Cati, la malvada (3)
Camino de su cita con Cati, Olga se topará con el barman del capítulo anterior. Sabremos que ocurrió aquella noche en el Dry Martini cuando bajaron las persianas...
Esa maldita huelga de taxis duraba ya demasiado y no tuve otro remedio que coger el tren para acercarme a la ciudad.
Dos días antes había recibido la llamada de Cati. Quería invitarme a comer. Quedamos a las tres, así que aquel dia me las arreglé para salir temprano del trabajo y pasar por casa a acicalarme. Tuve la suerte de que un compañero se prestó a acompañarme y, de este modo, pude tomármelo con tranquilidad.
Tenía un vestido monísimo de punto, de color pistacho, por estrenar. Me iba un poco ceñido pero, ¡qué caray!, una cita especial merece un atuendo especial. Como era muy corto y sin mangas me puse unas medias de rejilla y unas botas marrón muy altas, de esas que quedan por encima de la rodilla tipo mosquetero, les llamo yo-; y una chaquetilla tipo torero de color granate para dar un toque elegante, contrapunto necesario al resto de vestuario, quizás un punto atrevido.
Subí al cercanías de las 13.32. Y, a pesar de lo alejado de las horas punta, tuve que quedarme de pie en la plataforma.
Tanta presencia humana provocaba una considerable condensación de humedad que unida al sofocante calor ¿porque los organismos oficiales encienden y apagan la calefacción siempre en función de fechas preestablecidas y no mediante la prueba empírica infalible de salir al balcón a ver qué tiempo hace?- hacía que aquel compartimento pareciera un vagón del Dar as Salam-Moshi.
No me quedó más remedio que quitarme la chaquetilla. Y, claro, sucedió, lo inevitable. Al instante me percaté de que, agarrada como iba a la barra del techo, mi sobaco, poblado de largos y abundantes pelos negros, quedaba como una mancha de indecencia en medio de la depilada multitud. Además, debido a la temperatura ambiente, empecé a sudar desprendiendo ese olor característico a sopa Avecrem, propio de quien, como yo, lleva años, por deseo de mi Amo, sin usar desodorante alguno.
Con el paso de sucesivas estaciones el tren se fue vaciando un poco, aunque no lo suficiente como para poder sentarme, y entonces fue cuando vi, unos asientos más adelante, una cara que me era conocida.
Él había reconocido las anillas de mis pezones que se marcaban descaradamente bajo el vestido y yo reconocí en su sonrisa picarona al barman del Dry Martini.
Viéndole sonreir no pude por menos que, a modo de flash-back cinematográfico, recordar lo que acabó sucediendo aquella noche
-¡Por favor!, ¿podría usted ayudarme?
-Por supuesto señora. Pero antes desabróchese el vestido.
-¿Cómo dice?
-Que te quites el vestido, putarrona. ¿O es que te crees que eres la primera que viene a estos locales de la jet-set, de la supuestamente clase alta de la ciudad, de los señoritos que manejan nuestras vidas a base de disponer de nuestros humildes sueldos para realizar fraudulentas operaciones y enriquecerse, para contornearse delante de nuestras narices y satisfacer así sus pobres egos necesitados de la periódica dosis de sentimiento de superioridad?
No sé si fue por los tropecientos cócteles ingeridos, por que me estaba meando a morir o porque aquellas palabras llenas de razón y de rencor hicieron mella en mí pero lo cierto es que abrí mi vestido de par en par sin rechistar y con un movimiento suave lo dejé caer hacia atrás hasta el suelo. Y allí me quedé, completamente desnuda, unida al taburete por la cadenita de la anilla de mi clítoris.
Me giré un momento por el ruido que hicieron las persianas metálicas al bajar y al dar otra vez mediavuelta, en la penumbra del local, sentí el escalofrío del que conoce su destino y se entrega a él. Un barman y dos camareros o, lo que es lo mismo, tres pollas hambrientas de reivindicación y de revancha.
Mientras me desataban del taburete me imaginé por un momento a esas personas sirviendo y aguantando toda la noche las excentricidades de una clientela que, como mínimo, les trataba con desprecio. Y fue sólo el momento que tardé en notar que me retiraban el plug anal eléctrico y que recibia la primera envestida trasera. ¡Oh Dios! Aquel camarero tenía una polla enorme y me estaba haciendo ver las estrellas. Pero
-¡Qué carajo!-, pensé. Se lo debo- Y me puse bien puesta para recibirla más profundamente.
Y me comí con fruición aquella otra polla, la del barman, que me entraba hasta la garganta mientras el segundo camarero aguardaba turno, meneándosela a mi lado para conseguir la dureza necesaria para metérmela también por el culo.
Por su actitud directa y descarada y por el hecho de que ni siquiera intentaran follarme por el coño deduje que mi Amo les había dejado unas instrucciones muy claras, y cuando los tres terminaron, les dije:
-¿Es suficiente? ¿Puedo marcharme ya?
Su silencio sostenido me otorgó la opción requerida. Me recogí el pelo en un moño, me puse el vestido, esta vez abrochando casi la totalidad de sus botones, y, comprobando que el monedero seguía en mi bolso, crucé toda la sala semioscura para acceder a la calle.
Cuando iba a empujar la puerta para salir, un ramalazo de lucidez cruzó por mi mente, cual estrella de Oriente guiando a los Reyes, y pensé: -De todos modos es conveniente, en aras al futuro, dejar las cosas en su sítio.-
Así que me giré de nuevo hacia ellos y levantándome la falda hasta la cintura les dije: -¡Con la venia! Y dejé salir los litros de orina acumulados que hacía horas reclamaban su bajada natural hacía los ríos para unificarse, allegados a la mar, con los que viven con sus manos. (Jorge, va por ti)
El anuncio por los altavoces del tren de la llegada a Plaza Cataluña me despertó de la catarsis. El barman había desaparecido y bajando los altos escalones, por el inhabitual roce pegajoso, noté como esta liberación de las pasiones había cristalizado en copiosos efluvios vaginales que, irredentos ellos, iniciaban su trayectoria descendente.
Escondida entre la multitud de las escaleras mecánicas, girando la cabeza a un lado y a otro en actitud de precavida prudencia, pasé los dedos por mi entrepierna para recoger estos flujos y, tras relamérmelos, inicié el paseo hasta el restaurante con el regusto dulzón de los mismos.
La atmósfera pre-navideña hacía del recorrido por las calles una experiencia especial. Ya se sabe, estas fechas son percibidas de modo distinto en función de las circunstancias particulares de cada uno. En mi caso suponían una mezcla de maternalismo, por el hecho de reencontrame con mis hijos, estudiantes en el extranjero, y de exacerbación de mi condición de esclava por cuanto, ausentes de connotaciones religiosas, las fiestas nos permiten, a mi Amo y a mí, incrementar la frecuencia y la calidad de nuestras interacciones bedesemeras
Llegué puntual al restaurante. Se trata de un antiguo piso principal del ensanche; una enorme estancia ocupada por la pujante burguesía industrial de principios de siglo, del XX se entiende, en el cual el abundante espacio y las amplias habitaciones son inversamente proporcionales a la luz que del exterior entra en las mismas.
Al no ver a Cati pregunté al relaciones públicas del local y me indicó que me estaban esperando en el reservado de la chimenea.
-¿Estaban?-, pensé. - ¿No había quedado sólo con ella?-
Crucé por la sala pricipal hasta acceder al pasillo que distribuye, a ambos lados, los reservados. En un gesto instintivo llamé antes de entrar.
-¡Adelante!-, gritó la voz potente y dulce a la vez de mi amiga.
Y entré. Allí estaba ella, sonriente, majestuosa, fumando su Moods como si de una diva se tratara Pero, oh sorpresa, sentadas a su lado se encontraban dos chicas más, jovencísimas y guapísimas,
-Olga, son dos alumnas mías de la facultad que están muy interesadas en conocer de primera mano nuestra relación así que las he invitado para que puedan compartir con nosotras algunas de las delicias de nuestra incipiente relación-, me soltó, y se quedó tan ancha.
Yo me quedé, al contrario, un poco pasmada. Pero el pasmo se me pasó pronto cuando Cati, actuando ya de Mistress implacable, me acercó una cajita metálica y me dijo: -Es para ti. Póntelo.-
La abrí y no me lo podía creer. ¡Por supuesto! Era imposible que ella hubiera organizado tal cosa. ¡Otra vez la huella de mi Amo!
Tras un momento de vacilación me levanté. Voy un momento al baño-
-De eso nada. Póntelo aquí mismo.-, replicó
.
-¿Cómo dices?, contesté.
-Bueno, da igual. Ven aquí. Recuesta tu cuerpo sobre la mesa y separa las piernas.-, me ordenó.
No sé que extraño poder de atracción ejercía Cati sobre mí pero la cuestión es que obedecí sin rechistar.
Me levantó el vestido con delicadeza hasta las caderas, me acarició brevemente las nalgas y, separándomelas con una mano, con la otra mano me introdujo el "cacahuete" en el ano.
El "cacahuete" es una especie de supositorio inventado por mi Amo, hecho de una mezcla de pimienta de cayena, jugo de jengibre, wasabi y vaselina. Una vez conseguida la homogeneidad de la mezcla se rellena con ella el interior de las dos mitades de la cáscara de un cacahuete, que se unen mediante una goma elástica, y se pone en el congelador.
Tal como estaba, tumbada sobre la mesa, quedaba de espaldas a la puerta así que no pude ver al sommelier hasta que su "ejem, ejem" sonó en la estancia.
-Deje la carta de vinos sobre la mesa, por favor-, ordenó Cati mientras yo imaginaba la cara de aquel señor viéndome con el culo al aire mientras su interlocutora, que acababa la inserción en aquel momento, ni se inmutaba ni, aún menos (cosa, por otro lado, sorprendente), las dos chicas presentes
Los huevos poché con mil hojas de patata y trufa fueron excelentes, máxime teniendo en cuenta que el supositorio empezaba a derretirse y la inicial sensación entremezclada de calor y picor me provocaba una suerte de "furor rectal" que me hacía imaginar las más tórridas escenas de sodomización con las jóvenes estudiantes como protagonistas. Pero cuando me disponía a dar cuenta del prometedor bacalao confitado con chilindrón de pimientos la situación se complicó porque la mezcla que tenía metida en el recto se fundió por completo y la intensidad de la misma se incrementó hasta convertirse en atisbos de dolor.
A estas alturas de la comida le había dado ya tanto al Clos Mogador del 2004 que a duras penas si podía distinguir aromas a fruta roja y negra en sazón, destacando arandanos y moras y, la verdad sea dicha, me importaba un comino si era una añada más refinada que otras anteriores donde destacaba más la elegancia frente a la potencia.
Lo único en que pensaba era en aliviar aquella terrible sensación de ardor que partiendo del interior de mi culo, y habiendo sido imposible contenerla por más tiempo, emepezaba a asomar por el esfínter y me causaba una inenarrable desazón.
-Cati, no aguanto más. ¿Puedo ir al baño?-, le pregunté.
-Claro que sí, pero mis amigas te acompañaran-
Y dirigiéndose a ambas les espetó: -Chicas, haced lo que habíamos pactado-
Y las dos a la vez se quitaron los tangas, uno rojo y otro negro, precioso este último, se acercaron hasta mí y, abriéndomela de par en par, me los metieron en la boca.
Crucé toda la sala principal, llena ya de comensales a aquella hora, tras las dos chicas, apretando lo mejor posible las mandíbulas para disimular, y al llegar al baño entramos las tres juntas.
Yo no podía casi contenerme pero tuve que esperar a que las dos acabaran de mear para quitarme los tangas de la boca y limpiarles a ambas con la lengua los restos de meada. Debo decir que no lo hice muy a disgusto; primero, y sobretodo, porque ansiaba que llegara mi turno y, después, porque tengo que reconocer que, de vez en cuando, se agradece la presencia gustativa de unos chochitos tan jóvenes, tersos, rosados y receptivos, por su inexperiencia, a mi expresión oral.
No habían acabado del todo sus estremecimientos post-orgásmicos cuando me dispuse a vaciar el inaguantable contenido rectal. Fue un tremendo alívio pero mayor fue la sorpresa al ver que las dos estudiantes se agachaban, una delante de mí y la otra por detrás, y se ponían también a degustar los restos de mi naufragio corporal.
¡Oh, Dios mío! Dos jóvenes estudiantes, mas buenas que el pan frito, comiéndome al unísono el culo y el coño. Crei que iba a enloquecer.
El orgasmo fue tan brutal que arranqué la barra que aguanta las toallas a la que estaba agarrada y creo que, por primera vez en mi vida, solté una copiosa corrida
Sentada de nuevo en la mesa, mientras saboreaba, esta vez sí tranquilamente, las fresitas gratinadas a la pimienta, me acerqué a Cati y la besé en la boca dulcemente.
La tarde-noche no había hecho más que empezar; recordé que teníamos una habitación reservada en un antíguo hotel de Las Ramblas y, esto era lo más inquietante, creo que me estaba enamorando
(continuará)