Casos sin titulares XXXIII: el ascensor.

Una nueva joven acude a la consulta del Doctor, donde relata cómo fue violada en un ascensor.

Ante mi tengo a Lidia, una atractiva joven con una historia siniestra que merece ser escuchada para lograr expulsar los fantasmas que rondan su mente.

El ascensor

Lidia se separó de sus amigas en el parque, junto a su casa, y recorrió por el camino de tierra apisonada entre el césped y los parterres de flores las últimas decenas de metros hasta su portal.

El día estaba siendo raro, extraño.

Mismamente, mientras completaba el recorrido, vio cómo, de repente, un grupo de abejas que estaban revoloteando alrededor de un grupo de flores, partían todas casi simultáneamente volando hacia donde, supuso, estaría su colmena.

Tampoco era algo raro, pero la llamó la atención que fueran tantas de golpe.

No es que fuera alérgica, o, al menos, no lo sabía, y no tenía intención de descubrirlo, pero retuvo su velocidad de avance para no pasar cerca del grupo de insectos.

Casi a la vez, cuando ya estaba llegando al final del parque, mientras pasaba entre el grupo de álamos que conformaban una doble fila a lo largo de ese lateral de la zona verde paralelo a la calle que discurría junto a su edificio, un hombre se peleaba con su perro, intentando que fuera en una dirección con la correa mientras que el can brincaba y se retorcía, ladrando, buscando partir hacia el prado de césped de la zona más despejada del lateral en esa zona verde, donde tan solo pequeñas agrupaciones de rosales interrumpían la uniformidad.

Lo dicho, era un día extraño, más porque esa mañana no se había despertado con las golondrinas.

Normalmente se ponían a trinar un grupo como de cincuenta posadas en el cable de telefonía que pasaba por debajo de su ventana y ese día no, no había ninguna cuando se asomó al abrir la ventana para ventilar su cuarto.

De hecho, ahora que lo pensaba, casi no había visto o escuchado pájaros en toda la jornada.

Lo único normal habían sido las clases y que, otra vez, el profesor de matemáticas la había pillado con el móvil.

Así que, otra vez, al terminar el temario del día, la había hecho quedarse y la había regañado, recordándola que en el instituto no se permitía el uso del teléfono salvo por motivos excepcionales y, a ser posible, mejor fuera del transcurso de las clases, y no, desde luego, para mandarse mensajitos con quien fuera.

Seguramente cuando llegase a casa se encontraría con otra regañina, esta vez de su madre, porque ese tipo de cosas se las solían contar y volvería a decirla que con lo que costaba que fuera a ese instituto privado en concreto que podía esforzarse un poquito más, que el móvil no era un juguete y bla bla bla...

Luego la preguntaría si es que estaba chateando con alguien, si era con una de sus compañeras o con un chico, no de su instituto, que, al fin y al cabo, sólo era femenino, y mil cosas más y luego se pelearían porque eso no era asunto suyo, que era su privacidad y todo el jaleo.

Estaba un poco harta de que todo el mundo la dijera qué tenía que hacer o cómo comportarse.

Iba pensando en estas cosas, volviendo despacio a casa, razón por la que también se había entretenido un poco más hablando con su grupo de amigas del insti, de chicos, sí.

Estaban pensando organizar una fiesta en casa de Bianca aprovechando que sus padres no estarían y su hermano mayor, que iba a la universidad, las dejaba y habían pensado en invitar a unos chicos que habían conocido la otra semana en el cine.

A su madre la había dicho que irían al cine y a tomar algo.

Esperaba que no la fuera a intentar castigar sin dejarla ir por la tontería del móvil, que, precisamente, era de eso, de que se habían mandado un par de mensajitos entre ellas por lo de la fiesta.

Estaba saliendo de las sombras de los últimos árboles cuando la pareció que se movían, casi como si ondulasen, pese a que no había viento, y se sintió extraña al poner el primer pie fuera del parque, ya sobre la acera.

Fue como si, a la vez, los sonidos de fondo se apagasen.

Muy raro.

Era un día muy extraño.

Un coche pasó por delante suyo.

Miró a los dos lados y cruzó de frente, no tenía ganas de irse al paso de cebra de la esquina y no venía nadie.

No sabía por qué, pero se sentía especialmente nerviosa, y no era por lo del profesor de mates o la pequeña fiestecita que estaba organizando en secreto con sus amigas, pero no sabía explicar la razón.

Volvió a escuchar al hombre por detrás, llamando al perro, corriendo detrás de él porque, al final, se había escapado con la correa colgando del cuello e iba a la carrera atravesando el césped.

Por mirar atrás casi se choca con otro hombre, que bajaba por la acera de enfrente.

  • Lo siento -se disculpó.

  • No pasa nada, niña -respondió, con una sonrisa, antes de hacerla un gesto para que siguiera-. Tú primero.

  • Gracias -contestó y fue directa al portal, escuchando los pasos del hombre tras ella, pues no había más sonidos allí, estaba todo como en silencio.

Le pudo ver detrás suyo, un paso por detrás, avanzando también hacia el portal, rebuscando en los bolsillos por las llaves, supuso.

No le conocía, claro que no conocía ni a la mitad de los vecinos, no era algo que la importase demasiado, tenía otras cosas en que pensar.

Cogió sus llaves y las insertó en la cerradura.

Se detuvo un instante, de nuevo con la sensación extraña, y creyó que la imagen que devolvía la puerta acristalada ondulaba como si fuera reflejada en agua en vez de cristal.

Qué raro estaba siendo el día.

Una mano se apoyó a su lado, una mano grande, varonil, y empujó la puerta para que se abriera, casi haciendo que no tuviera tiempo de sacar del bombín sus llaves.

  • Adelante, pasa -indicó el hombre, que debía tener prisa, supuso, y ya le empezaba a caer mal.

Ni respondió esta vez.

Cruzó el hall y se fue directa a uno de los ascensores, abriéndolo de golpe y cerrando con rapidez.

Que subiera en el otro, por maleducado.

En el último instante, antes de que la puerta completase su recorrido, la misma mano de antes se interpuso y la retuvo, abriendo de nuevo para que el hombre se metiera con ella en el ascensor, en vez de tomar el de al lado, que para eso estaba también en ese piso y ella creía que era obvio por cómo empujó la puerta para cerrar que no deseaba compartir el ascensor.

Pero entró en el suyo, cosa que hizo que la disgustase aún más ese maduro, ese hombre grande, que la sacaba más de una cabeza, trajeado, de cabello oscuro y ojos ocultos tras unas gafas de sol, que no se había quitado al entrar en el edificio, cosa que se sumaba a todo lo anterior para demostrarla que era una persona muy maleducada.

Pasó al fondo, obligándola a dejarle pasar.

No pensaba dirigirle la palabra y apretó el botón de su piso.

Se cerraron las puertas interiores de la cabina y la luz tembló por un segundo.

El ascensor dio como un brinco que la sobresaltó y comenzó a subir.

  • Allá vamos -comentó el hombre, con una risita.

Hasta su voz era desagradable, profunda y grave, claro que, podía ser que pensase eso simplemente porque ya le caía mal.

Respiró profundamente, intentando tranquilizarse.

Le pareció que se acercaba a su espalda, claro que tampoco es que hubiera mucho espacio en la cabina.

Se sintió más molesta, incómoda por esa sensación como de invasión de su espacio.

Por un momento, se le ocurrió que no había pulsado el botón de ningún otro pulso y pensó que podría ser un nuevo inquilino o, simplemente, tratarse de alguien que venía de visita a uno de los pisos y al que ella, sin darse cuenta, había facilitado el acceso al edificio.

Pensó en eso que siempre la decían de no subirse con extraños, pero, claro, eso se refería a coches y demás, no el elevador que, al fin y al cabo, era un elemento de uso compartido allí, no como en la casa de alguna de sus amigas, donde o tenías una llave de propietario o no podías utilizarlo, salvo acompañado por alguien que sí.

Iban por el tercero cuando, de repente, vio, por el rabillo del ojo, surgir el brazo del hombre, avanzando hacia ella, y su instinto fue girarse a mirar, pese a que una vocecilla la decía que, posiblemente, era porque iba a tocar el piso que le correspondía, cosa que parecería extraña en ese momento, pero no imposible.

En ese momento todo, el mundo entero, pareció darse la vuelta.

Fue como si estuviera en un remolino... o como si brincasen en una de esas máquinas de películas a las que, creía recordar, llamaban toros mecánicos.

La luz brilló más por un instante y se apagó para volverse a encender un par de veces antes de su apagón definitivo.

La cabina brincó de nuevo, esta vez de una forma más intensa y, casi, agitada, como si una mano gigantesca la moviera de forma que pareció que fuera un dado dentro de un cubilete, justo antes de que se detuviera en una posición extraña, casi diría que retorcida, quedándose inclinada, o eso la pareció.

Chilló mientras era arrojada hacia arriba por un momento, antes de caer hacia un lado y rebotar al contrario, cayendo luego un peso muerto sobre ella, el del otro ocupante, que salió despedido contra Lidia, agarrándose a ella, casi como intentando abrazarla, como si de una piedra fija se tratase en mitad de una corriente de agua.

Después fueron lanzados hacia extremos contrarios y su mochila se desprendió salvajemente de su espalda, enredada por un lado en el brazo del masculino ocupante de esa cabina que, durante esos interminables segundos, pareció dilatarse y hacerse enorme, aunque, en el fondo, sabía que no había cambiado de forma, que era imposible, que el espacio era limitado y fijo, o eso esperaba, porque ya una vez tuvo una pesadilla en la que las paredes de ese elemento del edificio se abría y ella caía... y caía... antes de despertarse empapada en sudor.

Se escuchaba un crujido aterrador, como un grito inhumano que brotaba de las entrañas del edificio, mezclado con otro más largo, más primigeniamente atemorizante, compitiendo uno con el otro mientras todo el tiempo y el espacio se volvían locos, agitándose y deformándose, moviendo a los dos ocupantes de la cabina como si fueran dos pequeños papeles en mitad de un torbellino.

El piso entero parecía combarse, unas veces arriba, otras abajo.

Parecía que todo daba vueltas, incluso que algo explotaba a su alrededor y, a la vez, nada llegaba dentro.

Ese grito, ese sonido como de otro mundo, cesó de golpe.

Lidia fue incapaz de pensar siquiera cuánto duró.

Ni siquiera sabía cómo se mantenía en pie, apoyada contra uno de los laterales de la cabina, con todo su cuerpo temblando y un sudor frío cubriéndola la piel.

La dolían varias partes del cuerpo, sobre todo el hombro derecho, del que había sido desprendida violentamente la banda de la mochila, rota, destrozada por el brusco tirón al agarrarse a ella el hombre cuando se echó encima suyo durante el temblor del mundo, o, al menos, de su mundo más cercano.

Sin poder verse, la luz no había vuelto, supo que tenía la cabellera completamente revuelta.

Estaba agitada, muy nerviosa, casi histérica, respirando rápidamente, como si hubiera estado corriendo una maratón.

El ascensor parecía entero, aunque todo a su alrededor eran crujidos y sonidos que se mezclaban como de un goteo persistente en algún punto de fuera y algo que podría ser como cuando se escapa el gas del pitorrito de la olla a presión, que la pareció escuchar como a lo lejos.

Los sentidos, durante unos segundos, parecieron estar más vivos que nunca, más... alertas, antes de que sus propios temblores y el palpitar de su corazón llenasen de nuevo el espacio que ese otro silencio, más amplio y profundo, parecía haber cubierto todo ahora.

Se desprendió de la mochila que, de todas formas, con una asa rota no tenía sentido llevar a la espalda, además de que, en esos momentos, de poco la servía y no era algo primario de lo que preocuparse porque, no tenía ya ninguna duda, eso había sido un terremoto y estaba atrapada dentro de la torcida cabina de un ascensor.

Se imaginó colgando de un cablecillo que, en cualquier momento, podía ceder, romperse y precipitarla al vacío, como en su pesadilla, y sintió que se ponía histérica, que la sangre se la subía al rostro, pese a no poder ver nada, que la temblaba todo el cuerpo y que tenía unos deseos de ponerse a chillar como una loca de miedo y gritar llamando a su madre, allí, seguramente en casa, a lo que debían de ser unos metros de distancia, si es que no habían caído, cosa que tampoco podía saber a ciencia cierta.

Cada vez se agobiaba más, con cada pequeño pensamiento que se iba sumando, aumentada la angustia por la oscuridad y esos sonidos que volvía a captar y que, ahora, parecían mucho más amenazantes, el goteo, los crujidos, algún golpeteo como de trozos que se desprendiesen, ese chillido agudo como de un gas saliendo por algún lado...

De repente, escuchó otra cosa, una mano plantándose en el suelo junto a ella y el hombre moviéndose en la oscuridad, a un palmo suyo, seguramente alzándose, pues debía de haberse caído con la zozobra a la que se habían visto sometidos.

Se había olvidado de él por un momento, pues, se dio cuenta, de que todo lo que había pasado por su mente posiblemente había sido casi como un suspiro, como unos pocos segundos largos e interminables.

No podía verlo, pero sintió desplazarse su cuerpo, alzándose junto a ella.

Nuevamente el espacio pareció empequeñecerse y, por un instante, pensó en si tendrían aire suficiente hasta que llegase alguien a sacarlos.

Desechó la idea, la ponía nerviosa.

  • ¿Estás bien, pequeña? -sonó su voz en la oscuridad, tras ella, sobresaltándola por lo imprevisto, aunque era lo natural y esperable en esas circunstancias.

  • Sí, sí, gracias -respondió automáticamente, sintiendo que su voz temblaba.

  • Creo que nos va a tocar quedarnos un rato más aquí -pareció bromear, quizás para quitarle hierro al asunto, pero a la joven no le hizo ninguna gracia.

  • Ya -no supo qué otra cosa más decir.

Lo escuchó moverse a su espalda y, por un momento, se lo imaginó acercándose a ella, como guiado por su voz, pero desechó tal pensamiento por absurdo, seguramente estaría tan nervioso como ella y hablaba simplemente para tranquilizarse a sí mismo y a ella con el sonido de sus voces.

Al fin y al cabo, dentro de lo que podía haber sido un terremoto, estaban enteros, al menos eso le parecía a ella en ese momento, y estaban en un espacio que parecía razonablemente intacto, pese a los crujidos y otros sonidos terroríficos.

Se inclinó sobre ese suelo retorcido, combado, a la vez que una corriente de aire parecía desplazarse sobre ella y notaba cómo el cuerpo de ese hombre mayor se pegaba hasta rozarlo con su culo en pompa, mientras tanteaba en busca del teléfono móvil que había dejado caer durante la sacudida.

La actitud del hombre le pareció extraña, pero, ciertamente, toda esa situación era de lo más inusual.

  • ¿Qué haces, pequeña? -lo escuchó decir, con algo de agitación en su tono.

  • Buscaba mi teléfono -comentó, sin darle mayor importancia.

La deslumbró una luz desde lo alto, focalizada en el suelo, no la normal del techo del elevador, lo que habría sido muy buena señal, sino, tenía que ser, de una linterna o del propio móvil de su acompañante en tan reducido espacio.

  • Gracias -dijo, localizando de golpe su propio teléfono, a un par de centímetros de donde tenía las manos.

Se levantó, con ese hombre todavía pegado a su espalda, pero no se atrevió a decir nada después de que la ayudara a encontrar su móvil.

Él apagó la luz del suyo y la única iluminación procedió entonces de la pantalla del de Lidia cuando lo desbloqueó.

Se sintió incómoda porque seguramente ese señor mayor habría visto su contraseña, pero, en ese momento en concreto, no tenía ningún sentido protestar sino ver si podía usar su terminal.

No podía.

No porque la pantalla se hubiera roto y tuviera una maraña de rajas atravesándola, eso no parecía afectar a la actividad del aparato, sólo a su estética, sino porque no tenía ningún tipo de señal.

No captaba nada, no podía ni hacer llamadas ni usar los datos de internet.

Nada.

Eso la puso mucho más nerviosa de lo que había estado hasta ese momento.

Parecía una tontería en esas circunstancias, pero era verdad, el saberse incomunicada con el móvil que llevaba casi a cualquier parte, incluso al lavabo, la hizo sentirse tremendamente sola y vulnerable.

  • ¿Tiene cobertura? -preguntó, girando el rostro hacia su acompañante que, con esa iluminación desde abajo por la pantalla del móvil de la propia chica, parecía extrañamente aterrador, intimidante.

  • No, pequeña -respondió sin siquiera echarle una mirada.

Seguramente ya lo habría visto antes, pensó, aunque habría agradecido un gesto tan sencillo como el comprobarlo.

  • Deberías ahorrar batería -la aconsejó cuando Lidia volvió a activar la pantalla de su teléfono para mirar alrededor.

  • Tenemos que salir de aquí -dijo ella a su vez, dándose cuenta de que el tono de su voz podía tener un punto de histérico, pero es que realmente estaba asustada y muy nerviosa.

  • Cálmate -lo escuchó decir antes de abalanzarse sobre ella, agarrándola inesperadamente por el cuello y la cintura.

La adolescente entró en pánico, pese a que una parte quería pensar que sólo era una maniobra en respuesta, o, mejor dicho, adelantándose, a que perdiera el autocontrol por la situación y se volviera histérica.

Pero otra parte sabía que no era por eso, esa que ahora recordaba con más claridad lo que había pasado antes, ese movimiento a su espalda que desplazó el aire sobre ella cuando se inclinó a buscar el móvil, la forma en que se rompió la mochila e, incluso, cómo se coló, no solamente en el portal sino en su mismo ascensor habiendo podido optar, de forma más lógica y normal, por tomar el otro.

Mientras su conciencia parecía flotar y alejarse, escuchaba susurrar a su oído.

  • Shhhh... cálmate, mi niña... cálmate... relájate y disfruta... shhhh...

Manoteó por un momento, intentando liberarse de la presión, usando instintivamente incluso su preciado teléfono móvil para golpear, a la vez que, simultáneamente, agitaba su cuerpo e intentaba patalear en tan reducido espacio, olvidada toda precaución acerca de su complicada situación y los posibles riesgos de generar un movimiento en la cabina que pudiera desencadenar un efecto indeseado.

No lo logró, era demasiado fuerte, demasiado grande y estaba situado en un punto al que no llegaba.

Fue hundiéndose poco a poco en la inconsciencia y, justo al borde, cuando ya parecía flotar, notó cómo él relajaba la presión y la soltaba, dejándola resbalar hasta caer sobre las rodillas, pues las piernas dejaron de sostenerla.

Todo se apagó, dentro de la oscuridad ya de por sí reinante, y escuchó muy a lo lejos, como en otro mundo, cómo impactaba contra el suelo la carcasa de su teléfono móvil.

Despertó, no sabía cuánto tiempo después, en medio de esa tenebrosa burbuja de quietud en medio de los escalofriantes gemidos que manaban de la estructura del edificio, que se estremecía casi como un ser vivo.

El ambiente estaba más caldeado allí dentro, o eso le pareció.

Escuchó un sonido metálico, al chocar algo contra el suelo del elevador, no de forma brusca, sino como depositado con un cierto cuidado, pero, a pesar de ello, un elemento de metal provocó ese efecto sonoro tras ella.

Alguien se movía a su espalda, en la estrechez del limitado espacio del que disponían, y no podía ser otro que el hombre que se había colado en el ascensor con ella, el que la había... la había...

Nuevas oleadas de pánico la llenaron, activándola de golpe, poniéndola en un estado como de máxima alerta, donde cada sonido pareció amplificarse, cada movimiento que ese individuo hacía, superando en ese momento a los efectos del terremoto a su alrededor.

Se dio cuenta de que seguía de rodillas, tirada en el, curiosamente, frío suelo, apoyada con un hombro y la cabeza en uno de los lados.

No sabía muy bien qué pasaba, aunque la sombra de una idea inquietante se movía por el fondo de su mente, y, aunque ya despierta, no se atrevía a moverse, por miedo a ocasionar una brusca reacción de su, ahora sabía, peligroso acompañante en tan pequeño espacio colgante, como se recordó a sí misma, aumentando su nerviosismo en vez de servirla para nada más.

Su móvil.

Se le había caído en el forcejeo.

Tenía que estar allí, al lado.

Quizás ya tuviera cobertura.

O su mochila.

Tenía una regla y...

Se le escapó un gemido de dolor cuando intentó moverse lo justo para tantear sin que se diera cuenta ese hombre, pero su cuerpo la traicionó y se dio cuenta entonces de que se había golpeado la cabeza, no sólo las rodillas.

Fue un dolor agudo, intenso, rápido, que hizo que esa varonil presencia detuviera lo que estuviese haciendo por un momento, deteniendo todo sonido en el interior del elevador por un instante.

  • ¿Ya te despertaste? -preguntó, pero estaba claro que no esperaba respuesta-. Bien. Ya estoy preparado y tú también podrás disfrutarlo, pequeña.

No sabía de qué hablaba, no quería saberlo, pero fue incapaz de responder, quedándose completamente quieta, como si así pudiera evitar ser detectada y que hiciera lo que fuese que quería hacerla.

Era de una absoluta ingenuidad, pero fue lo que hizo, quedarse quieta, como si así fuera a pasar desapercibida.

La agarró por los hombros, alzándola como si nada hasta que sus temblorosas piernas la sostuvieron.

Sin tiempo de reaccionar, agarró la blusa de su uniforme y la alzó hasta descubrir el sujetador que contenía sus pechos.

Un pequeño gritito se escapó de sus labios.

Una risita de los de él.

Pudo sentir cómo una de esas manazas agarraba con fuerza uno de sus pechos, dolorosamente, estrujándolo hasta encontrar el borde de la prenda íntima, bajo la que metió sus dedos antes de tirar brutalmente, una, dos, tres veces, haciéndola daño ahora también en sus hombros y, sobre todo, en la espalda.

  • ¡No, no, para! -gritó.

  • Grita todo lo que quieras, mi niña. No sabes cómo me pone eso -avisó antes de que otro tirón desprendiera de golpe el sujetador, rompiéndolo por detrás y provocándola un dolor todavía más intenso.

Medio destrozada, la prenda cedió, claudicando en la protección de sus senos, que quedaron expuestos, mientras el sujetador quedaba colgando.

Se los empezó a sobar con una energía ansiosa, hambrienta, mientras la obligaba a inclinar el cuello a un lado y se lo besaba furiosamente, paseando su lengua después, en una parodia de romanticismo hasta llegar a su oreja, que atrapó entre sus dientes y tiró de ella, no suavemente, sino con fuerza, dolorosamente, casi tapando las sensaciones que iba teniendo según sus pechos eran estrujados, amasados sin piedad, tanteados como nadie había hecho jamás, pellizcándolos por cualquier lado sin consideración y, muy especial y forzadamente, cuando logró atrapar sus pezones, primero uno, luego el otro y, al final, los dos simultáneamente, estrujándolos y retorciéndolos salvajemente y al máximo, abusando de ellos de una forma brutal, más propia de un animal violento que de un ser humano.

  • ¡Nooooo, no, nooo, por favor, nooooo! -chillaba ella mientras, sin que eso hiciera mella en su comportamiento, bestial.

  • Qué rica estás, pequeña -lo escuchaba decir a ratos-. En cuanto te vi supe que tenías que ser mía, toda mía... estás para comerte.

Ella gritaba, gimoteaba, lloriqueaba, pero nada lo hacía parar ni un segundo, nada que no fuese su propia voluntad y deseos.

Una de sus manos fue descendiendo por delante, abandonando sus tetas al nada cariñoso cuidado de la otra manaza, que las atenazaba ambas como podía, más la que le quedaba más cerca del codo que la otra, pero, aun así, como ese hombre era bastante más alto que ella, también abarcaba y llegaba más lejos.

Podía sentir el deslizarse sobre su desnuda piel, quemándola con su tacto mientras pasaba por su abdomen hacia abajo y al centro.

Metió uno de sus dedos dentro del ombligo, presionándolo y riéndose de su incomodidad, de cómo se retorcía ante la intrusión, antes de abandonarlo y continuar ruta hasta el borde de la falda de su uniforme.

No se la bajó.

Pero se coló bajo ella, bajo su falda y bajo sus blancas bragas, hasta alcanzar su entrepierna, ese triángulo donde tantas mentes se pierden.

  • Uffff, mi niña... sin pelito, como me gusta... como una rica putilla -se regodeó él mientras tanteaba su región más íntima con esa gigantesca manaza, con esos dedos tan gruesos, cada vez más grandes y gruesos en la enloquecida mente de la jovencita.

  • ¡Nooo, nooo, por favoorrr... eso nooo!. Haré lo que quiera, pero eso nooo... por favor, ahí noooo... -suplicaba, lloriqueando, pese a que tenía totalmente claro que nada haría olvidarse a ese macho de que era una presa que no podía escapar a su control, que estaba completamente a su merced aunque no quisiera.

No había escapatoria alguna.

Y la risa de él lo confirmaba, no habría piedad con su presa una vez cazada y atrapada.

Bajo su braga, aparcada de su mente las maldades que la segunda mano ejercía sobre sus indefensos pechos, estrujados, manoseados y pellizcados a placer y sin consideración alguna, la otra mano, esa manaza que ahora copaba todo sus sentidos, se deslizó hasta pasear un par de esos gruesos dedos todo a lo largo de su rajita, separando sus labios vaginales con la facilidad de quien hunde un cuchillo en mantequilla.

Movía esos dedazos por su rajita, adelante y atrás, adelante y atrás, a la vez que tenía atrapados entre medias sus labios vaginales con otros dos dedos que iban circulando por el exterior, mientras el más corto y grueso de todos esos puntales de la gran mano que gobernaba por el imperio de su propia voluntad la entrepierna de la adolescente, tanteaba la zona más alejada y, a la vez, todavía íntima, de esa región del cuerpo de la jovencita, que seguía gimoteando e implorando entre lágrimas, sabedora de que no existía escapatoria pero, aun así, intentando debilitar la brutal actitud del macho dominante que la tenía atrapada.

Excitarse debería de haber sido impensable, un sacrilegio contra sí misma, pero su cuerpo era un ente autónomo y no siempre respondía a sus deseos, por mucho que quisiera, no era su decisión, no podía controlarlo.

Y pasó.

Según el hombre desplazaba sus dedos por su rajita, atrapados sus labios vaginales entre el índice y el meñique por fuera, y anular y corazón por dentro, dejando al descubierto el agujerito que daba acceso a lo más profundo de su coño y con su clítoris siendo rozado más y más cada vez, al final empezó a mojarse, su cuerpo se vendió ante esas sensaciones que inducía la laboriosa manaza varonil y cedió, olvidando la presión, el miedo o la angustia, y liberando una humedad que facilitaba el movimiento de esos mismos dedos invasores y, a la vez, cambiaba el olor que inundaba el ambiente en ese reducido compartimento.

El hombre hundía cada vez más sus dedos en la húmeda rajita de su víctima, que imploraba en vano que se detuviera, y comenzaba a juguetear más con su clítoris, parando por segundos las idas y venidas de las prolongaciones de su manaza para abusar de esa zona tan sensible de la anatomía sexual de su víctima, de esa presa de temblorosas piernas, que intentaba cerrar sin hacer la presión que habría podido desear.

Cada vez se mojaba más y más.

Nuevas sensaciones la inundaban contra su voluntad, contra su decisión de no dejarse hacer, de mantenerse firme en la defensa de su virginidad, pues, pese a algunos momentos de debilidad, en realidad era bastante clásica en eso y no tenía pensado regalar su tesoro al primero que pasase por allí, incluso aunque la gustase, no quería ser de esas, no a la primera, no, eso no... y ahora... ahora todo ese cuidado, toda esa decisión iban a caer frente a otra decisión, la de ese hombre de tomarla, de imponerse sobre ella a toda costa... y lo peor era cómo su cuerpo parecía calentarse ante ese cavernícola comportamiento, mojándose y, sí, abriendo el acceso a su interior, podía sentirlo aun sin verlo.

Un calor se apoderaba de ella, esta vez nacido en su interior, y unos escalofríos, que nada tenían que ver ni con una temperatura fría o con el miedo que también sentía, profundamente, aterrador y bloqueante, la iban recorriendo, partiendo esta vez desde su coño, desde el centro neurálgico gobernante que parecía ser ahora su clítoris, manejado a su antojo por esa varonil presencia, por ese cazador que la tenía acorralada.

No importaba el asco que la daba, el rechazo que sentía a los lametones, los mordiscos nada juguetones y los besos que intentaba robarla.

No importaba la presión a la que sometía sus tetas, estrujadas hasta la saciedad, casi como si quisiera exprimirlas, culminando el manoseo, ese sobeteo constante y bestial, con unos pellizcos intensos y, por momentos, retorcidos, sobre sus altamente sensibilizados pezones, que, también contra su voluntad, se habían puesto duros.

Pero lo peor era ese calor, esa excitación que iba aumentando poco a poco en su entrepierna, el cómo su coño se iba mojando, empapando más y más, abriéndose a esos dedos invasores, que comenzaban a acceder al interior de su vagina mientras su constantemente caldeado clítoris seguía mandando mensajes abrasadores, muy calientes, de pura excitación ante esa incesante estimulación.

Entre sus súplicas se empezaron a filtrar gemidos, por mucho que ella trataba de impedirlo, y escuchaba, y sentía, a ese hombre grande riéndose, podía notar su caja torácica agitarse y deleitarse ante lo que debía de tomar como la rendición de su presa, que también alcanzaba a percibir otra cosa, otra parte de esa masculina anatomía que crecía, endurecida, enredándose con su falda, el último elemento de defensa que se mantenía en pie frente a su ansioso asaltante.

  • Qué delicia, mi niña... qué bien mojas... qué rico olor a zorrita... qué rica estás, pequeña... para comerte enterita, mi niña... -iba susurrando a ratos, diciendo en voz alta otras veces, sabedor de la imposibilidad de fuga o de que alguien se percatase de su apurada situación.

  • Nooo... por favor... nooooo... para... por favor... para... noooo... te lo suplico... para... noooo... para... por faaaavor... -lloriqueaba Lidia, completamente indefensa en manos, literalmente, de ese pervertido.

Su coño, completamente empapado, rezumando un flujo que era incapaz de contener, inundando el cada vez más reducido espacio de la cabina del ascensor, al menos para la mente temerosa de la jovencita, de un intenso olor muy característico, que Lidia sabía perfectamente que era el mismo que manaba de su cuerpo cuando se masturbaba en la intimidad, era poseído sin ninguna piedad por ese hombre, ese adulto que la tenía a su merced, que, en esos momentos de peligro, tras un terremoto que los había dejado aislados en una cabina colgante dentro del hueco de un edificio que parecía chirriar como si de un lamento contenido se tratase, no tenía otra cosa en mente que el sexo, que la necesidad animal de saciar sus más oscuras perversiones en el cuerpo de la femenina adolescente.

Con una lujuria aparentemente insaciable, esas manazas se aprovechaban de la indefensión de la estudiante y actuaban simultáneamente en sus pechos y entrepierna, sobando de forma brutal sus tetas, amasándolas por momentos cuando no estaba pellizcando fuertemente sus pezones o tironeando de ellas todo lo que permitía la posición en que estaba contra ella y, a la vez, provocando una inmensa agitación en todo el cuerpo femenino masturbando con su diestra la depilada zona erótica que cubría con su braga, que nada podía hacer para impedir que esos dedos se pasearan con total impunidad todo a lo largo de la rajita de su coño, estimulando su clítoris un buen rato entre sus idas y venidas y metiendo, poco a poco, cada vez más profundamente, sus gruesos dedos dentro del dilatado y húmedo agujero que daba acceso a la calentada vagina por el mar de hormonas y otros procesos que se ponían en marcha ante la impotencia de Lidia ante la híper estimulación de su coño en general y de su clítoris en particular.

Tenía casi dos dedos, gruesos, enormes en la imaginación de la adolescente, casi metidos hasta la segunda falange, moviéndose adentro y afuera, una y otra y otra vez, imparables, fuertes, intensos, sin dudas en lo que tenían que hacer, en lo que deseaban hacer con ese cuerpo femenino, cuando volvió a sentir esa otra presión, esa fuerza que se apretaba contra su culo, palpitando, como tanteando sus glúteos a través de la tela de su falda, y supo, sin lugar a dudas, que ese sonido metálico de antes no podía ser otra cosa que el cinturón de ese hombre cuando se desprendió del pantalón.

Estuvo completamente segura de que estaba desnudo, pegado a ella, aspirando no ya el perfume cítrico de R&G que tanto la gustaba, sino ese otro aroma, el que procedía de su interior, el resultado de la incesante salida de esa espesa y pegajosa humedad que comenzó a manar nada más esa masculina presencia metió su mano entre sus piernas y tomó el control de su clítoris en especial y de todo su coño en general.

No tuvo ninguna duda del objetivo final de ese hombre, ninguna.

Tembló con un pánico renovado, aunque era casi imposible que nadie, casi ni ella misma, lo supiera diferenciar del tembleque por la situación que estaba viviendo tanto por el terremoto, el encontrarse en ese lugar de esa pesadilla que ahora regresaba a su mente, como por el violento asalto con que ese atacante la había hecho perder el sentido y, sin olvidar, esa extraña debilidad que aquejaba a sus piernas por momentos cuando se intensificaba esa especie de agitación que nacía desde lo más profundo de su sexo, gobernado, por mucho que ella deseara que no fuera así, por la habilidosa mano de esa endemoniada entidad masculina.

  • Joder... qué rica estás, mi niña... eres la que mejor lubrica de todas... joder... qué buena estás... qué cuerpecito más delicioso... qué bien mojas... eres toda una zorrilla... mi niñita... -insistía él, sin detener la labor de sus manos, que poseían a placer a la joven.

  • Por faaavooor... se... lo supliico... porfaaa... paraaa... no diré nada, lo pro... prometo... paraaa.... noooo... nooo siga... -suplicaba, pese a estar segura de la inutilidad de sus palabras ante ese ser hambriento.

  • Ufff... te voy a hacer mía, pequeña... qué rica... te la voy a clavar como nunca te lo han hecho... como mojas, zorrita... -insistía, acelerando el ritmo con el que sus dedos entraban y salían de su concha, haciendo que la humedad que manaba sin parar de su interior llegase no sólo a empapar de tal manera sus bragas que las hacían parecer más pesadas de lo normal, sino que parte resbalaba por el interior de sus muslos, que temblaban con una mezcla de emociones diversas.

  • Soy... soy virgen... -admitió, a medio camino de la rabia y del miedo, haciendo uso de un último cartucho que pudiera frenar el asalto o que, al menos, hiciera que se contentase simplemente con tocarla y ya.

  • Uffff... qué bieeeen... mucho mejor, mi niña... ufffff... ser el primero en romper ese coño de putilla... ufff... sabes cómo poner caliente a un tío, pequeña... ufff... qué zorra estás hecha... y qué bien mojas... -obviamente, Lidia no contó con que eso, en realidad, excitaba aún más al cazador, convirtiéndola en una presa todavía más apetecible, más sabrosa.

La mano que abusaba de sus doloridas tetas y de sus, incomprensiblemente, endurecidos pezones, ascendió hasta la parte posterior de la cabeza de la adolescente, enredándose entre sus cabellos y empujándola hacia delante, sin que por eso dejase la otra mano de masturbarla, más y más rápido cada vez, dejando un auténtico río de jugos resbalando entre las piernas de la joven.

  • Inclínate, mi niña -la guiaba, haciendo que se doblase por la cintura hacia delante- y agárrate los tobillos con las manos.

  • No... por favor... noooo... te... se lo suplico... nooo... por favooor... -gimoteaba la, hasta hacía poco, despreocupada alumna de instituto que sólo pensaba en sus cosas y la fiesta con sus amigas, pero, sin embargo, obedecía casi sin pensar, como si su subconsciente sólo deseara terminar cuanto antes, no enfadar a ese delincuente, y, sencillamente, sobrevivir, a la vez que otra parte de su mente seguía insistiendo en las súplicas e imaginando una salvación de último momento, como si de una película se tratara.

Pero no era una película.

Con una manaza apoyada ahora sobre su cuello, cerrada alrededor de su nuca, el hombre siguió un rato más insertando esos dos dedazos en el interior de la cavidad sexual más íntima de Lidia, hasta que notó que ella no aguantaba más, que estaba a punto de tener algo que nadie más que ella misma había conseguido hasta entonces de su cuerpo.

Sólo entonces paró, como si tuviera una especie de sexto sentido.

Según sacaba los dedazos, agarró, estrujó y retorció las bragas de la adolescente, que chorrearon e hicieron gotear ese líquido de intenso olor que las había mojado durante esos interminables minutos.

Tiró con fuerza, con tremenda fuerza, y las rompió, sacándolas por entre medias de la falda y llevándoselas hasta el rostro, donde las olisqueó ruidosa y asquerosamente.

  • Puro aroma a puta -aseveró en voz alta, como no queriendo dar espacio a duda alguna, de haber sido eso un debate-. Me encanta.

La joven no se atrevió a responder, se quedó como estaba, con sus manos sujetando sus tobillos y el culo en pompa cubierto todavía por la falda del uniforme del instituto.

Sintió cómo el hombre se inclinaba sobre ella, apoyándose contra ella, con esa durísima masculinidad estrellándose contra su muslo derecho, demostrando una cierta inclinación, no la rectitud que se hubiera podido imaginar la joven.

Bajó la mano que sostenía su destrozada prenda íntima hasta la altura de la propia nariz de la adolescente.

  • Lo hueles, ¿verdad? -le preguntó, con un tono de superioridad... o de ironía, era incapaz de distinguirlo, con la sangre golpeando dentro de sus oídos de una forma cada vez más ensordecedora, casi como si quisiera ahorrarla escuchar lo que ese canalla pudiera decir-. Es el olor de las zorrillas... el tuyo -aseguró, antes de ordenarla una nueva vejación-. Abre la boca. Quiero que disfrutes de tu sabor, pequeña.

Cerró la boca con fuerza.

O lo intentó.

El hombre presionó la prenda, la húmeda y olorosa prenda íntima que, precisamente, había estrenado esa mañana y que, ahora, rota, ya era incapaz de proteger su región más íntima y sensible.

Al final, Lidia abrió la boca, separó los labios lo justo ante la fuerza de su varonil agresor y éste metió sus propias bragas, al menos una parte, dentro de su boca.

  • Ni se te ocurra escupirlas o sabrás lo que pasa cuando me enfado, cerdita -la amenazó.

Y supo que no era una amenaza vacía.

Ya con la mano nuevamente libre, esa misma mano que comenzó abusando de sus tetas y luego pasó a deleitarse humillando a la joven al hacer estremecer su coño, se paseó lenta, deliberadamente a un ritmo pausado y pretencioso, por las piernas de la adolescente, primero una, luego la otra, recorriéndolas de abajo arriba, de arriba abajo, primero sobre la falda, después por debajo, como saboreando el tesoro que eran esas perfectas y femeninas piernas, tersas y bien cuidadas.

Entonces lo hizo.

Cogió la falda por el extremo y la alzó de golpe, descubriendo las piernas y el culo de la chica, que sobó sin dilación, paseando su manaza por ambos lados antes de alzarla y soltar un fuerte y, dentro de ese espacio tan minúsculo que era el ascensor, sonoro cachete contra uno de los lados, haciéndola soltar un grito amortiguado por el efecto mordaza de la braga en su boca, antes de volver a acariciárselo y pasar a soltar otro fortísimo azote en la otra nalga.

Repitió el proceso cinco veces en cada una, arrancando cada vez un gemido de dolor más fuerte conforme los azotes eran más y más duros, antes de, entre medias del golpe con la mano abierta a cada uno de sus glúteos, agarrárselos con fuerza, estrujándolos ya mucho más que dándoles un descanso en forma de caricia como al principio.

Por alguna razón, Lidia supo que cuanto más se quejase ella, más fuerte la golpearía él y más disfrutaría torturándola.

Cuando terminó el ciclo de cinco tortazos en cada lado del culo, la hizo abrirse de piernas, separándolas hasta que una tocó con la pared del elevador y la otra, calculó a ciegas la adolescente, se quedó como a la mitad, todo ello sin poder abandonar su posición con el culo en pompa ni, por supuesto, dejar de sujetarse ella misma los tobillos con sus propias manos.

El hombre volvió a meter la manaza entre sus piernas, volviendo a juguetear con su coño, recorriendo de un extremo a otro la rajita de la joven y reactivando esa cálida sensación que emanaba de su clítoris que, nuevamente, actuó de forma autónoma ante las atenciones de esos masculinos dedos y la hizo mojarse de nuevo, haciendo que otra nueva oleada de olores brotasen de su interior acompañando ese nuevo flujo.

  • Abierta y lista -dijo, más para sí mismo que para ella, tras tantear con la yema de su dedo corazón el acceso a la vagina de la chica. Luego, ya en voz más alta, añadió-. Mojas de fábula, mi niña.

La mano abandonó su concha, sólo para regresar guiando la monstruosa erección del pene del hombre hasta la rajita, donde esa palpitante barra de carne empezó a moverse, como con vida propia, tanteando con su redondeada y, curiosamente, húmeda a la par que caliente, cabeza globosa que coronaba el extremo de esa gruesa verga.

Esa endurecida muestra de virilidad fue moviéndose con una deliberada lentitud todo a lo largo de la rajita de la joven, jugando con sus labios vaginales e, incluso, presionando por un instante su recinto anal, cosa que hizo que Lidia pegase un respingo ante la endiablada posibilidad de ser atravesada analmente, de que ese monstruoso falo la sodomizase y la marcase de una forma contraria a lo que la naturaleza otorgaba.

Su asaltante volvió a reírse de ella, de ese miedo primigenio a ser violada analmente, jugando con sus temores y volviendo a deslizar su polla por la concha de esa tierna presa adolescente, adelante y atrás, a veces haciendo todo el recorrido, otras veces quedándose a medias y empujando lo justo para que un trozo de la puntita se metiera en la cálida mina que era la vagina de la chica, el verdadero tesoro que pretendía explotar como si de un yacimiento de algún mineral precioso se tratase.

Esa barra de carne emanaba un calor intenso, que rivalizaba con el que brotaba del propio coño de la joven, inflamado por la potente masturbación a la que había sido sometido durante un buen rato por la manaza del hombre, dejándola apenas a unos segundos de haberse corrido, de haber tenido un orgasmo que la habría humillado como jamás en su vida.

En ese momento no podía imaginarse nada más bajo que el que se pudiera correr a manos de ese hombre que había violentado su cuerpo en lo más íntimo, aunque tenía cada vez más claro que no era lo único que la iba a hacer, y eso la asustaba muchísimo y, a la vez, podía notar que había otra parte de su ser que casi deseaba ser llenada, ser completada por esa gruesa masculinidad, cosa que la hacía sentirse aún peor.

Pero, al final, el momento llegó.

En uno de esos movimientos, de esos deslizamientos de la globosa punta del extremo de esa masa de carne, volvió a detenerse a la altura de la abierta vagina de la joven, pues, por mucho que ella lo desease, su estimulado coño había hecho que ese agujero quedase accesible, no tan abierto como cuando habían estado esos dos gruesos dedos, pero no tan cerrado como para que no pudiera meterse parte de esa punta de lanza.

Y eso fue lo que pasó.

Esa punta de lanza se clavó, pero esta vez empujó, más y más... y más... hasta que cedió y pudo sentir la abrasadora sensación de esa monstruosa barra de carne hinchada, con un pulso interior que la abarcaba y recorría de un extremo a otro, atravesándola, perforándola, metiéndose sin oposición, aprovechando la lubricación de antes y la de ahora para llegar hasta el fondo, destruyendo la mínima barrera que marcaba la virginidad de la adolescente, destruida en una fracción de segundo por el empuje de esa endurecida polla, de esa masculina virilidad que se introdujo en un solo movimiento hasta lo más profundo de su sexualidad, alcanzando su útero y golpeándolo de tal manera que la hizo gemir en una mezcla de dolor, impotencia y vergüenza extremas.

La mano que sujetaba su nuca abandonó la posición, aunque Lidia fue incapaz de asumir que estaba parcialmente liberada y actuar de alguna forma, permaneciendo sumisa en la postura que había diseñado su violador.

Ambas manazas se colocaron a los lados de las caderas de la adolescente, clavándose cual garras en su piel, tanto directamente como a través de la tela de su falda.

Empezó a bombear con energía, con potencia, fuerte, con golpes secos y duros, moviéndose de forma que su verga entraba y salía del coño de Lidia como si de una perforadora se tratase.

La horadaba con esa barra de hinchada carne, llenándola una y otra y otra vez, clavándose con fuerza hasta el fondo, ocupando su vagina por completo con ese grueso y venoso pene, con esa arma caliente y palpitante que parecía retorcerse con vida propia a la vez que era capaz de entrar recta, con esa masa globosa en el extremo, curiosamente delicada dentro de la fortaleza interior que la endurecía y hacía impactar contra el útero de la doblemente atrapada adolescente.

Había momentos en que se imaginaba que la empotraba tanto que atravesaría su cuerpo hasta salir por su boca, cosa que, obviamente, no sucedía, pero que no quitaba que sus amortiguados gimoteos y chillidos se sucedieran al ritmo en que esa endurecida polla bombeaba una y otra y otra vez dentro de ella, ocupando sin parar, una y otra y otra vez la indefensa vagina de la violentada estudiante de instituto, apenas a unos metros de distancia de su hogar, que bien habrían podido ser kilómetros, centenares de kilómetros, en esas circunstancias en ese día en concreto, en el que todo parecía haberse conjurado para unirse y formar una trampa perfecta para Lidia, que ahora soportaba como podía los empujones que esa engrosada barra de carne la daba una y otra y otra vez, haciendo que su vagina se dilatase para aceptar esa hinchada verga antes de relajarse un instante cuando la sacaba inmediatamente antes de volver a clavársela hasta el fondo, con una nueva ración de furiosa energía.

La polla, la caliente y gorda herramienta de la poderosa masculinidad que la tenía dominada, no dejaba de moverse, de entrar y salir, de llenarla un instante para después abandonarla justo para coger la fuerza y velocidad necesarias para penetrarla de nuevo con saña, metiéndola esa barra de carne otra vez por completo, hasta que oía el chasquido de los colgantes huevos del hombre golpeando contra el exterior de su concha, como si de un estrafalario campanario se tratase.

Y sentía otra cosa que no podía definir, que era familiar y, a la vez, diferente, extraña, ajena a todo lo vivido antes.

No la reconoció hasta que no pasó.

Todas esas embestidas, sumadas a todo el rato que había pasado masturbándola antes, lograron llevarla a ese momento, ese instante en el que su cuerpo tembló de un extremo a otro, que hizo que su boca se abriera en un grito que hizo saltar su braga hasta el suelo a la vez que un tremendo orgasmo la derrotaba, sin que por eso su masculino adversario cesase en su perforación, embistiéndola aún más fácilmente por ese nuevo río de lubricación extra.

Hundida por la situación, por el lugar, por todo eso y mucho más, Lidia se dio cuenta de que el nivel de excitación que había llevado a ese primer orgasmo no había desaparecido del todo, sino al contrario, estaba más alto que nunca y supo, sin lugar a dudas, que pronto se vería arrasada por otro torrente.

A su violador eso no le importaba.

Pero le satisfacía, le hacía confirmar sus ideas, así como facilitaba la entrada y salida de su inflamado miembro viril dentro de su sometida víctima.

  • Uffff... menuda puta estás hecha... uffff... mi niña... uffff... has nacido para esto... uffff... qué cerda eres... ufffff... qué bien mojas... ufffff... estás muy buena, pequeña... ufffff... jodes como una zorra de las de pagar... ufffff... qué rico... uffff...

La insultaba sin detener el impulso con el que lanzaba su engrosada polla a invadir el interior del coño de la joven, asaltando su sexualidad una y otra y otra vez, perforándola con esa hinchada y ardiente barra de carne con una violencia tal que parecía que no existiera nada más importante, metiendo una y otra y otra vez ese duro y palpitante pene hasta lo más profundo de la concha de la chica, golpeando una y otra y otra vez la pared que separaba la vagina del útero... y de nuevo, más y más fuerte... una y otra y otra vez... y otra... y otra...

El segundo orgasmo fue más brutal incluso que el primero, haciendo que apenas pudiera mantenerse en posición, casi dejándose caer de rodillas para quedar a cuatro patas, pero, como pudo, aguantó, lo que hizo que, extrañamente, se sintiera ligeramente orgullosa de sí misma, del poder aguantar, de demostrar que podía... aunque, mirándolo desde otro ángulo, quizás no era como para sentirse orgullosa, pero... ¿qué podía hacer ante ese invasor?.

El hombre gozaba como un loco, gritando obscenidades por momentos e insultándola todo el rato, aprovechando ese extra de lubricación para empujar con más facilidad y lograr que esa barra de inflamada carne la llenase con mayor facilidad, alcanzando el extremo ya todas las veces, llenando con esa masa de palpitante virilidad la vagina por completo de Lidia, una y otra y otra vez, a golpes, con esa indeseable música de chapoteo que completaba esa especie de golpeteo cual si de unas deformes campanas se tratasen al chocar sus huevos contra el inflamado coño de la adolescente, que era embestida una y otra y otra vez por ese animal, que empujaba más y más y más...

El rugido gutural que acompañó la descarga no lo olvidaría jamás.

El hombre clavó profundamente su polla, llenando por completo y totalmente la vagina de la joven, que pudo notar cómo esa endurecida masa de carne se hinchaba más y más todo a lo largo de su dilatado coño hasta explotar por la cabeza, manando oleada tras oleada, una y otra vez, inundando todo su sexo de una masa espesa y caliente, pura lefa, una cantidad que hizo que, pese a tener empotrado su pene por completo dentro de la concha de Lidia, parte de esa pegajosa masa blanquecina escapase por la dilatada abertura de la entrepierna de la joven, que sintió un extraño calor atravesarla, como si ese fluido lo hiciera traspasar desde la inflamada polla hasta la dilatada vagina y, luego, el abdomen y todo el cuerpo en general de la chica que, por fin, se dejó caer, rendida, usada y humillada por ese hombre adulto que había abusado de ella sin piedad alguna.

  • Ha sido delicioso -la decía, bufando mientras recuperaba el resuello-... puff... estás para mojar pan, mi niña... puffff... te has corrido de campeonato, como una puta... pufff... qué gozada... pufff... y cómo te has corrido -comentaba, humillándola verbalmente por los dos orgasmos involuntariamente vividos-... puffff... menuda cerda estás hecha... pufff... se te notaban las ganas de polla... pufff... ¿qué, te apetece limpiármela?... ¿o probamos ese culito tan apretadito?... ufff... debe estar de vicio, super estrechito... ufff...

  • ¡No, noooo! -acertó a gritar, sin importarla ya nada, perdida su virginidad, destrozada su sexualidad por ese maduro violador.

  • Entonces toca chupar, guarrilla -afirmó, no preguntó, el hombre, encendiendo la linterna de su móvil y apuntándola directamente al rostro de su víctima, deslumbrándola.

Sin tiempo a reaccionar, le agarró por la melena y la atrajo hacia sí, hacia ese masculino cuerpo desnudo, con esa voluminosa extensión de carne que era su pene, el miembro viril que había arrasado con todo dentro de su todavía inflamado coño.

Con esa escasa iluminación pudo observar las venas que se marcaban a lo largo de ese tronco fálico, así como los restos de semen blanquecino que se extendían por varios puntos, a veces en solitario, a veces mezclados con un resto rosado de la sangre que Lidia había perdido sin apenas darse cuenta cuando ese macho destrozó a la fuerza su virginidad, la marca de pureza en la que nunca antes había reparado de forma tan consciente como ahora que se la habían arrebatado.

La herramienta de su asaltante vibraba con vida propia ante ella, agitándose, aunque se la había imaginado más grande, claro que, también veía que, en parte, se estaba encogiendo, retrayéndose, como si quisiera esconderse entre la mata de pelos oscuros y rizados que envolvían su punto de origen y la bolsa colgante donde tenía los huevos que generaban su espesa semilla.

El extremo era como una bola sonrosada que la mirase, brillante por el reflejo sobre su húmeda superficie, con la mezcla de jugos que era máxima en ese punto.

  • Vamos, pequeña -la dijo, apartando su cabellera hacia un lado, mirándola directamente a los ojos, mientras ella trataba de esquivar su destino, manteniendo la boca cerrada y esquivando la dura mirada de su violador, que se burlaba de ella-. Trágatela enterita, que no muerde... jajaja...

La adolescente comprendió que no tenía escapatoria, que, allí encerrada, en ese elevador colgante dentro de un hueco en ese arrugado edificio ante el gigantesco poder de la tierra, no había posibilidad de rescate inmediato o de fuga, que, al final, se vería forzada a someterse de nuevo, pero se resistía a ceder voluntariamente ante ese pervertido.

Él supo leer sus dudas y la abofeteó, con fuerza, con dureza, sin intentar fingir que eso no era lo que era, por mucho que usase palabras que podrían confundirse con otro escenario.

  • ¿Te gusta duro, pequeña?. Porque cuando te rompa el culo no vas a poder sentarte en una semana -la amenazó.

  • No, por favor, no -se vio obligada a suplicar, con ojos llorosos.

  • Entonces, chupa -ordenó, sin posibilidad de elección, como única condena disponible.

Una mano temblorosa se extendió ante ella para sujetar esa masa palpitante, de un calor intenso y extraño, y recubierta por restos pegajosos.

Era su mano, pero, a la vez, era como si no lo fuera, como en un sueño especialmente calamitoso del que no pudiera despertar.

Ante su tacto, la herramienta masculina reaccionó hinchándose y extendiéndose, creciendo hacia ella, como un dedo extra que tuviera un extremo globoso.

Escuchó al hombre soltar una risita.

Acercó ese falo a su rostro, o quizás fuera al revés, que ella se acercase a ese elemento extensible de la anatomía masculina.

Temblaba.

Cerró los ojos cuando esa polla estaba a punto de contactar con sus labios, y, en respuesta, recibió otro durísimo bofetón.

  • No, no, no... los ojos bien abiertos, quiero que me mires mientras... sé la buena puta que tú sabes ser, mi niña -la conminó su dominador.

Intentó transmitir una rabia furiosa con su mirada, que estaba segura de que al hombre le importaría poco o nada.

Su impotencia era total, sin escapatoria no veía alternativa a obedecer y claudicar ante la lujuria de su violador y, esperar, que fuera lo último, que no viniera más después, que, con eso, sus ansias animales quedasen saciadas.

Mientras notaba ese primer contacto entre sus labios y la, cada vez más, endurecida masculinidad, se imaginó mordiéndosela, vengándose de ese hombre, pero, casi inmediatamente después, otro pensamiento la advirtió de que, allí, atrapada y sin salida, no serviría más que para que una oleada de violencia siguiera a su acto que, ni siquiera, estaba segura de que pudiera llevar a cabo y que se quedaría simplemente en una pequeña muesca de sus dientes sobre esa gruesa verga.

Él no buscaba que ella saborease nada, cosa que, en el fondo, casi agradeció, el que no tuviera que sentirlo todo, y, sujetándola con ambas manos por la cabeza, aplicó fuerza para atraerla hacia si a la vez que, simultáneamente, empujaba con su tronco fálico hasta insertar su endurecida y ardiente barra de inflamada carne dentro de la cavidad bucal de la jovencita.

Por un momento se sintió ahogar, con toda esa polla dentro de su boca, forzándola a mantener su mandíbula tan abierta que casi la dolía, ocupando todo el espacio a lo ancho y a lo largo, tocando sin dificultad su campanilla y empujando un poquito más hasta doblarla para entrar hasta el fondo, hasta su garganta, llenándola por completo, casi al punto de hacerla sentirse asfixiada.

Tosió y supo, sin ninguna duda, que había empezado a babear, a soltar una cantidad de saliva exagerada, cuando, un segundo antes, tenía la boca completamente seca, y que buena parte de ese líquido no sólo recubría ya el tronco viril, sino que se escapaba de entre sus labios para escurrirse por su barbilla, con un sonido extraño que acompañaba al de su garganta intentando tragar a la vez que luchaba por hacer pasar aire para llenar sus pulmones.

Sentía que su rostro se enrojecía por el esfuerzo y el agobio.

Entonces ese hombre que la tenía sometida sacó un poco su miembro, lo justo para que ella pudiera aspirar el preciado aire y llevarlo hasta sus pulmones, apenas un segundo antes de volver a clavar su gruesa y durísima polla hasta el fondo, comenzando un intenso mete-saca en el que ella era poco más que un juguete en sus manos, un juguete con el que saciar su asquerosa necesidad de sexo.

Apenas tenía tiempo para pensar, simplemente sentía, sentía cómo esa barra de carne la atravesaba, llenaba hasta el fondo su boca, resbalando sobre y entre sus labios, para luego salir lo justo para volver a impulsarse una y otra vez, invadiendo su cavidad bucal sin consideración alguna, fuerte, duro, haciendo saltar restos de saliva y otras cosas por todas partes, salpicándose él mismo, pero, también, a ella, a su rostro, su cuello y la parte superior de su torso.

La metía y la sacaba, la sacaba y la metía, una y otra y otra vez, mirándola con sus oscuros ojos, llenos de sádico vicio, y sin que ella se atreviera a desviar su propia mirada por temor a otro golpe.

Las embestidas eran constantes, su sensación de asfixia iba y venía, aunque algunas veces no copaba toda su cavidad y podía tragar algo de saliva, pese al asqueroso sabor de esa mezcla entre su líquido bucal, los restos de semen, ese nuevo líquido que manaba de la puntita rosada del extremo de la endurecida verga y, también los propios jugos manados de sus orgasmos y un toque de hierro de la sangre vertida a cambio de su virginidad.

Otras, toda esa masa palpitante inundaba por completo su boca, metía su hinchada masa de carne hasta que el calor que irradiaba la hacía sentirse como atravesada por una lanza térmica.

Una y otra y otra vez aplicaba toda su fuerza a meter su pene, su tremendamente endurecido de nuevo miembro viril, que había recuperado toda su fortaleza perdida tras verter su semilla dentro del coño de la adolescente, justo antes de sacarlo y volver a empujar, hasta que su vello púbico rozaba el rostro congestionado de su víctima.

La sensación de ahogo era brutal, y la de no tener escapatoria, atrapada entre esas manazas que la forzaban a mantener la posición y, a veces, la atraían hacia el masculino cuerpo para profundizar todavía más la penetración oral, y por el otro lado, el empuje constante, aunque errático en su potencia y profundidad de embestida, con el que lanzaba esa gruesa polla para invadir su cavidad bucal una y otra y otra vez.

Los gorgoteos eran constantes, las toses llegaban a ratos, cuando más la forzaba, su incomodidad y vergüenza eran permanentes.

Nada de eso importaba a ese hombre, sólo su disfrute personal.

Metía y sacaba su pene una y otra y otra vez, y, por un instante, Lidia se lo imaginó como un lapicero que se estuviera afilando en su boca, cosa que la desesperó al pensar que luego se lo pudiera querer clavar en su culo, romper su recinto anal y destrozarla definitivamente.

Lloraba sin darse cuenta, de pura rabia e impotencia.

Tampoco eso lo detenía.

Una y otra y otra vez, y otra más, sin parar, esa verga se clavaba hasta el fondo de su boca, a veces hasta su garganta, más y más gruesa y dura, caliente como un pequeño hornillo portátil, hasta que la chica sintió que un agitación interior recorría esa barra de carne, cada vez más y más, como si, incluso en el interior de esa polla, hubiera algo que estuviera saltando y estremeciéndola.

El hombre comenzó a retirar esa especie de endurecida lengua volcánica, pero no con la suficiente rapidez y un primer chorro salió despedido del extremo de su polla, manchando el paladar de la hembra de la que estaba abusando.

  • Traga, puta, traga -la decía, a la vez que, con su tronco fálico ya fuera de su cavidad bucal, lo sostenía con una mano, que había abandonado la cabeza de la abusada chica, y lanzaba otro chorro que impactó entre sus ojos, sobre su nariz, haciendo que, instintivamente, los tuviera que cerrar, pese al riesgo de un nuevo bofetón.

El torrente de esperma siguió saliendo a presión, saltando desde la polla del gimiente hombre y cayendo sobre otras partes del rostro y, sobre todo, en las tetas de su rendida víctima, como marcas de su victoria y manchas en el cuerpo de la adolescente.

Tragó sin querer, sin pensarlo, no porque quisiese obedecerlo o darle ese gusto.

Pero tragó.

Con su saliva y otros restos, esa ración de semen bajó por su garganta, quemándola por dentro, una humillación más.

  • Uffff... -bufaba, contento- qué rica estás, mi niña... buffff... tragas de vicio... uffff... qué zorra eres... buffff...

La dejó descansar un momento.

Después terminó de desnudarla y usó el uniforme del instituto para cubrir el suelo.

La hizo tumbarse allí, encogida por la falta de espacio, con él pegado a su espalda, abrazado a ella como si fueran amantes, con su polla flácida apoyada contra uno de los muslos de la joven, hasta que se quedó dormido y empezó a roncar.

Lidia no se atrevió a separarse, no tenía sentido despertarlo y arriesgarse, sobre todo porque no veía escapatoria.

Seguían atrapados, sin posibilidad de huida, sin nadie que los buscase, que supiera que estaban allí atrapados, encerrados en una pequeña prisión colgante donde él se había convertido en la condena de la joven.

Por un momento logró alcanzar su propio móvil, casi de casualidad, en mitad de esa oscuridad.

Temió que la luz de la pantalla lo despertara, pero, al final, se arriesgó y contempló cómo esa especie de vida electrónica se mostraba ante ella... sin señal de ningún tipo, generándola una sensación de aislamiento mayor incluso que antes, sin posibilidad alguna de pedir auxilio o de que la pudieran localizar por la señal de su aparato electrónico.

Al final, también ella se quedó dormida, escuchando de fondo los crujidos del edificio, el goteo incesante de algún líquido sobre la cabina y un ligero siseo de fondo que no pudo dejar de imaginar como una fuga de gas que, pese a todo, fue incapaz de conseguir mantenerla despierta.

El cansancio la venció.

Se durmió junto a su violador.

La volvería a penetrar dos veces más, violentando de nuevo su coño hasta correrse de nuevo en su interior, llenándola con su semilla hasta que se sintió hinchada.

Sólo entonces se fue, no porque sintiese lástima de ella, sino porque le entró hambre.

Se vistió, se sirvió de ella de escalón, y logró pasar al techo del elevador, abriendo a la fuerza la puerta de uno de los accesos a los pisos antes de marcharse, dejándola allí tirada y mancillada.

Minutos y horas después, el tiempo parecía discurrir de una forma extraña y diferente, un perro la localizó y la sacaron de allí.

Corrió a abrazarse a sus padres, llorando los tres, aunque fuera de una alegría manchada por lo que había pasado en ese ascensor y que recordaría toda la vida.