Casualidades
Maite está sola
-Los del ático se han separado.
Mi madre, como de costumbre, era la fuente informativa de la comunidad. No se le escapaba nada. Que si el del cuarto se había roto un pie jugando a fútbol, que si el del segundo había tenido humedades, que si la madre de no sé quién estaba ingresada, que si la tienda de la esquina había cambiado de dueños. Tanto mi hermana como yo estábamos en la universidad, mientras mi padre dirigía una oficina bancaria en un pueblo vecino, así que no solíamos enterarnos de los cuchicheos del barrio. Mi madre, en cambio, ama de casa desde hacía más de una década cuando traspasó la peluquería que regentaba, lo sabía todo. Voluntariamente, además.
Estábamos sentados a la mesa los cuatro, cenando, cita ineludible para todos los miembros de la familia impuesta por mi madre años atrás. Durante esa media hora larga, ella solía ponernos al día de cualquier novedad que considerara de interés, amén de interrogarnos por nuestro devenir diario, amigos, compañeros de trabajo en el caso de mi padre, etc.
-¿Sabes qué ha pasado? –preguntó mi hermana que también compartía con su progenitora la misma debilidad por los cotilleos ajenos, así que solía escucharla ávida, mientras mi padre y yo nos lo decíamos todo con la mirada. ¿A mí qué más me da?
-La verdad es que no. He intentado hablar con Maite pero no he logrado sacarle mucho.
Esta frase define perfectamente a mi madre. No un pensamiento del tipo he ido a hablar con ella para ayudarla o animarla, por ejemplo. No. He subido a sacarle información. Conocer los detalles, saberlo todo, era mucho más importante que ofrecer ayuda. No entiendo cómo no te hiciste periodista, con lo que te gustan los cotilleos serías la reina de los programas de marujas de la tele, le he dicho más de una vez. Su respuesta, airada, es que uno tiene que saber dónde vive y a qué atenerse.
Como era habitual en mí cuando el tema no me interesaba, desconecté, hasta que entablé una conversación de fútbol con mi padre, pues es forofo a niveles enfermizos. No llevábamos ni cinco minutos charlando cuando mi hermana se quejó, ¡ya estáis con el peñazo del fútbol, qué pesados!
-¡Coño! ¿Y vosotras? –reaccioné. Mi padre era incapaz de levantar la voz en presencia de mi madre. Curioso en un profesional que dirigía una oficina grande de un banco importante con catorce personas bajo su mando.
Pasaron un par de semanas sin que hubiera grandes novedades. Al parecer, Miguel se había marchado de casa dejando a la mujer y al hijo de ambos, de unos diez años. Mi madre trinaba porque no conocía las razones, cuernos, seguro, afirmaba, aunque al hombre no lo veía capaz. Tampoco a ella, pues es un trozo de pan.
Mi percepción de la familia era similar. Miguel siempre me había parecido un tipo gris. Educado y agradable, pero sin ningún tipo de carisma. Desconozco en qué trabajaba pero me recordaba a algún oficinista de los que mi padre se queja que le mandan de Central para cubrir vacaciones y vacantes.
Maite era, es, una administrativa de multinacional más abierta que su marido, más comunicativa, con la que creo que nunca había cruzado más que frases tópicas de ascensor. Debía rondar los cuarenta años y siempre me había parecido atractiva. Aquel día, coincidimos en el portal, yo salía, ella entraba con su crío, y ciertamente la vi desmejorada. Más pálida, un pelín chupada de cara, pero el abrigo de invierno me impidió confirmar cuánto peso había perdido. Se ha quedado en los huesos, sentenció mi madre en la cena de aquella noche.
Es curiosa la vida de un vecindario. A parte de haber de todo, como en la Viña del Señor, también hay roles, hábitos, horarios y costumbres muy arraigadas que parecen inmutables. Incluso las coincidencias parecen escritas de antemano. Supongo que la vida de cada persona también se rige por esos mismos hábitos que te llevan a una vida diaria más o menos ordenada, por no decir tópica.
En mi caso puedo usar el mismo patrón, pues siendo estudiante de Administración y Dirección de Empresas, iba a la universidad cuatro días por semana de 8 a 4 normalmente, entrenaba tres tardes y jugaba un partido de fútbol cada domingo, además de trabajar sirviendo copas en un pub bastante concurrido del centro, las noches de viernes y sábados.
Fue coincidencia que compartiéramos ascensor un lunes a primera hora de la tarde. Viaje de tres plantas salvado con un par de frases tópicas. Otra vez el martes y de nuevo el miércoles. Lo curioso es que ocurrió en horas distintas, como si uno de los dos hubiera esperado la llegada del otro para provocar la coincidencia. No fue mi caso. Tampoco me pareció el suyo, pues las tres veces parecía muy ajetreada, además de un poco distante. Aún así, el tercer día no pude evitar el comentario, ¿otra vez? al que respondió, parece que lo hagamos a propósito.
No volví a verla en semanas, mientras su separación subía y bajaba como una montaña rusa en los “índices comidilla” de mi madre que puntualmente nos relataba cada noche. Siguiendo al dedillo las pautas de cualquier agenda periodística, una novedad o un nuevo chismorreo volvía a poner el terma en primer plano de actualidad, hasta que era sustituido por otra noticia de mayor calado o cierto interés.
Así, nos informó que Miguel vivía en la ciudad con un amigo, que visitaba a su hijo periódicamente, creía que un par de veces por semana, y que Maite seguía sumida en una depresión de caballo, pues la había dejado él. Sobra decir que yo seguía a lo mío, igual que mi padre, mientras mi hermana escuchaba atenta con los ojos abiertos como platos, acompañado de comentarios infundados, suposiciones, que trataban de aportar la opinión en la línea editorial del medio, pero que partían de la más absoluta desinformación, pues no dejaban de ser conjeturas. Pero la sentencia era inapelable. La ha dejado por otra, estoy segura, ya que todos los tíos sois iguales.
La siguiente vez que la vi acababa el invierno. Era sábado a medio día, el sol apretaba, razón por la que entró en el portal con la chaqueta en la mano. De la otra, tiraba de su hijo que no sé qué le decía de un juguete o del parque o algo por el estilo. No le estaba montando ninguna rabieta pero parecía que no quería volver a casa aún. Yo salía pues había quedado para comer con Pol, un compañero de la facultad, que me esperaba después de llamar al interfono para que bajara.
Saludé sin intención de detenerme cuando oí, para acallar al crío, a Maite prometiéndole comprar el balón a final de mes, que ahora no le iba bien. Por respuesta se encontró con unos gemidos agudos reclamándole ahora, ahora, la quiero ahora.
La mujer tenía cara de cansada, supongo que un niño percutiendo ha de ser agotador, y el hijo, Iván, parecía desconsolado. Normalmente no hubiera intervenido, pero sin saber por qué me detuve. Si todo el problema era un balón, yo tengo media docena en casa, así que le ofrecí uno mío. El niño paró de golpe el berrinche, mirándome curioso, mientras su madre me indicaba que no hacía falta aunque su triste mirada me agradecía el gesto.
-Quiero el balón de la Eurocopa. Un niño me lo ha colgado en el parque –reclamó Iván afligido.
-No te preocupes, te doy el mío. Esta tarde te lo subo que tengo muchos balones.
-No hace falta, discúlpanos –intervino la madre mientras el crío insistía en que tenía que ser el de la Eurocopa 2008, un balón Adidas gris con grandes topos negros.
-No me importa, de verdad. No lo uso.
Lo que para mí había sido un gesto sin mayor trascendencia, de escasa dificultad, para la mujer supuso un alivio importante, que me agradeció profundamente, mientras su hijo brincaba.
-¿Quién es la madurita? –preguntó Pol cuando salí a la calle.
-La vecina del ático. El hijo ha perdido la pelota en el parque y se la estaba liando, así que le he prometido darle una de las mías. –Tampoco le dio más importancia, pero me miró sorprendido, así que amplié las explicaciones. –Se ha separado del marido hace poco y no anda fina. Parece buena tía así que no me cuesta nada. Luego subiré a llevársela.
La mirada de Pol cambió drásticamente.
-Así que la madurita se acaba de separar. Pues está bien buena, la tía. Aprovecha.
-¡Qué va, tío! Si me debe sacar veinte años.
-¿Y eso qué más da? ¿Has visto qué tetas? –Bufé, joder tío, siempre estás igual. –Además, ya sabes qué pasa con las divorciadas. Rima con desesperadas.
Otro tópico más sobado que la pipa de un indio. Que si todos los hombres somos iguales, que si una divorciada es una gata en celo… ¿Cuál iba a ser el siguiente? ¿Que todas las mujeres son unas guarras menos tu madre y tu hermana? ¡Qué cansino! Preferí cambiar de tema.
Llamé al timbre del ático a media tarde. Me abrió Maite embutida en un vestido de estar por casa, de una sola pieza, informal pero cómodo, ligeramente entallado, mostrando una bonita figura. Llevaba el cabello recogido en una cola y me hizo pasar, agradeciéndome que le regalara la pelota que sostenía en la mano, aunque no hacía falta, no debías hacerlo.
Iván apareció al final del recibidor, sonriendo de oreja a oreja cuando vio qué portaba. Se la entregué, disculpándome por tenerla un poco gastada, es que he marcado muchos goles con ella, así que estoy seguro que tú también marcarás un montón.
Hacía mucho calor en aquel piso. El crío también vestía fresco, pantalón corto y camiseta de fútbol, del Arsenal. Le pregunté por qué los Gunners , ¿es tu equipo favorito? No, tengo más, ven, te las enseño, respondió tomándome de la mano para llevarme a su habitación dónde abrió un cajón de debajo de la cama para mostrarme orgulloso cerca de una docena de camisetas de equipos de primera línea.
-Por diseño, mi favorita es la del PSG –contesté a la pregunta que me hizo –pero no es un equipo que me caiga demasiado bien. Mi equipo favorito de las que tienes aquí es el Ajax de Amsterdam.
Me sorprendió que no tuviera ninguna camiseta de equipos de la Liga española, por lo que le pregunté por ello, además de interesarme por su equipo del alma. Como muchos niños barceloneses me respondió, del Barça, en tono extrañado, como si no hubiera más equipos en la ciudad.
-¿Dónde la tienes?
Lavándose, respondió su madre que nos observaba desde el quicio de la puerta con aquella sonrisa de pseudofelicidad adornada de orgullo cuando ves a tu hijo contento.
Estuve en aquel hogar casi dos horas en los que Iván me explicó que las camisetas eran regalos de su tío, cada vez que viaja a una ciudad europea me trae una. También le pegamos cuatro chuts al balón en una amplísima terraza que tenía el mismo tamaño que el piso. En cada rellano había dos viviendas, mientras el ático solamente tenía una, por lo que la terraza ocupaba el espacio del segundo piso.
Maite no perdía detalle, sentada en el sofá ladeada con las piernas dobladas debajo de las nalgas, sin perder la sonrisa ni un segundo. Acepté sediento el refresco que me ofreció pues el crío agotaba, hasta que abandoné el piso pues debo cenar e ir a trabajar.
Ambos se despidieron de mí en el rellano, con la propuesta de repetirlo, agradeciéndome de nuevo el regalo.
No le hubiera dado más recorrido a la relación con los vecinos, pues a diferencia de mi madre no soy dado a ello, si no hubiera vuelto a coincidir con Maite el lunes siguiente, de nuevo cruzando el portal. Yo entraba, volviendo de la facultad. Ella salía pues iba a buscar a Iván al cole.
Aguantándome la puerta para que pudiera entrar, reiteró agradecimientos, con aquella amplia sonrisa de dientes perfectos. Pero la casualidad quiso que hora y media más tarde, dirigiéndome a entrenar, coincidiéramos de nuevo, esta vez Iván incluido, lo que me obligó a detenerme pues el niño quiso contarme cuántos goles había marcado con su nueva pelota y lo bien que iba.
-Lo importante no es la pelota, es el pie que la chuta –respondí para hincharlo más aún, despeinándolo con la mano en un acto cariñoso de felicitación.
-¿Vas a entrenar? –preguntó mirando mi bolsa de deporte. Asentí, anunciando que llegaba tarde. -¿Puedo venir a verte?
Los niños tienen estas virtudes, dejarte con la boca abierta, sin palabra, ya sea porque sus inocentes preguntas tienen respuestas complicadas, ya sea porque te meten en un brete sin ser conscientes de ello.
Su madre negó, es tarde, tienes que ducharte, tengo que hacer la cena… Otro día será, respondí, buscando una salida prometiendo algo que sabía que no se cumpliría. Pero el crío insistió, ¿cuándo?, dejándome otra vez mudo. Así que opté por el camino de en medio.
-¿Qué te parece si vienes a verme a un partido? –Vale, exclamó excitado. Repitió el cuándo, sin preocuparse de la opinión de su madre. –No sé. Este domingo jugamos en casa. Siempre jugamos a las 12 del mediodía.
Se giró hacia su madre, ¿podemos ir, podemos ir? usando la típica cantinela infantil. La mujer asintió, aunque me pareció que buscaba acallarlo y liberarme más que confirmar su presencia en el evento.
El sábado a mediodía, llegaba a casa de realizar un par de compras, cuando me lo encontré en mi rellano, excitado pues había bajado los dos pisos corriendo. Por lo que su madre me explicó a los pocos segundos, cuando apareció detrás, desde que me había visto salir por el portal desde el balcón, que estaba asomado a él esperando mi vuelta para bajar a preguntarme dónde jugaba al día siguiente. Les di las señas, despidiéndonos con un hasta mañana que el chaval celebró como si ya hubiéramos ganado el partido.
Entrando en el vestuario diez minutos antes de empezar el partido, después de la hora preceptiva de calentamiento, les vi, sobre todo debido a los insistentes aspavientos de Iván, muy cerca del túnel de vestuarios. Sonreí, dedicándole un gesto de OK con el dedo pulgar levantado, mientras Maite me miraba con cara de circunstancias.
Varios compañeros me preguntaron por el crío, pues a parte de mi padre, mi único aficionado fiel, no solía traer a nadie más para que nos apoyara. Cuando respondí, un vecino, Germán, el portero, me preguntó por la vecina. Varios se habían fijado en ella, así que su presencia fue la comidilla del pre partido. Afortunadamente, el entrenador lo cortó en seco, pues la charla táctica era lo único importante en ese momento, pero al finalizar el encuentro, en las duchas, tuve que aguantar de nuevo los chascarrillos de mis compañeros.
Si no había tenido bastante, la guinda la puso Iván al acabar el partido. Orgullosamente feliz, me cortó el paso cuando salía del vestuario abrazándome contento, felicitándome por la victoria y por el gol marcado, el que nos había dado el triunfo.
Media hora después estaba sentado con ambos en un sencillo restaurante de tapas cercano al campo. Normalmente hubiera ido con la mayoría de mis compañeros a comer, pues era lo habitual, pero viendo la excitación del crío que no me soltaba, acabé invitándolos. Maite se negó al principio, no molestes más cariño, pero acabé imponiendo mi criterio. Os invito.
Igual como había pasado en su casa, Iván era un torbellino que no se callaba ni debajo del agua, comentándome lances del partido, jugadas, momentos importantes según él, casi con memoria fotográfica, mientras su madre se mantenía en un segundo plano.
Aquel martes por la tarde cumplí una promesa que había hecho el domingo comiendo. En el entrenamiento del lunes, había comprado una camiseta de mi equipo en talla infantil, así que a media tarde, cuando supuse que ya habrían llegado a casa, subí los dos pisos que nos separaban para regalársela a Iván.
-Gracias, no debías haberlo hecho, pero hoy está con su padre –me atendió Maite desde el quicio de la puerta. El mismo vestido informal cubría su cuerpo, la misma cola de caballo, la misma sonrisa triste. –Pero qué mal educada soy. Pasa por favor –me invitó haciéndose a un lado.
-No, no hace falta, no quiero molestar.
-No es molestia. ¿Te traigo un refresco o una cerveza? –preguntó dándome la espalda y enfilando hacia el interior del piso. Me tendió la cerveza en el comedor, invitándome a sentarme en el sofá. –No sabes lo contento que está Iván. Lleva dos días que no habla de otra cosa.
Ella también se había abierto una cerveza. Sentados uno al lado del otro, charlamos amistosamente con Iván como protagonista principal. Era un buen crío y la mujer se sentía orgullosa de él.
Involuntariamente, cambié de tema. Después de media hora alabando al hijo, percibí que la mujer también necesitaba reforzar un poco su autoestima, pero creo que no utilicé las palabras adecuadas.
-Algún mérito tendrá la madre si el niño crece tan listo y decidido. –Sonrió suavemente, esbozando un gracias, pero la cagué al continuar. –No debe ser fácil, en vuestras circunstancias.
Su semblante se ensombreció. Mi nulo conocimiento de la psicología femenina me acababa de meter en un brete. Me disculpé automáticamente, lo siento, sólo quería decir que aún tiene más mérito, pero ya estaba hecho. Los ojos de la mujer se humedecieron, aunque logró contener las lágrimas, mientras yo no sabía dónde meterme.
A una amiga de mi edad, la hubiera abrazado, hubiera sabido qué decirle, pero Maite tenía veinte años más que yo. ¿Debía reaccionar igual?
La mujer se levantó súbitamente, alisándose el vestido en un gesto más nervioso que práctico, con lo que comprendí que me estaba invitando a marchar. La imité, despidiéndome, tomando el camino hacia la salida, mientras me agradecía de nuevo el regalo, Iván se pondrá muy contento.
Abrí la puerta, pero no llegué a cruzarla. Me giré para disculparme por última vez, cuando las primeras lágrimas comenzaban a brotar. Instintivamente la abracé. Al principio me recibió tensa, sorprendida, hasta que relajó la columna y se dejó consolar. Estuvo llorando varios minutos en mi regazo mientras yo permanecía callado, dejando que liberara su necesidad. Paulatinamente se fue calmando, soltándose de mi abrazo, disculpándose, pero no la abandoné. Cuando la noté recompuesta la conminé a pasar al baño a lavarse la cara mientras yo le preparaba cualquier cosa, ¿una infusión, otra cerveza, un vaso de agua?
Apareció detrás de mí, en la cocina, a los pocos minutos, disculpándose de nuevo, te habré parecida una tonta, claro que no, lamento haberme comportado como una cría, no lo has hecho, te lo dice alguien acostumbrado a las crías. Logré arrancarle una sonrisa, triste, pero ya no eran lágrimas. Le tendí la infusión, té Rooibos, mientras me ofrecía para ayudarte en lo que necesites.
La siguiente hora, ambos de pie en aquella moderna cocina, hubiera hecho las delicias de mi madre, pues Maite se desahogó conmigo, algo que no había podido hacer aún pues era hija única y no tenía ninguna amiga con suficiente confianza como para desnudarse completamente. Esto lo fui entendiendo a medida que me contaba su vida.
Como los medios periodísticos vecinales habían intuido, Miguel la había dejado. Conocía a su marido desde la infancia, pues eran vecinos del mismo pueblo pirenaico, amigos al principio, pareja, bien entrada la adolescencia. Lo describió como a un buen hombre, reservado, pero muy acomplejado, pues una educación religiosa muy invasiva lo había tenido muy reprimido. Tanto, que la mujer no vio venir de dónde le caía la bofetada. El drama no era solamente que su marido la hubiera abandonado por otra pareja, lo hiriente era que lo hubiera hecho por alguien llamado Marcelo.
Dejé el piso después de un último abrazo, este de amistad más que de consuelo, mientras me ofrecía por enésima vez para ayudarla en lo que necesitara. En mí tenía un buen amigo con el que podía hablar cuando quisiera. Gracias, de verdad.
Sobra decir que no conté nada en la cena, pues mi madre y hermana me hubieran ametrallado a preguntas. El tema, además, hacía días que había dejado de ser trending topic familiar, así que un lío en la pescadería del barrio se llevó la portada aquella noche.
Cuando llegué a casa de entrenar la tarde noche siguiente, pasadas las nueve, mi madre me avisó que el niño del ático había bajado a agradecerme no sé qué. Sí sabía qué, pues seguro que lo había interrogado, pero esperaba que yo le diera los detalles. No lo hice, preferí meterme en la ducha para cenar juntos. Fue entonces cuando someramente expliqué que al niño le gustaba mucho el fútbol, que habían venido a verme el domingo y que yo le había regalado una camiseta del equipo para añadir a su colección. Mi madre quería más información, preguntó por ella, extrañada que me relacionara con el hijo y no con la madre, pero no entré en su juego. Sólo se trata de un crío que quería ver un partido de fútbol, mamá.
Subí al ático la tarde siguiente. El niño estaba exultante. Había llevado la camiseta al colegio, fardando de que se la había regalado el mejor del equipo. No soy el mejor, Iván.
-Eres la estrella del equipo –terció su madre divertida, -tendrás que lidiar con ello.
Pasó un buen rato hasta que el chico me liberó, no recuerdo con qué se entretuvo, cuando pude acercarme a Maite interesándome por ella. Es bonito verte sonreír. Gracias, de verdad. Me ayudaste mucho.
No pude abandonar el ático sin otro compromiso. Iván quería vernos jugar de nuevo, pero esa semana jugábamos a 50 km de casa así que no podían venir pues su madre no tenía coche. El chaval insistió, sin ser consciente de la peripecia que suponía esa distancia en transporte público, así que me acabó arrancando quedar el sábado por la tarde para pegar cuatro chuts en un parque.
No hay mucho que contar del parque. Iván era bastante bueno para contar con sólo 8 años y mostraba a raudales la energía propia de un crío de esa edad. A las dos horas aproximadamente, di por finalizada la tarde pues había quedado con Pol, así que nos encaminamos a casa. La sorpresa vino cuando me di cuenta que al niño se le habían acabado las pilas y se arrastraba de la mano de su madre. Lo tomé en brazos, poco antes de que cayera rendido. Así, entramos en su piso para posarlo sobre su cama y que pudiera dormir tranquilo la tardía siesta.
Maite me cortó el paso tendiéndome una cerveza cuando me dirigía a la salida. Iba a rechazarla, pero ya estaba abierta, así que no me quedó otra que agradecerla. Nos sentamos en el sofá, siendo ella la que tomó la iniciativa. Verbal, preguntándome si tenía novia. Negué.
-¿Y eso?
-Lo dejé con una chica hace meses, pero no suelo tener pareja estable. -Aún eres muy joven. Sonreí. -Tú también eres una mujer joven.
-No, -exclamó complacida, -ya no soy joven.
-¿Qué edad tienes?
-Eso no se le pregunta a una mujer, -me riñó fingidamente.
-Te echo 35 pero pareces más joven.
-Eres un mentiroso –respondió coqueta. –Me echas muchos más, pero quieres alagarme.
La cerveza había sido un indicio, pero el juego en el sofá no me dejó duda alguna. Maite quería algo más y yo debía decidir rápidamente qué hacer, así que seguí el juego mientras deshojaba la margarita.
-Ya les gustaría a mis amigas de la universidad estar tan bien cómo estás tú. –Ahora sí tenía el orgullo hinchado.
-¿De verdad te parezco atractiva?
-De verdad. Mucho.
Ya no hubo nada por decidir. Mis hábitos de ave nocturna, mi hábitat de caza pues un camarero de pub de éxito lo tiene bastante fácil, actuaron casi por inercia avanzando mi cuerpo hacia el suyo. Ella respondió de la misma manera, hasta que nuestros labios se encontraron.
Tardé un rato en mover las manos. Maite vestía una camiseta fina de manga larga con mallas oscuras, lo que me permitió notar perfectamente las formas de aquella atractiva mujer. Primero el muslo, duro, hasta que ascendí por su costado recorriendo con cautela el joven contorno de la madura mamá. No acaricié su pecho hasta que no la noté entregada, devolviéndome con intensidad el morreo que yo proponía, lengua buscando lengua. Su brazo rodeaba mi cuello mientras mi mano, abandonaba el seno cubierto para adentrarse en el bajo de la tela, buscando intensificar la exploración. Cuando ésta llegó al pecho, acariciándolo por debajo a través del sostén, abandonó mis labios para rogarme, trátame con cariño, por favor, es todo lo que necesito.
La besé con suavidad, abrazando el pecho completamente, mientras ella apoyaba la nuca en el sofá dejándome hacer. Colé la mano dentro del sujetador, acariciando una amplia masa de carne dura, hasta que mis dedos pellizcaron el pezón, despierto, sensible. Suspiró en mi garganta, entregada. Recorrí su cuello con los labios, levanté la camiseta, aparté el sujetador y lamí su corazoncito. Ella misma se quitó la prenda por encima de la cabeza, momento que aproveché para halagarla de nuevo. Eres una joven muy guapa. ¿Te gusto? Mucho.
Reanudamos el morreo mientras mis manos tomaban ambas mamas, descubiertas después de que las tiras de la ropa interior bajaran por sus brazos. Volví al cuello, de allí a sus pechos, mientras mis manos bajaban a sus caderas para tirar de las mallas hacia abajo. Tuve que arrodillarme en el suelo para quitárselas. Cerró las piernas pudorosa, pero me colé entre ellas para separarlas, mientras mis labios volvían a los suyos, recorrían de nuevo sus senos, bajaban por su estómago hasta que se encontraron con el tanga blanco que cubría su tesoro. Lo aparté y me zambullí.
No estaba especialmente mojada, húmeda solamente, por lo que me entregué en cuerpo y alma a llevarla al clímax. No tardó. En menos de cinco minutos sus caderas se convulsionaban al ritmo de profundos suspiros. Ascendí de nuevo por su cuerpo, sin dejarla descansar, besándonos de nuevo mientras me acomodaba entre sus piernas.
No tengo preservativos, anuncié. Tranquilo, llevo un DIU, respondió acercando su pubis al mío. Tomé mi miembro para apuntar en la dirección correcta, lo encajé y empujé. Ahora el suspiro sí fue intenso, acompañando mi gemido, pues me pareció una de las vaginas más estrechas en la nunca había entrado. No fui brusco, ni violento. Entraba y salía lentamente, sintiendo cada milímetro de aquel necesitado conducto, mientras besaba sus pechos, mal cubiertos por el sujetador, chupaba sus pezones, erizados.
Si hubiera acelerado las embestidas me hubiera corrido antes, pero preferí no cambiar de ritmo, prolongando el acto, intensificando mi orgasmo. Cuando llegó, seguí percutiendo unos minutos pero era evidente que ella no iba a correrse de nuevo. En cuanto me detuve, abrió los ojos contenta, sonriendo, preguntándome si me había gustado. Mucho. A mí también.
La pregunta que me hice al poco rato, duchándome antes de ir a trabajar, fue ¿y ahora qué? Sin ser un chico especialmente promiscuo, suelo encamarme con alguna chica cada mes o cada dos meses como mucho, pues resulta bastante fácil trabajando en el mundo del ocio nocturno. Son encuentros sin necesidad de continuidad, divertimentos, en los que ambos solemos tener claras las normas. Solamente he tenido dos relaciones que podrían llamarse de ese modo, la última de poco menos de un año con una compañera de universidad, que no de facultad.
Pero Maite me planteaba dudas. El instinto me avisaba que me convenía ceñirme a mi acostumbrado hábito de soltería, pero una parte de mí intuía que tal vez ella lo viera de un modo distinto. Por un lado, no parecía mujer de encuentros esporádicos, por más que el tópico sobre las personas divorciadas suela caricaturizarlas así. Por otro, tal vez solamente buscaba un poco de cariño, de consuelo, después de meses sin tener relaciones. No me quedaba otra que aclararlo con ella.
No fue hasta el jueves que me la encontré. De nuevo, intempestivamente. A las 8 y media de la mañana pues yo había decidido saltarme la primera clase y ella salía con Iván para llevarlo al cole e ir a trabajar. Suelo bajar las tres plantas hasta la calle por las escaleras, así que al llegar al rellano del portal se abrió la puerta del ascensor del que salían ambos. El niño me saludó efusivo, ¿Cuándo volveremos a ir a jugar? ¿Dónde juegas este domingo? Y un par de preguntas más que no recuerdo. Maite, en cambio, me miró tímida.
Les sostuve la puerta de la calle para que pasaran, mientras respondía con tópicos al crío. Cuando la madre pasó a mi lado, me miró inquisitivamente, sin duda teníamos que hablar, pero las palabras que surgieron de mi garganta instigadas por mi subconsciente me delataron. Estás muy guapa esta mañana.
Maite sonrió ampliamente, contenta por mi comentario, respondido con un simple gracias más cargado de intenciones que mi cumplido.
La charla tuvo lugar aquel mismo viernes. Estaba solo en casa cuando llamaron al timbre. Me sorprendió verla en mi rellano, siendo tan atrevida, pero se había cruzado con mi madre en el portal por lo que sabía que estaba solo, pues mi hermana sí tenía clases los viernes y mi padre no llegaba hasta media tarde.
-Supongo que ya has comido, –eran más de las 3 –pero yo voy a hacerlo ahora que ya he salido del trabajo, aunque no tengo mucha hambre… ¿Puedo invitarte a un café?
Nos miramos por espacio de unos segundos, ella ataviada con un clásico traje chaqueta como corresponde a un profesional de multinacional, yo en tejanos y camiseta. Acepté, sabiendo que debería entablar una charla que me daba bastante pereza.
Entrando en su piso, colgó la americana en una percha del recibidor, casi sin detenerse mientras me preguntaba cómo quería el café. Solo corto. La seguí a la cocina, pues había sido la sala de nuestras primeras confidencias.
Hasta que los dos cafés no estuvieron dispuestos sobre la mesa central que presidía aquel elegante espacio, con sus tazas de porcelana, cucharilla a juego y sacarina para ella, azúcar moreno para mí, se mantuvo el silencio. Ambos nos miramos unos segundos eternos, mientras removíamos el líquido, hasta que ella arrancó.
-Lo que pasó el otro día…
-Me gustó mucho –la corté.
-Sí, a mí también –sonrió, recordando. –Pero no sé si está bien. Te saco veinte años, yo estoy saliendo de una relación que se suponía que debía durar para siempre y tú eres… joven… tienes que salir con chicas de tu edad…
-Maite, -rodeé la mesa y me planté a su lado –yo no busqué lo que pasó el otro día. Creo que ninguno lo buscó, simplemente surgió. Eres una mujer muy guapa, muy atractiva, que me gusta mucho, y no me arrepiento de lo que hicimos.
-Ya pero… -bajó la cabeza intimidada.
-¿Ya pero qué? ¿Qué quieres decirme exactamente? Que no me haga ilusiones. Que fue solamente una vez y que no debemos repetirlo. –Volvió a mirarme a los ojos. Los comprendí. No quería decirme eso, al contrario. -¿O no van por ahí los tiros?
-No lo sé. –Volvió a bajar la vista. La tomé de la barbilla.
-Seamos honestos. Yo siempre lo seré. Me encantó hacer el amor contigo.
-¿Eso hicimos? ¿Hicimos el amor?
-¿Cómo lo llamarías tú?
-No sé… hacer el amor implica algo más fuerte… ¿No fue un simple polvo… para ti?
Me detuve. No, era la respuesta que surgía instantáneamente, pero ahora sí debía medir mis palabras. Sentía con Maite una conexión distinta. Más profunda que la que notaba con cualquier chica con la que me acostaba una noche de fin de semana, pero no sabía definirla bien pues tampoco se parecía a lo que tuve con Noe, mi última novia.
-Como te conté el otro día, no soy un chico de relaciones estables o duraderas. Lo habitual en mí son simples polvos como tú los has llamado aunque no me guste definirlos así. Es más, con alguna mantengo una buena relación, así que… -no encontraba las palabras adecuadas. –No sé definir cómo me siento contigo. Físicamente me atraes mucho. –La miré de arriba abajo. –Eres muy guapa, estás muy buena. Y me encanta estar contigo, pero creo que debes ser tú la que marque los tiempos, el ritmo, las necesidades, pues como tú bien has dicho, sales de una relación complicada y yo no tengo experiencia en relaciones, en…
Sus labios me acallaron. Se me echó encima ahogándome contra la mesa, rodeando mi cuello con sus manos. Su lengua acosaba a la mía mientras su cuerpo atacaba al mío por derecho de conquista. Reaccioné raudo, automáticamente, tomándola de las nalgas, aferrándome a ella, notando sus senos clavados en mi pecho.
Esta vez fueron sus labios los que recorrieron mi cara, mi cuello; sus manos las que se colaron por debajo de mi camiseta para levantármela, para acariciar mis pechos, mis pezones. La dejé hacer sin soltar aquel par de duras caderas más que para sacarme la prenda de algodón por encima de la cabeza.
Sus manos bajaron a mi cintura, desabrochando mi pantalón con prisa, coló una mano ansiosa, mientras la otra tiraba del tejano para que mi masculinidad asomara. Cuando apareció, abrazada por cuatro dedos que la mimaban, se agachó hasta quedar arrodillada para engullirla como si no hubiera un mañana. Estaba preciosa con la cara chupada, los labios hinchados y los ojos cerrados, recorriendo mi miembro con avidez. Se lo dije. Abrió los ojos, mirándome sonrientes, sin abandonar su juguete.
Tuve que detenerla. A este ritmo me correré antes de hora, avisé. Se levantó, abrazándome, morreándome, mientras ahora era yo el que le desabrochaba la blusa y colaba la mano entre sus piernas.
Ella misma se levantó la falda para facilitarme el acceso a su intimidad. Llevaba panties, que también bajó. Tenemos poco tiempo, me apremió mirando el reloj de pulsera, debo ir a recoger a Iván. Levantó una pierna rodeándome para que pudiera ensartarla, pero la postura lo hacía prácticamente imposible, yo apoyado en la mesa, ella de pie delante de mí con las medias a medio muslo.
Tomándola de la cintura, intercambié nuestras ubicaciones, pero seguía siendo muy difícil, así que opté por un plato más sucio. Le di la vuelta para que apoyara las manos en la mesa, le abrí las piernas como si del encuentro entre un agente y un delincuente se tratara, con leves golpes en la cara interna de ambos pies para que los separara, fijé la falda en la cintura, aparté el tanga oscuro, apunté sosteniéndome el miembro y entré.
Maite no era una mujer que gimiera con especial fuerza. Suspiraba constantemente intercalándolos con jadeos más o menos profundos. Cuando comencé a percutir con fuerza, follándomela más que haciendo el amor, suplió los suspiros por pequeños gritos perfectamente acompasados a mis envites.
Llegó al orgasmo poco antes que lo hiciera yo, sin alterar a penas el ritmo de su música. Yo sí bufé como un toro, agarrado a sus caderas para no caerme, asideros que cambié por sus colgantes mamas cuando la abracé, vacíos mis huevos, llena su vagina, tratando de recuperar el resuello, acompasando nuestra respiración.
Aunque el domingo por la mañana vinieron a ver el partido, no fue hasta el martes que pude estar con Maite de nuevo, pues al finalizar el encuentro madre e hijo tenían prisa y no se quedaron a comer. Iván estaba con su padre, en un régimen de visitas mínimo, pues solamente estaba con él los martes, hecho sorprendente en parejas separadas. Al parecer, el niño no estaba cómodo cuando estaba con su padre y su pareja masculina.
Me recibió a media tarde, acicalada con un vestido de una sola pieza con bastante escote, ceñido a su bello cuerpo, que le cubría medio muslo. Llevaba el pelo suelto y se había maquillado elegantemente. Yo vestía más informal.
Aunque me ofreció una copa, había abierto vino blanco, apenas le pegué un par de sorbos. Bastó que la adulara, que le dijera lo guapa que estaba, lo mucho que me atraía, para que se me lanzara encima como una leona. De nuevo estábamos en el sofá del comedor, de nuevo tomó la iniciativa, acariciando mi muslo, agarrándome el paquete. Más que besarme me engullía, inclinada sobre mí, conquistándome. No tardé en descubrir uno de sus senos que me ofreció orgullosa acercándomelo a la boca, mientras su mano izquierda lograba abrirse paso en mi cremallera.
Volvió a ofrecerme sus labios cuando liberó mi pene, a la vez que, ladeada, encajaba su pubis sobre mi muslo, frotándose, masturbándose. Maite estaba desbocada, suspirándome en la boca, babeándome pues le costaba mantener el control de los labios. Me chupaba la cara, me besaba, me ofrecía la lengua, mientras su mano se agarraba al mástil como si temiera caerse y sus piernas se movían aumentando la fricción.
Le bajé el vestido para que aparecieran ambos pechos, llenos, duros, con los pezones perfectamente armados, me los llevé a la boca, alternativamente mientras mis manos asían aquellos apetitosos manjares, para que no escaparan. Su mano derecha, libre, me agarró del cabello con fuerza. Volvimos a unir nuestros labios pero esta vez fue ella la que me abandonó. Sin detenerse en mi abdomen, bajó la cabeza para engullir mi miembro hambrienta. La agarré del cabello apartándolo para ver su cara profanada por mi hombría. Chupaba con ganas, suspirando a cada succión.
Le levanté el vestido para acariciar sus nalgas, pues habían quedado en cuatro sobre el sofá, de lado. Mi mano izquierda sobaba, la derecha la guiaba. Moví la primera hacia su entrepierna, la colé dentro de la tira posterior del tanga, pasé por su ano donde no me detuve hasta que noté su vagina primero, sus labios a continuación, completamente empapados. Aumentó los suspiros, también la profundidad de la felación, cuando mi dedo se coló en su interior, cuando lo retiré y acaricié aquellos hinchados labios, cuando la penetré de nuevo.
Decidí cambiar de juego. Me levanté desnudándome, ella también se quitó el vestido y la ropa interior, tan rápida que tuvo tiempo de ayudarme con el bóxer mientras su boca buscaba de nuevo mi polla. Pero se la quité, momentáneamente, pues nos tumbamos invertidos en el sofá para que mi lengua llegara cómodamente a su entrepierna, para que su boca pudiera seguir deglutiendo.
Mi lengua, mis labios, dieron buena cuenta de aquel ácido manjar, mientras mis dedos percutían en su orificio. Su vagina se movía temblorosamente, expulsaba flujo a raudales, hasta que explotó en un orgasmo intenso que silenció mi pene alojado en su boca. No pude evitarlo y yo también llegué en ese momento, por lo que profané su garganta sin poder avisarla. Sus propios espasmos la obligaron a tragar, algo que nunca había hecho, me confirmaría después, pero ni se apartó ni desalojó a su presa. Al contrario, la duración de su orgasmo, había empezado antes que el mío y acabó después, le impedían soltarse pues alojar mi pene en la garganta potenciaba su clímax.
Estuvimos un rato abrazados, sin movernos, con sus muslos rodeando mi cabeza, su boca apoyada en mi pene, mientras nuestras respiraciones tornaban a la normalidad. Hasta que tuve que levantarme para mear. Cuando volví, Maite me esperaba sentada, desnuda, con la copa de vino blanco en una mano, ofreciéndome la otra para que repusiera fuerzas.
Me senté a su lado, también desnudo, se apoyó en mi pecho mientras me acariciaba el estómago y los muslos, relajada. Charlamos un rato, adormecidos por la típica relajación post coital, aunque no había habido coito propiamente dicho, hasta que me preguntó si tenía hambre. La verdad es que no, gracias. Yo me comería una vaca, respondió, pero me apetece más comer toro. Bajó la cabeza, asió mi glande con los labios, y reanudó la felación pretérita. Cuando la hubo endurecido solicitó, quiero que me hagas el amor, quiero sentirte dentro de mí.
Ven, la tomé de las axilas, primero, de la cintura después, para ayudarla a encajarse sobre mis piernas. Tuvo que ser ella la que introdujera mi pene en su interior, mientras mis manos se movían de las caderas a los pechos alternativamente, sin ton ni son.
Volvió a correrse antes que yo, aumentando la velocidad de sus caderas, suspirando acelerada, emitiendo aquellos raros chillidos, agudos pero de baja intensidad, que tanto la caracterizaban.
Me quedé a cenar, a sabiendas que a mi madre le disgustaría que la avisara con tan poco tiempo. Pero el plato del ático era mucho más suculento. Eran más de las once cuando nos despedíamos en el recibidor, con los últimos arrumacos, besos robados, caricias más o menos intencionadas, hasta que posó la mano de nuevo sobre mi entrepierna. Bendita juventud, exclamó al notarla despierta de nuevo. La tomó con fuerza, besándome con ansia de nuevo, hasta que se separó de golpe, se dio la vuelta para apoyarse en la mesita donde soltaba las llaves, se levantó la falda para mostrarme las nalgas que desnudaba del tanga que dejó caer al suelo, invitándome a acabar la faena con aquella mirada felina que me taladraba, clavando sus ojos en mí a través del espejo.
Obedecí obediente. Me desabroché rápidamente, apunté y entré, de nuevo con su ayuda. Sin dejar de mirarla a los ojos, sosteniéndome también ella la mirada a través del espejo, suspirando, chillando, pidiéndome más con aquellas húmedas pupilas que hablaban por sí solas, mientras sus caderas bailaban al son de las mías.
¡Dios, cómo me pones! Exclamó dándose la vuelta cuando ambos habíamos llegado a puerto. Me besó profundamente, aún obscena, para separase mirando mi miembro enhiesto, arrodillarse y engullirlo de nuevo. Sólo le pegó cuatro o cinco lametones, para levantarse entre lamentos, vete ya, vete ya, empujándome hacia la salida, que no puedo controlarme.
Nos comunicábamos por SMS, los whatsapps aún tardaron unos años en llegar, mensajes de texto escuetos, citándonos. ¿Puedes subir? ¿Quieres pasar cuando acabes el entreno? Si podía me asomaba, a menudo a su piso, donde Iván se acababa de acostar, por lo que teníamos cierta intimidad, aunque no la tranquilidad con que nos amábamos los martes, nuestro día de novios, lo bauticé.
Pero un día a la semana nos era insuficiente. Intenso, pleno, satisfactorio, pero nos sabía a poco. Por allí comenzó el juego. Al principio, me escapaba después de cenar, salgo un momento para ir a casa de Andrés, un compañero de facultad que vivía cerca, decía, pero me escabullía escaleras arriba para amarnos en silencio o tratando de no hacer ruido para no despertar al niño.
Pero pronto aprendí que lo que volvía loca a Maite era la dificultad, el riesgo, la imprevisibilidad. Era una tarde de fin de semana. Yo había subido al ático con no sé qué excusa pero como era habitual, Iván me había acaparado, hasta que logré que se quedara plantado ante unos dibujos de la tele. Su madre había ido a la cocina para preparar la merienda, cuando entré con la excusa de ayudarla. Estaba untando pan de molde con Nocilla, así que la abracé por detrás, subiendo las manos hasta agarrarle ambos pechos y clavarle el paquete en las nalgas. Estate quieto que está Iván, pero no la solté. Al contrario, masajeé aquel par de maravillas, no deberías llevar sujetador en casa que no puedo sentirlas completamente, susurré lamiéndole el lóbulo de la oreja, mientras mi pubis se aferraba a su trasero.
-Estate quieto –repitió, pero ocupadas las manos con el pan y el cuchillo para untar, su cuerpo respondió moviéndose, aumentando la fricción. Le bajé el vestido para que sus pechos asomaran, aún cubiertos por el sostén. –Estate quieto, ¿estás loco? –protestó sin convicción, pero mi respuesta fue liberarlos para sobarlos sin compasión, pellizcándole ambos pezones. Suspiró sin dejar de protestar, pero bastó que le musitara quiero follarte aquí y ahora, para que apoyara ambas manos en la mesa, parara un poco más el culo y respondiera jadeando: -¿A qué esperas? Hazlo rápido.
Se corrió en menos de un minuto, desbocada, sin dejar de mirar hacia la puerta de la cocina. Yo tardé un poco más pero no lo suficiente para que llegara por segunda vez. Estamos completamente locos, fue su sentencia, mientras se acomodaba la ropa y salía con el bocadillo hacia el comedor.
Lo repetimos unas cuantas veces, ahora me recibía sin sujetador, actuando incluso al filo de la navaja. De nuevo en la cocina, de nuevo Iván en el comedor, de nuevo sobándonos como adolescentes, hasta que Maite se arrodilló para chupármela. La había agarrado de la cola de caballo cuando el crío se asomó a la puerta. Su madre emitió un leve chillido, amortiguado por la barra que la enmudecía, cuando Iván me preguntó por ella. La isla central de la estancia la protegía, lo suficientemente alta para que a mí me llegara a medio estómago, así que no le permití descuidar su juguete.
-Ha ido al lavabo, Iván, creo que le ha sentado un poco mal la merienda. Dale un momento que ya viene. -Fui capaz de soltar la parrafada sin despeinarme, manteniendo quieta la cintura pero obligando a su madre a reanudar el vaivén de su cuello. El niño me miró extrañado, ya que la había visto entrar en la cocina, pero más aún por haberle caído mal una comida que no había tomado. Así me lo hizo saber, creo que mamá no ha merendado. –Lo estaba haciendo hasta que ha tenido que ir al baño. Dame dos minutos que te traigo un vaso de leche y preparo otro para tu madre.
Vale, fue toda la respuesta que obtuvimos mientras Maite sorbía como nunca la había visto hacerlo, suspirando, boqueando, hasta que descargué. Por segunda vez en nuestra corta relación, me derramaba en su garganta, por segunda vez en su vida, se bebía toda la leche.
¡Qué pasada! exclamé con las piernas temblando. ¡Estamos locos! respondió falsamente indignada, con aquel brillo en los ojos que hacía unos días había detectado que la delataban.
Hasta el verano este fue nuestro modus operandi. Las tardes de martes nos encerrábamos en el ático, mientras nos convocábamos por SMS para un bocado rápido. Follamos en el terrado del edificio, en su rellano con el niño dentro del piso, en la cocina unas cuantas veces, incluso en el parque, en unos probadores o en los baños de un centro comercial próximo a su trabajo.
Después de tres meses, la relación se había ido afianzando. Iván me adoraba y su madre se sentía feliz si veía a su hijo contento. Físicamente, Maite también mejoró, pues el color volvió a sus mejillas y recuperó los tres o cuatro kilos que había perdido.
Como no podía ser de otro modo, mi madre se percató de los cambios físicos de la mujer con lo que una noche nos sorprendió con la noticia de que la vecina del ático tenía novio. Casi me atraganto. Íbamos con cuidado, nadie nos había visto enzarzados, sí juntos pues cada dos domingos venían al campo a verme jugar, pero tenía que controlar a mi madre, pues conociéndola no iba a detenerse hasta que supiera quién era el afortunado.
Los que sí se dieron cuenta de que había algo entre la madurita maciza y el delantero del equipo fueron mis compañeros. El rollo del niño aficionado al fútbol coló unas semanas, pero Germán, como ya había intuido un par de meses atrás, fue el primero en decirme que no me creía. Hoy me he estado fijando y cuando te ha cazado el lateral derecho del otro equipo, por poco no me parte la rodilla, a la tía casi le da un chungo, preocupada por su amorcito, soltó con retintín. Ni una palabra a nadie, fue mi sentencia confirmatoria. Pero no pude evitar centenares de comentarios obscenos durante los siguientes encuentros.
La vi poco las dos semanas de exámenes, aunque no pude rechazar un mensaje que rezaba, necesito que me folles, completado con un, ahora. En 5’ en el cuarto de contadores, respondí. Cuando llegué a la puerta colindante con la del terrado, la abrí y allí me esperaba mi premio. Apoyada contra la pared, brazos estirados, sin ropa interior, se había bajado los tirantes del vestido para que sus pechos colgaran hacia adelante y mostraba sus nalgas prominentes para que la penetrara. Me bajé el pantalón corto, me apoyé detrás y la ensarté, mientras mis manos se agarraban al par de asas duras y redondas para pellizcarlas.
Fue el martes siguiente cuando tuvimos nuestra primera trifulca, si es que se le puede llamar así. Al principio lo achaqué a lo poco que nos habíamos visto en dos semanas, pero pronto entendí que perderme por los estudios la había hecho consciente de la diferencia de edad.
-¿Dónde nos lleva esto? –preguntó. –Tengo 21 años más que tú, soy madre de familia, tú eres un estudiante universitario que aún no se ha incorporado al mercado laboral… ¿Qué futuro tenemos?
La verdad es que yo ni me lo había planteado, algo que la cabreó más si cabe, pues demostraba el diferente grado de madurez entre ambos, sentenció. Tenía razón, pero yo nunca me había planteado la vida a años vista, ni siquiera a meses vista, así que no pude responderle más que me gustaba estar con ella, compartir nuestros juegos…
-Una relación de pareja no es sólo follar –me escupió. No me refería solamente a eso, respondí, pues me encantaba que vinieran a los partidos, salir a pasear por el parque con su hijo, incluso pasar la tarde viendo una película de vídeo en el sofá. Estar con ella. Pero me echó de su casa.
No sabía si habíamos roto, pero me sentí mal por una mujer por primera vez en mi vida. Cuando lo dejé con Noe me sentí liberado pues cada semana me notaba más asfixiado, pero ahora… echaba de menos a Maite. Pero no le mandé ningún mensaje ni la llamé. Ella tampoco lo hizo. Así que me mentalicé para dar por terminada la relación.
Las semanas siguientes tuve opción de liarme con un par de chicas en el pub pero extrañamente en mí, no me apeteció. Que hubiéramos terminado la liga también ayudó a poner distancia entre nosotros pues Iván no insistía en venir ya que hasta septiembre no había más partidos oficiales.
Pero de nuevo la Diosa Fortuna intercedió. Era sábado, volvía de trabajar pasadas las cuatro de la madrugada cuando nos encontramos en el portal. Ella había bajado de un Audi oscuro. Al principio nos quedamos parados, sin saber cómo reaccionar. Era obvio que ella volvía de una cita, así que no pregunté. Abrí la puerta y la sostuve para que pasara. Caminé detrás de ella, estaba preciosa con un vestido ceñido que potenciaba su joven figura, pero preferí no tomar el ascensor.
El mensaje me entró diez minutos después. ¿Estás despierto? Tardé en responder, pero cedí. Sí. ¿Quieres subir? Me abrió en ropa interior, un conjunto azul provocativo pero elegante. Cerré la puerta tras de mí pero no me dejó cruzar el recibidor. Se me tiró encima felina, devorándome. No pude más que apoyar la espalda contra la puerta mientras me arrancaba la ropa desbocada. Me la follé en el sofá, en la cocina y en su habitación. A las siete de la mañana me echó de su casa. Es mejor que te vayas.
Había sido nuestro encuentro sexual más intenso hasta ese momento pero no tuve claro que fuera a tener continuidad. Menos aún viendo pasar los días sin recibir noticias. Así que fui yo esta vez el que mandó el mensaje. ¿Podemos vernos? Tardó dos horas en responder, es mejor que no.
Pero me llevé la sorpresa aquel viernes. Eran más de las dos de la madrugada, el local estaba a petar e íbamos bastante de bólido. Aún así, Carla, una compañera de facultad, estaba apostada en la barra tonteando conmigo sin disimulo. En una hora escasa saldría del pub con ella e iríamos al piso de estudiantes que compartía con dos chicas más. No estaba acordado aún, pero veía claramente por dónde iban los tiros. Cuando vi a Maite en la otra punta de la barra, mirándome fijamente. Martín, mi compañero le había servido un gin tonic, pero me acerqué a ella, notando la mirada de Carla clavada en la nuca.
-¿Cómo tú por aquí? –pregunté acercándome mucho a su oído para que pudiera oírme pues la música del local lo dificultaba.
-He venido a verte. –La miré sorprendido. –La verdad es que he venido a buscarte… a que me acompañes a casa cuando salgas del trabajo. -Ambos nos aguantamos la mirada, yo preguntándole qué quería, qué buscaba, más allá del sexo. Ella respondiéndome con mensajes contradictorios, por lo que no sabía a qué atenerme. Entonces miró hacia Carla fugazmente antes de preguntarme: -¿Quieres acompañarme?
Otra vez aquel brillo en la mirada, aquel gesto de necesidad. Asentí sin verbalizarlo. Vi que le quedaba poca bebida, así que le serví otra.
Diez minutos después Carla se largaba cabreadísima. ¿Quién es la vieja, tú madre? me había escupido con todo el desdén que fue capaz cuando le anuncié que había quedado con la chica que había venido a buscarme.
Paseamos juntos hasta casa, agarrados como dos enamorados desde la primera esquina, sin importarnos quién pudiera vernos. Hablamos poco durante el trayecto, pero me confesó que me echaba mucho de menos. Yo también quiero estar contigo pero necesito saber a qué atenerme.
La segunda fase de nuestra relación duró hasta otoño. Pasamos el verano juntos, considerándonos pareja pero sin hacerlo público pues la diferencia de edad la incomodaba más a ella que a mí. Decía que el entorno, el vecindario principalmente, la consideraría una asalta cunas. Me hizo gracia el comentario, pues ese mismo entorno hubiera visto a un hombre maduro con una jovencita como a un triunfador, pero ella no quería dar explicaciones ni aguantar miradas y comentarios incómodos.
Así, volvimos a las andadas, mensajes de texto citándonos para encuentros rápidos entre semana, exceptuando los martes en que dábamos rienda suelta a nuestro apetito amándonos con calma, haciendo el amor.
Agosto supuso un punto de inflexión pues Iván marchó con su padre para pasar con él la segunda quincena, por lo que Maite y yo tuvimos más tiempo para estar juntos. Fui yo el que planteó realizar una escapada. Económica, pues sus limitados ingresos no le permitían grandes dispendios, los míos eran más exiguos pero eran suficientes para cubrir mis gastos, así que alquilamos una habitación de hotel en la Costa Brava. Oficialmente marché con amigos de la universidad, pues mi madre ya comenzaba a preguntar demasiado, consciente de que yo tenía algo parecido a una pareja, pero no solté prenda.
Tener que trabajar dos noches a la semana nos obligó a volver el viernes por la tarde, para irnos de nuevo el domingo a medio día y vivir la segunda parte de nuestra luna de miel, así la definí yo, en otro alojamiento.
Aquella quincena descubrí una faceta de Maite que me sorprendió inicialmente, pero que me encantó cuando la pusimos en práctica. La aparentemente conservadora mujer era una exhibicionista consumada. Nunca lo había puesto en práctica de modo tan descarado, aunque ya de joven descubrió que le gustaba ser observada. Con su marido no se atrevió a jugar pero conmigo daba rienda suelta a su faceta más festiva.
Llegar al primer hotel y notar las sorprendidas miradas de los tres recepcionistas cuando la vieron aparecer con una pareja mucho más joven le encantó. Me envidian, sentenció orgullosa refiriéndose a dos de las mujeres que nos atendieron la primera tarde. No será para tanto, respondí, añadiendo que eran los hombres del lugar los que me envidiaban pues me estaba calzando a la tía más atractiva del hotel.
En la playa estuvo en top-less cada día. Lejos de importunarla las miradas de los compañeros de arena, se exhibía descaradamente cuando había grupos de chicos u hombres cerca, deteniéndose más de la cuenta en sus pechos cuando se extendía la crema, levantando el culo a la mínima que necesitaba coger algo de la bolsa, jugando conmigo en el agua, sobándome, dejándose sobar, atenta a las inspecciones que recibía.
Estos juegos la mantenían calentísima, tanto que hicimos el amor en el agua tres veces los dos primeros días, además de violarme sin compasión al llegar al hotel a media tarde.
La primera noche salimos a cenar por el puerto, pero al terminar le apeteció pasear por la zona, mirando tiendas y paradas de bisutería. No llevaba sujetador pues el vestido era muy abierto por la espalda y no hubiera quedado bien. No mostraba nada y era lo bastante ceñido para que sus erguidos pechos quedaran bien sujetos, pero me rozaba constantemente, sobre todo con ellos para que sus pezones se endurecieran. Entramos en la habitación a la carrera y me la follé de pie apoyada contra la puerta en el primer asalto de la velada.
La segunda noche decidió obviar el sujetador a pesar de que esta vez no había justificación estilística. Me gusta sentirlas libres para que puedas tocármelas directamente. La tela del vestido ibicenco era más fina, así que no hubo ojos masculinos que no se desviaran hacia aquel par de maravillas insinuadas.
Esa noche no llegamos al hotel. Después de cruzar una zona de ocio con una manada de chicos jóvenes apostados en la entrada de un local que la repasaron con miradas felinas, Maite tiró de mí hacia un callejón, me empujó entre dos coches, una camioneta y un utilitario, me apoyó contra el primero agarrándome la polla por encima del pantalón de lino, sacándomela y agachándose pues estoy como una moto. No se detuvo hasta que me corrí entre sus labios, acuclillada, con la falda del vestido enrollada en la cintura y sus pechos meciéndose, también desnudos.
Fue el jueves de la primera semana, nuestra última tarde en aquella villa marinera, cuando dio un paso más. Salimos a pasear antes de cenar, ella embutida en un vestido muy corto que se había comprado volviendo de la playa. Era marrón camel, de una sola pieza, con escote redondo abrochado con dos botones a la altura del canalillo. Era bastante corto, tres o cuatro centímetros por debajo de las nalgas, más entallado que ceñido pero que dibujaba perfectamente las curvas de la atractiva mujer.
Las hambrientas miradas fueron constantes, sucias la mayoría, pues desde que habíamos salido a la calle sus pezones amenazaban con rasgar la tela. Pareces una buscona, la califiqué después de que tonteara más de la cuenta con un guía turístico al que le preguntó por locales donde ir a bailar. Pues no sabes lo mejor, respondió sentándose en un pequeño muro que rodeaba el bien conservado castillo que coronaba el casco antiguo del pueblo. Mirándome a los ojos, me empujó para apartarme un par de metros de ella, abrió las piernas y sonrió ladinamente.
Su bonito pubis, decorado con una fina línea de bello oscuro, se mostraba sabroso a todo aquel que pasara por mi lado. Afortunadamente estábamos solos, pues ordenó, acércate y cómemelo. Miré a ambos lados, no vi a nadie, así que me agaché y le devolví el favor. Estaba empapada. Era tal su grado de excitación que se corrió en un par de minutos con sus característicos chillidos, agarrándome del pelo para que no huyera.
La segunda semana fue aún más intensa. Cuando llegamos al hotel a media tarde del domingo no me dejó tocarla, a pesar de que había estado tonteando conmigo la hora y media de trayecto en tren hasta nuestro destino, acercándome sus libres senos a mi cuerpo, frotándose contra mí a la menor ocasión, retándome juguetona.
-Primero debemos deshacer las maletas –ordenó decidida, rechazándome cuando la tomé de las caderas para follármela. La sorpresa, la razón de su comportamiento, apareció instantáneamente cuando abrió la suya. Camisetas, un par de faldas y vestidos de verano, dos bragas de bikini, pero ninguna pieza de ropa interior.
Abrí los ojos como platos, estás loca, exclamé, completamente, respondió, sacándose el vestido por encima de la cabeza para quedar completamente desnuda pues no la cubría ninguna otra prenda. Se dio la vuelta, salió a la pequeña terraza de la habitación para apoyarse en la barandilla mirando hacia el mar, ofreciéndome sus nalgas, parándolas lo justo para que entendiera su invitación. Así me la tiré, mirando el horizonte, sin importarme lo más mínimo las miradas de otros huéspedes, bañistas o curiosos.
Desconocía que la población en la que nos hospedábamos contaba con una cala nudista. Fue nuestro paradero del lunes. Me gustó la sensación de bañarme desnudo pero Maite no acabó tan contenta como esperaba de la experiencia. Por un lado, disfrutó de su desnudez, libre, de la mía, pues le excitaba acariciarme, agarrándome del pene y meciendo mis testículos a la mínima ocasión, incluso penetrándose un par de veces en el agua; pero su desnudez quedaba difuminada entre decenas de mujeres de la misma guisa, así que apenas captaba miradas obscenas, que era lo que realmente la ponía cachonda.
Así que prefirió visitar playas convencionales donde fuera el centro de atención, vestir provocativa por las calles del pueblo rebozándose en miradas lascivas, mostrarme un pecho o el pubis cuando estábamos sentados en un restaurante o tomábamos una copa en un local e incluso tomar mi mano para que uno de mis dedos se zambullera en su marasmo y dármelo a chupar. Cuando me lo sacaba de la boca, me morreaba con una intensidad tal que parecía querer traspasarme. Del sofá de sky de aquel concurrido pub pasamos al baño de mujeres donde me sentó sobre uno de los inodoros para ensalivarme bien la polla antes de encajarse sobre mí botando desbocada.
Septiembre fue un mes extraño, sin duda provocado por volver a la rutina después de la quincena más intensa de nuestras vidas. En agosto había llegado a un acuerdo con su ex marido referente al régimen de visitas de Iván según el cual el niño debía pasar dos fines de semana al mes con su padre, además de los acostumbrados martes, pero mi trabajo las noches de viernes y sábados, así como el partido de fútbol los domingos, no nos permitían irnos de fin de semana.
Octubre fue el presagio de noviembre. Manteníamos la chispa sexual, la atracción física continuaba alta pero ambos éramos conscientes que no era suficiente, que tarde o temprano aparecerían los problemas.
De nuevo surgió la pregunta que nos había distanciado en primavera, ¿hacia dónde nos lleva esto? Para mí era obvio, hacia una relación de pareja estable, pero ella seguía pensando que la diferencia de edad era un impedimento. Traté de convencerla por activa y por pasiva que lo nuestro podía resultar, que la quería, que estaba enamorado de ella, pero fue en balde. El tercer martes de noviembre pasamos la última tarde juntos. Sin tocarnos.
Sonará a tópico pero pasé las peores navidades de mi vida. Afortunadamente no la vi hasta año nuevo, pues hubiera empeorado mi estado. Fue breve, a lo lejos, pues yo giraba la esquina volviendo de entrenar cuando ella entraba en el portal. Una parte de mí quiso correr para atraparla antes de que se perdiera en el ascensor, pero mi yo racional se estaba imponiendo ya, así que me mantuve calmado, firme, convencido en pasar página.
Pero acababa febrero cuando sentí la puñalada. Era viernes, pasadas las tres de la madrugada cuando llegaba a casa y la vi bajar de un Audi negro, el mismo que había visto meses atrás. Ella no me vio hasta que fue demasiado tarde, pues no pudo esquivarme ni retrasar su entrada en el portal. Incómodos, no nos dijimos nada, hasta que un lacónico buenas noches salió de mi garganta enfilando la escalera, pues no quise compartir ascensor con ella.
Esta vez no hubo mensaje posterior, aunque me mantuve despierto varias horas.
Tuve que mentir a Iván una tarde que me los encontré, pues no entendía por qué ya no podía venir a verme jugar los domingos. He dejado el equipo. La cara de decepción del crío me cayó como una patada en el estómago, pero disimulé tan bien como pude. Maite también quedó afectada, razón por la que me llamó al día siguiente para citarme en una cafetería.
-Me gustas mucho, sigues gustándome mucho, pero tienes que comprender que no podemos estar juntos. –Sentada ante un té Rooibos, le costaba mirarme a los ojos cuando hablaba. –Te saco veinte años, tienes edad para ser hermano de mi hijo, no el novio de su madre.
-A mí eso no me importa…
-Debería importarte. Si estuviéramos juntos, ¿qué pasaría dentro de diez años, dentro de veinte cuando sea una vieja arrugada y tú estés en tu madurez?
-Que me seguirías gustando igual… -me acalló acercándome la mano al mentón cariñosa.
-¡Qué mono eres! –sonrió. –Ojalá te hubiera conocido con otra edad, en otro momento, pero debo rehacer mi vida con alguien de mi edad, de mi…
-¿Con el del Audi?
-Por favor, compréndelo.
Me presentó a Ignacio, el dueño del Audi, un par de meses después, coincidiendo en plena calle. Yo iba a entrar en el portal, ellos salían, con Iván, feliz de ir al cine a ver una película de superhéroes. Hice de tripas corazón, encajando una mano, chocando la del crío, mirando a su madre con tristeza, pero no había nada que hacer. Lo mío con Maite había acabado y debía ponerme otras metas.
Aprovechando una beca Erasmus, me fui cuatro meses a Heidelberg, donde intimé con alemanas, bávaras, una austríaca y dos italianas. Perdí el trabajo en el pub, así como mi puesto en el equipo, pero era necesario tanto académica como personalmente.
En verano comencé prácticas no remuneradas en una agencia de publicidad que me contrató en septiembre con un salario indecente pero que me permitía incorporarme al mercado laboral como un número más, otro peón en la cadena de montaje.
Las cenas familiares seguían siendo tan amenas como antaño. Así, supe que el matrimonio del primero se habían ido a vivir a Valencia y habían vendido el piso; que la señora Blanca del segundo había cambiado su pequinés de catorce años por un chihuahua, a rey muerto, rey puesto; que el hijo del cuarto había aprobado el examen de policía por lo que esperaba destino, y que Maite tenía pareja, un compañero de trabajo llamado Ignacio.
Era miércoles. Había tenido que avanzar noviembre para que el otoño hiciera acto de presencia. Abandonado el fútbol, me había aficionado al running en Alemania pues acostumbrado a quemar más de 2000 calorías diarias, no me quedaba otra que reducir la ingesta de alimentos o mantener la intensidad del ejercicio si no quería aumentar de tamaño.
Entré en el portal a la carrera, pues aquel día me sentía especialmente vigoroso, esprintando para llegar a la puerta antes de que se cerrara. Al empujar y colarme dentro, me encontré con Maite, el vecino que acababa de entrar, pulsando el botón de llamada del ascensor. Se giró asustada ante el ímpetu de mi entrada, por lo que me disculpé enfilando hacia la escalera.
-¿Por qué no subes en el ascensor? –preguntó. No llegué a detenerme mientras respondía que prefería acabar el ejercicio subiendo por las escaleras, cuando reparé en que no me había hecho una pregunta. Me detuve y la miré con un pie ya en el primer escalón. –Puedes subir conmigo, si quieres –me invitó sosteniendo la puerta.
Llegué a dar un segundo paso en la escalera pero acabé girando sobre mí mismo para entrar en el cubículo. Nos miramos mutuamente, intensamente, pero fuimos incapaces de decir nada durante dos tercios del trayecto. Superado el segundo piso, movió los labios para decir algo pero no salió sonido alguno, así que al llegar al tercero apoyé la mano en la puerta para abrirla mientras me despedía con un, me ha alegrado verte.
-Espera, -pero no añadió nada durante eternos segundos, mirándome fijamente. Yo tampoco solté prenda pero mis ojos la apremiaron a decir lo que tuviera que decirme, hasta que empujé la puerta para abrirla. –Lo lamento mucho.
Iba a preguntar qué lamentaba, pero hubiera sido una pregunta retórica, así que simplemente asentí con la cabeza sin pronunciar palabra. Pero no salí. Su mano se posó en mi brazo, a la altura de la muñeca izquierda, me detuve mirándola sorprendido, cuando noté toda su fuerza tirando de mí. La puerta se cerró, así como los dos portones de seguridad. Sin dejar de mirarme fijamente, alargó la mano libre hacía la botonera del ascensor, pulsó el de stop y me besó con ansia.
Me pilló por sorpresa, pero mentiría si dijera que me negué o que me mantuve digno. Al contrario devoré sus labios con la misma intensidad que ella devoraba los míos. Mi lengua buscó la suya con tanta necesidad como ella aportaba. La besé en el cuello, mis manos tomaron sus pechos mientras las suyas bajaban a mi entrepierna, suspirando al son de aquella música tan conocida por mí, coló la mano y me sacó el miembro, susurrándome al oído fóllame, fóllame. Vestía un pantalón fino. Busqué el botón para desabrocharlo, pero no lo encontré, pues lo tenía en la cadera. Ella lo liberó, bajando la prenda hasta medio muslo, abriendo con limitada dificultad las piernas cuando colé la mano entre ellas, hasta que repitió, fóllame, dándose la vuelta para ofrecerme su cara posterior.
Curvó ligeramente la columna para facilitarme la entrada, apoyando las manos contra el espejo mientras las mías la tomaban de los pechos, una en cada uno, abrigados, sintiendo un tacto artificial que nada tenía que ver con la libertad con que los había degustado.
Cuando me derramé en su interior, hacía rato que se había corrido pero su respiración se mantenía acelerada. Me aparté dejándome caer hacia atrás hasta quedar apoyado en la pared opuesta del pequeño habitáculo, con las piernas semi flexionadas y la polla en ristre. Se subió el pantalón con calma, acompasando su respiración, pulsó el botón del quinto, me besó suavemente en los labios y empujó la puerta para abandonarme a mi suerte.
Estuve tentado a mandarle un mensaje de texto o incluso a llamarla, pero no me atreví. No sabía a qué había venido el encuentro del ascensor, pero me dejé guiar por el instinto y esperar acontecimientos. Tampoco tenía claro querer volver con ella, después de un año que había sido difícil para mí.
Maite tampoco dio ningún paso. Al menos no conmigo pues coincidí en el portal con su novio dos días después. Yo salía, él entraba, risueño y simpático como siempre. Nos saludamos con educación y cada uno emprendió su camino.
El mensaje llegó una semana después, pasadas las diez de la noche. ¿Estás ocupado? No. ¿Puedes subir un momento? Iba a responder para qué quieres verme, pero tecleé dos letras, ok.
La puerta estaba entornada, así que la empujé. Maite me esperaba de pie, al final del recibidor, con el vestido camel que se compró quince meses atrás. Sus jóvenes piernas brillaban como un diamante, su bien definido cuerpo me llamaba como un imán. Entré prudente aunque sus ojos me transmitían claramente para qué quería verme.
Me besó sucia, babeándome, cuando llegué a su altura, pero no me permitió corresponderle más que unos segundos. Agarrándome del cabello tiró de mi cabeza hacia abajo para ordenarme, cómemelo. Arrodillado levanté el mínimo telón, exigua y única protección de la feminidad de la madura mujer. Levantó una pierna cuando notó mi lengua recorrer su desnuda vagina apoyando el pie sobre el pequeño mueble del recibidor. Lamí, chupé, sorbí, bebí hasta que los suspiros fueron sustituidos por chillidos sofocados por su mano libre, mientras sus caderas temblaban y sus piernas se mecían, débiles ante el ataque recibido.
Tuve que sostenerla por las caderas para que no perdiera el equilibrio mientras susurraba gracias, como lo necesitaba, recuperando el resuello. Me levanté sin dejar de abrazarla para fundirnos en un interminable morreo, que empapó su lengua de fluidos femeninos. Alargó la mano buscando mi entrepierna, sacó mi pene, lo masturbó sin dejar de besarme, ofreciéndome los pechos a continuación, chúpamelos, también te echan de menos, hasta que se agachó para engullir mi miembro hambrienta.
A pesar de su ansia, me la chupó despacio, saboreándola, lamiéndome el tronco lateralmente, sorbiéndome el glande, recorriendo los testículos, tragándose uno, también el mellizo, hasta que insistió en profundizar con la barra de carne hasta que me corrí. Engullida la semilla, liberó el miembro, sentenciando, ¡cuánto la echaba de menos!
Tal vez deberíamos haberlo hablado, acordado los términos, pero no lo hicimos. Ni después de este encuentro, ni del tercero en el rellano de su piso, ni del cuarto en el cuarto de contadores, ni del siguiente.
Ella me reclamaba, yo aparecía. Follábamos, en el amplio término de la palabra, rápida, ansiosa, apresuradamente, como dos animales salvajes llevados por el irracional celo que la madre naturaleza nos había inyectado.
Fueron varios meses de encuentros semanales o quincenales en que apenas cruzábamos palabra. Frases cortas, órdenes, agradecimientos y sonidos incontrolados llenaban nuestras comunicaciones. Hasta el 14 de julio, día nacional de Francia.
Aunque ya lo sabía, tuve que disimular, haciéndome el sorprendido cuando mi madre nos mostraba la invitación a la celebración de compromiso de la vecina del ático. Se casaba a mediados de julio con aquel chico tan agradable, el compañero de trabajo, el del Audi negro. Me alegro mucho por ella, lo necesita después de que el malnacido de su ex la dejara, sentenció mientras nos servía raciones de lasaña monumentales.
Maite me lo había dicho un par de semanas antes, después de un polvo rápido en su piso. Ignacio es un buen hombre, al que estoy aprendiendo a querer, que me aportará estabilidad, cariño y una figura paterna para Iván.
Quise preguntar qué pasaba con nosotros, dónde quedaba la pasión en su relación de pareja, cómo… pero no lo hice. La felicité y le deseé lo mejor antes de abandonar el piso.
Tratándose de dos personas divorciadas, se casaron en una breve ceremonia en el ayuntamiento de nuestra localidad oficiada por el teniente de alcalde, a la sazón amigo del novio. De allí, pasaríamos a un restaurante especializado en convites para comer demasiado y beber mucho más.
Maite iba preciosa, aunque no de blanco. Un vestido largo en tono salmón con mucha pedrería la hacía parecer una princesa más que una novia. Iván estaba exultante con su americana azul y los padres de la novia no podían disimular su origen rural, pero eran gente de muy buen pasta.
Apenas asistimos 60 invitados al evento, pues ambas familias eran pequeñas, por lo que la mitad de asistentes éramos amigos o compañeros de trabajo. Mi hermana no pudo venir, pues le había coincidido con un viaje a Roma, así que el trío restante celebramos, comimos y bebimos mientras mi madre no se perdía detalle. Sin duda editará un reportaje al minuto para uso y disfrute posterior con su hija, pensé.
Di dos besos a Maite, adulándola por lo guapa que estaba, cuando la felicitamos después del sí quiero en la sala del ayuntamiento pero evité cualquier contacto posterior con ella. Me concentré en cumplir, aunque Iván me reclamó varias veces después de comer, pues solamente había dos niñas de su edad. Me ayudó a pasar el trago, matando el tiempo, pues no podía irme sin mis padres ya que habíamos venido en su coche. Conociendo a mi madre, además, se quedaría hasta el final del evento, no fuera a perderse algún percance por mínimo que fuera.
Pasé el peor rato cuando Maite me sacó a bailar. Ya debía haber pasado una hora desde que los novios habían abierto el baile, cuando entré en el comedor acompañado de Iván que se dirigió a su madre pues también quería bailar con ella. Pero Ignacio, con el que vi que también había hecho buenas migas, me alegré por el crío, le ofreció unas chucherías que le había traído de Lyon la madre de él, pues era francesa.
Al quedar compuesta y sin novio, que reza el tópico, Maite me tomó de la cintura para bailar conmigo la siguiente canción, en un acto más instintivo que meditado. Tal vez por ello, la conversación no fue lo rica que debería haber sido, pero sí muy intensa.
-Estás preciosa –rompí el hielo cuando el gélido muro que nos separaba se me hizo insufrible. –Y te felicito, la ceremonia ha sido muy bonita y el convite también está muy bien elegido.
-Gracias –respondió taladrándome con la mirada. Sus ojos almendrados sí hablaban, tratando de darme explicaciones, de convencerme, disculpándose pues se sentía culpable. -¿Cómo estás?
-Bien, gracias, no te preocupes. Hoy es tu día y debes pensar solamente en ti.
No lo dije con segundas intenciones, pero así se lo tomó. Su expresión cambió, tensa, a la defensiva. Me escrutó unos segundos para contraatacar.
-Lo lamento, de verdad que lo lamento mucho. Traté de explicártelo el otro día y sé que es duro, pero debes pasar página. Debemos pasar página los dos. Que me vaya a vivir a la casa que tiene Ignacio en el centro facilitará las cosas. –Hizo una breve pausa, miró en derredor confirmando que nadie la oía. –Te aprecio mucho, muchísimo, y lo que hemos vivido estos meses ha sido de lo más bonito que me ha ocurrido nunca, pero debes comprender que no puede ser, no podemos vivir así para siempre.
-Lo sé –bajé la mirada. Afortunadamente, la canción acabó en ese momento, por lo que me solté cruzando nuestras miradas por última vez.
O eso pensaba.
Era tarde. Los invitados habían comenzado a desfilar pero no había forma humana de arrancar a mi madre del espectáculo. La tarde tocaba a su fin, así que mi padre y yo salimos al jardín a estirar un poco las piernas. Me confesó que estaba un poco borracho, así que me tocaría a mí conducir.
Entré para ir al lavabo mientras mi progenitor anunciaba que iba a buscar a su mujer que irnos. Le creí por lo que a sus intenciones se refería, pero dudé que lograra su objetivo. No se lo dije.
Saliendo del baño me la encontré de frente. Sonreí, más por cortesía que por felicidad, sin detenerme. Ella también esbozó un gesto educado pero sí se detuvo. Me detuvo, tomándome del brazo, en un gesto muy típico que ahora me incomodaba. La miré interrogativamente. Su respuesta fue tirar de mí hacia el fondo del pasillo. Empujó la puerta del final a la derecha, nos colamos en una pequeña habitación que le habían ofrecido como vestuario, allí estaba una bolsa con ropa para que se cambiara, se apoyó contra la puerta impidiéndome escapar y me miró felina.
No tuve tiempo de preguntar qué hacemos aquí. Me rodeó el cuello con los brazos tirando de mi cuerpo hacia ella para besarme con pasión. Tardé en reaccionar, sorprendido a la vez que confuso. Necesito despedirme de ti, fue toda la explicación que recibí, apremiándome con la mirada, atacándome de nuevo con sus voraces labios.
Correspondí. Yo también arremetí contra aquel conocido cuerpo, mojando sus labios, buscando su lengua, tomándola de las caderas, aferrándome a sus nalgas. Entonces sus manos soltaron mi nuca para bajar colándose dentro del vestido, arrastrando el tanga para dejarlo caer en el suelo, levantando la falda para mostrarme su liberado sexo. Colé los dedos. Estaba empapada. Suspiraba levantando la cabeza, mirando al cielo con los ojos cerrados.
Me agaché, como había hecho otras veces, degustando el manjar, comiéndome el postre de la celebración. Tenía las rodillas dobladas hacia adelante tratando de ampliar la apertura de las piernas mientras sus manos aguantaban la falda, hasta que se corrió, intensamente, como solía, con aquellos chillidos que nunca he olvidado.
Empujó mi cabeza apartándome, sin soltar el vestido, penetrándome con la mirada, ofreciéndome su flor. Me incorporé, me desabroché el pantalón, saqué mi pene, durísimo, apunté pero no logré mancillarla hasta que ella intervino, tomándolo con la mano y encajándolo en su madriguera. Era la primera vez que lo hacíamos de pie, cara a cara. Sus piernas me rodearon, sus brazos se agarraron a mi espalda con fuerza, pero tuve que apoyarla en la puerta para no caernos.
Sentimentalmente hicimos el amor. Yo quería a esa mujer y sabía que ella me quería a mí. Pero no era amor lo que expresamos en ese momento. Era pasión, era lujuria, era obscenidad, era sensualidad. Follamos, eso era lo que estábamos haciendo, atravesarnos animalmente pues ahora sí nos estábamos despidiendo.
Me follé a la novia el día de su boda, en el primer día del resto de su vida, en el último día de nuestra vida.
Me despidió con un casto beso cuando abandoné aquella pequeña estancia, un beso que contenía toda nuestra esencia. También me llevé el tanga blanco pues pensé que Maite ya no lo necesitaría.
Protected by SafeCreative
Aquí os dejo el link del primer libro que he autopublicado en Amazon.es por si sentís curiosidad. Son 12 relatos inéditos con un personaje común.