Cati. Y tirando de la anilla de mi clítoris me sacó al balcón.

-Espera aquí.-, me dijo.

Hacía un frío considerable. Calculo que estuve ahí, de pie, unos cinco minutos. Por suerte era un cuarto piso y durante todo ese tiempo, que se me hizo eterno, ninguna de las personas que paseaban por debajo del hotel tuvo la ocurrencia de levantar la mirada

Menos mal, porque a poco que una sola de ellas se hubiera parado a contemplar mi cuerpo desnudo seguramente habría llamado la atención de las demás y se hubiera podido formar un follón considerable.

Transcurridos esos interminables minutos Cati me ordenó entrar en la habitación.

-Ven, acércate.-, espetó.

Y sin mediar palabra me dispuso sobre sus rodillas. Con su mano izquierda aguantaba mis brazos cruzados en la espalda y con la derecha empezó a propinarme una larga tanda de spanking. Mis nalgas, frías por el tiempo pasado en el exterior, recibían esa lluvia de golpes con una importante respuesta dolorosa. Al principio cada golpe era como una aguja que se clavara pero a medida que avanzaban la sensación era más de quemazón.

Cinco minutos y muchas palmadas más tarde Cati se detuvo. Parecía como si mi culo hubiera crecido una o dos tallas y estuviera palpitando.

-Ahora voy a pulirte un poco, que eres una dejada.-, oí que decía sin saber bien a qué se refería.

Para liberar una de sus manos me puso unas esposas que me dejaron igualmente los brazos y las manos atados a la espalda. Me dí cuenta de que separaba vigorosamente con el pulgar y el índice el centro de mis nalgas y de inmediato

-¡Ayyy!-

-¡Cállate! ¡No quiero oir tus quejidos de perrita mal criada!-, me ordenó mientras arrancaba uno a uno, con unas pinzas de depilar las cejas, los pelos que (reconozco mi desídia en este aspecto) volvían a despuntar por mi zona anal y perianal desde la última vez que los afeité. Los más cercanos al ano eran los que más dolían sin olvidar que, en ocasiones, Cati, en busca de la base del pelo, hundía demasiado la pinza y pellizcaba directamente la piel

En mi impuesto silencio no pude impedir la aparición de algunas lágrimas que, tal y como estaba dispuesta, boca abajo, resbalaban por mi cara, tíbias, amargas, solas.

Cuando el suplicio hubo terminado me incorporé, algo mareada.

De pie, pasé suavemente mis dedos, todavía amarradas mis manos, por el interior de mis nalgas y al ver, inclinando mis brazos a un lado, los restos de sangre producto de la brusca depilación, noté una ligera flaqueza en las piernas.

Sin tiempo para más lamentaciones Cati me condujo hasta la cama; una king size con una estructura de madera en forma de cubo.

Me dispuso sobre ella sentada en el límite inferior del colchón de tal forma que la mitad del culo sobresaliera de él, casi a punto de caerme. Una vez así instalada me tumbé de espaldas sobre mis brazos y ató las esposas a la base de la cama. Finalmente sujetó un fino cordel a los dedos gordos de mis pies , levantándome las piernas; los fijó a ambos vértices de la parte superior de la estructura cúbica de la cama de tal forma que me quedaron las piernas completamente abiertas, el culo y el coño bien expuestos.

Se acercó por detrás mio y de reojo pude ver el Hog Slapper que empuñaba, una especie de fusta con la azotera formada por dos piezas anchas de cuero que hacen ruido al entrechocar y que se usaba para arrear a los cerdos.

Se puso de pie, piernas separadas, a la vertical de mi cabeza. No llevaba ropa interior y la visión de sus labios mayores, sonrosados y prominentes, me dejó momentáneamente aturdida. Y ya no tuve ocasión de ver nada más porque, levantándose la falda hasta la cintura, se sentó de cuclillas sobre mi cara. Con el agujero del culo más o menos sobre mi frente su vulva se acomodó sobre mi nariz, taponándomela por completo y solo mi boca quedaba libre para respirar. El peso de su cuerpo sobre mi cara era tal que la tenía absolutamente aplastada, sin poder ver nada y oyendo con dificultad; la sensación de agobio de este face-sitting era total.

Me llegó una voz, que me pareció lejana, que me decía: -¡Saca la lengua y cómeme todo el coño, cerda!- y al iniciar la maniobra sentí el primer fustazo sobre el pubis.

Dolor y sorpresa. Y más cuando los sucesivos golpes fueron bajando hasta la vulva.

Cati cabalgaba furiosa, enloquecida, sobre mi cara; alternaba los golpes de fusta sobre el coño y sobre la cara interior de los muslos. El estremecimiento que el castigo me provocaba incidía aún más, si cabe, en el dolor que, de forma insistente, también mortificaba los dedos gordos de mis pies y, en general, por lo incómodo de la postura, todo mi cuerpo. Por momentos se me hacía difícil respirar porque con sus movimientos su coño me tapaba la boca por completo y el único consuelo que me quedaba era no tener otra opción que degustar los maravillosos efluvios de aquel pedazo de mujer.

Me tenía tan cautivada que hubiera hecho lo que me pidiera con tal de sentir la impagable sensación de sometimiento que me proporcionaba su persona.

Me di cuenta de que el final estaba próximo cuando del coño de Cati empezó a manar un flujo espeso y dulzón; sus vaivenes sobre mi cara se aceleraron, paró de azotarme los genitales y con un grito ahogado llegó al clímax dejándose caer de espaldas sobre la cama.

Yo tenía la cara empapada, el coño presumiblemente enrojecido y noté como de él también se escurrían algunos líquidos

Diosss, hubiera dado lo que fuera para que, en aquel momento, alguien me follara.

Es en estas situaciones, en las que experimento una excitación extrema, cuando más echo en falta la posibilidad de ser penetrada vaginalmente.

Mi Amo me prohibió para siempre esa opción y hace años que debo contentarme con el escaso placer que pueden proprcionarme las sodomizaciones, cuando no son bruscas y dolorosas, y la masturbación.

Si pudiera desatarme ahora mismo me masturbaría como una loca

-Olga, tienes una lengua maravillosa.-

El comentario de Cati me devolvió a la realidad, que no era otra que encontrame maniatada, con el coño y la lengua doloridas, las piernas extremadamente abiertas y una enorme necesidad de experimentar más placer, de correrme hasta perder el sentido.

Un toc-toc característico dio paso a la apertura de la puerta de entrada a la Suite.

-Adelante. Bienvenidos, pasad.-, oí que decía Cati.

Desde mi posición pude ver como entraban en la habitación tres personas: una señora mayor y dos chicos jóvenes.

-¿Dónde la tienes?-, le preguntó la señora.

-Ahí, en la habitación, sobre la cama.-, contestó Cati.

Se acercaron los tres. La señora debía rozar la sesentena. Se desabrochó el elegante abrigo de visón que le cubría hasta los pies y debajo, oh sorpresa, lucía un body integral de latex negro que resaltaba una escultural figura.

-Hola preciosa. Me han dicho que eres muy buena esclava. Si te portas bien tendrás tu recompensa.-, me dijo mientras me acariciaba delicadamente el clítoris con sus dedos.

Uff, creí que me corría ahí mismo. Pero inmediatamente me retorció con vigor las dos anillas de los pezones, imprimiéndoles un giro de casi trescientos sesenta grados, lo que hizo que pegara un fuerte grito.

-Uy, si es de las que gritan por nada.-, dijo.

-¡Mejor!-, añadió Cati. –¡Me excita más!-

-¿Has traído la maleta?, le preguntó la señora.

-Sí, está sobre el sofá.-, contestó Cati.

Los dos chicos me desataron de mi dolorosa posición y me dejaron tumbada sobre la cama. No sentía los brazos y, en cambio, notaba un intenso dolor en los dedos gordos de los pies. Intenté incorporarme un poco y, asustada, vi como ambos dedos lucían un aparatoso color morado. Iba a tocármelos cuando me agarraron de nuevo los brazos y, tras colocarme sendas muñequeras, los sujetaron a la parte anterior de la cama, totalmente extendidos. Lo mismo ocurrió con mis piernas; imponiéndome primero unas tobilleras me ataron ambas piernas al final de la cama, una a cada columna, de tal forma que quedé boca arriba con el cuerpo formando una casi perfecta forma de aspa.

Finalmente, Cati, ayudada por los chicos, levantó mi espalda y colocó a la altura de mis riñones una especie de pequeño arcón de madera, de tapa curvada, que habría sacado de Dios sabe dónde, que, amén del dolor, me dejaba toda la zona genital lista para su uso.

Y hablando de Dios… ¡Dios mío!, por fin descubrí el orígen de la presencia de equipaje en aquella sala.

La señora invitada se acercó hasta mí y empezó a colocar sobre mis pechos, primero, y sobre mi pubis y mi vulva, después, unos parches negros adhesivos, presuntos electrodos. A continuación conectó cables a cada uno de ellos y esos cables, a su vez, se conectaron a dos pequeños artilugios con botones y reguladores, léase electroestimuladores.

-Te lo dije antes, pórtate bien, no grites y acabaremos pronto.-, me dijo la señora.

Y acto seguido puso en marcha las máquinas. Los primeros segundos fueron soportables pero enseguida llegó la doble sensación del impulso eléctrico que me hizo retorcer todo el cuerpo.

Sabía que no debía gritar pero como nadie dijo nada de hablar le dije:

-Por favor, Señora, esto es demasiado fuerte.

La consecuencia inmediata fue que me colocaron una mordaza tipo doble dildo. Una polla más pequeña, pero que me daba la sensación de que me llegaba hasta la garganta, me impedía cualquier expresión oral mientras que, por fuera, una polla más grande y gruesa sirvió para que Cati se montara en ella y cabalgara al ritmo de mis estremecimientos eléctricos, que no sólo no cesaron sino que incluso aumentaron, para regocijo de los presentes

Dando la sesión de electricidad por concluída, y habiéndome quitado todos los electrodos que me habían martirizado durante largos minutos, me colocaron, de nuevo sobre la cama, boca abajo, y esta vez, con el maldito arcón al nivel del vientre.

Y, claro, como no podía ser de otro modo, con el culo en pompa y las piernas separadas, no tardé ni un instante en notar la salvaje embestida de una descomunal polla penetrando por el ano.

Esta vez el grito de dolor fue mucho más agudo. Pero corto, porque la otra polla de la sala, igual de espeluznantmente grande o más, si cabe, se metió en mi boca acallando de nuevo cualquier atisbo de protesta.

Por suerte aquellas jóvenes vergas terminaron pronto su trabajo aunque, eso sí, la que tenía en la boca soltó una cantidad tal de leche que no es que me entraran arcadas, es que casi si me ahogo tratando de engullirla.

Me quedé así unos minutos, con la boca desencajada y el culo dilatado hasta que Cati acudió a desatarme.

-Te has portado muy bien, Olga.-, me dijo.

-Ven conmigo al baño y tendrás tu recompensa.-, añadió.

La seguí; tambaleante, desnuda, vilipendiada, entregada… Crucé la puerta y Cati me ordenó sentarme en el suelo, con la cabeza apoyada en el inodoro. Se acercaron las dos. Cati levantó su falda y la señora abrió la cremallera de su body de latex, haciendo el recorrido desde su pubis hasta su culo, y, las dos a la vez, soltaron sobre mi cara una meada al tiempo que me decían: -Bebe, sacia tu sed de esclava.-

Y a fé que lo hice, porque tenía esa sed. Me sentía su esclava y un cosquilleo especial recorría mis entrañas mientras observaba los chorros dorados que caían sobre mi boca, que engullía con placer

-¿Y mi otro placer?-, pensé.

Y les dije: -¿puedo correrme ya, por favor?

-¡No! ¡Hoy no! Quizás el próximo dia…-, me respondió Cati.

Y se fueron.

Y el mundo se me vino encima.

Deambulé, pelo mojado, brazos caídos, mirada absorta, unas horas por la ciudad.

Las luces de neón me hacían guiños, los pájaros y las ardillas de los tenderetes me miraban con compasión.

¿Cuándo volvería a ver a Cati?

Ellos, los animales, en sus jaulas, eran más libres que yo

(continuará)