CASUALIDADES (1a)
Dos hermanos gays comparten piso de estudiantes y más cosas.
Mi nombre es Rafa. Tengo 44 años y soy gay. Soy de un pueblo de Córdoba aunque vivo desde hace tiempo en la capital. Actualmente tengo pareja y vivimos juntos. Tengo un hermano tres años menor que yo que también es gay y vive en Córdoba, también con su pareja. Los dos hemos salido de un ambiente conservador y bastante reprimido, como era normal en esta época y entorno.
Todo normal, aunque como vais viendo, mi vida está llena de casualidades o coincidencias. Voy a contaros algunas que espero que os resulten morbosas. Aunque siempre he sabido que me daban morbo los tíos llegué a tener alguna novieta cuando era jovencito, pero la cosa no dio para mucho. Pronto empecé a interesarme exclusivamente por las pollas.
Cuando acabé el instituto me fui a Córdoba a empezar estudios de Derecho. La verdad es que fui bastante buen estudiante, aunque también saqué algún tiempo entre procesal y romano para dar algún que otro paseíto por el Parque Cruz Conde, y más de uno se fijó en mí (dicho sea de paso no estoy nada mal, mediana estatura, moreno, delgado pero sin pasarse y buena dotación) y alguna que otra polla cayó.
Pero vamos a lo que vamos. En Córdoba compartí pisos de estudiantes (tres). La verdad es que alguno de los compañeros me tenía matao a pajas, como suele ser normal. Un ambiente endogámico, algo reprimido hacía que la única vía de escape fuera la imaginación. Soy bastante morboso y hago de la necesidad virtud, aprovechando los escasos recursos que me brinda la naturaleza... humana. Alguno dirá que soy un cerdo depravado, pero a lo mejor no soy el único.
Así, puesto que todos los compañeros de piso éramos oficialmente heteros, la única forma que encontraba de saciar mis instintos más básicos era, en los descuidos o ausencias de ellos, entrar en sus habitaciones a rebuscar en la bolsa de la ropa sucia (que solían guardar para lavar el fin de semana en casa) algún calzoncillo o calcetín usado (amén de las zapatillas o zapatos, de las cuales siempre quedaba alguna en la habitación) para avivar mi imaginación con los efluvios (ahora lo llaman feromonas, yo diría pestazo) de las partes más íntimas o escondidas de los compañeros que más me ponían. Alguna vez hubo suerte y encontré lefa, incluso fresca (cuando uno se pajea en la cama y no es demasiado previsor da una pereza terrible salir a buscar dónde soltar el sabroso néctar de la vida), pero cualquier fluido más o menos reconocible era suficiente. Como podéis imaginar me pegaba unos pajotes que no veas.
De esta manera entiendo yo que me fui aficionando a este fetiche que tan buenos momentos me dio y me sigue dando, de forma que ha llegado a convertirse casi en una obsesión para mí.
Cuando acabó el bachillerato, coincidencias de la vida, mi hermano Andrés decidió seguir mis pasos (vaya si los siguió), y se vino a nuestro piso, aprovechando que quedaba una plaza libre. También fue buen estudiante, y también imagino que se dio sus homenajes y paseos por zonas ajardinadas, aunque nos guardamos bien de coincidir. Si no lo he dicho, lo digo, ambos éramos bastante cortados el uno con el otro y muy reservados sobre nuestra vida privada.
Nuestro pueblo está bastante alejado de Córdoba, así que muchos fines de semana nos quedábamos estudiando en el piso y no íbamos por casa, mientras que la mayoría de los compañeros se iban todos los fines de semana. Habrá quien no lo crea, pero nosotros no llegamos a tener un ordenador e internet hasta después de acabar la carrera y sólo había una televisión en el piso (salvo alguna temporada que un compañero se trajo una a su habitación, para ver sobre todo el fútbol).
Por aquel entonces, algunas cadenas de televisión empezaron a dar a altas horas de la noche alguna que otra película porno en fin de semana. Aprovechando esta circunstancia, los largos fines de semana en los que nos quedábamos solos mi hermano y yo rivalizábamos remoloneando en el sofá hasta que uno daba su brazo a torcer y se acostaba dejando al otro el campo libre para poner la peli porno y hacerse alguna paja dando un respiro a la imaginación. Ambos lo hicimos cuando pudimos.
Una noche que él me ganó la partida (la noche anterior me había tocado a mí) me fui a mi habitación, sabiendo que acto seguido él iba a empezar a jugar una mano al solitario. Y yo aún con hambre y sin nada que llevarme a la boca ni a la nariz. Así que, tumbado en la cama, mirando al techo, dándole vueltas a mi imaginación una luz se me encendió de repente. Es decir, siempre había estado encendida pero yo no la había visto. Se trataba de un hilillo de luz que entraba por la parte superior de la junta de la puerta con el marco, por arriba. ¡Bingo! Casualidades de la vida, mi habitación, en un piso antiguo del centro daba a un gran pasillo, pero era la más cercana al salón, justo enfrente de su puerta, y como suele ser habitual en estos pisos las puertas no encajaban ni de coña. Así que si por ahí entraba la luz entrarían también las vistas.
Efectivamente, colocando una silla muy sigilosamente junto a la puerta y subiéndome encima con cuidado, un nuevo panorama se abrió a mis ojos. Allí se encontraba Andrés, en chándal, sentado en una silla cerca de la tele (porque el sofá era muy ruidoso), con la polla y los huevos fuera del pantalón y un clínex en la mano. Nunca había visto la polla de Andrés (al menos con tanto detalle) y me pareció incluso más grande que la mía. Por lo que pude ver el clínex estaba ya mojado. Había llegado tarde, ya se había corrido y tenía el clínex en la palma de la mano izquierda y todavía no se había guardado la polla aún empalmada, disponiéndose a apagar la tele. Pero el calentón debía ser tal que empezó de nuevo a sobarse el pollón. Al principio yo pensé que se la estaba limpiando, porque lo hacía de una forma algo extraña para mí, con los dedos paralelos al tronco hacia adentro dando con el capullo en la palma de la mano donde tenía el clínex.
Efectivamente no se la estaba limpiando, aquello creció más si cabe y empezó de nuevo una paja de esta forma y en unos minutos se estaba corriendo de nuevo en el clínex que tenía en la mano. Aún recuerdo la cara de gusto que puso. Soltó sólo un par de trallazos porque la paja anterior le había secado los huevos, pero debió darle un gustazo que no veas. A continuación se acabó de limpiar el cipote, se lo guardó en el chándal, apagó la tele y la luz y se dirigió a su habitación, pasando a un escaso medio metro de donde yo estaba, momento en el que yo me corrí como pocas veces lo he hecho. ¡¡¡Ufff!!! No veas. Un pajazo memorable.
Como comprenderéis, a partir de esa noche no hubo competición para ver quién se quedaba viendo la tele hasta más tarde. Yo le cedí el privilegio con mucho gusto. Gusto acompañado de los correspondientes 5 ó 6 trallazos de lefa a su salud en cada ocasión.