Casos sin titulares XXVIII: con sumo vicio.

Un Maestro de Yoga y Meditación aprovecha sus conocimientos y una vulnerabilidad en una joven alumna para programar su abuso.

El romper el vínculo de confianza entre un profesor, de cualquier tipo, y su alumno es algo perverso, y el nuevo caso que acepta el Doctor cumple ese deshonroso requisito.

Con sumo vicio (o el Maestro de yoga)

Elena acababa de salir de una relación de tres años con el que había sido un compañero en la facultad primero y luego novio, así que se encontraba lógicamente de bajón.

Deprimida no, pero tampoco es que fuera el alma de la fiesta.

No había habido terceras personas, aunque fuera el típico tópico que suele soltarse cuando sí las hay.

Pero en éste caso era verdad.

Fue la propia relación la que se precipitó a su fin cuando comenzaron a convivir.

El día a día, las tensiones de la vida adulta, de los trabajos, de esa independencia de la familia, del difícil equilibrio entre esa nueva fase de la vida y la relación que tenían, basada más en momentos puntuales con el refugio de la propia familia siempre a mano y sin tener que pasar más de unos días como mucho juntos y siempre para vacaciones o escapadas aquí o allí.

Todo eso había saltado por los aires cuando se dieron de bruces con la realidad de la vida de pareja al cien por cien, sin una red debajo.

Así que, al final, decidieron romper antes de que la cosa fuera a peor, o es lo que entonces pensaron.

Entonces apareció la tía de Elena en escena.

Por aquel entonces se había metido en un grupo de autoayuda por otros temas y convenció a su sobrina para que participase en algunas de sus actividades para desconectar, para limpiar su mente, para, de alguna forma, renacer.

Consiguió persuadirla para unirse a su grupo de senderismo en fin de semana y para participar en el grupo de yoga y meditación.

Como era esperable, el noventa por ciento de los asistentes a ese segundo grupo era gente madura, fundamentalmente.

El hombre que dirigía las clases de yoga y meditación se llamaba Pablo, que tenía un estudio con varias fotos suyas en la zona del Tíbet y sureste asiático de una época en la que tenía algo más de cabello con un tono muy oscuro.

Ahora su cabeza tenía una amplia zona completamente despejada, salvo por algunos pelos canosos rebeldes que todavía aguantaban, y una mata aun relativamente abundante alrededor de la zona de las orejas y que se unían por un pasillo que daba la vuelta por detrás a su cráneo.

Quizás para compensar esa pérdida de pelo, se había dejado barba y bigote, también de un color blanquecino.

Debía de rondar los sesenta años, pero mantenía una buena forma y una flexibilidad para ciertas posiciones que asombraba en alguien de su edad.

Sacaba media cabeza a Elena en estatura y siempre iba con los pies desnudos y un pantalón corto blanco.

De hecho, no podía evitar fijarse en que sus extremidades tendían también a la palidez, contrastando con ella, que tenía un tono moreno de piel.

Desde el principio se dio cuenta de que procuraba pegarse mucho a ella para enseñarla a corregir la postura, haciéndola sentir incómoda en ocasiones, pese a que siempre parecía muy profesional, pero, aun así, el tenerlo a veces pegado a su culo la ponía nerviosa.

  • Tú tranquila, Elena. Tranquila y respira hondo -la decía en un tono que parecía neutro, pero que, a veces, ella no podía dejar de percibir como un ligero punto de burla, como riéndose de su incomodidad-. Tienes que relajarte, dejarte llevar. Desconecta la mente y que el cuerpo sea libre. Sólo siente, no pienses. Concéntrate en eso.

Había algo en sus palabras, la mayoría susurradas al oído mientras corregía su postura, que la hacían ponerse nerviosa.

Cuando terminaba la parte más física del yoga, daba comienzo el momento de meditación, casi siempre en la misma sala, que pronto terminaba inundada del olor del incienso de los cuencos que ponía ante cada asistente.

Sentadas, con las piernas cruzadas, se mantenían durante media hora, a veces el doble, dependiendo del día y las necesidades de cada una, pues aquí ya eran sólo mujeres las que quedaban de la clase, sin contarlo a él, que dirigía como Maestro también esa otra fase de la actividad.

Había momentos en los que estaban con los ojos cerrados y otros en los que los mantenían abiertos mientras completaban también algunas posiciones con manos y brazos.

También aquí, al principio, la iba corrigiendo, arrodillándose detrás de ella y cogiéndola los brazos unas veces, por las muñecas en otras.

Más de una vez la rozó los pechos, lo que acentuaba su incomodidad ante la proximidad de ese hombre que, no sabría decir porqué, la ponía nerviosa en vez de transmitirla serenidad como decía su tía, claro que a ella no la estaba tocando cada dos por tres.

  • Tú sólo déjate llevar. El Maestro sabe lo que hace... a mí también me corregía al principio -la animaba su tía, repitiendo muchas de las frases del propio Pablo-, pero ya verás cómo luego disfrutarás y te encontrarás más centrada.

Poco a poco fue ganando confianza, además de que le gustaba acudir con el grupo.

Se dio cuenta de que, al participar en esas actividades, el simple hecho de salir de casa y tener algo que hacer, la hacía desconectar, dejar de darle vueltas a la cabeza, de buscar los errores e, incluso, añorar a su ex.

Sobre todo cuando apareció otro hombre en el grupo de senderismo con una edad similar a la suya y que rápidamente empezó a buscar el emparejarse con ella en las caminatas, desplazando poco a poco a su tía y su grupillo.

Empezó a dejar de pensar tanto en cosas pasadas y comenzó a disfrutar más del ahora, incluso ganó confianza en las clases de yoga y meditación, donde el Maestro la corregía menos veces, al menos eso la pareció ahora que su mente estaba en otro estado y conseguía relajarse mejor, de forma que pasó a disfrutar esos momentos de introspección a los que se llegaba mediante la meditación, con lo que cada vez iba, poco a poco, alargando el tiempo que se quedaba en esa fase de la actividad, al punto que su tía, en ocasiones, terminaba marchándose a veces antes y la esperaba en una cafetería cercana.

Incluso algunos días hasta ya no iban juntas, unas veces porque ella se apuntaba a alguna acción extra en senderismo para coincidir con su nuevo interés romántico, como porque a su tía le surgían cosas y se ausentaba en las clases de yoga y meditación, a las que ya no la importaba acudir sola.

Todo cambió una tarde de mayo, algo extraña, confusa, con un viaje espiritual tan raro y potente que la dejó descolocada, con unas sensaciones interiores que la dejaron una tremenda sensación de agitación que no entendía.

Ese día, Pablo, el Maestro, la invitó a una sesión especial, una modalidad de meditación más intensa y compleja que las anteriores.

Llegó un rato antes para ayudarlo a preparar la salita, una más pequeña que la habitual, para un grupo reducido, con cojines especiales sobre cada zabutón, sustituyendo los clásicos zafu redondos por otros rectangulares.

Mientras ella iba de una lado para otro del cuarto, Pablo apareció con una vara de madera cubierta de símbolos orientales, japoneses o chinos, no hubiera sido capaz de distinguirlos, y varios incensarios con un par de cajas con las varillas.

  • ¿Qué es eso? -curioseó.

  • ¿Esto?. Los incensarios cargados con una mezcla especial que he desarrollado -respondió.

  • Ahhh... pero... me refería al palo -señaló el elemento de madera.

  • Un keisaku -dijo simplemente, como si fuera algo obvio, que tuviera que conocer, lo cual, por un momento, la hizo sentirse un poco tonta por la pregunta que hizo a continuación, como si, de alguna manera, debiera de saberlo ya.

  • ¿Y para qué es?.

  • Es una ayuda -y, viendo que su respuesta no saciaba a la chica, añadió-. Sirve para corregir posturas y evitar lapsus en el proceso de concentración durante la fase de meditación profunda.

  • Ahhh -y no siguió preguntando, pensando que la recordaba más a las varas de castigo de un colegio inglés que a un elemento propio de la meditación, al menos tal como ella lo entendía.

El Maestro fue colocando los incensarios frente a cada cojín e introdujo las varillas siguiendo la dirección contraria a las agujas del reloj.

  • Éste es el tuyo -la avisó, señalando el que dejó enfrente de la posición que él ocuparía para dirigir la sesión.

  • Vale -asintió Elena, observando una marca rojiza en uno de los laterales y que, junto a los tradicionales pétalos del interior, esta vez había como trozos minúsculos de algo que parecía un champiñón.

  • Una cosa -la detuvo, alzando el keisaku, obligándola a detenerse para que no impactase en sus pechos, y la miró directamente a los ojos, antes de decir, con deliberada lentitud-. Maestro.

  • ¿Qué? -estaba confusa.

  • Cuando vengan mis invitados, llámame Maestro -concretó-. Es... importante -añadió con una extraña sonrisa en el rostro.

  • Bueno, de acuerdo... Maestro -respondió ella.

  • Bien, muy bien, cariño. Vas a disfrutar como nunca -concluyó, ampliando aún más esa sonrisa sesgada.

Siguieron colocando cosas un rato y Elena no pudo evitar fijarse en que Pablo recolocó algunos de los puestos, como separándolos del que tenía asignado ella, algo extraño por el tema del equilibrio que tanto gustaba predicar.

Un rato más tarde llegaron los invitados.

Curiosamente eran todos hombres.

Y hombres maduros.

Si ya era extraña la presencia masculina en las clases de meditación, el que fueran todos y, además, de edades entre los 50 y 60, aún era más raro, pero aun así, los fue saludando mientras llegaban.

Cinco hombres había, tres a su derecha y dos a su izquierda.

Pablo se situó frente a ella, en el centro del semicírculo, con la vara en la mano.

  • Bienvenidos a esta sesión del chakra tonglen -empezó, para luego señalar a Elena con el extremo de la madera-. Hoy ella será mi ayudante, la Tómía Elena.

A veces usaba palabras en algún idioma que no entendía, aunque luego solía traducirlas, esta vez no.

En cambio, algunos de los presentes parecieron reconocerla, porque le pareció que la miraban con una extraña sonrisa en la cara y un extraño brillo en los ojos.

Nunca había oído ese tipo de meditación, así que intentó centrarse, respirando profunda y lentamente, calmando la ligera aceleración del ritmo de su corazón, sobresaltado por alguna de esas miradas.

Pensó que quizás no había elegido bien su vestuario, claro que no sabía que iban a ser todo hombres.

Llevaba una camiseta con escote de barco que dejaba sus hombros al aire y buena parte de sus brazos, aunque, por suerte, no era tan ceñida como para marcar demasiado sus pechos.

Al cuello llevaba un collar de conchas blancas, que contrastaba bastante con el tono bronceado de su piel.

Al menos el sujetador sin tirantes evitaba que se marcasen sus pezones en demasía, porque estaba en esos días del ciclo en que tenía los senos especialmente sensibles y ligeramente más grandes.

Las piernas las llevaba cubiertas por unos pantalones blancos semitransparentes amplios, tipo hippies pero que, a modo de guasa, su tía llamaba pantalones bombachos unas veces y otras pantalones de harem.

Iba descalza, como siempre en las clases.

  • Vamos, levántate, Tómía -la apremió Pablo y la chica se sonrojó, dándose cuenta de que no había prestado atención a sus últimas palabras-, y enciende esos -señaló los de su izquierda.

  • Sí, Maestro -respondió, acordándose de lo que antes habían hablado, aunque la extrañó la petición, pero, aun así, obedeció.

Cada vez que se acercaba ante uno de los hombres, se arrodillaba y se inclinaba en un gesto de cortesía, que, extrañamente para gente que se suponía que practicaba algún tipo de ejercicio de relajación y meditación, no correspondían, sino que se quedaban mirándola fijamente, haciéndola sentir tremendamente incómoda.

Cuando terminaba con el tercero, recibió un golpe en el culo.

El maduro que dirigía el grupo la había golpeado con el keisaku.

No fue un golpe fuerte, pero la sorprendió, nunca antes había empleado ningún tipo de elemento o fuerza en ninguna de las clases anteriores.

No supo cómo reaccionar.

  • A tu sitio, Tómía -dijo, petulante, con una sonrisilla en el rostro, como si fuera todo un chiste que sólo él entendía.

  • Sí, Maestro -respondió, a regañadientes, porque empezaba un poco a fastidiarla toda esa situación que se la presentaba por sorpresa.

Se sentó con las piernas cruzadas como había aprendido, con la espalda recta sobre el alargado cojín.

Delante suyo estaba el incensario, curiosamente pegado a su cojín, y enseguida se dio cuenta de que el olor era distinto a lo normal, más intenso, dejando como un regusto al fondo, no habría sabido decir a qué.

Inicio el ciclo de respiraciones profundas y pausadas junto al resto, pero se notaba como distante, con la mente un poco pesada, como si tuviera una especie de bruma que entorpeciera sus pensamientos igual que la niebla estorbaría a su visión.

Las voces la llegaban como desde lejos, como más despacio de lo que se movían los labios y como si su significado se la escapase a veces.

Pablo se paseaba por delante suyo, hablando, y los hombres estaban sonriendo abiertamente, mirándola, algunos de pie, desprendiéndose de sus ropas.

No entendía qué pasaba.

Todo parecía como un sueño, como un extraño trance.

Pero nunca había llegado a ese nivel tan rápido.

No lo podía entender.

No sabía qué la pasaba.

Ni siquiera se podía poner nerviosa, era como si una manta de calma la cubriera.

Notaba su lengua espesa, como si se hubiera puesto en huelga y no quisiera que ella hablase, eso si hubiera podido enlazar alguna palabra, porque se la escapaban justo en el último momento.

El propio Pablo se estaba desnudando ante ella,

No entendía qué pasaba.

¿Se había quedado dormida?.

¿Era un sueño?.

Se acercó a ella, cubierto tan sólo por un calzoncillo en el que parecía retorcerse una serpiente, con la vara en la mano y se inclinó para decirla algo al oído.

  • Tómía, deseas levantarte, ¿verdad?.

  • Sí -respondió, como una autómata.

La golpeó en un muslo con fuerza usando el keisaku, pero ella casi no notó dolor, apenas una pequeña molestia, como su fuera la picadura de un mosquito.

Le miró sin comprender, en mitad de un mar de confusión y pesadez mental.

  • Se dice “sí, Maestro” -la susurró de nuevo al oído.

  • Sí, Maestro -dijo sin dudar, pese a que una parte dentro de ella deseaba quejarse por el golpe, pero fue incapaz de hilvanar el pensamiento, era más fácil eso, el obedecer simplemente.

  • Sígueme -avanzó hasta conducirla al centro del círculo que habían formado los hombres maduros, que estaban completamente desnudos a su alrededor, mostrando unas erecciones que la habrían espantado y hecho salir corriendo en cualquier otro momento, pero que, ahora, no la importaban, tan solo quería obedecer-. Mírame a los ojos de rodillas.

Elena se puso de rodillas sin dejar de mirar a Pablo a los ojos ni por un segundo, movida por un extraño embrujo.

  • Podéis tocarla -avisó al resto de hombres, que se abalanzaron sobre ella, sobándola sobre la ropa sin ningún pudor y acercándose tanto que sus endurecidos miembros la rozaban e iban dejando unos dibujos húmedos sobre su piel, cabellos y ropa.

Sentía un asco tremendo, sobre todo cuando algunos la cogieron las manos para besárselas o hacer que les cogiera las pollas, pero no hizo nada, sólo podía seguir mirando fijamente al Maestro, sin pestañear apenas.

Él la miraba con una superioridad abrumadora, sabedor del control absoluto que ejercía sobre ella misteriosamente.

  • Abre la boca -ladró y Elena lo hizo, sin dejar de mirarle ni un segundo.

No necesitó hacerlo para interpretar el sonido de una tela deslizándose al suelo y, sobre todo, cuando notó apoyarse en sus labios algo a la vez húmedo y blando y, simultáneamente duro, muy duro y caliente.

Ella no quería.

Debería de haber sentido un asco tremendo, casi como para vomitar y, pese a que era lo que tendría que ser, fue lo contrario lo que sucedió.

Pudo sentir centímetro a centímetro cómo la barra de inflamada carne de Pablo iba encajándose en su boca, más y más, adentrándose despacio, como a cámara lenta, hasta lo más profundo de su cavidad bucal, hasta que la llenó por completo.

La dejó ahí, quita, invadiendo su boca, haciéndola quedarse con la garganta seca y, a la vez, sabiendo que estaba salivando como nunca, pero toda esa humedad terminaba transformándose en babas que cubrían por fuera el viril miembro de su Maestro de yoga y meditación, sin contar como sentía resbalar una buena cantidad por los bordes de su boca y deslizarse hasta su barbilla, antes de caer sobre su camiseta o descender por su garganta.

Sintió crecer una arcada en su garganta, cada vez más al límite, y empezaba a asfixiarse, sin que nadie hiciera nada, ni Pablo, que mantenía inmóvil su gruesa verga dentro de su boca, quieta, ni los otros cinco maduros, que la toqueteaban sin parar y la hacían sostenerles las pollas entre sus manos a ratos.

  • Deseas chupar -la dijo-. Deseas tragar polla. Llevas deseando demostrarme lo puta que eres desde el primer día que viniste. Ahora puedes cumplir tu deseo. Chupa.

Sin propia voluntad, obedeció.

Cerró sus labios en torno a la gruesa masa del inflamado pene de Pablo y empezó a chuparlo lo mejor que sabía, a lo que él la correspondió comenzando a mover su tronco fálico de adelante atrás y viceversa.

Podía sentir cómo esa masa de carne la llenaba una y otra y otra vez, atravesando su boca hasta llenarla y, en ocasiones, más allá, hasta golpetear el fondo de su garganta.

Era una masa palpitante, gruesa, endurecida, con un calor interno propio, que la llenaba sin parar, una y otra vez, lubricando su perforación de la boquita de Elena con las propias babas de la joven, incapaz de hacer otra cosa que cumplir la voluntad del hombre que la controlaba de alguna forma que no comprendía.

Se sentía la vez más despierta que nunca y más lejos de la realidad, en una mezcla confusa.

Podía sentir con total claridad cómo su boca y su garganta era forzadas al máximo por esa polla, por esa muestra de viril masculinidad, por esa barra de carne que avanzaba con ímpetu salvaje antes de retroceder para volver a tomar carrerilla e invadir de nuevo su boca, en un movimiento rítmico imparable, cada vez más intenso.

Y, a la vez, lo veía todo como si fuera un sueño, como si todas esas manos que la sobaban fueran de otro mundo, como si ella no estuviera allí, como si fuera algo que le pasaba a otra persona, como si fuese un entre extracorpóreo que miraba una película.

  • Ya está bien -la detuvo el Maestro, sacando su tronco fálico de la boca de la chica, haciendo que, de rebote, la salpicase todo el rostro una masa de saliva y líquido preseminal, empapándola.

Ella se quedó allí, de rodillas, sin saber qué hacer, hasta que él volvió a lanzar su siguiente orden.

  • Levántate y desnúdate. Todo... salvo el collar.

Así lo hizo Elena, sometida al impulso, a la necesidad imperiosa de obedecerle, obviando todo pudor.

Quedó desnuda, sin intentar siquiera cubrirse los pechos o el coño, rodeada por ese grupo de babeantes maduros cincuentones y alguno que posiblemente ya entraba en los sesenta.

El Maestro se acercó y, cogiéndola de la muñeca, que presionó ligeramente con dos dedos, la susurró algo al oído.

  • Soy la tómía Elena -repitió ella en voz alta-. El Maestro Pablo es sabio y vio que he nacido para ser puta. Estoy para complacerles.

Eran unas frases tan ridículas, tan fantasiosas, tan de una mala película de serie B porno que no se creía que pudieran salir de sus labios, pero en esa especie de trance, las dijo, repitiendo lo que el líder del estudio de yoga y meditación la dijo al oído.

En realidad todo era como un sueño absurdo, o una pesadilla brutal, salida de una mente que no era la suya, no podía serlo.

Estaba atrapada en esa ilógica sucesión de perversiones, algo tan brutal que no podía ser otra cosa que una pesadilla.

Eso tenía que ser, se había quedado dormida durante la meditación, no había otra explicación.

No era posible que esos seis hombres, contando a Pablo, estuvieran rodeándola y tocándola su cuerpo desnudo sin que ella hiciera el más mínimo gesto, no, no era posible, era impensable.

La rodeaban por todas partes, mil manos parecían recorrer su anatomía, de arriba abajo, sin descanso.

Podía sentir con una claridad anómala cómo unos la daban un fortísimo azote en el culo mientras otros se lo amasaban y lo separaban para apoyar su polla contra la rajita y pasear esa barra de endurecida carne frotándola de arriba abajo, como si quisieran follar la propia línea de separación de los cachetes de su culo.

Otros la toqueteaban los muslos, por dentro unas manos, por fuera otras.

Algunas ascendían hasta el centro de su triángulo dorado, su ex así lo llamaba, y acariciaban con brusquedad su concha, atravesándola con sus gruesos dedos y metiéndolos dentro de su desprotegida vagina, que era incapaz de acertar a resistirse, mientras otras manos lo que hacían era sobarle el clítoris, que emitía unas señales intermitentes, pero potentes, de una excitación ilógica, haciéndola sentir ridículamente cachonda en mitad de todo ese maremágnum de manos y dedos y labios.

Porque sí, en ocasiones lo que se metía entre sus piernas era una cabeza de alguno de esos hombres que se arrodillaba para comerla el coño con ansiedad, por momentos con besos tiernos y dulces, otros instantes mordiendo con rabia sus labios vaginales o estirando al máximo entre los dientes su sensibilizado clítoris.

Incluso notaba alguna lengua pasearse por sus pies, causándola una impresión húmeda y, a la vez, perversa.

Su espalda no salía mejor parada de las atenciones del grupo y los notaba lamerla por el centro de la columna, saciando una oscura sed lamiendo lo que no podía ser más que su propio sudor.

Tironeaban de su oscura y larga cabellera a ratos, obligándola a alzar el rostro brevemente, momento que alguno aprovechaba para pasear su lengua por su garganta mientras mencionaba lo excitante que iba a ser meterla su polla hasta que se la clavara en esa bella garganta.

Otros pasaban las manos por su rostro, a veces insertando sus ansiosos dedos en su boca para que se los chupase, otras veces eran sus labios los que se unían a los suyos propios y la metían la lengua hasta el fondo, obligándola a bailar con esa musculosa invasora.

Sus tetas eran absorbidas una y otra vez, tomadas no sólo por manos, muchas manos, que no dejaban de sobarlas, de recorrerlas, de estrujarlas, de amasarlas, de atrapar sus tremendamente sensibilizados pezones para estirarlos una y otra vez o pegar intensos pellizcos, cuando no eran golpeados brutalmente con la vara del Maestro, que se mezclaba con el resto de maduros para someterla a ese ritual de obscena lujuria.

Otros también besaban esas mismas tetas, o se las mordían, o atrapaban sus pezones entre los dientes para morderlos o, simplemente, juguetear con ellos dentro de sus bocas con esas lenguas repartidoras de intenso vicio.

Alguno la abrazaba por detrás de forma que juntaba las manos a la altura de su ombligo en forma de un puño doble y apretaban tanto que se sentía como si la fuera a partir en dos, con unos instantes en que parecía que la abrieran los intestinos para meterse dentro a través de ese agujero en su perfecta piel abdominal.

Otros la pellizcaban o lamían su abdomen, encantados con esa perfecta extensión lisa por su juventud y forma física.

Hubo otro momento en que Pablo también la golpeó ahí, sobre la línea de su ombligo, con el keisaku, mientras chillaba lo mucho que lo excitaba gozar con su tómía, espumajeando por la boca como un loco, sin mostrar a la persona centrada que dirigía los momentos de meditación o era capaz de adoptar unas posturas de yoga que a cualquiera de su edad lo habrían convertido en una rompecabezas difícil de volver a montar.

Elena era incapaz de medir el tiempo, sólo sentía esas manos sobre su cuerpo una y otra vez, mil veces, y esos labios, que saboreaban cada palmo de su piel... y los golpes del keisaku, sobre su vientre, sobre sus pechos, atravesando la rajita de su concha, sobre su culo y a lo alto de su espalda, entre sus omóplatos.

Todo se mezclaba en una irrealidad extraña y confusa.

Poco a poco empezó a sentir que regresaba, que era de nuevo dueña de todo su ser, parpadeaba con violencia, con los ojos llenos de lágrimas que no recordaba haber emitido, y vio el pánico aflorar por un instante al semblante del Maestro, que ladró unas órdenes y, rápidamente, entre todos los hombres, la condujeron hasta su sitio, donde aún salía humo del incensario y la depositaron allí, de forma que quedó a cuatro patas, aspirando de nuevo esa narcótica sustancia que flotaba entre esos hilos que ascendían.

Volvió a encontrarse atontada, con la mente abotargada, de nuevo a merced del grupo de hombres sin escrúpulos, sólo deseosos de saciar sus más bajos instintos animales en la débil hembra que habían logrado alejar del resto para ser el bocado de ese grupo de leones maduros.

Y allí, a cuatro patas, mirando el cojín donde había comenzado todo, aspirando el aroma traicionero y, a la vez, embriagador, de esa nueva mezcla que había preparado el Maestro, violentaron su entrepierna de forma bestial.

Se fueron turnando, unos con su coño, otros por su ano... otros...

Todos sin piedad.

Todos brutalmente, con dureza, con una fuerza desproporcionada para una víctima tan sometida.

Todos haciendo que ese sueño al que la llevaba el viaje astral que debía de estar viviendo, no podía ser otra cosa, no quería que fuera otra cosa, se convirtiera en un auténtico suplicio degradante.

El primero fue Pablo, lo supo sin lugar a dudas por el bastonazo tan marcado con que la golpeó en su trasero.

La abrió los cachetes y la hizo sostener en la boca el keisaku mientras paseaba la bulbosa cabeza de su erecta virilidad por la rajita, como si jugase a un perverso “pito pito”.

Ganó su coño... o perdió...

De cualquier forma, lo apretó, y apretó... y apretó, hasta que esa cabeza entró, y entonces empezó a presionar, fuerte, cada vez más y más fuerte, hasta que Elena sintió que la rompían, que la rasgaban como si fuera un trozo de papel, con una gruesa y endurecida barra de carne que se insertó como si fuera una barrena explorando en busca de petróleo.

Su erecto pene la llenó por completo, hasta notó el impacto de sus huevos contra el exterior de su coño.

Apretó más y más, como si quisiera atravesarla aún más y penetrar en su útero, arañando sus caderas con las manos clavadas como garras en ellas, antes de empezar a impulsarse, a montarla como si fuera un animal, aullando a la vez que empujaba una y otra y otra vez, perforando su vagina con una violencia desmedida, sin buscar equilibrio ninguno, sólo destrozándola, aumentando la presión sin piedad, una y otra y otra vez, clavando su tronco de inflamada carne hasta lo más profundo y privado de la anatomía sexual de la hembra a la que estaba sometiendo, empujando una y otra y otra vez.

Esa verga arrasaba todo, entraba y salía una y otra vez, haciendo un ruido de golpeteo con sus huevos al chocar contra la entrada al sexo de Elena como si fuera el repique de unas campanas.

Podía sentir cómo la atravesaba, llenándola, invadiéndola, una y otra y otra vez, adelante y atrás, adelante y atrás y de nuevo adelante más fuerte y atrás para impulsarse con más fuerza, para clavarse más y más y más.

La bestialidad de las embestidas la hacían morder la vara y sometían a sus pechos a un movimiento intenso, incómodo y, a la vez, sin poderlo evitar, por momentos, excitante por esa misma brutalidad.

Una y otra vez y otra después, podía notar cómo su coño era atravesado a la fuerza por esa explosión de potencia masculina, forzada su vagina al límite una y otra y otra vez por esa endurecida barra de carne que representaba la virilidad máxima, esa masculinidad que hacía tiempo que no la llenaba y que, se dio cuenta, echaba de menos, pese a que no así... no así... no... no así...

Quizás fuera una señal de su viaje astral, porque no podía ser otra cosa, no quería que fuera otra cosa, no deseaba que fuera otra cosa... no, no podía ser que no fuera un efecto de la meditación, el pensar que la estuvieran violando allí de verdad, sometiéndola sin compasión y sin que ella mostrase ningún tipo de resistencia era imposible... imposible... tenía que ser un sueño... o una pesadilla... o... o...

Lo que no paraba eran las embestidas de Pablo, del Maestro de yoga y meditación, que la perforaba con esa gruesa y ardiente masa de carne inflamada, hinchada de una forma que era casi antinatural, bombeando una y otra y otra vez dentro de su vagina, llenándola por completo una y otra y otra vez, arrasando por completo su sexualidad de una forma tan animal, tan cerda, que casi era algo más propio de... de... tenía que ser un sueño, tenía que serlo, nada de eso podía ser real... no podía... no...

Explotó.

Una onda recorrió esa verga, atravesándola desde los huevos hasta la punta, haciendo que brotase un chorro tras otro de caliente y grumoso esperma, inundándola, empapándola por dentro de una manera obscena.

Casi no se dio cuenta de cuándo sacó su miembro del interior de su coño, fue más claro cuando retiró la vara de su boca, que notó dolorida de tanto apretar con la mandíbula.

El segundo no dudó.

Lo tenía claro desde el principio.

Lo suyo fue el culo de Elena, ese recinto que jamás había sido tocado, porque para ella no era más que un desagüe, pero que, para ese maduro, ese hombre que tenía a su espalda, ese brutal desconocido, era un agujero que perforar, con el que saciar sus más bajos instintos, con lo que mostrar su masculina dominación de esa hembra que con tanta facilidad le había llegado.

Debió de chillar como una loca, porque el bofetón que recibió fue tan intenso que atravesó la bruma que ofuscaba su mente y, por un instante, se vio viviéndolo todo al cien por cien.

Un instante, tan sólo un instante, antes de que las aguas del narcótico que estaba respirando la volvieron a atontar, cerrándose sobre sus pensamientos.

La gruesa polla la reventó el culo, perforando violentamente su ano, empujando con fuerza, apretando y apretando hasta que logró insertar la cabeza del pene, metiéndolo donde jamás ningún hombre había llegado nunca antes.

Él debió de saberlo, porque un ¡hurra! resonó en la estancia y adelantó un pie para impulsarse con más potencia, clavando más y más... y más... y más... hasta que introdujo buena parte de su virilidad dentro del estrechísimo ano de Elena, que lloró ante la pérdida de la última virginidad, de aquella que jamás habría cedido voluntariamente, y que voluntariamente no fue tomada, sino al revés, por la fuerza, por la embrutecida virilidad de un maduro vicioso, un cabrón sin escrúpulos que llenó con su gruesa verga su ampolla rectal, invadiéndola lo máximo que pudo antes de comenzar a bombear con energía, con una fuerza surgida del descubrimiento de ser el primero en gozar de ese pequeño tesoro.

Roto el sello, el último sello de Elena, ese segundo maduro no lo dudó y aplicó toda su potencia y todo su peso en cada movimiento, en cada embestida, en cada llenado brutal del culo de la joven con su endurecido miembro, con esa barra de carne caliente que la atravesaba con furia renovada una y otra y otra vez... y otra vez... como un cabrón sin límites, que, incluso, se atrevió a meter la mano por delante y tocarla el coño, alcanzando su clítoris y masajeándolo, estimulándoselo con pérfidas y humillantes intenciones a la vez que no detenía el bombeo hasta lo más profundo del culo de la chica.

Esa masa de carne engrosada la destrozaba, arañándola por dentro con cada movimiento, con cada impulso, con cada empujón, llenándola de una forma bestial mientras la masturbaba con su mano el clítoris, generando la aparición de unas sensaciones contradictorias.

Una y otra vez la perforaba, una y otra vez la masturbaba el coño y el clítoris, tomándose su tiempo mientras el ambiente se enrarecía, lleno de machos impacientes por ocupar su lugar, pero ese segundo hombre no tenía prisa, se deleitaba destrozando el tesoro que había encontrado, llenando con su polla una y otra vez ese culo sin dejar de tocarla por delante, estimulándola de una forma que redoblaba la humillación.

Siguió empujando, forzando, una y otra y otra vez, clavando su gruesa masculinidad en el estrecho ano de Elena, que sufría por detrás y, a la vez, empezaba a sentir unos escalofríos de pasión por delante al contacto de esa hábil mano con su coño y, sobre todo, su clítoris.

Al final estalló, vertiendo chorro tras chorro de su semilla... en el lugar incorrecto, en el recinto anal de Elena, garantizándola la sensación más humillante de su vida, destrozando su culo por simple placer animal.

Pero no la sacó, siguió apretando, dejando que brotase hasta la última gota, mientras aceleraba el movimiento de su mano en la concha de la joven, hasta lograrlo, hasta hacer que Elena tuviera un brutal orgasmo, que su clítoris la traicionara por la habilidad de esos dedos y la hiciera correrse mientras él se reía de ella, con su polla aún metida atravesando su ano.

Fue incapaz de levantarse, de hacer nada en realidad, cuando esa segunda polla abandonó su cuerpo.

Seguía paralizada en esa pesadilla astral.

Una toallita la limpió el culo.

Pudo sentir el escalofrío recorrer su cuerpo al contacto con esa tela fresca, en contraste con el calor que sentía por toda su entrepierna y, ahora, sobre todo, en su destrozado culo.

También notó como algo se deslizaba desde su coño, desde su abierta vagina, bajando por su rajita hasta desprenderse, algo liquido pero, a la vez, espeso, y su imaginación le dijo que era sin necesidad de verlo.

No es que la fueran a dar tiempo para ello o para descansar.

Un tercer maduro se echó sobre ella, penetrándola de una sola estacada, clavando su grueso pene en un único movimiento hasta los huevos, llenando de nuevo su vagina con una nueva virilidad.

Aún sin verlo, sabía que no era la polla de Pablo, podía captar las sutiles diferencias en el grosor e, incluso, la forma de empalarla... eso sin contar con que la barriga del hombre chocaba con su trasero con cada embestida y, aún más, cuando se inclinó un momento dado para agarrarla las tetas, estrujándoselas con fuerza, haciéndola daño con sus brutales dedos carnosos.

En ese momento, tumbado sobre ella, le recordó a la imagen de un animal montando a su hembra, en un acto sin amor ni pasión, sólo puro deseo reproductor animal, puro instinto primario salvaje.

Empujaba no con sus piernas, sino con sus caderas, subiendo y dejándose caer, clavando una y otra vez su polla dentro del coño de Elena mientras no dejaba de tocarla las tetas con avaricia, como si no hubiera nada más en esos momentos, como si el follarla el coño fuera realmente algo secundario, que no le tuviera más que un mínimo interés, pero no como objetivo principal, ese era las tetas de la chica, lo tenía claro por la tenaz forma de amasarlas, de sobarlas, de estrujarlas, de atrapar sus pezones y tironear de ellos con furia.

Pero, aun así, la perforaba, también la follaba, eso no se detenía, pero eran movimientos más lentos, con una descarga de peso potente, pero a un ritmo mucho más lento, buscando más disfrutar de sus senos que de su concha.

La agarró en un momento dado del cabello, tan fuerte que pensó que se lo iba a arrancar, y la hizo girar el rostro para besarle, para meter su lengua hasta el fondo de la boca de la chica.

Pero no por eso mostró piedad.

Siguió perforándola, descargando toda la potencia de su virilidad con una serie de descargas lentas, a golpes, pero fuertes, profundas, intensas.

Una y otra vez se dejaba caer, vertiendo toda esa fuerza en pollazos que la destrozaban, a ratos, pero la llenaban igualmente, una y otra y otra vez.

La cabalgó más y más, sin dejar ni por un instante de abusar de sus tetas, de aprovecharse de la posición para amasarlas y estrujarlas sin piedad, y de pellizcar una y otra vez sus pezones, sus sensibilísimos pezones.

Al final también estalló.

Soltó su abundante descarga en lo más profundo del sexo de la joven, apretando fuerte, muy fuerte entonces, con toda la potencia de su peso, hasta hacer que sintiera cómo soltaba hasta la última gota dentro de su vagina, vaciándose por completo.

Fue entonces cuando sonó el timbre, un sonido absurdo en mitad de ese lugar, pero que fue el comienzo del fin, su liberación, aunque no sinónimo del fin de las humillaciones de esa tarde.

La agarraron y la alejaron hasta el centro de la sala, donde la dejaron caer, de rodillas, en mitad del corrillo de hombres, de esos maduros que habían estado abusando de ella.

Tres de ellos se pusieron frente a ella, con sus endurecidos miembros salvajemente erectos, sin usar, listos para ofrecer lo mejor de si mismos, aunque la rabia de los rostros de sus dueños mostraba que no era el feliz lugar donde habían pensado en donde iban a terminar.

  • Abre la boca, tómía -ordenó, sin más preámbulos, el Maestro.

Ella obedeció sin rechistar, sin pensar, con la inercia de esa sumisión de pesadilla.

De pronto, todo fue caos.

Los tres hombres que quedaban no vieron justicia en lo que se les ofrecía y decidieron tomar lo que era suyo.

Hubo un momento de lucha, breve, muy breve en cuanto Pablo perdió su vara, y Elena fue la siguiente en sufrir la energía desatada del trío.

Uno se tumbó sobre el suelo, sujetándose la erecta polla con la mano mientras los otros dos alzaban a la indefensa joven, esa atractiva hembra que era incapaz de actuar por propia voluntad, una voluntad anulada por... por el viaje astral que ella suplicaba que fuera en realidad todo eso, aunque, ese pequeño pepito grillo del fondo de su mente que comenzaba a despertar la gritaba que no, que no era un sueño, que era algo real, que la habían drogado o hipnotizado, pero que no, que no era un sueño ni una pesadilla, que estaba pasando y que tenía que despertar, que debía despertar.

Pero no podía.

No podía.

Como si de un maniquí se tratase, entre dos de los maduros la levantaron y la hicieron sentarse sobre el erecto miembro viril del sesentón que estaba tumbado en el suelo.

La gravedad hizo el resto.

Pudo sentir cómo la atravesaba, cómo esa endurecida masa de carne embrutecida la llenaba al caer ella sobre ese erecto pene.

Fue ella la que se lo metió, sin desearlo, pero fue lo que pasó.

La inclinaron hacia delante, sobre el pecho del hombre, que la agarró contra su cuerpo para que no se escapase, como si en caso de soltarla se fuera a desvanecer como humo arrastrado por una corriente.

Sus tetas quedaron apretadas contra el pecho del hombre, mientras un segundo rabo se adentraba en ella, rompiéndola, llenándola su ano por segunda vez en su vida.

El tercero se inclinó y la alzó tirando de la cabellera con una energía animal, violenta, hasta que esa boca abierta, porque no la había cerrado, porque su mente era sometida a la voluntad del Maestro y la había ordenado que la abriera y así la tenía.

Para cuando quiso darse cuenta tenía tres pollas en su interior.

Una llenaba su coño, otra perforaba su culo y la tercera inundaba su boca.

Sin un ritmo común, los tres hombres, los tres maduros, esos tres machos embravecidos, enloquecidos por una sexualidad desatada, empezaron a bombear, a joderla triplemente, a follarla como si la estuvieran despedazando.

Después de la breve pelea, los otros tres, entre los que estaba Pablo, se pusieron a mirar, disfrutando del espectáculo, pajeándose lentamente mientras observaban a una sumisa Elena recibir tres endurecidos miembros viriles en su interior, llenándola doblemente la rajita, por su vagina y su ano, y la boca de una forma tan intensa que las arcadas resonaban en toda la sala a la vez que la baba salía disparada en todas direcciones cada vez que ese pene retrocedía para acometerla con renovada fuerza.

El segundo que más embestía era el que la destrozaba el culo, empujando como un animal sediento de demostrar su masculinidad a toda la manada de machos reunidos en torno a la presa.

Empujaba fuerte, muy fuerte, una y otra y otra vez, perforándola con toda la virulencia de que era capaz, clavando su endurecido miembro una y otra vez hasta lo más profundo de su interior, delatándola aún más que el primero que la desvirgó el ano.

El tercero, desde su posición tumbada y con los otros dos presionando, apenas podía hacer más que dar algún que otro empujón con sus caderas y el resto lo hacía la propia Elena deslizándose adelante y atrás por los pullazos que recibía de esas otras dos vergas, atrapada en un mar de masculina sexualidad.

Lo que sí disfrutaba, y mucho, eran sus tetas, que se comía con esa boca a la que faltaban algunas piezas y que sobaba con sus manos callosas.

La magreaba con una energía fruto de la ansiedad por disfrutar de esos pechos juveniles, unas tetas bien formadas y con una piel perfecta, que no estaban caídas y que tenían un tacto ideal para cualquier hombre, pero, aún más, a esas edades donde las posibilidades de poseer esa juventud eran menores.

Entre los tres la perforaban de una manera bestial, pese a no mantener un ritmo uniforme.

Elena podía notar cómo esas dos pollas tan cercanas, apenas separadas por una fina línea de carne, se movían, ascendiendo y descendiendo, entrando y saliendo, atravesándola coño y culo a la vez, rozándose de una forma extraña e irreal.

No lo pudo controlar.

La sensación de esa doble penetración y el roce continuo de su clítoris la hicieron estallar en otro orgasmo que la hizo abrir la boca de tal manera que el grito que iba a brotar se transformó en una sensación de ahogo cuando la polla que perforaba su boca se adentró aún más en su garganta, clavándose donde jamás ningún otro miembro viril lo había conseguido jamás.

Fue una sensación terrible, asfixiante, y, extrañamente, excitante en mitad de ese caos de pollas que la rodeaban por todas partes.

Al final, también esos hombres descargaron.

El primero en vaciarse fue el que la perforaba su ano, derramando chorros calientes y espesos en su ampolla rectal, inundándola de una semilla perdida, que jamás encontraría el lugar al que estaba destinada por la naturaleza.

El segundo fue al que estaba haciendo la mamada, que lanzó un chillido y lanzó chorro tras chorro directamente en su garganta, como un animal herido que logra una última victoria.

El tercero en liza aprovechó para hacer que empezase a moverse ella sobre su polla, levantándola por las caderas y haciendo que fuera la propia Elena quien se clavase una y otra vez esa masa endurecida en lo más profundo de su irritado coño.

Pero no todo iba a terminar así.

Pablo y los otros dos hombres maduros que antes se habían limitado a mirar, después de perder la breve pelea que condujo a esa etapa final de la violación astral de Elena, se acercaron a su rostro y empezaron a pajearse con fuerza, más rápido cada vez, mientras ella votaba arriba y abajo sobre el endurecido miembro viril del último de los machos que se habían reunido para usarla.

Los chorros brotaron de esas pollas que la apuntaban.

Algunos terminaron en su boca, pero la mayoría se repartieron por su rostro y cabello... y, algunos, en sus tetas, de donde alguna gota cayó por gravedad sobre el pecho del último de los hombres que la penetraba.

El sesentón fue el último en correrse, y lo hizo gracias a ella, con su ayuda, con la forma en que la propia Elena subía y bajaba casi en vertical al final sobre su gruesa verga, una y otra vez clavándosela más y más hasta que él no pudo controlar la presión y empezó a lanzar chorros, uno tras otro, hacia arriba, hacia el cielo del coño de Elena, directamente contra el punto en que se unían útero y vagina.

Ella siguió subiendo y bajando un rato más, sin saber muy bien por qué, pero no paró hasta que no la alzaron entre varios y escuchó el sonido de succión al separarse su concha de la polla que acababa de descargarse en su interior.

Entre todos la volvieron a acercar hasta el incensario, donde la mezcla que hubiera ya se estaba agotando.

Pablo susurró algo en su oído y Elena cerró los ojos.

Abrió los ojos.

Estaba de nuevo sentada, con las piernas cruzadas, y completamente vestida.

Los hombres que la rodeaban se marchaban, vestidos tal como recordaba y Pablo la miraba frente a ella con una expresión extraña en la cara.

  • Te has quedado dormida -la reprochó.

  • Yo... esto... -no sabía qué decir, nada tenía sentido salvo eso, tenía que haber sido eso-. Lo... lo siento.

  • Maestro -puntualizó el hombre.

  • Maestro -confirmó ella, que vio como él sonreía con la boca torcida.

  • Quizás la próxima semana lo hagas mejor, tómía -dijo y se giró para marcharse.

  • ¿Qué es tómía? -se la ocurrió preguntar.

  • Es... recoge todo antes de irte -cambió de tema.

  • Sí... Maestro -se acordó de decir Elena.

  • Bien, muy bien tómía. Vas a ser la mejor de la... clase -se jactó, riéndose en silencio de esa broma que sólo él entendía, girándose para marcharse.

Cuando regresó a casa, confusa por todo lo sucedido o, más bien, por lo que no sabía si había pasado o si era un sueño de los más absurdos que había vivido jamás, se desnudó para ducharse y, entonces, lo descubrió.

Descubrió la masa de lefa reseca en su collar.

Había sido real.

La habían violado.


Más adelante, la joven descubrió, por los investigadores, cómo lograron anular su voluntad, gracias a una combinación de hierbas y setas alucinógenas que el Maestro había ido recogiendo a lo largo de su último viaje por las reservas indias de Estados Unidos, especiales para poder alcanzar los viajes astrales tan famosos entre algunas de esas tribus.

Nota: el conjunto de la historia es inventado, aunque la idea inicial ha partido de una Voz y a ella se lo dedico.