Casos sin titulares XXX: portero de día.

Una adolescente es llevada al límite por el hombre al que humilló su padre horas antes, forzándola de manera salvaje.

Una vez más el Doctor recibe a una joven traumatizada por una experiencia sexual que debe afrontar para poder dejarla atrás.

Portero de día

Pamela escuchaba a su padre echándole la bronca al nuevo conserje, en parte admirada por la fuerza de su progenitor y, por otro lado, sintiéndose un poco mal por el hombre que escuchaba la reprimenda, sabedor de que era uno de los que podía ponerle de patitas en la calle con un simple gesto, como se suele decir.

  • … ¡y a ver si es capaz de mantener limpias y relucientes las escaleras, que esto es una vergüenza! –todo por un envoltorio de un caramelo que había visto en uno de los peldaños de unas escaleras que, en realidad, jamás usaba, porque, para eso, ya tenía el ascensor que le subía y bajaba del ático al garaje-. ¡Si no es capaz de hacer algo tan sencillo debería dedicarse a otra cosa!.

  • Lo siento, señor… -respondía él entre medias de cada frase del padre de Pamela.

  • Papá –se atrevió a decir ella, tras llevar un buen rato escuchando los gritos desde que había llamado al conserje que suplía al anterior, de baja por una fractura.

  • ¡¿Qué?! –se volvió hacia ella un instante, con el rostro congestionado, antes de darse cuenta, de golpe, que iban a llegar tarde, así que suavizó la expresión y la animó a subir al coche-. Está bien, cariño, ya nos vamos –para, luego, girarse de nuevo al conserje, antes de decirle-. Luego veremos qué pasa aquí, ¿entendido?.

  • Sí, Don… -ni lo dejó completar la frase, metiéndose en el Audi y cerrando de un portazo para salir disparado a dejar a su hija en el centro privado de enseñanza al que acudía.

Ese día tenían planeada una excursión, así que el día transcurrió rápido y, para cuando quiso darse cuenta, ya estaban regresando.

Lo malo fue la lluvia repentina, aunque, por suerte, sus profesores organizaron prácticamente una entrega a domicilio de cada estudiante al que cuyos padres no pudieran acudir a recoger al centro.

Ventajas de un buen cheque que hacía que al conductor del autobús no le molestase, al menos no lo demostró, convertir una ruta entre el Museo y el centro, en una especie de ruta a medida.

Aún caía con fuerza cuando el bus llegó a la altura del acceso al recinto que encuadraba las tres torres de apartamentos donde vivía Pamela, así que se empapó pese a la carrera que dio hasta llegar al punto de acceso.

Llamó varias veces al telefonillo, pero no la abrieron, seguramente la mujer del servicio estaría en la otra punta de la casa o en el piso de arriba del dúplex haciendo las habitaciones, así que, como estaba empapada y no quería esperar, Pamela probó a llamar al conserje, que si no estaba en su chiscón al menos sí que tendría el receptor encima, o eso o le caería otra buena bronca cuando se lo dijera a su padre.

Pero no, esta vez se iluminó el ojo del vídeo del telefonillo y, sin mediar palabra, resonó el fuerte “clic” que informaba del desbloqueo del portón de acceso.

El hombre fue a su encuentro antes incluso de volver a pulsar el segundo telefonillo, el de acceso a su edificio.

  • Viene empapada, señorita… no recuerdo su nombre –la dijo, bloqueando con su cuerpo la entrada.

  • Pamela –contestó ella, repentinamente molesta por la sonrisilla que mostraba al verla en ese estado y, sin saber la razón en ese momento, incómoda por algo que no supo descubrir-. ¿Me dejas pasar?.

  • ¿Qué? –se hizo el sorprendido, tardando un rato aún en moverse para que ella pudiera pasar al hall de entrada del edificio-. Ohhh… disculpe. Viene usted empapada –mencionó con un cierto retintín que, sin saber muy bien porqué, hizo que se la pusieran los pelos de punta-. ¿La puedo dejar una toalla para que se seque y ofrecerla una bebida caliente? –siguió, extrañamente obsequioso, cosa que la adolescente atribuyó a que quisiera congraciarse con ella para influir en su padre.

  • No –soltó, brusca-. Voy directamente a casa.

  • No puedo dejarla ir así –se disculpó él, interponiéndose de nuevo en su camino-. Además, -agregó- ahora no hay nadie arriba.

  • ¿Ehh… no? –se extrañó la joven, pero, ingenua, no se la pasó por la cabeza que pudieran estar engañándola.

  • No –confirmó él-. Pero puede esperar un momento en conserjería hasta que vuelvan –y, cogiéndola del brazo, la guio junto al chiscón, donde tenía un habitáculo con un par de habitaciones para su uso personal en previsión de que pudiera no resultarle rentable ir a mediodía a su verdadera casa y volver para hacer la tarde.

Confiada, Pamela se dejó llevar y, aunque apenas eran unos metros, el maduro conserje suplente imprimió una cierta urgencia en la forma en que casi la empujaba hasta el cuarto cerrado con la llave que tenía separada del manojo general.

Incluso, mientras abría, le pareció que miraba por encima del hombro de una forma rara, aunque no tan extraña como esa chispa que pareció entrever en sus ojos al dirigir de nuevo su vista hacia ella.

Sacó y metió la lengua con rapidez, sólo un poco, pero lo justo para que la recordase a un reptil.

Tuvo un escalofrío, y no fue por la fría humedad que empapaba su cabello y todo el uniforme, pero no hizo caso a su subconsciente.

El lugar estaba medio a oscuras, con las cortinas corridas, la persiana por la mitad y, además de por la poca luz que entraba por los cristales, el enrejado tampoco lo hacía parecer muy hogareño.

Nada más entrar había un paragüero y un tablón lleno de llaves numeradas antes de dar paso, por una lado, a una pequeña cocina con lo básico y un cuarto con un par de sillones, uno grande y otro individual, orientados a una televisión minúscula y anticuada.

Pudo ver dos puertas, que daban a un pequeño lavabo y un dormitorio.

Todo el conjunto ocupaba poco más que su propio dormitorio y eso la hizo sentir cierta lástima, aunque, cuando él volvió a posar sus maduras manos sobre sus hombros y se agachó para hablar a su oído, pasó a tener de nuevo esa sensación de inseguridad.

  • ¿Sabe que tiene un cabello muy bonito?... así, largo... suave... es precioso... -la decía, acariciándoselo con una de las manos y estirándolo hacia atrás, como si quisiera estrujar el agua que lo empapaba.

  • ¡Ahhh! -se quejó ella-. Me pega tirones. Suélteme -y, añadió-. Quiero irme a casa.

  • Pero... señorita... -respondió, con un tono ofendido- encima de que quiero ser amable y me insulta...

  • Yo... yo no le he insultado, yo sólo quie... -se defendió ella, incómoda pero, a la vez, no deseando parecer una borde, aunque no entendía a qué se refería.

  • ¿Puedo hacerla unas coletas? -cambió de tema y de tono, obsequioso.

  • No sé, yo... -confusa, la adolescente no sabía qué decir.

Antes de darse cuenta, el maduro conserje la guiaba hasta el pequeño cuarto de baño, encendía una bombilla en el techo y abría el mueble del espejo sobre el lavamanos para coger un par de cintas de pelo.

A Pamela ni se la pasó por la cabeza el cuestionar que tuviera un puñado de cintas de pelo junto a lo que parecían unas esposas de peluche rosas y un montón de cinta americana.

El hombre estaba detrás de ella, que miraba de nuevo su imagen en ese espejo y veía una ansiedad en el rostro del hombre que la ponía nerviosa, mientras él volvía a tirar de su cabello con fuerza, aunque esta vez ella procuró no quejarse, y se lo dividió en dos mitades para hacerla dos coletas como llevaba cuando era más cría.

Se sintió un poco ridícula, pero no quería parecer tonta o desagradecida.

  • Muy guapa -dijo él, posando una mano sobre su cabeza para acariciarla mientras la miraba en el espejo y se pegaba a ella-. Seguro que debes de tener a los chicos locos con tu cuerpecito.

  • Quiero irme -insistió ella, cada vez más incómoda.

  • Vamos, vamos, no tengas prisa, cariño -posó ambas manos en sus hombros, sin dejarla girarse y pegándose tanto al cuerpo de la joven que notaba el calor que emanaba y traspasaba las prendas de ropa-. ¿Tienes novio? –siguió preguntando.

  • No –contestó por inercia, quieta, como hipnotizada por esa mirada cada vez más extraña en ese hombre, y notando cómo la presionaba cada vez más con las manos en los hombros y… y algo más… algo raro, como un bulto...

  • Ya… no te gustan los críos. Es normal a tu edad… prefieres alguien con más… experiencia –decía, hablando cada vez más cerca de su oído, mirándola a los ojos en el espejo.

  • Por favor, -intentó retorcerse, cada vez más incómoda y nerviosa, pero las manos con las que el conserje la agarraba eran auténticas tenazas- déjeme. Quiero subir a casa.

  • ¿Te está molestando nuestra conversación? –se rio él-. No me digas que… ¿eres virgen? –preguntó, con un tono que la resultó peligroso, no hubiera sabido decir la razón, mientras se pegaba más contra ella, que podía notar un bulto duro contra su culo.

  • ¡Que me deje o se lo diré a papá! –intentó zafarse de nuevo, aludiendo a su padre para detener esa situación que tanto la molestaba.

  • Serás maleducada… -se enfadó él, que la soltó, empujándola hacia delante, de forma que tuvo que sostenerse con las manos al borde del lavamanos para no perder el equilibrio-. Encima de que te invito aquí, te trato con educación, te ofrezco secarte y una bebida caliente y… y… dos preguntitas de nada y ya estás amenazando.

  • Sólo quiero irme -insistió ella, sin atreverse a girarse y enfrentarse al hombre.

  • Está bien -concedió el portero y Pamela respiró aliviada, antes de escuchar la continuación-. Pero primero la bebida caliente y secarte un poco.

Agarró una toalla de detrás de la puerta del lavabo y se la tiró a la cabeza.

  • Séquese bien el pelo, señorita -pronunció con retintín-. La espero fuera.

  • Gracias -respondió la adolescente, sin saber muy bien cómo irse sin resultar maleducada después del nuevo cambio en el comportamiento del hombre, que salió del lavabo y la dejó sola.

Se secó el cabello en toda su longitud, la melena al completo, y, después, las partes de su cuerpo a la vista por encima, sin atreverse a pedir otra toalla.

Se dio cuenta de que tiritaba un poco por efecto de la humedad que impregnaba la ropa de su uniforme y deseó subir de inmediato para cambiarse.

  • ¿Y las coletas? -inquirió el portero cuando Pamela regresó al pequeño salón.

  • Yo... -la pilló confusa.

Se las había quitado por inercia al secarse, además de que no la gustaba el aspecto que la daban. Una cosa era recogerse el cabello en una cola de caballo y otra con dos coletas, eso era demasiado infantil, al menos para su gusto.

  • Ya veo... aquí la señorita -se puso a hablar como si hubiera una tercera persona- se cree demasiado importante para dejarse hacer unas coletas por alguien de clase inferior...

  • No, yo no...

  • ¡No me interrumpas! -la gritó a un palmo de su rostro, tras avanzar unos pasos con rapidez y decisión hasta donde estaba ella, con una copa de un líquido ambarino en la mano y un aliento a alcohol que reconoció de cuando su padre invitaba a algún cliente a comer y tomaban luego una copa al final. El portero tenía ahora el rostro congestionado como de rabia, muy colorado y soltando gotas de saliva según hablaba-. Niñata malcriada. Eres una puta maleducada. Muy guapa pero no hay nada más ahí arriba, ¿verdad, zorrilla? -la insultó.

  • Qui... quiero irme... ¡ya! -intentó mostrarse firme, pero tartamudeó cuando el hombre, ese maduro portero más alto que ella y mucho más fuerte, se puso tan cerca de ella de una forma amenazante.

  • Y una mierda. Mi casa, mis reglas. Vuelve de inmediato al baño y te pones las dos coletas -la ordenó, dejándola confusa-, ¡ya!.

Obedeció casi sin darse cuenta, sintiendo una mezcla de miedo y unos retortijones en las tripas que se imponían a los escalofríos que la ropa húmeda la ocasionaba.

  • Muy bien, así está mucho mejor -la alabó cuando regresó con su melena recogida en las dos coletas a ambos lados de la cabeza-. Muy guapa. Todo un bellezón -la alabó, repasándola de arriba abajo con una mirada hambrienta que daba miedo, pero Pamela no se atrevió a decir nada, bloqueada-. ¿No dices nada? -agitaba la mano donde había tenido el licor, del que ya no quedaba nada-. Serás maleducada... ¿sabes cómo estarías aún mejor? -se animó él mismo, pasando su rostro de la locura a una sonrisilla calculadora que logró que otro escalofrío estremeciera todo el cuerpo de la adolescente, pero no de frío-. Que te desabroches dos botoncitos de la blusa. Tienes que mostrar tus encantos para... ya sabes -y la guiñó un ojo, adelantándose como si nada cuando ella no reaccionó y estirando las manos hacia su pecho.

Pamela se cubrió con los brazos en un gesto defensivo automático, pero el hombre la agarró por las muñecas y, a la fuerza, la obligó a poner sus brazos a los costados antes de agarrar su blusa y desprender los dos primeros botones, dejando el nacimiento de sus senos parcialmente a la vista.

De nuevo, ella pudo ver cómo la miraba con una mezcla de ansiedad y... y otra cosa... y sacaba y metía su lengua con rapidez, como si estuviera babeando por dentro o... o algo más...

Quiso cubrirse con las manos, pero le pareció un gesto demasiado tonto y esperó que ya la dejase marchar.

No paraba de mirarla el punto donde sabía que se estarían marcando sus pezones por la humedad que empapaba la blusa del uniforme.

Pamela todavía tenía unos pechos pequeños, como unos melocotones, firmes y con unos pezones que se marcaban bastante, que a veces la parecían demasiado grandes comparados con el resto de la forma de sus senos, y que, en ese momento, la hacían sentir especialmente vulnerable ante el escrutinio de ese hombre mayor.

  • Me voy ya -decidió, anunciándolo con decisión, imitando a su padre, y moviéndose hacia la salida ignorando al conserje.

Pensó que ya estaba, que su reacción lo había asombrado y dejado en su sitio, y, por un instante, se sintió orgullosa de si misma, de haber capeado esa incómoda y extraña situación, hasta que él la agarró por una de las coletas, tirando con fuerza de ella.

Gritó del dolor cuando sus pelos fueron llevados al límite y el gesto repercutió en su cuero cabelludo, sorprendida de la acción del hombre.

La hizo girar sobre si misma y la soltó un bofetón fuerte, como jamás la habían dado, haciéndola perder el equilibrio hasta derrumbarse sobre el sofá grande.

Vio al hombre, erguido sobre ella, quitándose con rapidez la camiseta que llevaba por la cabeza, mostrando su velludo torso, y quitándose el cinturón en un movimiento único y fluido.

Ella intentó levantase y huir, sabía que lo que pasaba ya no era normal, que tenía que escapar como fuera, pero otro bofetón, más fuerte incluso que el anterior, la lanzó de nuevo contra el sofá, y el portero aprovechó para ponerse sobre ella y amarrarla las muñecas con su cinturón.

  • Por favor -suplicó, llorosa-, no me haga daño.

  • Te voy a dar lo que venías buscando desde hace tiempo, niñata calientapollas -estaba completamente poseído, actuando como un loco hambriento.

  • ¡No!. ¡Por fa...! -otro bofetón cortó sus palabras.

  • Cierra el puto pico niñata de mierda o te lo cierro yo -la amenazó-. Ya sabías a lo que venías, ahora no te hagas la estrecha.

Levantó su falda de golpe y, de un violento tirón, arrancó sus bragas y se las llevó al rostro, oliéndolas con fuerza sin dejar de mirarla, paralizándola con sus hambrientos ojos.

Bajó la vista hacia el coño de Pamela y enfocó algo que le hizo poner una sonrisa lobuna, sacando su lengua con rapidez antes de volverla a meter.

  • Depilada como me gusta -iba diciendo con lentitud, como saboreando cada palabra- y un coñito... húmedo -repasó con la mano la rajita de la adolescente, separando sus labios vaginales para dejar a la vista su zona más íntima. Luego volvió a mirarla con un brillo peligroso en los ojos-. Bien que sabías lo que venías buscando... -jugueteó con su mano sobre su coño, abriéndolo y acariciando con brusquedad toda la rajita, entreteniéndose sobre todo en el agujerito que daba acceso al premio gordo, contra el que presionaba sus dedos, metiendo la puntita.

La adolescente lloraba y negaba en silencio, moviendo la cabeza, como si con ese simple gesto pudiera hacer que todo se detuviera y despertase de esa pesadilla.

Él empezó a masturbarla cada vez con más fuerza, con más energía, moviendo su mano todo a lo largo y ancho de su concha y, cada vez más, introduciendo sus dedos en su coño, descubriendo su clítoris degradándola más y más con cada humillante gesto sobre la zona más íntima de su sexualidad.

Con la otra mano, la que había sostenido su braga rota, se sacó el pene, monstruosamente erecto, tras lanzar la destrozada prenda al rostro surcado de lágrimas de la joven víctima del conserje.

No pudo evitar mirarlo.

Era la primera vez que veía de verdad una polla, fuera de ilustraciones, fotos o algunos vídeos... no es que ella fuera de esas... pero... bueno... alguna vez... alguna sí que había tenido interés y... algo había buscado y... pero, real real, era la primera que veía endurecida por la presión que la transformaba de una masa flácida en una barra de carne gruesa y compacta.

Él se rio de ella, con una sonrisa corta, seca, sin gracia, rompiendo el breve embrujo de la situación que la aparición de esa muestra de virilidad había generado en la adolescente, haciéndola olvidar por un segundo lo apurado de su situación.

  • Te gusta lo que ves, ¿verdad, cariño?... esto es lo que buscabas desde el principio, ¿verdad, niñata?... una polla de verdad, la de un hombre, no un crío... ¿verdad?... eres toda una zorrilla... una auténtica calientapollas de primera... ven, cógela, sé que lo estás deseando -la menospreciaba antes de coger sus manos enlazadas con su cinturón y ponerlas alrededor de su masculinidad, de forma que Pamela podía notar la fuerza de ese miembro, el calor intenso que desprendía, la palpitación interior que mantenía esa erección, la humedad que brotaba poco a poco del extremo... mientras él no paraba de toquetearla el coño y estimulárselo sin miramientos, de una forma agresiva, de alguien que sabe pero que carece de paciencia, que busca clavar el arpón en su presa y pasar a otra cosa, que lo único con lo que disfruta es con la caza, nada más.

Ella sabía lo que iba a pasar, lo tenía muy claro, no tenía escapatoria, no la veía.

Y, sin embargo, seguía esperando ese giro de último momento tan típico de las películas, esa salvación cuando quedan 2 segundos para que todo salte por los aires... ese héroe que se precipita en el último segundo para salvar el día... ese leñador que acaba con el lobo feroz...

Pero el mundo real no sigue las reglas de los cuentos, o, al menos, no allí ni entonces.

Resonó un trueno con fuerza.

Las luces temblaron, amenazando con cortarse, con que la corriente eléctrica pausase su flujo.

El rostro del conserje pareció una máscara oscura por un instante, con apenas unas zonas iluminadas que daban aún mayor sensación de terror a su presencia sobre ella.

La barra de carne que tenía entre las manos parecía moverse con vida propia, casi como si se retorciera buscando liberarse del abrazo de sus dedos para poder dirigirse al objetivo para el que había sido creado y ensartarse hasta lo más profundo.

La humedad que brotaba del extremo sonrosado y bulboso que era el prepucio de la verga de ese hombre, la mojaba las manos de una forma completamente distinta a la del agua de lluvia, haciéndola sentir algo completamente distinto.

Esa otra humedad que manaba de su propio interior contra su voluntad, que el propio cuerpo de Pamela generaba en reacción al estímulo que ejercía sobre su entrepierna la mano del maduro, también la inducía otras sensaciones, más vulgares si cabe, más humillantes, más degradantes... y que iban acompañadas de un olor que se iba extendiendo por el cuarto y que hacían que la nariz del cazador se estremeciese de placer.

Placer que mostraba no sólo dilatando las aletas nasales, sino por ese brillo tan especial en los ojos, victorioso y vicioso a partes iguales, y por la forma en que su lengua salía y entraba de su boca, a ratos de frente, a ratos moviéndose de lado a lado de sus labios, ansiosa, tremendamente ansiosa.

  • Ha llegado la hora de probarte, pequeña -avisó, más como una forma de torturarla psicológicamente que porque realmente quisiera concederla ningún tipo de control o interacción en lo que iba a pasar.

La joven no era capaz de hacer nada, estaba en un estado de absoluta indefensión, en puro shock ante una situación que la desbordaba como jamás habría podido imaginar ni en sus fantasías más terroríficas.

La virilidad se retiró de entre sus manos, que quedaron donde estaban, sin saber muy bien para qué otra cosa podían servir.

Todo el hombre se deslizó hacia abajo, arrodillándose en el suelo antes de inclinarse sobre ella, sobre su desprotegida sexualidad, y olerla en profundidad, con fuerza, con esas masculinas fosas nasales a milímetros de su concha, prácticamente rozando la humedad que la impregnaba por la forzada masturbación a la que había sido sometida por la mano ruda de su agresor.

Pudo escuchar con total claridad cómo inhalaba su perfume, el olor que manaba de lo más profundo de su coño, y cómo parecía degustarlo, casi paladearlo.

Si todo hubiera terminado ahí... pero no fue así.

Sin moverse ni un centímetro, sacó la lengua y empezó a pasearla por la rajita de la joven, lentamente, internándose entre los pliegues que rodeaban la entrada a su vagina, acariciando con el grueso extremo incluso su clítoris, casi de una forma dulce... casi... porque después aplicó sus labios y empezó a sorber, a comerla el coño, a devorar su feminidad a la vez que volvía a aplicar sus dedos a la misión de estimular su entrepierna de tal forma que Pamela se veía incapaz de reprimir las oleadas de excitación que surgían del interior de su cuerpo en contra de su voluntad, sencillamente activadas por su anatomía, por la reactividad natural innata de su fisiología femenina.

Al final tuvo que gemir, no lo pudo evitar.

Entre los dedos del portero, su lengua y labios, al final su asaltante consiguió arrancarla un tremendo orgasmo que la sacudió de arriba abajo, haciéndola temblar y poner los ojos en blanco por un momento.

Hubiera dejado una mancha sobre el sofá si ese maduro no hubiera puesto su boca a trabajar como no podía imaginar la adolescente, absorbiendo toda esa humedad, toda esa viscosa muestra de una sexualidad desbordada por unos impulsos incontrolables.

Jamás habría podido imaginar que una lengua pudiera hacer eso, de los dedos sí, porque ella misma lo hacía desde hacía unos meses, pero la lengua... de la lengua no lo habría sospechado, o que una boca fuera capaz de succionar y estimular casi simultáneamente de esa manera.

Si hubiera sido en otro momento y con otra persona... pero ese hombre estaba haciendo todo eso contra su voluntad, y eso que había sentido, ese arrollador orgasmo más que disfrutarlo, que no tenía forma de evitar hacerlo, era algo que luego recordaría como un instante de extrema vulnerabilidad, de máxima humillación y vergüenza.

  • No estás nada mal, putilla. Te corres rápido y abundante, me gusta, como una auténtica zorra -la siguió degradando, insultando con cada palabra-. Creo que ha llegado la hora de enseñarte cómo lo hacen los... mayores...

Dejó en el aire lo que iba a pasar, aunque la adolescente lo sabía y lo temía casi desde el momento en que posó sus pies en ese lugar.

Resonó otro trueno, más cerca.

La poca iluminación eléctrica del lugar se fue, llevando un extraño silencio al lugar, dentro de la ruidosa sinfonía de la lluvia descargando fuera y contra las ventanas.

Pamela vio como desde fuera, como si estuviera viendo una película, como si ella fuera una simple observadora, el momento en que el hombre se alzó, con su tremenda erección a la vista, y, apoyando una rodilla en el sofá, entre las piernas de la chica, incapaz de resistirse cuando se las hizo separar, apuntó el extremo bulboso de su masculinidad al centro de su concha, empezando a juguetear con su rajita con su prepucio, como si, de alguna extraña forma estuviera en un macabro juego en el que no había decidido por donde atravesarla, aunque ella estaba absolutamente segura de que lo tenía decidido desde el principio.

Al final detuvo el movimiento de su verga y, por un instante, sus miradas se cruzaron.

Espantada, observó cómo crecía una siniestra mueca que pasaba por sonrisa en el rostro de su abusador y, en el mismo instante que resonó otro trueno, más cerca incluso que el anterior, se la clavó, empujando con toda la fuerza que su hombría era capaz de desarrollar, metiendo sin consideración alguna, sin piedad, esa masa de carne, esa barra hinchada y caliente, de un sólo empellón hasta el fondo, hasta penetrarla de tal forma que pensó que la desgarraba y la rompía.

Él también debió de notar esa pequeña resistencia, destruida casi en un instante, como si de un folio partido por la mitad se tratase, y la sonrisa se hizo aún mayor en su rostro al saberse el primero, el macho que la había desvirgado, el hombre que había roto el sello de la pureza de la joven a la que acababa de empitonar.

Ella chilló, pero su protesta fue ocultada por el retumbar del trueno y cesó cuando otro fortísimo bofetón cayó sobre su cara.

Con toda esa verga insertada en su interior, inmóvil, llenando por completo su desprecintada vagina, haciendo que sintiese cómo su cuerpo se adaptaba a esa gruesa masa de carne que palpitaba con una vida propia dentro suyo, el hombre aprovechó para terminar de desabrochar la blusa del uniforme de su instituto y liberar sus tetas.

Sin mover ni un palmo su polla, clavada por completo dentro del sexo de Pamela, de tal forma que notaba la presión de los huevos del portero contra su rajita, el hombre empezó a sobar sus pechos, abarcándolos con facilidad entre sus manos, estrujándoselos, pellizcando los sensibles pezones al máximo, hasta que la dolían y se veía obligada a gimotear suplicante, momento en que se inclinaba con esa mirada lobuna, del vencedor que se ve a si mismo con derecho a todo sobre su presa, y se las metía en la boca, succionando sus tetas y jugando con su lengua sobre sus torturados pezones.

Otro trueno inundó el aire.

Sólo entonces comenzó a bombear, como si fuera la señal que estaba esperando.

Mientras la adolescente sollozaba y se retorcía como podía, el macho que tenía sobre ella se dedicaba a comerla las tetas, a sobárselas sin reparos, mientras su verga se deslizaba una y otra vez por el interior de su vagina, ya con el sello de su virginidad completamente roto, destruido por ese primer empujón duro y profundo que consiguió clavársela hasta el fondo en un único y fluido movimiento.

Sentía con total claridad cómo esa barra de carne engrosada se abría paso una y otra y otra vez por su interior, perforándola, inundando cada palmo de su vagina, atravesando su coño una y otra y otra vez, empujando con fuerza, desde sus caderas y con el apoyo de esa rodilla clavada entre sus piernas sobre el sofá que estaría marcado para siempre como el punto donde perdió su virginidad, ese tesoro que con tanta ilusión había guardado para otro y que ese hombre, ese hambriento macho, había desgarrado para hacerla suya, para convertirla en una muesca más en su cinturón, si es que llevaba la cuenta de alguna forma.

La embrutecida virilidad del portero la perforaba una y otra y otra vez, con fuerza, clavándose hasta el fondo, hasta que sus huevos chocaban contra la concha de Pamela, impulsado por una energía tremenda y con toda la potencia de su mayor fortaleza y peso, que le permitía descargar una y otra y otra vez esa polla como si de una lanza térmica se tratase perforando su carne y abriéndola por la mitad una y otra y otra vez.

Mientras su vagina era violada, sometida a la fuerza por esa barra de carne endurecida y caliente, sus tetas eran pellizcadas, estrujadas, sobeteadas, lamidas, mordisqueadas... en fin, usadas de todas las formas posibles por las manos y boca del portero, que disfrutaba como un crío con un juguete nuevo con esos pechos adolescentes tan sabrosos para el maduro.

El pene entraba y salía una y otra vez, con una velocidad que crecía a ratos, y otros paraba unos instantes, casi siempre completamente insertado en lo más profundo del coño de Pamela, presionando su útero casi como si quisiera atravesarlo y surgir como si de un alien se tratase por el ombligo de su joven víctima, que sentía no sólo cómo la llenaba con esa barra de inflamada carne, sino cómo empujaba y seguía empujando incluso cuando ya estaba completamente incrustada dentro de su coño, llenando por completo cada milímetro de su vagina.

La ardían las tetas del constante abuso al que las sometía.

Casi sentía que los pezones se iban a rajar cuando estiraba de ellos con fuerza entre sus dientes o al retorcerlos entre sus gruesos y masculinos dedos.

Y entonces otro trueno resonaba y el bombeo resurgía con más virulencia, con empujones más y más fuertes, como si la masculina virilidad fuera un instrumento de la tormenta para atormentarla de otra forma después de haberla empapado.

Lanzaba cada vez más y más fuerza, presionando más y más, haciendo que el recorrido de su polla fuera cada vez más y más rápido, más y más intenso, más y más profundo si cabe.

Los truenos se sucedían y él dejó de comerla las tetas, que pasó a atrapar entre sus manazas y a medias entre amasarlas y retorcerla los pezones hasta llevarla al límite del dolor, todo mientras la clavaba su pene más y más, llenándola una y otra y otra vez, haciendo que sintiera cómo esa barra de carne la llenaba una y otra y otra vez, mientras escuchaba ese sonido como de chapoteo de la bolsa, en la que colgaban los huevos de su violador, cada vez que impactaba por fuera contra su concha.

La endurecida polla la penetraba una y otra vez, clavándose más y más fuerte, una vez y otra y otra más, y otra más... y otra... y otra... hasta que en uno de sus empujones se retorció por dentro, algo vibró a lo largo y ancho de la verga... y Pamela notó, sintió con absoluta claridad, cómo manaba chorro tras chorro de la semilla del portero, de su semen, de su caliente esperma, inundando su vagina de una forma que, a la vez, la dio asco y, nunca lo reconocería, porque era, tenía que ser, una traición de su cuerpo, un punto de excitación.

El portero gimió con los ojos entrecerrados mientras empujaba un poco más, haciendo que siguiera saliendo su semen, su caliente y viscosa semilla, hasta vaciarse por completo dentro del coño de la joven adolescente, que apreció cada mililitro de ese esperma que se repartió por toda su vagina, decorándola desde el útero hasta la salida por su coño.

Sólo entonces sacó su miembro, cuando ya consideró que había liberado toda su leche, la razón de ser de esa barra de carne al endurecerse.

La agarró de las manos atadas por el cinturón para obligarla a levantase, aunque apenas la sostenían las piernas, y la dejó caer de rodillas ante él.

  • Ha llegado la hora de que me lo agradezcas como una buena niña -dijo, antes de aclarárselo, por si hubiera alguna duda, usando las mismas palabras que su padre esa mañana-. La quiero limpia y reluciente.

Obviamente se refería a su polla, al miembro viril que acababa de vaciarse dentro del coño de la adolescente, que podía notar cómo se escurría parte de ese esperma por sus muslos, incapaz de retenerlo dentro de su vagina.

Había visto en vídeos lo que él deseaba que hiciera, pero, en ese momento, con él, en esa situación, la resultó algo repugnante, asqueroso y cerró la boca con tanta fuerza que le dolió la mandíbula.

Cinco segundos duró su resistencia.

Los cinco segundos que el portero tardó en arrearla otro fuerte bofetón, que la cruzó el rostro y la hizo pensar que la había roto el labio.

Tuvo que abrir la boca, dar paso a esa polla que flotaba ante ella, luchando contra la gravedad ahora que la erección iba desapareciendo, pero con el prepucio todavía visible, sonrosado y húmedo con esa mezcla que había removido dentro del coño de la joven.

El portero no estaba para tonterías.

La agarró con las manos de ambas coletas, pues para eso se las había hecho, lo supo sin lugar a dudas, y, mientras presionaba con su pene, empujando, con las manos utilizaba las coletas para acercar la cabeza de Pamela hacia él, aumentando la profundización de la felación.

Las arcadas no tardaron en llegar.

Tenía que aprovechar los escasos instantes entre que tenía la boca llena con esa masa de carne y los que la retiraba hasta la mitad de su boca antes de volver a impulsar su verga hasta lo más profundo de la cavidad bucal de la adolescente, que se veía inundada de esa barra hinchada una y otra vez, golpeando unas veces sus carrillos y otras alcanzando su garganta.

Una y otra vez empujaba, metía su polla todo lo que podía, y, a la vez, tironeaba de las coletas para acercar el rostro de la joven, hasta lograr que, en algunas ocasiones, la bolsa escrotal impactase contra la barbilla de la adolescente, dejando un rastro de otro tipo de humedad, la resultante al mezclar el sudor masculino con los jugos combinados del semen del portero y la corrida orgásmica de la propia Pamela.

Ella podía sentir moverse esa verga dentro de su boca, inundándola no solo con esa masa de carne inflamada, sino con toda una serie de olores y sabores que la repugnaban y, a la vez, la hacían sentir un cosquilleo vergonzoso en lo más profundo de su cuerpo.

Así siguió un rato, empujando por un lado y atrayéndola por el otro, haciendo que esa polla invadiese su cavidad bucal una y otra y otra vez, unas veces solo un trozo, otras llegando a provocarla la arcada.

Y cada vez se sentía más y más asfixiada, con esa gruesa polla llenándola una y otra y otra vez, más y más, sin parar, con una brutalidad más propia de un animal salvaje que de un ser humano.

Sabía que era por el cansancio y su propia inexperiencia, pero con cada penetración oral se iba sintiendo más y más agobiada, asfixiada, derrotada y humillada, mientras que él disfrutaba más y más con cada movimiento, con cada impulso de su virilidad, con cada arcada que su invasión la provocaba, con esa sensación de dominio total y absoluto del cuerpo juvenil de la adolescente del padre que lo había humillado hacia tan pocas horas.

Siguió bombeando una y otra y otra vez y, extrañamente, la verga parecía cobrar más y más fuerza, más grosor, más y más con cada empujón, con cada impulso, con cada deslizamiento dentro de la boca de la adolescente, presionando su lengua, sus cachetes y la garganta.

Al final, inesperadamente, cuando ella sintió que volvía a inflamarse al límite, él sacó su polla de la boca de Pamela y empezó a soltar chorros de nuevo, gruesas masas blanquecinas de esperma que iban cayendo sobre las tetas de la joven, una y otra vez, un grumo tras otro, repartiéndose entre sus dos tetas y por el canalillo que las separaba, hasta que, al final, sólo brotaron unas pocas gotas que se sacudió, cayendo algunas sobre la barbilla y el cuello de la adolescente.

  • La mejor leche corporal del mundo -se jactó él, extendiéndola con la mano sobre los pechos de la chica a la que acababa de violar y someter- y, ahora, bien limpia y reluciente -dijo, mostrándola la cabeza de su pene, que iba encogiéndose con rapidez. Ante el gesto confuso de la adolescente, la aclaró con desgana-. Usa la lengua, zorrita, usa esa puta lengua o...

Dejó la amenaza en el aire, pero no tuvo que repetirlo.

Pamela terminó de avergonzarse a si misma y adelantó el rostro para usar su lengua, poniéndose a lamer lo que quedaba del anteriormente endurecido miembro viril, hasta que el conserje quedó satisfecho y la dejó asearse antes de enviarla a su casa, justo cuando volvió la luz.

  • Cuando quieras más, ya sabes dónde estoy, zorrilla -se despidió de ella mientras salía por la puerta.

Fé de erratas: el anterior relato, el de la "universitaria en apuros" era el número XXIX de los casos del Doctor, siento la confusión por las prisas durante su publicación.