Castigo a mi esclavo

Mi esclavo es un perro lujurioso que anda todo el día empalmado. Aquí se explica cómo le castigo y por qué.

Castigo a mi esclavo.-

Ser ama requiere un esfuerzo duro y continuo, una concentración permanente, sobre todo si el esclavo está aprendiendo. Porque los hombres tienden a desmandarse, a hacer su libre voluntad, así lo han aprendido en una sociedad que los consagra como los que dominan. Muchos de mis esclavos, además, han sido, en otros tiempos, hombres de un carácter muy fuerte, violentos incluso, a los que todo el mundo temía. La lucha es mayor cuando el joven está aprendiendo a servirme porque su exceso de celo y su intocado egocentrismo le conducen a ponerme constantemente a prueba para conocer mis límites y los suyos.

Mi joven esclavo es un ser increíblemente lujurioso, que es un rasgo que me gusta mucho en él, pero que hay que controlarlo, someterlo, doblegarlo. Uno de los aspectos más duros de su iniciación fue acostumbrarlo a la castidad. Un sumiso no debe acostumbrarse a eyacular constantemente porque descuida el servicio a su ama; sin duda después del orgasmo la satisfacción es mayor, en consecuencia la necesidad de servir y de buscar la excitación que produce ser sometido sufre un bajón. Mi esclavo es un chico tan libidinoso que nunca parece satisfecho, lo cual es una gran cualidad para un siervo, pero, por su bien, debe aprender a controlarse, a tener sus orgasmos sin eyacular, a estar dispuesto en cualquier momento para que sea mi juguete cuando yo quiera. Controlar la eyaculación es la mayor fuente de placer y una de las mejores enseñanzas que hacen conmigo.

Yo soy un ama dulce y sensible, pero para ciertas cosas me muestro dura como la mejor de las mistress inglesas. Mi esclavo debe estar completamente desnudo en casa. Cuando no tengo a mi chico a la vista, si debo salir, le pongo un cinturón de castidad, no es incómodo pero limita la extensión del miembro a través de unas bandas de silicona y reduce la sensibilidad de sus testículos protegiéndolos como en una jaula. Pero el muy bandido ha aprendido una fórmula para forzar la protección, para causarse dolor y excitación, rozándose brutalmente contra los quicios de las puertas, según él mismo me confesó. Muchas veces, cuando vuelvo, encuentro restos de semen e incluso sangre en la carcasa, a pesar de sus vanos intentos por limpiarlos. Por eso en más de una ocasión he tenido que dejarlo atado en el cuarto de baño, porque la primera vez que lo dejé en mi habitación, atado de pies y manos se orinó en la alfombra como acto de rebeldía. Le obligué a limpiarlo con su lengua, pero ese castigo le gustó, se empalmaba al hacerlo. Tuve que razonarle sobre el beneficio de su sometimiento, pero sus instintos libertinos le pueden más que su amor por mí y con frecuencia debo castigarlo, lo cual me agota y deja menos espacio para mi propio placer. Un esclavo que durante mucho tiempo se muestra así debe ser rechazado sin compasión.

Mi esclavo duerme en una chaiselongue frente a mi cama, debe hacerlo desnudo y sin sábanas que lo cubran por si en cualquier momento yo quiero disponer de él o de su cuerpo para mi complacencia. A mí me gusta mirarlo dormido, entregado, con todo su blanco cuerpo sobre la tapicería de terciopelo rojo del sofá y le quito el cinturón. Algunas noches, cuando está a mitad del sueño, me llego donde él, le ato los testículos y le masturbo con mis pies. En el último mes comencé a reducir esos regalos para que se fuera acostumbrando a mantenerse excitado pero conservarse casto. Fue cuando empezó manifestar su rebeldía. Se volvió desmañado a propósito para llamar mi atención y que le castigara, aumentando así su excitación y provocando que se corriera.

De noche, para que no pase frío, pongo más alta la calefacción, casi hasta hacernos sudar, y yo también debo dormir desnuda sobre mis sábanas de satén. Imagino que para él, ver mi cuerpo desnudo, mis pechos grandes y redondos, mi sexo totalmente depilado, excepto un hilillo en el monte de Venus, la melena suelta, desparramada sobre la almohada, en constantes y sensuales movimientos es un exceso de estímulos. Más para un chico al que la naturaleza le dotó en exceso para el juego erótico.

Una noche, de esos tiempos de formación que digo, me despertó una corriente de aire frío en los pies, y luego sentí algo tibio entre los dedos. Abrí los ojos y vi a mi jovencito chupándome glotonamente entre los dedos de los pies. No daba crédito. Lo que chupaba era su propia lefa. Había tenido la enorme desfachatez de correrse sobre mis pies y para ocultar su fechoría estaba haciendo desaparecer el cuerpo del delito. Mi enfado fue descomunal. ¡Valiente hijo de puta!, despertarme a media noche, para desahogarse libidinoso como si yo fuera cualquier sumisa. Le abofeteé con todas mis fuerzas y lo até de espaldas contra la pared. El lloraba pidiendo disculpas y prometiendo que ya no lo iba a hacer más, que sería bueno y obediente, que estaba muy arrepentido.

¡Calla perro! me aturdes con tu lloriqueo, ni se te ocurra quejarte porque si lo haces te echo definitivamente de mi casa y que se ocupe de ti cualquier ama incompetente. Es más, creo que te azotaré y luego te expulsaré desnudo a la calle. ¡Hijodeputa cabronazo!, ahora vas a saber qué es abusar de tu ama.

Y saqué del armario mi látigo más querido. Tiene la empuñadura de látex para darme placer a mí y de su punta salen unas cincuenta tiras de ante marrón de tacto muy suave. Es ideal para los novicios, porque resulta agradable si se administra con suavidad, pero cuando se pega con fuerza pica y si se repite con frecuencia deja la carne enrojecida. Es fundamental que el esclavo se duela porque si no creerá que los azotes son un premio.

Así que mientras se sorbía las lágrimas comencé a darle directamente fuerte sobre la espalda y se contraía en cada uno de los latigazos pero no se quejaba. Mi esclavo está bien provisto de testosterona y no se deja quitar fácilmente su hombría. Pero yo estaba dispuesta esa noche a dejar las cosas claras y a que un muchacho con tan buenas cualidades no se echara a perder. Por eso continué con la espalda hasta que se puso roja. Mi objetivo inmediato era que gritase un poco, que emitiera algún signo de dolor. Como estaba de espaldas no podía verlo, pero mucho me temía que tenía la polla dura y hacía falta que le doliera lo suficiente como para bajarle la erección de inmediato. No quería volverlo hacia mí y comprobar su estado de excitación con mi mano iba a ser un premio demasiado grande, por eso opté por agarrarle los huevos y tirar de ellos para atrás clavándole las uñas. De ese modo le castigaba y pude comprobar que efectivamente la tenía morcillona. Entonces le azoté con el látigo de ante directamente en los glúteos, empecé muy fuerte la primera vez y luego fui cambiando la intensidad para que no se preparara psicológicamente a recibirlas sino que cada una de ella le reportara distinta intensidad en el dolor. Sus cachitas blancas y tiernas estaban completamente coloradas y continué por las caderas, por satisfacción personal, porque le había tomado gusto a golpearle y aún no había emitido ningún sonido de dolor. Estas cosas de mi esclavo son las que me ponen fuera de mí, esa capacidad suya para aguantar y soportar, porque yo sé que con ello lo que quiere es que siga haciéndolo, que me canse yo antes que él, que claudique. Cuando ya las caderas estaban rojas dibujando la piel como helechos púrpuras volví a la espalda con la misma fuerza que en los primeros momentos. Entonces se vino abajo, gimió, una y otra y otra vez en respuesta a cada uno de mis latigazos. Yo estaba cansada, pero exultante, había triunfado y el ejercicio físico de azotar me tonificaba. Suelo entrenarme porque la disciplina es un hábito que una buena ama nunca debe perder. Seguí azotando los muslos, pero ya sólo para dejar claro cuál era mi territorio, para que supiera quien mandaba y que él era de mi propiedad.

Le giré, colgado como estaba a la pared, y vi su cara congestionada, arrasada de lágrimas, sorbiendo mocos y mirándome tiernamente dijo:

Ama soy suyo, haga de mí lo que quiera.

Miré su cuerpo lacerado, como un San Sebastián doliente, con su polla pequeña, arrugadita contra sus bellísimos huevos y le pasé los flecos de ante por entre las piernas.

La próxima vez, que sin duda la habrá, tocará que te azote por delante- Y acariciando con mi látigo su sexo añadí- Y nadie va a salvar esta cosa que tienes entre las piernas y que te vuelve tan rebelde.

Se estremeció, y bajo los ojos suspirando.

Así será, ama.

Le desaté las manos y le dije que se postrara a mis pies, pero que no los tocara. Me senté sobre la cama y desnuda como estaba, abrí las piernas y comencé a acariciarme el coño con el mango de mi látigo. La paliza me había excitado y quería correrme para que supiera que no iba a tener compasión con sus desmanes. Cuando ya había estimulado bastante mi sexo como para que se llenara de humedad, froté las colas de ante por mis tetas que inmediatamente se erizaron recordando lo que aquellas tiras tan suaves acababan de hacer en mi esclavo. Poco a poco fui perdiendo el control sobre mi cuerpo porque de un solo movimiento metí por completo el mango de silicona en mi vagina mojada que ya empezaba a dilatarse y contraerse de forma involuntaria. Me estiré en la cama y me miré al espejo del techo, así empalada por esa agradable cola. Junté los muslos y me moví como si tuviera las piernas atadas y en cada una de mis sacudidas las contracciones de mi vagina se hacía más intensas y profundas. Un par de movimientos más y mi cuerpo de convulsionó en frenéticos estertores de placer que me hicieron gemir como loca.

A mis pies el esclavo me miraba arrobado, transportado, con una deliciosa mirada de amor y entrega, seguía cada uno de mis movimientos con dulzura. Escondía con su mano, como podía, que tenía de nuevo una erección.