Catalina

..., pero no era una novia ni un ángel. Como pude saber luego, el mismísimo Satanás sería un ángel a su lado.

CATALINA

Me dicen Cata, tengo 26 años, soy lesbiana y sumisa. Claro que sumisa se entiende como un juego de roles reservados para los momentos sexuales con mi amante. Fuera de ellos, mi actitud frente a la vida es de absoluta realidad.

Esta misma realidad caería sobre mí como un alud. Mi sumisión alcanzaría niveles jamás sospechados, ni siquiera soñados. Todo sucedió en una tarde y nuestras vidas fueron otras.

Soy abogada y trabajo en el estudio de mi padre, doctor en derecho. Una eminencia en los círculos académicos. Nuestro despacho de Madrid recibe los casos más difíciles de España. Yo soy secretaria y llevo los asuntos sencillos para adquirir experiencia , según dice mi padre..., que jamás, ni en el estudio ni en casa, deja su trono de eminencia del derecho. Demás está decir que es mi ídolo...

Esa tarde en cuestión le había servido un café, amargo y recién hecho, como a él le gusta y estaba saboreando el mío, atiborrado de azúcar, cuando alguien abrió enérgicamente la puerta del bufete. Creí que podría ser un fantasma o el viento, pero al instante me di cuenta que se trataba de algo infinitamente peor. Ojala hubiese sido el viento. Ahora todo estaría como antes y ambos seguiríamos saboreando el café recién hecho.

La mujer más espectacular que haya visto en mi vida avanzaba con arrogancia directamente hacia mí. Era alta, asombrosamente alta y un porte que llenaba toda la habitación, todo el espacio físico disponible..., todo el sistema solar. Parecía que solo ella existía..., un sol de carne humana y el resto de los cuerpos celestes eran su séquito. Estaba vestida totalmente de blanco..., pero no era una novia ni un ángel. Como pude saber luego, el mismísimo Satanás sería un ángel a su lado.

Llevaba un vestido ajustadísimo, que se ceñía a sus curvas y resaltaba la sensualidad de su andar. Estaba prendido en el cuello mediante un brazalete y dejaba brazos y hombros desnudos luciendo una piel dorada. Ya de movida su presencia era de un sensualismo aplastante. Llevaba guantes blancos hasta más arriba del codo. Sus largas piernas, fibrosas y esbeltas, estaban desnudas, sin medias. La piel dorada brillaba con sus pasos. Calzaba zapatos blancos, cerrados, estilo clásico, pero con un tacón afiliadísimo. Parecía imposible que se sostuviera sobre una aguja tan fina. No obstante caminaba con soltura y dominio de si misma. El cabello, negro azabache, despedía destellos de luz. Era largo y estaba recogido en la nuca con un broche de plata. Caído sobre la frente llevaba un sombrero blanco, con una redecilla negra a la antigua , que ocultaba su rostro y la hacía esplendorosamente divina.

Yo estaba sin habla. Detrás entraron dos hombres, altos, de traje, corbata y zapatos negros. Todo el aspecto de cavaliers servants . Otra cosa no podía ser. Mujeres como ella solo tienen sirvientes. Supe después que se trataba de sus maridos. Es lo mismo. Objetos de uso.

Ella, de pié frente a mi escritorio, oscureció la luz. Alcé la vista con timidez. Sus ojos negros brillaban como diamantes tras la sensual redecilla. Era consciente de su poder y disfrutaba viendo la sumisión de aquellos a los que se dirigía. Yo no era una excepción. Preguntó por el abogado titular. Su voz modulada se metía en las entrañas.

— ¿Desea ver a mi padre...? — balbucí mientras miraba la puerta de su despacho.

Era un ser superior. De solo ver mi expresión de gusano pisoteado, supo lo que necesitaba saber... que el abogado era mi padre y que yo, totalmente dominada, era ahora su sierva. Me dio la espalda y se dirigió a la oficina de papi. Por supuesto, no golpeó la puerta; entró autoritariamente, seguida por sus sirvientes.

El impacto de su visita dejó lugar a una excitación desesperada. Como primera medida trabé la puerta de entrada. Luego me puse de rodillas —supe que esa era la posición que debía adoptar frente a la imponente mujer— y me deslicé tras ella en la oficina. La servil cucaracha que habita en mi interior había despertado.

Ella estaba sentada, sin ninguna vergüenza, en el lujoso escritorio, frente a frente con mi padre. Yo avanzaba de rodillas reptando por el suelo y me ubiqué en el hueco del mueble. Ella estiró una pierna y apoyó su zapato sobre la impecable camisa de mi padre..., alejando el sillón unos centímetros para poder maniobrar sus largas piernas. Yo estaba debajo de ella. Alcé la vista. Se había levantado la falda. No llevaba nada debajo. Pude ver el pubis depilado prolijamente —seguramente por alguno de sus sirvientes—, su enorme clítoris enhiesto, los carnosos labios de la vagina rosados y gruesos... palpitaban de excitación. De solo verla desde abajo, como una aplastante diosa, me volvía loca. Sus piernas desnudas se abrían a mi vista... ¡qué piel! Suave, tersa y lustrosa, de un brillante color dorado. Estaba excitadísima, dominada, humedecida del poder que emanaba de esa fascinante mujer.

Ella metió la punta del zapato bajo la camisa, sujetando el sillón a la distancia adecuada, con mi padre postrado en él y paralizado por el terror. Con la otra pierna clavó su afilado tacón en el fino pantalón de su traje desgarrando la tela de la bragueta. Cuando el agujero fue lo suficiente grande metió todo el zapato y comenzó a juguetear dentro de la entrepierna. Luego de sobar unos segundos, hurgó mas adentro, despejando el camino del pene, para extraerlo con su zapato, sacarlo a la luz y pisotearlo unos instantes. ¡Qué grande era!... Estaba duro como un garrote.... ¡la polla de papi...! ¡Qué visión!

Desesperada de excitación, sin saber bien lo que hacía, tuve un gesto de audacia. Encima de mí estaba la pierna con que torturaba a mi padre. ¡Qué hermosa era! No pude resistir adorarla como a una diosa. Es lo que era. Me incorporé levemente y comencé a besarle los muslos desde abajo. Hice un alto en el hueco de la rodilla recorriéndolo con mis labios. Mientras, ella sobaba el miembro de papi..., que se hinchaba a punto de estallar. De repente, la mano de uno de sus sirvientes aplicó un fuerte apretón a la polla para evitar que eyaculara. Mi padre se quebró y, llorando, se abrazó sumisamente a la pantorrilla de ella con el zapato apoyado en su miembro. En esa posición nuestras miradas se encontraron. Él sentado abrazado a su pierna y yo, de rodillas, besándosela. Mi padre entonces comenzó a besarle la pierna en señal de sumisión. En sus ojos había, junto a una lejana y vergonzosa tristeza, una excitación profunda e incontrolable. A juzgar por su mirada de comprensión, el veía lo mismo en mi.

Uno de sus maridos sujetó el sillón. Ella, con la pierna libre, me buscó para apoyarla sobre mi cabeza empujándome contra el piso. Me postré en el suelo, de costado, con su zapato encima de mí. Sentía el filo del tacón, pero no perdía de vista a mi padre besándole la otra pierna y mojándola con sus lágrimas de víctima devorada.

Ella lo conminaba a firmar un escrito por el cual renunciaba a todo reclamo sobre sus negocios y ella, de esa manera, se adueñaría de una buena parte de los bienes en discusión. Conocía el caso. El pobre infeliz de mi padre, doctor en derecho, presionado de esa manera inclemente e inhumana estiró el brazo para firmar. Yo no pude impedirlo. Es mas deseaba que lo hiciera y que esa mujer, malvada y fascinante, se adueñara de nosotros y nos utilizara para su goce exclusivo.

Luego, lamiéndose los labios y con una risita malvada, dijo que le pagaría sus honorarios. Seguidamente, me soltó la cabeza y se puso de pie con las piernas abiertas. Apoyada en los afilados tacones, su cuerpo era avasallante. Yo, arrodillada a sus pies, entraba perfectamente en el hueco. El culo de ella descansaba sobre mi cabeza. Levanté el rostro para besar el ano y meterle la lengua dentro. La malvada me premió con un furibundo orgasmo de culo en mi boca. Sus sirvientes levantaron el torso de mi padre, que estaba sin fuerzas y lo sostuvieron de pie frente a la diosa. Ésta comenzó a pajearse el clítoris en su rostro y refregando el culo en el mío. Se corrió cuatro veces. Lo vi y sentí personalmente. Comencé a contarlas. Luego lo levantaron hasta que el miembro de papi quedó a mi altura. Ella acercó su vagina. Vi los gruesos labios abrirse como una ventosa y... ¡plop! Lo succionó de golpe como una golosina. Sin mover el cuerpo, con sólo los músculos vaginales en acción, enloqueció a mi padre de tal manera, que aún contra su voluntad, fue ordeñado en pocos segundos. Entonces vino lo peor.

La mujer se retiró y el miembro quedó colgando frente a mi cara, estaba goteando leche fresca y los jugos vaginales de mi diosa. Sabía lo que ella quería y no dude en obedecerla. Me tragué la polla de mi padre, bebiendo los jugos que me obsequiaba. De reojo veía como las manos masculinas de los ayudantes le masturbaban el enorme clítoris. Seguía corriéndose como una posesa. Gemía de placer. Yo sentía (y veía) los labios de su vulva, el esfínter, el clítoris, todo el cuerpo estremecerse de goce. Me sentía orgullosa de ser usada por ella.

Pero allí no terminó todo. La mujer aún tenía hambre de sexo. Bastó una mirada a sus sirvientes para que comprendieran. Uno de ellos levantó a mi exánime padre poniéndolo de espaldas frente a ella. De una patada, con el afilado tacón, desagarró el resto del fino pantalón que él usaba en los juzgados. No contenta con eso, se entretuvo pinchándole el culo con el tacón y divirtiéndose con los quejidos de dolor de mi padre.

Otro esclavo trajo un arnés consolador y comenzó a colocárselo. Yo veía todo desde abajo. Era un arnés maravilloso para un goce total. El dildo principal tenía un doble émbolo. A la vez que penetraba al hombre, el otro émbolo, con el mismo impulso inverso, se metía en el útero y revolvía todo. Un parche vibratorio adhesivo se aplicaba sobre el clítoris y otro dildo, más pequeño y con vibrador, se metía en el culo. Finos cables aseguraban el funcionamiento. Ella esperaba mi obsecuencia. Obedecí. Luego de lamerle el ano introduciendo mi lengua por dentro, le coloqué el dildo lubricado con abundante saliva. Ella se agachó levemente para que yo lamiera y lubricara también el dildo principal, el que iba a meterle a mi padre. Obedecí de inmediato. Luego, sin preámbulos y a pocos centímetros de mi rostro, lo penetró a través del pantalón, sin vergüenza ni respeto. El pobre infeliz aullaba de dolor. Yo, de rodillas, veía el poderoso dildo enterrarse una y otra vez en el culo de mi padre.... y oía sobre mi cabeza el despiadado zumbido de los vibradores. Ella se corrió varias veces desvirgando el culo de la eminencia. Se estremecía de placer. No se detuvo hasta que agotó la reserva de pilas. Tuvo una serie de orgasmos impresionantes. Perdí la cuenta.

La operación estaba concluida. Mi padre y yo quedamos arrollados en el suelo, a los pies de la diosa. Ella, con los brazos en jarras, abrió de nuevo las piernas y se agachó levemente apuntándonos. Detrás, las manos del sirviente sujetaron los labios vaginales. Sabía lo que vendría ahora. Abrí la boca. Mi padre hizo lo mismo. La orina salía con fuerza y el servil marido dirigía el chorro hacia nosotros. Fuimos meados a discreción.

Luego nos apartó a ambos. Casi nos mata con el tacón. Seguidamente se marchó seguida de sus eficientes sirvientes. Nosotros reptamos por el suelo bajo sus pies rogando ser pisoteados. Peleamos por estar bajo sus zapatos. Entramos en el ascensor. Ella con un pie —y todo su peso— encima de mi mano y el otro sobre el rostro de mi padre. Llegamos a la planta baja. Todo el mundo nos conocía. Se sorprendían de vernos así, mojados, arrastrados por el suelo y compitiendo para ser pisoteados. El aroma de orina de la diosa lo inundaba todo.

Una limosina esperaba en la calle. ¿Sería el chofer un tercer marido? Se levantó para abrir la portezuela. Ella, como si nada le importara de nosotros, se sentó en el mullido asiento. Mi padre y yo nos deslizamos a sus pies.

De inmediato, en un arranque de furia, comenzó a patear a mi padre expulsándolo hacia la calle. El pobre cayó en la vereda. La limosina arrancó. Yo estaba dichosa. Era la preferida. Había echado a mi rival. Quedaba yo sola para adorarla.

Pero mi júbilo duró poco. La limosina se detuvo de nuevo. Ella, luego de habernos usado y exprimido a su antojo y placer, comenzó ahora a patearme a mí limpiándose la suela en mi cara mientras me laceraba la piel con el tacón. El esclavo abrió la puerta y fui expulsada a la vereda.

La diosa arrancó y jamás volvimos a verla. Veía a mi padre cerca. Comenzamos a gatear. No podíamos ponernos en pie. Nos encontramos tal como estábamos: usados, mojados y meados. La gente observaba. Habían visto todo. Nos abrazamos.

alejandralamalvada@hotmail.com