Castigo público
Una mujer aguarda el momento de ser azotada públicamente como parte de la pena impuesta por su delito de seducir a un alumno de su clase
La gravilla del camino se me clava en los pies y me hace andar a saltitos, de una manera que yo sé que es ridícula. Lo peor es que además voy completamente desnuda. El entarimado donde se van a ejecutar las sentencias está al fondo y hacia él nos dirigimos. Somos tres mujeres, aunque sólo yo voy como Dios me trajo al mundo.
No sé lo que habrán hecho las demás, yo me encuentro aquí por haber mantenido relaciones sexuales con un alumno a mi cargo. Aclararé que soy, o mejor debo decir era, maestra en un escuela local. No voy a decir que sea inocente. Cometí un error y ahora voy a pagarlo. Todavía no entiendo como a mis treinta y cuatro años pude hacer una tontería así, no sé qué me pasó. Pero en fin, sí, me enamoré como una loca, él tiene diecisiete años, sé que sólo es un muchacho y para colmo uno de mis alumnos, pero sobre el corazón y las hormonas no manda nadie.
Nos pillaron in fraganti. Su novia, celosa, nos siguió un día y llamó a unas amigas que sacaron fotos. No os tengo que contar el revuelo que se armó cuando las llevaron a la comisaría. Fui detenida al día siguiente.
En el juicio me acusaron de un montón de cosas. Muchas no eran verdad, puede que sea una depravada como dijeron, pero nunca lancé miradas e insinuaciones a los alumnos masculinos. Incluso algún testigo, alguna más bien, afirmó que hacía lo mismo con las chicas. En definitiva, me condenaron a siete años de prisión. Hasta ahí ya era malo, pero el Juez determinó después que no era suficiente castigo para mi reprobable conducta que traicionaba la confianza depositado en mí por el Estado y las familias de aquellos menores... y no sé cuántas otras zarandajas más. O sea, que agregó algunos accesorios a mi condena: el tiempo de prisión debería cumplirlo en un centro de máxima seguridad (según me explicó mi abogado a continuación, nada que ver con la cárcel que había conocido hasta ese momento); además, y resucitando una vieja ley nunca derogada, se me castigaría con una docena de azotes por cada año que le faltara al menor para alcanzar la mayoría de edad. Este castigo lo recibiría dos veces, una antes de comenzar mi reclusión y la otra como despedida.
Y aquí me encuentro ahora, dos días después, preparada para sufrir la primera parte de mi merecido castigo. Porque creo que es merecido, nunca debí corromper a aquel muchacho y, si lo pienso fríamente, tienen razón en que he traicionado la confianza que se puso en mí. Sin embargo, resulta duro de aceptar. No es fácil admitir que una merece que le den una paliza en pelotas y delante de todo el mundo, ¡y qué paliza!, ¡cuatro docenas! los años que le quedan a Mario para ser mayor de edad legalmente. Mi abogado presentó un recurso. Tonta de mí, ahora me arrepiento, le hice desistir movida por los remordimientos que en aquel momento habían conseguido inculcarme en la prisión. Bueno, diré que los padres del muchacho, personas influyentes, pagaron porque varias guardianas y mi compañera de celda me hicieran cambiar de opinión y me conformara con la sentencia. Me amenazaron con que me quitarían la custodia de mi única hija, que tiene dos años y ha quedado al cuidado de mis padres.
Al llegar al cadalso nos hacen ponernos a un lado en posición de firmes. Por los altavoces anuncian que las sentencias se ejecutarán por orden de gravedad. Dicen un nombre que no consigo entender y una de las mujeres que está mi lado levanta la mano, los guardias la cogen y se la llevan a empujones hasta el centro del entarimado. Se trata de una chica joven, de unos veinte años, morena, muy delgada y de piel muy blanca. Su delito y la sentencia los anuncian a continuación: prostitución en la vía pública, 12 latigazos en el trasero. ¡Uauh!
Viste, al igual que su compañera, uno de esos vestidos de una pieza que se usan en las cárceles. Se lo hacen sacar por encima de la cabeza, con lo que queda vestida nada más que con unas minúsculas bragas tipo tanga y el sujetador. Escucho a la gente que silba y grita barbaridades referidas a nosotras que nos hacen enrojecer, a mí por lo menos. Y encima yo voy desnuda, ¡maldita sea!.
Le sujetan las esposas a un pequeño gancho que cuelga de una cadena. A continuación la tensan, lo que la obliga a permanecer de puntillas con todo el cuerpo estirado y los brazos alzados por encima de su cabeza. El verdugo se sitúa detrás. En su mano derecha lleva el látigo. Me recuerda a esos tubos de goma que se usan para el butano, de hecho hasta es de color naranja. Medirá aproximadamente metro y medio y tiene un aspecto nada tranquilizador cuando lo hace bambolearse como si fuera una serpiente en su mano. El funcionario toma impulso y ayudándose de todo su peso descarga un tremendo golpe. El impacto suena como un disparo. La mujer permanece quieta por un instante salvo por el pequeño desplazamiento que pese a estar atada le provoca el bestial trallazo. Coge aire y, de repente, su cara se contorsiona. Apenas dos segundos después de recibir aquel brutal golpe, lanza un aullido con la boca tan abierta que parece que iba a descoyuntarse y empieza a retorcerse desesperadamente. El verdugo espera a que se calme y tomando nuevo impulso le da un nuevo y terrible zurriagazo que suena otra vez como un tiro. De nuevo la chica se tensa y grita como un cerdo en el matadero.
¡Dios!, debe doler una barbaridad, esa pobre chica se descoyunta tratando de escapar, pese a que no tiene ninguna posibilidad de conseguirlo. ¡Madre mía!, este tipo pega como un bestia y a mí me tiene que dar 72 zurriagazos. Ella lleva solamente dos y parece que la estén matando por cómo grita y se retuerce. La gente enloquece cuando la pobre aúlla y se contorsiona. Parece que eso es lo que más les gusta. Pues yo pienso resistir y no darles el mismo espectáculo.
El castigo continúa hasta completar la cifra señalada. Sus nalgas y la parte superior de sus muslos aparecen cubiertos de dolorosas ronchas de un rojo intenso que se están volviendo moradas y llenas de puntitos rojos, que se agrandan allí donde los capilares han reventado y la hemorragia es más intensa. En tres o cuatro sitios la piel se ha roto y sangra.
La sueltan y casi cae al suelo mareada y en estado de shock. Entre dos guardias la sujetan y se la llevan en volandas hasta el otro extremo del entarimado, dónde le hacen ponerse de rodillas, de espaldas al público y con las manos esposadas al frente, con lo que no puede tocarse la zona maltratada.
La otra mujer empieza a llorar, sabe que ahora le toca a ella. Dicen otro nombre y ella levanta la mano. Se la llevan de la misma manera que a la anterior y la sujetan de la misma forma. El locutor pronuncia la sentencia: "Prostitución en la vía pública, reincidente. 18 latigazos en el trasero".
Esta pobre parece al principio que aguanta mejor los azotes, lo que me hace concebir la esperanza de que su compañera fuera muy quejica y la cosa no sea para tanto. Pero, cuando lleva cinco zurriagazos, recibidos sin moverse ni producir ningún ruido, de hecho ni siquiera pone cara de dolor, empieza a temblar, tensa las nalgas y cuando recibe el sexto golpe comienza a berrear como la anterior y ya no se controla hasta que le dan la paliza completa. Los últimos golpes son tremendos, más fuertes si caben y la pobre está realmente desesperada. Grita pidiendo piedad y prometiendo que nunca más lo hará, pero que paren que ya ha tenido bastante.
Por fin me llegó el turno, escucho mi nombre y, aunque no queda nadie más, levanto la mano como había visto hacer a mis compañeras de infortunio. El guardia sonríe y me coge de las esposas. Él avanza muy rápido, a grandes pasos y yo voy dando traspiés detrás porque las esposas de los tobillos no me permiten dar más que pequeñas zancadas. El espectáculo parece complacer al público que comienza a gritar enardecido. Me imagino que estoy dando todo un espectáculo, desnuda, trabada y avanzando a pasos cortos con el culo desnudo y en pompa, tratando de seguir desesperadamente a mi castigador. Oigo cómo alguien entre la multitud grita: "dale la vuelta que la veamos. Venga, enséñanos un poco a la gorda". Ya he dicho que no es que estuviera muy gorda, pero algunos kilos ya me sobraban. Lo compensaba con unas tetas y un culo de generosas dimensiones que yo sabía que a los hombres les encantaba. De todas formas, estos comentarios me avergüenzan, porque yo he tenido siempre cierto complejo irracional con mi peso y dimensiones, aunque siempre he tenido mucho éxito con los hombres.
Pero mi humillación no ha hecho más que empezar. Entre la multitud distingo en las primeras filas a los alumnos de mi clase, chicos y chicas, que se ríen y me señalan. Me pongo colorada como un tomate e intento cubrirme con las manos el coño y me encorvo intentando que mis pechos se vean lo menos posible.
El altavoz se enciende de nuevo y ...
(Continuará)
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