Casos sin titulares XXII: Zorro de noche.

Una pareja es capturada por un grupo de policías corruptos, que violan sin piedad a la chica.

Hacía mucho tiempo que el Doctor no veía un caso así, donde la víctima de una agresión sexual tan salvaje acudiera ya embarazada, sin saber quién pudiera ser el padre, pero tampoco era la primera vez.

Lo que sí iba a ser llamativo eran los responsables de ello.

ZORRO DE NOCHE

Era 12 de febrero, una fecha muy especial para Jennifer, pues era el aniversario del día que perdió la virginidad con Paquito, su novio, y le hacía ilusión sorprenderle, así que, cuando terminó las clases de su Doctorado en Matemáticas, que por fin volvían a ser presenciales esa semana, tras meses postergadas por las restricciones secundarias a la pandemia, se encaminó a recoger el regalo que había encargado.

Como su padre era japonés y su madre de origen guineano, siempre llamaba la atención, con unos ojos ligeramente rasgados y una anatomía facial extrañamente estilizada, que no dejaba indiferente a nadie.

Sus ojos claros, además, contrastaban bastante con su piel que, si bien no era tan oscura como la de su madre, al ser una mulata generaba un impacto mayor cuando la gente la miraba.

Con su cuerpo atlético y una estatura que igualaba a la de muchos varones de su clase, sin tacones llegaba al metro setenta centímetros, a veces resultaba que no podía vestirse con toda la feminidad que la hubiera gustado, pues tampoco la gustaba llamar la atención demasiado, sobre todo porque había cierto profesor que parecía que no dejaba pasar una oportunidad para sacarla a la pizarra si aparecía con falda y tacones.

Más de una vez se había dado cuenta de que ese cuarentón no dejaba de mirarla y, a veces, parecía que la desnudaba con la mirada, eso sin contar con que cuando la hacía salir a la pizarra, siempre se bajaba del estrado para poder mirarla desde abajo, seguramente buscando disfrutar lo máximo de sus bien formadas piernas.

Alguna vez se lo había comentado a su novio, que era justo todo lo contrario a una persona celosa, más bien disfrutaba escuchando esas situaciones que la incomodaban e, incluso, eso solía excitarlo más y terminaba desnudándola de la forma en que ella lo narraba, poseyéndola lenta y, la verdad, deliciosamente, derramando sus caricias y besos por su cuerpo hasta, por fin, terminar metiendo su blanquita polla en su cueva.

Ese día, precisamente, no había coincidido con ese profesor en clase, aunque sí por los pasillos de la facultad, y se dio cuenta de cómo la devoraba con la mirada, babeando.

Tenía que olvidarse de él.

Se concentró en lo que tenía por delante, quería que esa noche fuese perfecta.

Tenía un juego de llaves de la casa de su novio porque, aunque no vivían juntos de forma oficial, la realidad es que prácticamente pasaba todos los fines de semana con él.

De hecho, era lo que pensaba hacer, aprovechando que no sólo era viernes, la puerta del fin de semana, sino que tenían dos fechas muy importantes que disfrutar, la de su aniversario del propio día 12 y la del día de San Valentín el domingo 14.

Se acercó a la tienda donde tenía apartado el regalo tan especial para su chico y ya simplemente quedaba pasar unas horas antes de verlo para cenar en un griego cerca de su casa.

Ella hubiera preferido cenar directamente en casa, juntos, en la intimidad, para poder disfrutar aún más, pero él insistió en invitarla a cenar en el local, tanto por tener un detalle con ella como porque quería ayudar a los negocios del barrio a aguantar el desastre económico que estaban siendo las restricciones, a pesar de que en Madrid no eran tan terribles como en otras regiones de España.

Doblaban la esquina de la calle cuando los pararon.

  • Vosotros, alto. Venid aquí -los llamó un policía municipal.

  • ¿Qué pasa? -quiso saber su novio.

  • Vaya, un listillo -dijo el de los galones que estaba al lado del primero de los agentes municipales.

  • Sólo quiero saber...

  • Cierro el pico, cretino -cortó el que era claramente el jefe del grupo de policías, sacando en un fluido movimiento su porra y golpeando en el plexo solar a Paquito, que dio un traspié y se cayó hacia atrás.

  • ¡No! -chilló Jennifer, que observó la escena como a cámara lenta, sin darse cuenta de la mano que la agarraba por la muñeca cuando se inclinaba para socorrer a su novio.

  • Tú quieta, cariño -la aconsejó el hombre que acababa de agredir a su chico-. No te busques problemas como el sabelotodo -gesticuló con la cabeza, señalando al chaval tendido en el suelo, que se sentaba en esos momentos, sujetándose el punto donde había recibido el impacto-. Lleváoslo y hacedle la prueba de alcoholemia -ordenó a dos de los agentes del grupo, que agarraron al chaval y lo condujeron a una de las furgonetas del control policial-. Tú, -dijo después, dirigiéndose a Jennifer con un tono lascivo que la recordó a su profesor- te vienes conmigo.

  • ¿Por qué nos hacéis esto? -lloriqueó la chica-. No hemos hecho nada.

  • Eso lo decidiré yo -contestó, tajante, el policía de los galones, haciendo que entrase en otro de los furgones-. Pero, para empezar, está la desobediencia a las órdenes y el estar en la calle un minuto después del toque de queda.

  • Vivimos aquí al lado -se quejó Jennifer- y acabamos de salir del restaurante “Penélope”.

  • ¿El griego?.

  • ¡Sí! -se animó ella, pensando que, por fin, la cosa empezaba a solucionarse, pues seguro que serviría para justificarles estar de camino a casa y ya se preocuparían luego de presentar una denuncia por abuso de autoridad.

  • ¿Y el ticket? -preguntó el policía, un hombre moreno alto, maduro, con una cicatriz cerca de la oreja izquierda.

  • Yo… creo que lo tiene Paquito –dudó ella, sin recordar si, al final, cogió la nota de la consumición. Luego añadió, como para explicar lo que estaban haciendo a esas horas en la calle-. Es mi novio. Estamos de aniversario.

  • Tu… novio –repitió él, despacio, como paladeando la información, con una curiosa chispa en la mirada, antes de cambiar bruscamente de tema y acercar su rostro al de ella-. ¿Has bebido, chiquilla?.

  • Sí –admitió ella, aunque habían sido sólo un par de copas-, pero vivimos aquí al lado. No hubiéramos cogido el coche.

  • Te voy a hacer la prueba de alcoholemia –y, cogiendo su intercomunicador, habló con sus compañeros-. El sujeto ha bebido, comprobadlo –luego, volviendo de nuevo sus ojos a ella, la dio un repaso de arriba abajo, lentamente, como si estuviera catándola, cosa que la hizo tener un escalofrío y llevarse las manos instintivamente a los hombros, gesto que hizo que él sonriera y sacase la lengua para lamerse los labios-. ¿Cómo te llamas, chica?.

  • Jennifer Sato Mangue.

  • Sa-to –pronunció con lentitud, extendiendo la mano para deslizar el elástico de su mascarilla y poder verla toda la cara.

-¿Qué hace? –se quejó, aunque sin tratar de impedirlo, pues aún no sabía de qué iba todo eso.

Con la misma mano que acababa de quitarla una de las gomas que sujetaban su mascarilla obligatoria por el coronavirus, le dio una torta por sorpresa en el carrillo y la señaló amenazadoramente con un dedo.

  • Aquí el único que pregunta soy yo, ¿entendido?.

  • Sí –respondió ella, empezando a asustarse.

  • ¿Qué eres, medio china?. ¿Una espía medio china?.

  • ¡No!. Pero qué tonte… -fue incapaz de controlarse y recibió un segundo tortazo.

  • No me seas listilla, niñata, y limítate a responder a lo que se te pregunta, ¿entendido?.

  • Que sí –se reafirmó ella.

  • Pues a ver si es verdad –sonó un ruido entonces y él escuchó a los que estaban en la otra furgoneta con su novio, al que escuchó gritar, pero sin entender qué-. Ese puto sabelotodo es respondón. Le están bajando los humos.

  • No, por favor –suplicó ella, antes de recibir otro bofetón, mucho más fuerte que los anteriores, y que la hizo tambalearse.

  • ¿Eres sorda o sólo tonta, niña? –imprecó el maduro policía-. Aprende a obedecer o tendré que enseñarte –y como ella se negó a decir nada, prosiguió-. Dices que es tu novio, admites que habéis bebido y que vais a… ¿vuestra casa? –mostró sus dudas.

  • Bueno… en realidad… es suya, yo…

  • Ya… -la cortó él, mirándola de nuevo con algo en su mirada que la hizo temblar de nuevo- ya veo… así que eres una puta espía china, ¿eh?.

  • ¡Que no soy china! -gritó sin querer y, antes de que ese hombre volviera a agredirla, se explicó, intentando recuperar algo de control sobre la situación-. Mi padre es japonés, ¿vale?. No tenemos nada que ver con los chinos, absolutamente nada.

  • Muy bien cariño, muy bien -respondió él, aparentemente apaciguado-. Siéntate y te haremos la prueba de alcoholemia -y señaló una de las sillas plegables de la parte trasera del vehículo en el que estaban.

Jennifer se sentó, obedeció, no tenía alternativa.

No sabía qué pasaba con su novio, pero no podía hacer nada y enfadar a ese policía solo serviría para empeorar las cosas, así que decidió tragarse su orgullo y sus derechos y obedecer.

Otro agente subió dentro, cerrando con llave y haciendo que se sintiese más nerviosa aún, con su única vía aparente de escape bloqueada.

La hicieron soplar y vieron los resultados sin decirla nada, hablando a ratos con el grupo que retenía a su chico, aunque no lograba descubrir qué le estaban haciendo, que era casi lo peor.

  • Está bien. Ya casi hemos terminado esta parte... ¿te llamabas?.

  • Jennifer -repitió, deseando terminar con todo eso cuanto antes y volver con su novio a la seguridad de su casa.

  • Déjame tus documentos -pidió, extendiendo la mano, el policía de mayor rango, el que llevaba la voz cantante desde el principio, que empezó a revisarlos en cuanto los sacó del bolso y se los entregó-. Vaya... ya veo... ya veo... -y se los mostró al otro agente, que torció el gesto y asintió.

  • ¿Qué, qué pasa? -inquirió ella, alzándose de su asiento hasta que el maduro policía municipal puso su mano sobre su hombro, empujando para forzarla a volver a sentarse.

  • Pasa que eres una niña muy mala, cariño. Pasa que no tendrías que estar en éste barrio y... -detuvo el comienzo de su defensa, alzando un dedo que puso contra sus labios- y has infringido el toque de queda -siguió, antes de añadir, como si fuera algo que acabase de ocurrírsele-... y... me da que el capullo -se refería a su novio- y tú en realidad sois otra cosa distinta a con lo que me has intentado engañar. Me da que vuestra relación es la del cliente con su... ¿cómo decirlo sin que suene algo muy cerdo?... ahhhh... ya... su mujer de compañía alegre, ¿verdad?.

  • No... no entiendo... ¿qué? -intentó dilucidar qué pasaba.

  • Que eres una puta.

  • Yo no soy...

  • A callar, zorra -la advirtió el hombre, nuevamente con una cara de enfado y extendiendo la mano en un gesto que la hizo encogerse en su asiento-. Has escogido un mal lugar para tu trabajo. Esta noche éste barrio es mío. Tú eres mía -la amenazó, antes de ordenarla-. Desnúdate.

  • ¿Qué?.

  • ¡Que te desnudes, joder!. Con las putas es obligatorio el registro de cavidades y buscar drogas, no te hagas la tonta. No me cabrees o será peor, ¿entendido, zorra?.

  • Señor -llamó el otro agente, que había abierto el regalo de aniversario y se lo mostraba a su superior-, los instrumentos que pensaba usar esta noche.

  • Vaya, vaya, vaya... eres una zorrita muy traviesa, chiquilla -la miró con renovada lascivia.

  • Pu... puedo explicarlo -se defendió, nerviosa, asustada y avergonzada porque hubieran visto algo tan privado.

  • Ahora mismo me importa una mierda -interrumpió-. Desnúdate y hagamos el registro. ¿O prefieres que sea yo quien te lo haga?. Porque... -repasó de nuevo su cuerpo de arriba abajo- ya te digo que lo haría con ganas.

  • No, no. Ya lo hago yo. ¿Dónde puedo...? -dijo, levantándose y mirando alrededor en busca de un lugar discreto donde desnudarse.

  • Aquí. No pensamos dejar que ocultes ni destruyas nada, putilla.

  • ¿Puede dejar de llamarme...?.

  • Te llamo como me sale de los cojones, ¿entendido, pu-ti-lla? -remarcó cada sílaba.

Muerta de vergüenza se desnudó frente a esos dos hombres que no perdían detalle alguno de sus formas y cuyos uniformes se abultaban en la entrepierna de una forma que resultaba siniestra.

  • Muy bien, cariño. Ahora pon las manos detrás de la cabeza -la guio el de más rango, acercándose a ella con deliberada lentitud-. No te muevas -la advirtió en cuanto tuvo sus manos en la posición ordenada-. Te voy a cachear.

El hombre extendió sus manos con deliberada lentitud, saboreando el momento, incluso relamiéndose, mostrando la punta rosada de su lengua recorriendo sus labios ante el deseado momento,

Ella contuvo la respiración.

Posó sus manos sobre sus tetas, unas manos frías que la hicieron sentir un escalofrío apenas disimulado que arrancó una sonrisa torcida en el hombre.

Las fue recorriendo con sus dedos, rozándolas, hasta que llegó a sus pezones, que atrapó entre dos gruesos dedazos y empezó a retorcerlos a la vez que fijaba sus oscuros ojos en los de ella, con un brillo de malicia en la mirada.

  • Auuuu –se quejó ella-. Me hace…

  • A callar –cortó en seco sus protestas-. Y ni se te ocurra mover las manos de donde están –advirtió-, o será mucho peor para ti, ¿entendido, zorrilla? –de nuevo, Jennifer cerró la boca, nada dispuesta a reconocer esa humillación verbal-. Te pregunté si lo entendiste, zorra, ¿o prefieres hacerlo por las malas? –y, antes de que ella pudiera siquiera reaccionar a la nueva amenaza, se dirigió por encima del hombro a su subalterno-. El enema.

  • Sí, señor –respondió el otro hombre, agachándose para rebuscar en un cajón oculto en un lateral.

  • No, por favor. Yo… -la situación era cada vez más extraña y el miedo empezaba a apoderarse de ella por completo.

  • Silencio –atajó el que estaba al mando-. Aquí solo puedes hablar o moverte si yo te lo ordeno, ¿entendido, negrita?.

  • Sí… sí…

  • Bien. Magnífico. Volvamos con tus tetas, a ver si son naturales o si llevas un implante.

  • Son… -la inercia fue su perdición. Al intentar hablar, él la abofeteó de nuevo, con fuerza y, como separó las manos, a eso siguió un puñetazo en el ombligo que la hizo caer y doblarse sobre si misma.

  • Te avisé que no hablases sin permiso. Te lo avisé, zorrilla. No digas que no lo hice –decía, enfadado-. Y ahora ponte de nuevo de pie en posición de inspección.

Jennifer se levantó de nuevo y se puso con las manos detrás de la cabeza, permitiendo el contacto de nuevo de las manazas del corrupto agente sobre su cuerpo.

Volvió a estirar sus pezones, retorciéndoselos, buscando nuevamente la queja, pero esta vez logró resistir, mordiéndose el labio.

Rodeó con sus curtidas manos sus senos y los hizo balancearse, como si los estuviera pesando entre las manos, calculando si su masa se correspondía al volumen.

  • Parecen buenas -mencionó, inclinándose para acercar su rostro y oler con fuerza apenas a unos milímetros de la oscura piel de la joven-. No tienen mal olor y... -sacó la lengua, elevando la vista, como retándola a que dijera algo, buscando una excusa- y... no tienen mal sabor -terminó, paseando su lengua por la superficie sensibilizada de las tetas de la chica-... no, definitivamente no tienen mal sabor... no señor -y repitió el paseo de su lengua por la piel de los pechos de Jennifer, que sintió una oleada de asco que tuvo que aguantarse.

  • El enema -informó el otro agente, del que parecían haberse olvidado ambos y ahora estaba detrás de su jefe con un bote culminado por un largo aplicador.

  • Inclínate y apoya las manos en la silla -instruyó el mayor de los hombres que, ante la visión de la chica intentando hablar con mirada suplicante, añadió, a modo de disculpa-. Es necesario comprobar todos los agujeros. Las putillas escondéis los alijos donde menos te lo esperas. Y no me hagas esperar -concluyó, señalando con un gesto imperioso la silla donde antes se había sentado la universitaria.

Se colocó como la ordenaban, de espaldas a ellos.

La separaron las piernas con brusquedad y luego notó algo líquido y espeso, fresco, caer sobre tu culo, para después sentir cómo un dedo envuelto por un guante giraba y empujaba, hasta lograr abrirse paso por el esfínter anal, metiéndose poco a poco dentro del culo de la chica.

La sensación era tremendamente humillante, vergonzosa, mientras el hombre hurgaba en su interior, moviendo el dedo adentro y afuera, dilatando su estrecho agujerito.

No contento con eso, notó que apoyaba su otra mano, sin guante, en su rajita, acariciándosela con indecencia, haciéndola sentir sucia.

El dedo invasor abandonó su culo y lo sustituyó el aplicador, mucho más delgado y que entró sin que ella ofreciera resistencia, dilatada.

Sintió un chorro húmedo y frío invadirla, llenar su culo, remover sus entrañas, mientras la otra mano, la que no llevaba guante, seguía moviéndose a lo largo de su rajita, separando sus labios vaginales y conquistando su intimidad.

  • Aprieta -le escuchó susurrar al oído, con un aliento apestoso-. Aprieta y aguanto todo lo que puedas, zorrilla.

Pese al asco que sentía, ella hizo lo que la pedían, apretó su trasero todo lo que podía, aguantando la casi inmediata necesidad imperiosa de aliviar sus intestinos.

La mano que la masturbaba empeoraba la situación, la hacía retorcerse, luchando contra las sensaciones que despertaba el roce en la raja, sobre todo cuando alcanzaba el siempre sensible clítoris.

  • Vamos, aprieta... aprieta... aguanta, putilla... aguanta... -la decía, mientras aumentaba el ritmo con el que se movían sus dedos por la rajita de la jovencita.

Ella se mordía el labio, incapaz de pensar con claridad, resistiéndose como podía a las descargas que surgían de su entrepierna, extremadamente sensible al contacto con la mano deslizándose por su raja una y otra vez, y, simultáneamente, tratando de no vaciar su ampolla rectal, obedeciendo la instrucción de apretar y aguantar.

Con la mente confusa, ni siquiera prestó atención al nuevo grupo de personas que llamó y dejaron entrar mientras el que hacía de jefe del puesto seguía masturbándola sin piedad a la vez que ella luchaba por no perder el líquido intruso en su culo.

  • Trae el cubo -avisó el hombre y, de algún punto detrás de ella, un cubo apareció al su lado-. Cuando te diga, te pones sobre el cubo y sueltas todo lo que hay en tu puto culo, ¿de acuerdo zorrilla?.

  • Sí... sí... -logró articular, retorciéndose.

  • ¡Ahora! -la gritó, retirando a la vez la mano de su excitado coño.

No supo cómo pudo lograrlo, pero lo hizo.

Se movió con las piernas temblando y relajó su trasero, escuchando caer de golpe una buena cantidad de un líquido oscuro dentro del cubo.

  • La cantidad de mierda que llevabas, zorrita -dijo, silbando, y luego, mirando al grupo que había detrás de la joven, preguntó-. ¿A quién le tocaba hoy la exploración anal?.

  • A mí -dijo alguien, mientras se escuchaba una cremallera abrirse.

  • Entonces yo empezaré la exploración oral -se deleitó el jefe del grupo de agentes, moviéndose delante de la chica.

Ella notó un fuerte tortazo en su culo, mientras alguien apoyaba algo grueso contra su dilatado agujero anal y la sujetaba con la otra mano.

El jefe se puso frente a ella, bajándose a cámara lenta la cremallera y mostrándola la monstruosa erección que escondía sus pantalones.

  • Dicen que las rubias disfrutan más -contó-, pero hoy te toca a ti, zorrita.

  • No... por favor... no... -suplicó ella, con los ojos enrojecidos por las lágrimas que comenzaban a desbordarlos.

  • A partir de ahora -la dijo, acercando sus labios a sus orejas, en un susurro que sólo ella pudiera escuchar- te quiero escuchar pedir polla, suplicar polla, dar las gracias por nuestras pollas... ¿entendido?... salvo que prefieras que sea el capullo que te acompañaba el que tenga algo metido por su puto culo, ¿sabes de qué hablo, puta negra de mierda?.

  • Sí... sí... -cedió la joven.

  • Está bien -dijo en voz alta, levantándose y haciendo un gesto afirmativo al grupo detrás de la zona de visión de la chica-. Vamos a empezar, que esta zorra está deseando tragarse unas cuantas pollas de verdad.

A su espalda escuchó un breve griterío, interrumpido por su propio chillido cuando la polla que apuntaba a su culo empezó a clavarse, rompiendo ese pequeño tesoro que nadie había usado nunca antes.

Sintió cómo la desgarraba, como entraba la rabiosa polla, ese inflamado rabo, perforando su culo.

El que llevaba la voz cantante volvió a ofrecerle su tronco de carne, su endurecido miembro viril y, esta vez, ella lo aceptó sin rechistar y dejó que se la metiese en la boca.

  • Joder con la zorra, que apretadito lo tiene -escuchó al que la sodomizaba, que acababa de terminar de clavar su inflamada verga en lo más profundo de su culo.

  • Estas son las mejores, cerraditas -escuchó decir a otro.

  • La que ha nacido para guarra, es guarra y punto -dijo un tercero.

  • Ya te digo -abundó un cuarto.

  • Esta noche sí que vas a disfrutar, golfa -sentenció el jefe, que la agarró del cabello y empezó a bombear con su grueso pene en su boca, metiéndosela hasta el fondo, hasta arrasar con su campanilla y golpear el fondo de su garganta con el ímpetu de su impulso, potenciado por la imposibilidad de escapar de ella al mantenerla sujeta por sus cabellos.

Sintió crecer las arcadas en su interior, pero eso sólo parecía excitarlo aún más, haciendo que hiciera más profunda e intensa la mamada, llevando un ritmo bestial que apenas lograba soportar, sobre todo porque en su dilatado culo la otra polla se clavaba con más fuerza aún, removiendo sus entrañas con cada golpe, con cada brusco impulso en la penetración.

Los dos hombres parecían estar coordinados, como si fuese lo más normal del mundo.

Cuando uno empujaba la polla hasta el fondo de su boca, el otro sacaba la suya de su culo, justo hasta el borde de su esfínter y, entonces, empujaba con una fuerza ansiosa que coincidía con el momento en que la verga de su boca se retiraba hasta mitad del paladar, lo justo para permitirla tragar algo de saliva, la que no se escurría fuera de su boca en espesos hilos de babas que colgaban del erecto miembro de su corrupto abusador.

Podía escuchar los gritos de ánimo del resto del grupo mientras los dos hombres la violaban una y otra vez, simultáneamente, la boca y el culo, y, un tercero, se acercaba y la magreaba las tetas, a la vez que la agarraba una mano y se la llevaba a su propia polla, obviamente buscando que se la pajeara.

No estaba en sus planes, ni lo deseaba siquiera y tampoco nadie se lo había dicho, pero lo hizo, usó su mano para agarrar ese nuevo tronco fálico y moverlo adelante y atrás para pajear a su tercer abusador.

Escuchaba a los demás reírse de ella, insultarla, despreciarla, llamarla zorra o puta negra o guarra y mil insultos más, pero no tenía alternativa, obedecía sin gozar, por mucho que ellos dijeran lo contrario.

Poco a poco su boca se fue acostumbrando a las embestidas del jefe, y las arcadas se espaciaron, aunque no así el regusto ácido que estaba dejando ese grueso miembro en su boca.

Lo de su culo era peor.

La sodomización era brutal, intensa, perforante.

Sentía clavarse con saña una y otra vez la gruesa barra de carne, llenándola con ese calor radiante que la destrozaba.

Sintió una extraña humedad en la mano, pegajosa y extrañamente caliente.

Un gemido se alzó en el aire y supo que se acababan de correr en su mano, que uno de sus verdugos había derramado su esperma entre sus dedos, repartiendo no sólo su leche, sino una sensación asquerosa y denigrante.

No tuvo tiempo de pensar en ello cuando una nueva polla ocupaba el lugar de esa, exigiendo que se pusiera manos a la obra, nunca mejor dicho.

Su garganta estaba cada vez más irritada mientras, muy seca, pese a que estaba babeando como nunca antes, e invadida una y otra vez por la gruesa polla del jefe de los agentes corruptos

Otra barra de carne la llenaba, pero su culo, de una forma asquerosa y antinatural, que la hubiera provocado náuseas solo de pensarlo, si es que hubiera podido pensar y si es que hubiera podido vomitar.

Notó cómo los empujones se hacían más fuertes pero espaciados, cada vez deteniéndose más dentro de su culo, clavándose más adentro, más hasta el fondo, apretando contra el fondo de su recinto anal.

Hubiera querido suplicar que no, que no lo hiciera, pero sabía que sería inútil y sabía que esa misma súplica habría significado un suplicio extra en manos de esos corruptos policías.

De repente, sintió la inundación.

Pudo sentir muy profundamente agitarse ese tronco fálico y expulsar, como si de un cohete se tratase, chorro tras chorro de una espesa y caliente lefa.

El jefe no la dejó relajarse ni un instante, sabedor de lo que pasaba en su interior aún sin verlo.

La tapó la nariz y apretó más el ritmo, insertando hasta el extremo su polla, dejándola meterse al límite, provocándola unas arcadas imparables.

Sus chorros fueron no menos abundantes.

Oleada tras oleada de esperma la invadió la cavidad bucal, chocando contra la garganta, revotando hacia sus fosas nasales y derramándose hacia abajo por su esófago.

Con la nariz taponada, pudo oler, sentir, que esa espesa semilla recorría y empapaba cada recoveco de sus fosas nasales, impedida la salida con la cruel mano de su violador, que disfrutaba como un salvaje con su máxima humillación.

Tragó como pudo.

Notó escurrir casi toda la lefa desde su nariz, arrastrando mucosidad y otras cosas, cayendo hacia su garganta, induciéndola una nueva arcada, que hizo ascender el esperma que había tragado, mezclándose en su boca las dos fracciones, la pura que había logrado tragar y la impura que se había ensuciado dentro de sus cavidades nasales.

Cuando por fin abrió la pinza sobre su nariz y sacó su polla, unida por un hilo de babas y semen a su boca, Jennifer pudo apreciar aún más el desagradable nuevo sabor que la había hecho experimentar ese cabrón.

  • Venga, a limpiarse, que esta zorra está deseando agradecerte el trabajito que la has hecho -se mofó de ella.

  • Sí... sí... por favor... déjame chuparte tu grandiosa polla... -dijo ella, para deleite del grupo de corruptos, tras percatarse de la señal que le había hecho con un gesto el jefe, que aprobó sus palabras con un guiño.

Se produjo un intercambio de posiciones.

El hombre que la había sodomizado insertó su grueso pene, aun suficientemente endurecido pese a la intensa penetración anal, en la boca de la joven, mientras que el jefe se posicionó detrás de ella, aunque para hurgar en su coño, metiendo su manaza todo a lo largo de su raja, masturbándola con ansiosa energía, preparándola para lo que él prefería.

Y mientras esto pasaba, el tercero en discordia la pellizcaba las tetas o la golpeaba en la espalda cada vez que se olvidaba de masturbarle, de lograr mantener su blanca y gruesa polla endurecida, caliente y preparada mientras esperaba su turno.

Éste no se iba a contentar con correrse en su mano, lo tenía claro.

En mitad de esa pesadilla vio a su novio, con un lado de la cara hinchado, pasando junto a ella, empujado por otro agente, que le puso a mirarla desde enfrente, y supo sin ninguna duda que lo habían tenido mirando cómo la follaban desde antes, pero detrás de ella, y ahora culminaban la humillante escena con hacer que lo presenciara cara a cara, que se pudieran ver mientras ella era usada una y otra vez por ese grupo de policías corruptos.

Lo peor es que sabía que no podía hacer nada.

Incluso si se negase a continuar, la cosa podría ser peor.

Estaba claro que no dudarían en recurrir a la violencia.

Debería de haberse sentido aterrada o asqueada o... o algo... pero no lo lograba, estaba en un estado de conmoción tal que lo único que lo superaba y podía captar era el efecto de la masturbación a la que la sometía el jefe del grupo de violadores.

Usaba su mano con habilidad, moviéndose como pez en el agua por su raja, alcanzando su clítoris y estimulándolo de una forma que la excitaba sin poder evitarlo, algo que sabía que luego la haría sentirse aún peor, aún más mierda, más culpable por esas sensaciones, aunque no fuera culpa suya, sino de quienes la estaban forzando, pero, aun así, sabía a ciencia cierta que luego tendría ese sentimiento.

Pero no ahora.

Ahora sólo podía chuparle la polla al hombre que la había sodomizado, que había perforado su culo de una forma bestial hasta correrse dentro, llenándola de una masa espesa y caliente de semen.

Ahora sólo podía moverse inquieta, desafortunadamente excitada por los dedos del maduro que estaba deslizando su manaza por su coño y agitando su clítoris hasta inducirla unas sensaciones que, en otro momento, habrían sido fabulosas.

Podía sentir que sus pezones estaban tiesos, calientes como toda ella por una excitación imparable y vergonzosa, el resultado de los procesos naturales, imposibles de evitar, automáticos, que la hacían empaparse, tener su entrepierna húmeda y caliente, justo lo que esos hombres deseaban para poseerla con más facilidad.

Y eso hizo ese hombre, el maduro que comandaba al grupo, sustituyó con su engrosada y venosa polla a sus dedos, insertándola dentro de su coño empapado, deslizándose con facilidad, como no dejaba de recordar al novio de la joven, que no podía negarlo, incluso aunque hubiera tenido la boca libre, en vez de ocupada lamiendo el pene del hombre que la violara su estrecho culo instantes antes.

Agarrado a sus caderas, el jefe del grupo bombeaba sin parar, invadiendo su vagina con su engrosada barra de carne, moviéndola adelante y atrás, barrenando su coño como si fuera un buscador de petróleo.

Una nueva inundación llenó su boca, no tan abundante como la primera, pero lo suficiente para atragantarla cuando el agente que la sodomizara empezó a soltar espesas dosis de esperma contra el fondo de su garganta para luego sacar su polla y estrujarla ante ella con movimientos de balanceo, dejando caer las últimas gotas sobre su rostro.

Le sustituyó el hombre al que había estado haciendo la segunda paja, que, mientras aún boqueaba entre toses, clavó su grueso miembro viril en su boca, comenzando un profundo mete-saca, ahogándola por momentos, mientras el jefe del grupo aumentaba el ritmo al que la penetraba su empapado coño.

Jennifer no podía evitar sentir corrientes de excitación y el nuevo agente que se acercó también lo descubrió, cuando metió la mano y capturó el más cercano de sus pezones, mostrándoselo al novio de la chica, enseñando a Paquito que su hembra ya no lo era en exclusividad, sino que era de todos, que estaba super excitada por lo que la estaban haciendo hombres de verdad.

Hubiera deseado no tocarle, pero, después de agarrarla la teta y estrujársela con fuerza, agarró su mano y se la hizo poner alrededor de una polla venosa y palpitante, caliente al tacto y que tuvo que pajear para evitar males mayores.

El hombre que tenía invadida su boca no aguantó, empezó a verter oleadas de caliente y pegajosa lefa, forzándola a enseñársela a su novio abriendo la boca y mostrando el blanco líquido en su interior antes de tragarlo y pasarse la lengua por los labios como muestra del gusto que debía fingir que la estaban proporcionando.

Ni corto ni perezoso, el hombre que había estrujado su teta se lanzó a ocupar su boca mientras, en su coño, la tensión iba en aumento, la presión de la polla crecía y se agitaba convulsionando pese a que estaba claro que el dueño del miembro luchaba por aguantar y no correrse aún.

No lo pudo evitar.

  • Me coooorro... me coooorro... ceeeeeeerda... ya vieeeeeene... yaaaaa... -la sensación de hinchazón alcanzó su punto máximo a la vez que brotaban chorros de ardiente semilla del extremo del órgano invasor-. Menuda puta estás hecha, chavalita. ¿Alguien más?, que hoy es gratis -se burló de ella.

Otro agente ocupó su lugar.

Y a él le siguieron los demás, turnándose entre su boca y su coño, salvo uno que prefirió sodomizarla aprovechando lo estrecha que estaba.

Perdió la cuenta de las veces que se corrieron dentro suyo y de los orgasmos que tuvo mientras se burlaban de ella o humillaban a su chico, obligándole a mirar cómo la penetraban una y otra vez.

Cuando los sacaron de la furgoneta, Jennifer no podía sostenerse sobre las piernas y Paquito apenas podía abrir un ojo.

  • En fin, no ha estado mal la noche, ¿no os parece? -se despidió de ellos el jefe, Pablo, por lo que ponía la pegatina con su nombre sobre el uniforme-... y el vídeo... no podéis imaginaros qué vídeo... a lo mejor os gustaría una copia, ¿verdad?. Porque putas como tú hay pocas, negrita. Si quieres otro paseo, me avisas, ¿vale, guapa?. Ya sabes dónde encontrarme -y señaló el número de su unidad mientras la guiñaba un ojo.

Nota: relato ficticio.